Capítulo 4

Año 1.504, abril


Caeli era una buena estudiante. A pesar de su corta edad, tan solo siete años, la huérfana había aprendido a leer y escribir. Aún le quedaba un gran camino para poder hacerlo con fluidez, pero su conocimiento era muy superior al del resto de la población de Macello. Era, como solía decir cada noche antes de rezar, una auténtica afortunada, y todo se lo debía al padre Piero.

El mismo padre Piero que la cuidaba, alimentaba y educaba.

El que, día tras día, intentaba inculcarle su credo.

Cada vez eran menos los que seguían creyendo firmemente en Dios. El rumor de que Hades había acabado con su vida se había extendido por toda la Vieja Europa, y los reductos que se resistían a creer aquella terrible verdad cada vez eran menores.

Con el tiempo acabarían desapareciendo.

—Massimo me ha dicho que eso que cuenta usted de Dios es mentira, padre. Dice que está muerto —comentó Caeli con tristeza una de las mañanas, tras regresar del pozo cargada con dos jarras de agua—. Yo le he dicho que es un mentiroso y que Nuestro Señor le va a castigar por esa blasfemia, pero se ha reído de mí.

Al padre Piero le entristecía ver lo rápido que pasaban los tiempos. Durante todos aquellos años había intentado detener el avance de aquella impía ideología entre sus acólitos, pero sabía que no había sido suficiente. El Mal siempre jugaba sucio.

—¿Y tú qué has hecho? —preguntó con preocupación—. ¿Le has explicado la verdad?

—¡Lo he intentado, pero no entra en razón! Dice que su padre, que ha estado en Roma, lo ha visto con sus propios ojos; que el señor del Inframundo se pasea libremente por sus calles. —Frunció el ceño—. Pero eso es mentira, ¿verdad?

El sacerdote no supo qué responder. Él también había estado en Roma durante su juventud y había visto cosas inquietantes. Comportamientos y escenas que habían precedido a un cambio de mentalidad del que había huido horrorizado. Quizás el Mal no se pasease por sus calles con total impunidad, pero era cuestión de tiempo que lo hiciera.

—Hablaré con el padre de Massimo, no te preocupes —le dijo con cariño, acuclillándose para poder establecer contacto visual. Apoyó la mano en su hombro—. Tú no escuches nada de lo que dice, está confundido.

Las dudas llenaron de lágrimas los ojos grises de Caeli. Muy a su pesar, había percibido más convencimiento en las palabras de Massimo que en las del padre Piero.

—¿Seguro? Yo quiero pensar que sí, pero...

—Hazme caso, Dios está con nosotros: nos protege desde el Paraíso. Mientras sigamos creyendo en él, estaremos a salvo.


Año 2.020, noviembre – 516 años después.


Créssida tardó una hora en acabar de dibujar las últimas líneas. Hacía tiempo que no empleaba aquel método para viajar al Inframundo. En San Miguel tenía su propia puerta siempre abierta, preparada para que en cualquier momento pudiese atravesarla. Solo la utilizaba cuando era convocada o había alguna urgencia, por lo que en los últimos tiempos apenas la había cruzado. No obstante, la tenía muy presente.

Sabía perfectamente las palabras que debía pronunciar para que se abriese.

El método de la tiza, sin embargo, era algo menos habitual. Conocía el ritual, pues había sido una de las primeras enseñanzas que había recibido, pero su complejidad lo había convertido en un recurso residual. Todas las brujas se habían encargado de construir su propia puerta para casos de emergencia. Momentos de desesperación en los que, viéndose atrapadas, no habían tenido otra alternativa que huir al Inframundo. De haber tenido que hacerlo con el ritual de la tiza, no habría sobrevivido ninguna.

Por suerte, no había peligro alguno que acechase a Créssida en aquel entonces, por lo que lo trazó con dedicación, dibujando todos los símbolos y runas con especial deleite. Mientras que para la mayoría de las suyas crear círculos de invocación era un auténtico suplicio, ella disfrutaba enormemente con ello. Lo consideraba una de las técnicas más puras que existían dentro del mundo de la magia, donde la energía de la bruja y de la tierra se mezclaban para crear nuevas puertas. Una comunión temporal con el mundo que, aunque se alejaba un poco de la brujería que ellas practicaban, mucho más espiritual, a Créssida la hacía sentir especialmente plena.

