Capítulo 8
Año 1.512, enero – 508 años antes
—Es una noticia terrible, lo lamento enormemente. Por favor, transmítele mi más sentido pésame a Donato. Quisiera ir a visitarle, pero me temo que ahora mismo es imposible. La inestabilidad ha llegado también a Turín, cada vez hay más seguidores de ese nuevo credo y los ataques a las iglesias son constantes. Hasta que no pueda sofocarlo, no podré abandonar la ciudad.
—Transmitiré sus palabras al conde, mi señor.
—Dame un par de horas para poder preparar una respuesta por escrito y llévasela cuanto antes. No quiero que Donato se sienta abandonado. Ahora que la desgracia se ha cebado con su familia, quiero que sea consciente de que cuenta con mi apoyo.
Caeli tenía quince años cuando la condesa de Macello murió. Había sido varias noches atrás, tras varios meses de lucha. Las malas lenguas decían que había sido el propio hijo de los condes el que había intentado asesinarla envenenando su comida. Fuese cierto o no, lo único que se sabía era que el joven Cassio había desaparecido y que, meses después, ella había fallecido, sumiendo a Donato en una profunda tristeza.
Toda la población estaba de luto. La desdicha se estaba cebando con el conde, y si bien todos intentaban mantenerse a su lado, era innegable que no pasaban por un buen momento. La sombra del Mal se estaba apoderando de los alrededores, arrastrando a sus poblaciones al nuevo culto del que todos hablaban, con el Señor del Inframundo como nuevo cios, y eran pocos los que aún resistían. Por suerte, tras las amenazas iniciales, Macello había logrado vencer al enemigo. Ahora era el turno de Turín.
Era un mal momento, la ciudadanía vivía temerosa de lo que pudiese pasar durante los próximos meses. Preguntándose si Dios les protegería o si se verían arrastrados al pecado.
Pero a Caeli no le importaba. A pesar de ver de primera mano todo el sufrimiento que se estaba viviendo, ella vivía una etapa dorada. Sus visitas continuas a Turín la hacían profundamente feliz, y no solo porque le encantase cabalgar y leer mensajes. La auténtica razón era mucho más simple, y tenía nombre de hombre.
—¿Te vas ya?
—No, me puedo quedar un par de horas, hasta que tu padre acabe de preparar la carta.
—¿De veras? Entonces podemos estar un rato juntos, ¿no?
—Yo diría que sí...
—¡Genial!
Caeli y Valentino se habían hecho buenos amigos. No solían verse demasiado, pero cuando la mensajera viajaba a la ciudad intentaba pasar al menos unas cuantas horas con él, cabalgando y mirando las estrellas juntos. Valentino, un auténtico apasionado de la astronomía, le había enseñado el nombre de las constelaciones y su importancia para orientarse. También había compartido con ella sus viejas leyendas, e incluso se habían inventado algunas. En el fondo, el cielo estrellado no era más que una buena excusa para pasar un tiempo juntos a solas.
Un tiempo en el que, poco a poco, habían ido estrechando su relación hasta acabar enamorándose el uno del otro. Aún eran muy jóvenes, y Valentino sabía que su padre querría ligar su futuro al de otra mujer procedente de un extracto social superior, pero a él no le importaba. Aún no se lo había confesado a Caeli, pero se iba a casar con ella. De hecho, ni tan siquiera se había atrevido a confesar sus sentimientos. Lo único que sabía era que cuando estaba con ella era el hombre más feliz del mundo, y que a ella le pasaba lo mismo.
Mientras estuviesen juntos, todo sería perfecto.
Pero no daban el paso.
—¿Y dices que se ha muerto la esposa del conde, entonces? —le preguntó Valentino mientras paseaban por el jardín del castillo. Aquella mañana, con las mejillas sonrojadas por el sol y los ojos grises refulgiendo, Caeli le parecía la chica más bella del mundo—. Después de lo de Cassio, debe de estar destrozado.
—No lo está pasando bien, es cierto —confesó Caeli distraídamente, mientras contemplaba con interés los macizos de flores. Había pocos jardines tan cuidados como los del duque de Turín—. El otro día se puso a llorar mientras escribía la carta. Tuve que consolarlo.
—Pobre hombre.
