Capítulo 6
Año 1.504, abril – 510 años antes
—¿Estás segura? Los caminos son peligrosos, Caeli: podría ir contigo.
—¿Y dejar la iglesia sola? Oh, no, padre: se lo agradezco, pero esos desalmados aprovecharían para quemarla. ¿Acaso ha olvidado lo que pasó la última vez?
Jamás podría olvidarlo. El padre Piero solo había salido unas horas, para acompañar a la mensajera a una de las poblaciones de los alrededores y asegurarse así de que no tendría problemas por el camino, y al volver los había visto. Diez hombres y mujeres, todos ellos vecinos de Macello, prendiéndole fuego a su hogar... a la casa del Señor.
Del Auténtico Señor.
Había sido una visión tan horripilante que el sacerdote había tardado varias semanas en volver a dormir tranquilo. Las autoridades habían intervenido a tiempo para evitar que la iglesia se derrumbara, pero los daños habían sido muy severos. Tanto que no habían tenido otro remedio que abandonarla temporalmente e instalarse en el castillo del conde Donato Marino. Por suerte, su alma aún pertenecía al rebaño de Dios, por lo que no había dudado en acogerles y castigar a los culpables con la horca.
Lamentablemente, aquella herida había sido demasiado profunda como para que ninguno de los dos lo pudiese olvidar. A partir de entonces, siempre había alguien en la iglesia, ya fuese Caeli o el propio padre Piero.
—Dudo que pueda olvidarlo jamás, pero me preocupa. Turín está lejos y eres una niña.
—Soy una mensajera —respondió Caeli con orgullo, señalando el distintivo de su capa: una liebre alada—. Una enviada del mismísimo conde de Macello: nadie se atrevería a ponerme una mano encima. Volveré en unos días, lo juro.
—Promete que tendrás cuidado en el camino.
—Lo prometo.
—Y que no viajarás de noche.
—Lo prometo también.
—Y que no te quitarás la capucha en ningún momento.
Caeli puso los ojos en blanco, quitándole importancia, pero le obedeció. Se colocó la capucha, palmeó su bolsa de mensajera y salió de la iglesia, dejando tras de sí un océano de dudas y de miedo en el sacerdote. Su querida huérfana ya no era una niña: Caeli se había convertido en una preciosa adolescente de trece años por la que el padre Piero temía. El saber leer y escribir la había convertido en alguien imprescindible para el conde Donato Marino, quien aprovechaba sus habilidades para utilizarla como mensajera Real. Por desgracia, no dejaba de ser una niña, con lo que ello conllevaba. Los caminos eran peligrosos y el padre Piero sabía que tarde o temprano se acabaría su suerte. Lamentablemente, no podía detenerla. Caeli necesitaba volar, necesitaba desplegar las alas, y por mucho que rezase a Dios para que cuidara de ella, sabía perfectamente que la única forma de mantenerse con vida era protegiéndose a sí misma...
Año 2.020, noviembre – 510 años después.
La inesperada noticia del nombramiento de Mael como nuevo duque de Turín cayó como un jarro de agua fría a la bruja. Convencida de que encontraría comprensión y apoyo por parte de su Señor, Créssida no solo regresaba al mundo de los vivos con la sensación de haber sido engañada, sino que, en cierto modo, también se sentía traicionada.
La falta de interés en el asesinato de Eva le preocupaba. Más allá de la identidad del asesino, Créssida se preguntaba el motivo de aquel vil acto. Eva no había sido alguien conflictiva. De hecho, para ser una bruja con tanto poder, había sabido jugar muy bien sus cartas manteniéndose en un segundo plano. Sin embargo, alguien había querido asesinarla, y sus motivaciones preocupaban enormemente a Créssida. Al fin y al cabo, si había acabado con su vida, ¿quién podía asegurarle que no iría a por el resto? Dudaba que su naturaleza fuese casual.
En el fondo, todo habría sido mucho más sencillo si el asesino hubiese sido enviado por Hades. Al menos le habría dado una respuesta a la motivación. Lamentablemente, tras su negativa, Créssida se sentía a ciegas, y lo que era aún peor, atada de pies y manos.
Además de la falta de interés, también le preocupaba el que ya tuviese a un sustituto. Hades sabía con antelación que Eva iba a morir, y había decidido preparar a Mael para que ocupase su lugar. Para que hiciera lo que probablemente la bruja no había hecho. Y podía entenderlo, la ideología de las brujas no era tan radical como la de los nuevos agentes que poco a poco estaba situando al frente de las grandes ciudades, pero no quería verse involucrada.