En el fondo, nunca había perdido la conexión con el mundo físico.

Dibujó el último signo en la cola del gran tiburón que había trazado en el suelo y retrocedió hasta el escritorio para comprobar su obra. Era magnífica. A continuación, empleando un sencillo chasquido de dedos para ello, encendió la mecha de las velas que había ido depositando en los puntos estratégicos. Los ojos y los dientes del depredador se iluminaron, y de su cola empezó a surgir una suave luminiscencia negra. Créssida sacó entonces el cuchillo ritual que siempre llevaba anudado al tobillo derecho, se lo llevó a la mano y trazó un profundo corte en la palma. Cerró el puño, bañando los dedos en su propia sangre, y cerró los ojos. Palabras de poder brotaron de sus labios.

Palabras que absorbieron toda la luz de la sala, canalizándola hasta convertirla en oscuridad. Palabras que agrietaron los cristales, arrancándoles la esencia vital que almacenaba la roca.

Palabras que unieron todas las fuerzas allí presentes, incluida parte de la propia esencia vital de Abadón y la suya, canalizándose hasta dar vida al tiburón. La sombra del escualo se desprendió del grabado y se alzó unos metros. Sus ojos de oscuridad buscaron en la penumbra los de Créssida... y sus mandíbulas se abrieron. Se abrieron hasta desencajarse; hasta devorarse a sí mismo. Hasta romper los límites de la realidad y estallar, agrietando el tejido del mundo.

Hasta crear una brecha multicolor ante sus ojos.

—Perfecto. Vamos —exclamó Créssida, haciendo un ligero ademán de cabeza a Abadón.

El gato asintió, saltó sobre su hombro y ambos se adentraron en la grieta, dejando un profundo estallido de cristales rotos a sus espaldas. La oscuridad les absorbió, tiró de ellos hacia el Inframundo, y después desapareció sin dejar rastro. Como si nunca hubiese pasado nada. Como si nunca hubiesen estado.


Nunca había llegado a sentirse cómoda del todo en el Mundo de los Muertos. Mientras avanzaban por la oscuridad, viendo de reojo a las sombras de los espíritus del pasado dibujar formas burlonas a su alrededor, Créssida se sentía vacía. Sentía que aquel no era su lugar. Abadón, por el contrario, se sentía en casa. Al fin y al cabo, él había nacido allí.

Recorrieron la oscuridad durante unos minutos, hasta que poco a poco un pasadizo de piedra se fue materializando a su alrededor. Al final del camino les esperaba una gran caverna tenuemente iluminada en cuyo corazón se encontraba el caudaloso y ruidoso río Estigia. El principio y el fin.

Créssida descendió la escalinata de piedra que conectaba con el nivel inferior y se acercó a la pasarela de madera que había en paralelo al río. Ya en la corriente, preparando su pequeña embarcación de madera para zarpar, Caronte les esperaba.

Alzó su mano huesuda a modo de saludo.

—¡Llegas tarde, bruja! —advirtió el barquero, volviendo a la pasarela únicamente para tenderle la mano a Créssida y ayudarla a subir. Pocos esqueletos tenían su capacidad para mostrarse tan expresivos—. El Señor del Inframundo te espera desde hace horas.

—¿Me estaba esperando? —respondió ella con sorpresa—. Bonito traje, ¿es nuevo?

Créssida le dio una moneda al barquero y tomó asiento. Seguidamente, tras morderla teatralmente, Caronte cogió el remo y se preparó para zarpar. Aquel día las aguas estaban especialmente movidas, con las sombras de los espectros de los muertos danzando en sus profundidades. Sin embargo, a él no le importaba. Estaba acostumbrado a enfrentarse a diario con el dragón marino que vivía en su corazón.

Además, trajeado con su nuevo esmoquin negro y los zapatos de piel de serpiente a juego, se sentía más capaz que nunca.

—¿Te gusta? Tengo la sensación de que realza mi cuello.

—Y el color de tus ojos —se burló Abadón.

—Estás estupendo —aseguró Créssida, acercando la mano al morro del gato para cerrarle la boca—. Pero dices que el Patrón me esperaba, ¿sabes el motivo? En teoría esto es una visita sorpresa.