—Me dio un poco de lástima, la verdad. Se ha quedado muy solo... que flores tan bonitas, por cierto, ¿las ha plantado tu madre?
—En realidad las he plantado yo, como sé que te gustan tanto...
—¿De veras?
—Pues claro...
Año 2.020, noviembre – 508 años después.
La barca de Caronte acababa de abandonar el muelle cuando Créssida y Abadón alcanzaron lo alto de las escaleras que conectaban con el nivel inferior. Era habitual que hubiese mucho movimiento por el Estigia, sobre todo cuanto más necesitaban al barquero. Por suerte, la bruja sabía que era una de sus favoritas, por lo que no dudó en aprovecharse de ello. Lanzó al gato al aire, convencida de que se transformaría en cuervo, y mientras que ella descendía las escaleras, Abadón atravesó toda la caverna, hasta alcanzar el hombro huesudo de Caronte.
Graznó con todas sus fuerzas para captar su atención.
Sorprendido ante su aparición, el barquero buscó a la bruja con la mirada, hundiendo el remo en las aguas. La localizó bajando los últimos peldaños y alzó el brazo esquelético. En la barca, mirando con confusión, dos almas atormentadas que no dejaban de llorar contemplaban la escena con el pánico grabado en sus semblantes. No entendían absolutamente nada de lo que estaba pasando.
—¡Caronte, te necesito! —gritó la bruja, corriendo hasta el muelle—. ¡Por favor!
A pesar de la fuerza de las aguas, que golpeaban la embarcación con furia, tratando de arrastrarla corriente abajo, el barquero no se inmutó. En el fondo, solo él decidía cuando la barca se movía. Esperó a que la bruja alcanzase la orilla más cercana a su posición para aproximarse.
—Estoy ocupado, Créssida, ¿qué pasa?
—¡Es urgente!
—¿El qué es urgente?
La bruja no se atrevió a decirlo. Miró de reojo a las dos almas, dos niños abrazados, y se volvió con cara de circunstancias a Caronte. Juntó las manos en señal de súplica.
—¡Por favor!
—¿Por favor qué? ¿Qué necesitas? —Caronte miró de reojo a los críos—. Tengo cosas que hacer.
—¡Necesitamos que nos lleves hasta las puertas del Reino de los Muertos! —dijo Abadón al fin, estallando—. ¡Tenemos que evitar que un alma las cruce!
—¿¡Cómo!? —Las cuencas de los ojos de Caronte se ampliaron—. ¿¡Pero de qué estáis hablando!?
—¡Déjame que suba y te cuento! —suplicó ella.
Y aunque iba en contra de la normativa que él mismo se había impuesto, Caronte aceptó. Lanzó a los niños al agua de un golpe de remo, donde la corriente rápidamente los arrastró hasta las profundidades, e invitó a la bruja a que subiese. Inmediatamente después, se pusieron en movimiento.
—¿Qué se supone que has hecho, alma condenada? —preguntó el barquero con pesar. Remaba a mayor velocidad de lo que habían visto nunca—. ¿A quién perseguís?
—Ha asesinado al aprendiz del Maestro —confesó Abadón con horror.
—¿¡A Mael!? ¿¡En serio!? —La mandíbula inferior de Caronte cayó de golpe, en una clara expresión de perplejidad—. ¿¡Pero qué ha pasado!? ¡Si es encantador!
—¿¡Encantador!? —Créssida puso los ojos en blanco—. ¡Es un auténtico cabrón! Estuvo provocándome sin cesar hasta conseguirlo... decía que las brujas estábamos condenadas a desaparecer. Que acabaríamos traicionando al Patrón.
—¿Y lo mataste porque acertó? —De haber tenido ojos, Caronte los habría puesto en blanco—. Soluciona esto como sea, Créssida, o le darás la razón. Mael es uno de los protegidos de Hades: lo tiene en su cámara desde hace varios siglos. Si ahora ha decidido insuflarle vida a su alma, debe ser por algo.
Las últimas palabras de Mael antes de morir acudieron a la memoria de Créssida, inundándola de dudas. Estaba demasiado alterada como para poder pensar con claridad, pero estaba convencida de que no las había dicho al azar. Incluso hasta el último momento había intentado provocarla... pero ¿por qué? ¿Quién era ese hombre al que el Señor Oscuro tenía en su poder desde hacía tanto tiempo?