No en Turín.
Era un golpe bajo. Créssida tenía la sensación de que el Señor Oscuro la estaba castigando, que lo tenía planeado todo desde hacía tiempo, y no entendía el motivo. Al fin y al cabo, ¿qué había hecho ella que pudiese reprocharle? ¿Acaso no se había mantenido siempre fiel?
Le hubiese gustado creer que era un castigo por no haber estado en la Catedral de las Rosas cuando había ido a buscarla, pero era una estupidez. Todo aquel plan era anterior...
Treinta y cuatro años antes como mínimo.
Lamentablemente, no podía negarse a cumplir con sus deseos, por lo que no tuvo más remedio que aceptar su petición. Aquel mismo día regresaría a Turín, pero no lo haría sola.
Abadón ya la estaba esperando en la plaza cuando Créssida abandonó la fortaleza en solitario. Mael se uniría a ella en unas horas directamente en Turín. Hasta entonces, dispondría de un poco de tiempo para poder reflexionar.
Acudió al encuentro de su guardián, tratando de mantener el semblante lo más indiferente posible, y le animó a que subiese a su hombro con un ademán de cabeza. Seguidamente, sin decir palabra, se encaminó hacia la escalera, dispuesta a descender al Estigia.
—Ve con cuidado con él —dijo el gato en apenas un susurro—. No es un simple aprendiz.
—¿Qué quieres decir?
—Axael es su guardián.
—¿Axael?
El gato asintió suavemente con la cabeza, logrando con ello que una sensación de descontrol aturdiera a la bruja. Axael, al igual que el propio Abadón, era un guardián cambia-formas cuyo destino era proteger a uno de los grandes agentes del Inframundo. Hades los elegía personalmente, y los asignaba en base a la importancia que le diese al sujeto. En el caso de Créssida, había sido el especial interés del Señor Oscuro en ella y su posición en el aquelarre lo que había motivado que Abadón acabase a su lado. Mael, sin embargo, era un misterio.
—¿Cómo te has enterado de eso?
—Eso es asunto mío. Tú simplemente ve con cuidado.
—¿Sabes quién es ese hombre?
Abadón respondió con un silencio muy significativo. Conocía su identidad, se había encargado de conseguirla, pero no podía compartirla con ella. Al igual que la propia bruja, él también tenía ciertos códigos de honor a los que no podía fallar.
—Ya... perfecto, gracias, gato.
Créssida aprovechó el viaje de regreso a Turín para reflexionar sobre todo lo que había ocurrido. Tenía la sensación de que había las suficientes piezas sobre la mesa como para componer parte del puzle, pero estaba demasiado distraída como para hacerlo. Las visitas al Inframundo siempre despertaban sentimientos encontrados en ella. No obstante, el instinto le decía que debía jugar con cabeza, que probablemente su vida dependiera de ello, por lo que se concentró en su auténtico objetivo: descubrir al asesino de Eva.
Sin embargo, antes tenía que hacer algo. Algo vital que no podía pasar por alto.
Esperó a volver a atravesar la puerta de regreso al despacho para acabar de concretar sus ideas. Durante las horas que había pasado fuera habían sido varias las ocasiones en las que Adriano Messina había entrado en su búsqueda, pero no había tocado nada. Después de tanto tiempo junto a Eva, conocía perfectamente la utilidad de los círculos de magia y del portal.
La bruja ordenó a Abadón que se asegurase de que nadie la molestase. Seguidamente, se encaminó hacia la torre este, donde habían reservado la habitación de la última planta para ella. No era demasiado grande, apenas había espacio para la cama, una mesa y un armario, pero era más que suficiente para ella. Créssida cerró la puerta, corrió las cortinas para evitar el máximo de luz posible, y se quitó las botas y los calcetines. Ya descalza, se plantó en el centro de la habitación y trazó un círculo de invocación a su alrededor con tiza negra. Lo encerró dentro de un cuadrado, con sus respectivas runas protegiendo los cuatro lados, y se situó en una de las esquinas. Inscribió su nombre en ella y fue rellenando de nombres el resto. Semanas atrás la figura empleada habría sido un pentágono, pero tenía que adaptarse a la nueva realidad. Grabó los nombres de Lucil, Beltaine y Arianne, y encendió las velas que había situado sobre su primera vocal. Seguidamente, regresó a su lugar y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas en posición de loto. Cerró los ojos, se concentró en los símbolos de poder que había ante ella y repitió las palabras mágicas que convocaban el hechizo hasta lograr que las velas brillasen en la oscuridad de su mente.