—¡Si a estas alturas de veras crees que puedes sorprender a Hades, querida bruja, es que estás ciega! —se carcajeó Caronte—. Esta juventud... no os enteráis de nada. En fin, cógete, hoy tenemos muchos nuevos recién llegados y el dragón está nervioso.

La figura esquelética de Caronte recortada contra la penumbra de la cueva mientras hundía el remo en las aguas de los muertos siempre le había resultado fascinante. De hecho, todo él le parecía encantador. Su humor sarcástico, su gusto por los trajes caros, su amor infinito por el río... parecía mentira que en realidad estuviese condenado a estar allí. Últimamente salía más, para encargarse de cubrir a Hades en algunos eventos, pero no lo suficiente como para que le hubiese vuelto a crecer la carne. De hecho, aún estaba muy lejos de recuperar su apariencia humana, si es que alguna vez lo conseguía. No obstante, él estaba feliz: se sentía profundamente realizado llevando a los visitantes de un extremo al otro del río, y cuantos más años acumulaba en su cuenta, mayor era su satisfacción.

No se imaginaba el resto de su no vida de ninguna otra forma.

Navegaron por el Estigia durante largo rato, disfrutando de los túneles de piedra por el que se extendía, hasta alcanzar la galería donde los caminos se bifurcaban. A través del canal de la derecha se viajaba hasta las puertas del Inframundo, donde el Cancerbero daba la bienvenida a los recién llegados con sus tres sonrisas babeantes. Créssida había recorrido en alguna ocasión aquel sendero, y si bien las estatuas que había grabadas en la piedra resultaban de lo más interesantes, no era especialmente agradable. Olía demasiado a azufre. El camino de la izquierda, sin embargo, era un auténtico placer. Con las aguas mucho más tranquilas, serpientes marinas asomando la cabeza entre las olas y sirenas saludando desde las rocas, resultaba de lo más alentador. Además, su destino era mucho más placentero.

—El Patrón te fue a visitar a la Catedral de las Rosas hace unos días —comentó Caronte, orientando la barca hacia el camino correcto—. Desconozco el motivo, pero parecía alegre. Al no localizarte, decidió instalarse unos días en la Catedral. Si mal no recuerdo, Menta fue con él.

—¿Menta? —Aquella confesión logró crispar la sonrisa de Créssida—. Cómo no.

—Cosas del Patrón, ya sabes. No obstante, si te sirve de consuelo, también estaba su nuevo aprendiz. Un tipo alto y fuerte, con mucha barba y mucha tinta... —Caronte se encogió de hombros—. No sé de dónde sale, pero Hades parece encantado con él.

El barquero siguió charlando animadamente el resto del viaje, confiando a los viajeros el último gran sacrificio en honor a Hades que se había producido aquella misma mañana. Un grupo organizado de doscientos seguidores habían saltado al vacío desde el Monte Olimpo, provocando importantes colas para acceder al Inframundo. Aquello había divertido enormemente al Patrón, quien había agradecido el gesto enviándoles una jauría de lobos sedientos de sangre para que correteasen un poco frente a las puertas del Infierno. Siempre iba bien entrar un poco en calor antes de atravesar el umbral.

Caronte también había disfrutado de la escena, aunque de una forma diferente. Subido aún en su barca durante la llegada de los lobos, con un par de pasajeros a bordo, el barquero se había visto obligado a sacarlos en contra de su voluntad. Los pobres se habían asustado al ver lo que les esperaba. Por suerte, Caronte había sido muy amable y les había proporcionado una diversión mayor, lanzándolos al fondo del río con el dragón.

—Como se dice vulgarmente, ha sido susto o muerte —bromeó, chasqueando las mandíbulas con las carcajadas—. Siempre te pierdes lo mejor, bruja, no sé ni cómo no te planteas el quedarte aquí con nosotros.

—Aún me quedan muchas cosas por hacer ahí arriba.

—Seguro... solo espero que para cuando te decidas, no sea demasiado tarde. El Señor del Mal tiene menos paciencia de la que alardea, te lo aseguro. En fin, espero verte pronto... gato, cuida de la bruja.