Respiró hondo, tratando de concentrarse. Ni tan siquiera sabía lo que estaba haciendo. Abadón pretendía que no atravesara las Puertas del Infierno, pero dudaba que aquello fuera suficiente para devolverlo a la vida.
—Y cuando lleguemos, ¿qué? —preguntó la bruja, volviendo la mirada hacia el cuervo—. ¿Cuál es tu plan?
—Arreglarlo todo, ¡qué remedio! —Abadón saltó sobre su hombro, recuperando su forma de gato esfinge—. Tú simplemente obedece, ¿de acuerdo?
Navegaron en silencio durante unos breves minutos que a los tres les parecieron eternos. Caronte fue dirigiendo la nave con maestría, empleando el oleaje para aumentar la velocidad, y no dejó de remar hasta alcanzar la playa del Reino de los Muertos. Una vez en ella, Créssida saltó fuera y corrió hasta la verja de entrada, donde una larga cola de almas aguardaba a que el guardián de la puerta les dejase acceder.
Cientos y cientos de almas...
Demasiadas como para localizarle fácilmente. Créssida paseó la mirada entre los presentes y se acercó, tratando de reconocer a Mael entre ellos. Sus rostros lívidos y descompuestos resultaban tan inhumanos que costaba creer que horas atrás vez hubiesen sido personas.
Recorrió la fila a la carrera, gritando una y otra vez el nombre de Mael, hasta encontrarle muy cerca de la entrada, con las ropas negras desgarradas y dos lágrimas de sangre cruzándole el rostro. El alma no reconoció su nombre, ni mucho menos a Créssida cuando ella lo llamó. Tampoco a Abadón. Parecía fuera de sí, sumido en la oscuridad total. Ya no era él.
Por suerte, no era necesario. Créssida le cogió de la mano y tiró de él fuera de la cola, ganándose algún que otro abucheo de procedencia desconocida. Lo llevó hasta la orilla, cerca de la barca de Caronte, el cual los miraba con auténtico interés, con el mentón apoyado en el remo, y le obligó a que se sentase.
Su piel era cada vez más transparente.
—¿¡Y ahora!? —preguntó a Abadón con nerviosismo—. ¿¡Ahora qué!?
—¿Tienes el cuchillo con el que lo has matado?
No recordaba haberlo guardado, pero sí, lo tenía. Créssida se llevó las manos al tobillo y lo encontró allí anudado. Lo cogió. Mael la miró con los ojos totalmente vacíos, sin mostrar ningún tipo de reacción. Su muerte era aún demasiado reciente como para poder actuar con normalidad.
—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Qué hago?
Créssida palideció al escuchar su respuesta. Era tan perturbadora que quiso creer que no era cierta. Que la estaba engañando. Lamentablemente, Abadón nunca había hablado tan en serio como aquel día. El gato saltó al suelo, situándose a las espaldas de Mael, y cambió su forma, adoptando la de una sombra humana por primera vez.
Apoyó sus manos de oscuridad sobre los hombros del alma para sujetarla.
—Vamos, hazlo —le ordenó—. ¡Hazlo de una maldita vez!
La bruja cerró los ojos para coger aire y valor, y al abrirlos dejó que el instinto de supervivencia tomase el control. Apretó los dedos alrededor de la empuñadura del arma y la hundió con todas sus fuerzas en el punto exacto donde anteriormente lo había herido: en el corazón. Una vez en él, deslizó el cuchillo hacia abajo, dibujando un profundo corte, y repitió la operación, realizando un segundo corte en dirección contraria. Sacó el arma, empapada en sangre negra, y hundió la mano en la herida.
—Qué asco —masculló entre dientes, sintiendo el movimiento de cientos de gusanos en su interior.
Deslizó los dedos en su interior, buscando a ciegas, hasta rozar lo que Abadón le había descrito. Trató de alcanzarlo, sin éxito, y hundió más la mano, introduciéndola en su totalidad. Por fin, sus dedos se cerraron alrededor del hilo de vida ahora cortado. Lo cogió con fuerza, consciente de que si se le escapaba probablemente no volvería a encontrarlo, y tiró de él hacia fuera, arrancándole un aterrador grito de dolor a su dueño.