Entonces, rodeada de tres llamas, empezó a llamarlas...
Y Lucil, una de las grandes condesas de Bucarest, Rumanía, escuchó su voz.
Y Beltaine, guardiana de la catedral de Sevilla, España, escuchó su voz.
Y Arianne, ermitaña de las gélidas tierras de Oulu, Finlandia, escuchó su voz.
Y todas acudieron a su llamada.
Una a una, las brujas fueron surgiendo del fuego, mostrando su rostro después de largo tiempo sin verse. La última ocasión había sido hacía más de quince años, y el motivo el mismo, la muerte de una de sus compañeras. La gran diferencia radicaba en que la asesina estaba entre las presentes.
Aquellos habían sido mejores tiempos.
Transcurridos unos minutos, las cuatro brujas ya se encontraban cara a cara, con la expectación de unas por saber si Eva iba a aparecer, y la certeza de otras de que, si no lo había hecho ya, era porque ya no estaba. Como siempre, Lucil mantenía la esperanza, mientras que Beltaine y Arianne mantenían la mente fría.
Había cosas que nunca cambiarían.
—Hermanas —saludó Créssida, rompiendo el silencio reinante—, me alegro de veros.
Los ojos verdes de Lucil se tiñeron de lágrimas al escuchar aquellas palabras. Apartó la mirada, sintiendo una profunda herida abrirse en su corazón, y respiró hondo. Mostrar debilidad era un error que había cometido en el pasado y que no podía permitirse de nuevo.
Beltaine y Arianne, sin embargo, no variaron su expresión severa.
Eran como el día y la noche.
Créssida dedicó unos segundos a cada una de ellas, para ver su evolución en los últimos años. Mientras que Lucil seguía siendo una mujer de cuarenta años de apariencia terriblemente bella, con su larga cabellera castaña cayendo en bucle hasta su cintura y su atractivo rostro labrado a cincel por el mejor de los artistas, Beltaine era todo lo contrario. La bruja instalada en Sevilla era una mujer de unos cincuenta años de apariencia, muy alta y delgada, cuyos ojos negros denotaban hastío. Tenía el cabello de color azabache muy corto, y una expresión rapaz que hacía recordar a un cuervo. Un desagradable regalo que el Señor de la Oscuridad le había otorgado a modo de burla por su eterna rebeldía.
Y si Lucil era el día y Beltaine la noche, Arianne sencillamente era el reflejo de la Muerte. Era la enfermedad... era el sufrimiento hecho carne. De edad indefinida, con el cabello largo totalmente blanco, los ojos del mismo tono y un físico que rayaba lo doloroso por su delgadez extrema, era la más diferente a todas. Se decía que Hades la había castigado dotándole de aquella constitución esquelética para que nadie se acercase a ella, y lo había conseguido. Resultaba desagradable incluso mirarla a la cara.
Pero más allá de sus aspectos, bondades y defectos, eran sus hermanas; eran las únicas brujas que quedaban con vida, y Créssida las adoraba. Las quería con todas sus fuerzas, y después de la muerte de Eva, sus sentimientos eran mayores.
Dudaba poder soportar la pérdida de ninguna más.
—Quedamos solo cuatro, ¿verdad? —preguntó Beltaine con frialdad—. Eva ha muerto.
—La han asesinado —respondió Créssida, quizás con demasiada brusquedad—. Fue hace un par de semanas, pero no he logrado llegar hasta Turín hasta hace un día. Vinieron a buscarme a la Catedral.
—¿Has vuelto a Turín? —preguntó Arianne con sorpresa.
Se hizo un silencio incómodo. Todas sabían lo que había detrás de aquella pregunta.
—No he tenido más remedio —resumió Créssida, prefiriendo no ahondar en el tema—. No obstante, no os he convocado solo para anunciaros su muerte. Eva ha sido asesinada, es cierto, y todas sabíamos que tarde o temprano acabaría pasando, pero no ha sido por orden del Patrón. He estado en el Inframundo reunida con él, y...
El nerviosismo se apoderó de las brujas ante su confesión de tal forma que empezaron a mirarse entre ellas con inquietud. Lucil, que rara vez hablaba, fue la primera en intervenir, con el pánico grabado en la mirada. Resultaba irónico que una mujer tan bella tuviese una voz tan desagradable.