La barca se detuvo junto a la orilla, marcando así el final del viaje. Créssida se despidió de Caronte y descendió, hundiendo los pies en la arena blanca. Ante ella, en lo alto de una escalinata de obsidiana, aguardaban las puertas de entrada al gran palacio de Hades. Un majestuoso edificio de colores verdes y negros que se alzaba hasta el infinito en forma de aguja. Su hogar.

Créssida sintió la emoción despertar en su pecho al ascender el tramo de escaleras y alcanzar los jardines del palacio. Por ellos, correteando sin ton ni son, cientos de espectros de niños disfrutaban persiguiendo eternamente a sus mascotas fantasmales. Una imagen muy bucólica y que llenaba de vida un lugar que carecía de ella por completo.

Junto a la entrada había dos esqueletos uniformados de oscuro y armados con alabardas, y deambulando por los alrededores otros tantos curiosos que iban y venían atrapados en un bucle sin fin.

La bruja se abrió paso entre ellos, tratando de no atravesar a ningún espectro, más por respeto hacia ellos que por otra cosa, y se detuvo frente a las puertas del edificio. En algunas ocasiones los guardias la habían detenido hasta identificarse. Aquel día, sin embargo, ni tan siquiera la miraron. Con las cuencas de los ojos vacías fijas en el frente, más que soldados parecían estatuas. A pesar de ello, Créssida les saludó antes de entrar. Se la podía acusar de muchas cosas, pero no de no ser educada.

—Buenos días, compañeros —dijo con una gran sonrisa en el rostro—, vengo a ver al Maestro Oscuro. Al parecer, me está esperando.

No obtuvo respuesta. Uno de los soldados volvió ligeramente la mirada hacia ella, pero no abrió la boca. En consecuencia, la bruja atravesó el umbral adentrándose en el ostentoso vestíbulo del palacio: un espacio de paredes infinitas en las que Hades había ordenado que se colgaran los estandartes de todos los soldados que habían muerto por su causa. Un precioso homenaje a los valientes que, aunque en sus inicios había logrado dejar boquiabiertos a los visitantes, en aquel entonces no hacía más que sacarles una sonrisa. Y es que, aunque cada vez que Hades atravesaba aquel lugar se encargaba de que sus llamas purgasen los estandartes y éstos brillasen con más fuerza que nunca, había ciertos miembros de su corte que se divertían profanándolos con todo tipo de pintadas burlonas. Una auténtica falta de respeto que, a pesar de todo, el Señor del Mal permitía. Al fin y al cabo, con algo tenían que divertirse los más pequeños.

Y conocedores de que aquel día la bruja acudiría a la Fortaleza, habían decidido darle la bienvenida dibujando distintas caricaturas suyas y de Abadón. Todo tipo de dibujos en los que no solo no salían en absoluto favorecidos, sino que el guardián de la bruja era ridiculizado por su continuo cambio de cuerpo. Abadón de gato, de lobo, de cuervo, de caballo, de gusano, de tortuga... no habían escatimado en detalles ni en imaginación.

Una auténtica delicia.

—Llegará el día en el que acabaré devorándolos... —masculló el gato por lo bajo.

—Llegará el día, sí —se burló ella—, pero hasta entonces te recomiendo que disfrutes de las vistas. En el fondo, son unos muy buenos.

El vestíbulo llegó a su fin y tuvieron que separarse. Mientras que Abadón se quedaría en la planta baja, donde un laberinto de salas y salones le ofrecerían probablemente todo lo que pudiese desear, Créssida ascendió a la segunda planta gracias al titánico guardián de piedra que la protegía. El gigante extendió su enorme mano para que la bruja se encaramara y la subió con cuidado al nivel superior. Una vez en él, con los pies ya sobre una alfombra de llamas verdes, la bruja recorrió un largo corredor de paredes negras, repleto de un centenar de retratos de Hades, hasta alcanzar el salón del trono, desde donde el Gran Señor vigilaba los dos mundos.

—Mi señor —saludó Créssida desde la entrada.