Mael cayó de espaldas al suelo, con los ojos en blanco y el rostro descompuesto de puro sufrimiento.
—¿¡Y ahora!? —preguntó Créssida con terror.
—No lo sueltes pase lo que pase —le advirtió Abadón, acudiendo a su lado. Anudó el hilo a su muñeca para que no escapara, y lo cogió el cuchillo—. Vale, ahora viene lo complicado.
—¿Lo complicado? —preguntó ella.
Y antes de que incluso pudiese llegar a comprender lo que aquellas palabras significaban, la sombra clavó el arma en su corazón, arrancándole un grito desgarrador. Créssida sintió que todo su mundo se paralizaba, que el dolor la cegaba, y cayó de espaldas al suelo con la mirada vidriosa. La cueva era ahora poco más que un espejo roto en su mente. Un espejo cuyos fragmentos, uno a uno, se iban clavando en su piel.
Su alma empezó a abandonar su cuerpo. Centímetro a centímetro fue despegándose de su piel, dejando su cascarón humano tendido en el suelo, con la mirada perdida en el vacío y el hilo de la vida de Mael anudado a su muñeca.
Y mientras que ella se alejaba, convirtiéndose en un nuevo miembro del mundo de los muertos, los recuerdos se agolpaban en la mente de Créssida, inundándola de las imágenes de las personas que realmente le habían importado. Vio a Hades y a las brujas, a Menta y a Caronte. Vio a Abadón saltarle a los ojos, y a Eva esperarla con los brazos abiertos. Aquella sonrisa...
Vio a los cientos de amigos que había hecho a lo largo de aquellos siglos, y a las compañeras que había asesinado. A las niñas a las que había adiestrado y a todas las almas que había corrompido. Todas y cada una de ellas.
Se vio a si misma de la mano del padre Piero, riendo y cabalgando por los caminos. Vio el fuego crecer, sintió el sabor de la sangre en la boca, y entonces se vio a si misma ardiendo en la hoguera. Y de sus llamas apareció Cassio Marino, el hijo del Conde de Macello, mirándola desde la distancia. Vio a Hades transformado en un niño tenderle la mano, y al padre Piero sonreír por última vez antes de que la iglesia en llamas se derrumbara sobre él.
Vio al duque de Turín, Aurelio Leone, dictándole un mensaje a su escriba, y a Donato Marino llorando en su hombro.
Y vio a Valentino Leone, al único hombre que realmente había amado con toda su alma cuando aún era un ser humano, y se vio a sí misma siendo una niña. Le vio crecer, convertirse en el duque de Turín, y casarse. Casarse con otra mujer que no era ella. Le vio apoyar su mano sobre su hombro y sonreírle con complicidad... y le vio morir. A él y a su esposa.
Y entonces, justo antes de que se hiciera la oscuridad total, comprendió por qué Mael le resultaba tan familiar.
La luz de un nuevo amanecer iluminaba la cama donde Créssida yacía desde hacía treinta y seis horas, con la herida del corazón cicatrizando y el alma ansiando por escapar de su cuerpo. Habían sido horas de incertidumbre en las que Abadón no había dejado en ningún momento los pies de la cama. Horas en las que podría haber pasado cualquier cosa.
Por suerte, Créssida abrió los ojos y el gato logró al fin respirar tranquilo.
—¿Estás viva? —preguntó con acidez, pisoteándola entera hasta alcanzar su almohada. Se le sentó encima de la cabeza—. Empezaba a creer que tendría que buscarme a otra.
—Ambos sabíamos que tarde o temprano conseguirías matarme... —respondió ella con apenas un hilo de voz—. Sé sincero... ¿he cruzado la barrera?
—¿Preguntas si has llegado a morir? No, te ha ido de poco, pero era la única manera de hacerlo. —Estiró las patas sobre su frente, dibujándole una pequeña línea entre las cejas con las zarpas—. Se te ha ido la cabeza.
La bruja no respondió, simplemente acercó la mano a su cabeza y la acarició con cariño, más agradecida que nunca.
—Me he metido en un buen lío, ¿verdad, gato?
—Ni te lo imaginas, bruja, ni te lo imaginas...
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