—¿Qué significa que no ha sido el Patrón, Créssida? ¿¡Quién la ha asesinado entonces!? ¿¡Quién!!
—Más que el quién, que también, lo que realmente me inquieta a mí es porqué —apuntó Arianne con nerviosismo—. ¿Qué sabes?
—Dices que vienes del Inframundo... entiendo que Hades lo ha negado. —Beltaine se cruzó de brazos—. ¿Y quién dice que no te ha mentido? Me cuesta creer que no esté él detrás, sinceramente.
—¡A Créssida no le mentiría! —exclamó Lucil con vehemencia—. ¡Es su Perséfone!
Beltaine puso los ojos en blanco.
—¿Ella y cuántas más? —Negó con la cabeza—. ¡No tiene sentido, y lo sabéis! Nadie en su sano juicio se enfrentaría jamás a una bruja... ¡es una provocación a todo el Infierno! Un desafío... Esto es cosa del Patrón, estoy convencida. Va a acabar con todas tarde o temprano, es evidente. Lleva años haciéndolo.
—No mentía —aseguró Créssida—. No tenía motivo para ello.
—Es decir, según tu teoría, un extraño ha asesinado a Eva —reflexionó Beltaine—. Alguien ajeno al jefe.
—Eso creo.
—Y has venido a advertirnos, claro, porque crees que puede ir a por nosotras.
Arianne desapareció, prefiriendo no profundizar más en lo ocurrido. De todas, ella era la más distante. Tras una importante disputa con el Señor del Mal, la bruja había sido desterrada al norte de la Vieja Europa, donde en los desiertos de nieve había encontrado su hogar. Se decía de ella que ahora era una especie de ermitaña de trato difícil que trataba de evitar el contacto humano, descripción en la que encajaba a la perfección desde la óptica de Créssida.
Resultaba muy complicado tratar con ella.
Beltaine dejó escapar un bufido por lo bajo. Le molestaba enormemente aquella situación. Estaba convencida de que Hades había engañado a Créssida, y su compañera ni tan siquiera se lo planteaba. Estaba cegada. Ella, por suerte, tenía una visión diferente. El Patrón no era precisamente un santo, y si tenía que mentirles, lo haría sin pudor alguno.
—¿De veras crees que quieren asesinarnos, Créssida? —preguntó Lucil con un hilo de voz—. ¡Es terrible!
—No creo nada, solo os aviso de lo que ha pasado —aclaró ella en tono neutral—. Simplemente vigilad bien vuestras espaldas, eso es todo. Puede que no vaya a más, pero tener un poco de precaución no está de más.
—Vas a investigarlo, imagino —comentó Beltaine, ladeando ligeramente el rostro—. Mantennos informada de todo lo que descubras, seguramente esto se resuma en el castigo final de Eva, pero sería estúpido descartar otras opciones. Tendré cuidado.
—Yo también —aseguró Lucil.
Créssida se despidió de ellas con un ademán de cabeza y se puso en pie, cortando así la conexión. Aquel tipo de rituales solía dejarla exhausta, pero aquel día tal era su aturdimiento y confusión que ni tan siquiera fue consciente de ello. Sencillamente se acercó a la cama y se dejó caer en ella, con las palabras de Beltaine clavadas en el cerebro. Créssida estaba convencida de que Hades había sido sincero con ella... ¿pero realmente era cierto?
Resultaba complicado creer que el Gran Mentiroso fuese a hacer una excepción con ella...
Un fuerte golpeteo en el marco de la puerta captó su atención. Créssida desvió la mirada hacia la entrada y, para su sorpresa, descubrió no solo que la puerta de la habitación estaba abierta, sino que había alguien mirándola bajo el umbral.
Se incorporó de golpe.
—¿Hace cuánto rato que estás aquí? —preguntó con una mezcla de sorpresa e inquietud—. ¿Abadón te ha dejado subir?
—Si Abadón es el gato pelado que tienes ahí abajo, digamos que no se ha dado ni cuenta de mi presencia —respondió Mael, ensanchando la sonrisa—. Y sobre cuánto tiempo llevo aquí... te diré que lo suficiente como para poder responder a la gran pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Oh, vamos, la sabes perfectamente... ¿el Señor del Inframundo te ha mentido? —Mael dejó escapar un suspiro teatral—. Por suerte para ti, conozco la respuesta.
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