Saludó con un ademán de cabeza a las dos docenas de guardias de piedra que custodiaban la sala desde sus pedestales, convertidos en estatua hasta que se les necesitase, y se adentró en la gran sala, logrando con su mera presencia que gran sonrisa se dibujase en el rostro de Hades. El Gran Señor se puso en pie, dejando atrás el trono de fuego azul, y acudió a su encuentro, materializándose a su lado en tan solo unos segundos. Tomó su mano, la presionó con suavidad y en un parpadeo ya no estaban en la sala del trono, sino en uno de los balcones, frente a las impresionantes vistas de la aurora boreal.

Las sombras de los muertos fluctuaban en el cielo, dibujando bonitas nubes de eternidad.

Hades tiró suavemente de su mano para besar el dorso. Se decía que cada alma veía al Señor del Mal como su mente le permitía. En el caso de Créssida, la imagen del Patrón había ido cambiando mucho a lo largo de los años, adecuándose a su etapa personal. Siendo una niña, le había visto como un amigable adolescente que le había tendido la mano cuando más la necesitaba. Quinientos años después, era un hombre apuesto de mediana edad que la miraba con ojos milenarios. Ojos a los que tan solo necesitaba mirar para perderse en ellos.

La estrella más brillante de todo el universo.

—Mi querida Perséfone —la saludó, deslizando los labios por su mejilla a modo de saludo. Acercó el rostro a su cabellera para olerla: su perfume le encantaba—. Ya pensaba que no te iba a volver a ver jamás: cualquiera diría que me rehúyes.

—No podría aunque quisiera —respondió la bruja—. He oído que hoy ha habido un gran sacrificio en tu honor, debes de estar satisfecho.

—¿Satisfecho? —Ensanchó la sonrisa— ¡Ha sido colosal! Si hubieses visto cómo caían al vacío... la melodía de sus cuerpos al estrellarse contra las rocas. Los huesos al romperse, la carne al desgarrarse... —Saboreó el recuerdo—. Ha sido delicioso. ¿Y qué decir de sus gritos al descubrir mi sorpresa? ¿Te la ha contado también Caronte? ¡Los lobos, querida mía! ¡Los lobos! —Tomó sus manos, encantado, y tiró de ella para que empezasen a girar—. Fue muy satisfactorio ver cómo les arrancaban la piel. Ya lo sabes: cuanto menos equipaje lleves al Infierno, ¡mucho mejor!

El sentido del humor del Señor del Mal era tan cruel que a veces lograba incomodar a la bruja. Por suerte, tras años de práctica, había aprendido a disimularlo. Ahora solo había sonrisas en su rostro, fuesen cuales fuesen sus palabras.

—Ha debido ser divertido, estoy convencida —exclamó, plenamente consciente de cuánto agradecía aquel tipo de comentarios. La diversión no era plena si no la compartía con alguien—. Me hubiese gustado estar presente.

—Oh, no, no te habría gustado, te lo aseguro —respondió—. Ha sido un baño de sangre... aunque claro, a las brujas os gusta la sangre. Os encanta. —Ensanchó la sonrisa—. Tengo una idea.

El Patrón apoyó suavemente la mano sobre su pecho y la empujó. La empujó con tanta violencia que Créssida no tuvo a qué sujetarse. Sencillamente cayó de espaldas, pero lejos de chocar con el suelo, se adentró en las profundidades de un estanque donde en lugar de agua había sangre. Créssida sintió que el líquido se colaba por su boca, ahora abierta por la sorpresa, y cómo dos manos cogían sus tobillos. Trató de subir a la superficie, sintiendo miedo al no poder ver nada, pero alguien tiró de ella hacia abajo. Créssida sintió que el cuerpo se le paralizaba de puro terror al verse alejada de la superficie, y aunque trató de patalear, no logró liberarse.

Las manos tiraron de ella hasta el fondo...

Y justo cuando creía que sus pulmones ya no iban a soportar más la presión, una figura se abalanzó sobre ella y su cuerpo chocó con el suelo. Un suelo blando y cómodo, como un colchón. Créssida parpadeó y descubrió que ya no estaba en el lago, sino en una cómoda cama envuelta de velos rojos. Tenía el cuerpo totalmente embadurnado de sangre, desnudo y vulnerable, y a su lado estaba él. Él y sus ojos milenarios.

Sonreía. Sonreía con maldad.

—No entiendo por qué no te quedas aquí, de veras —dijo, acercando su rostro al suyo—, con lo bien que nos lo pasamos...





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