Capítulo 3
Hola, hoy es mi cumpleaños, así que... regalito para todos :)
Año 1.500, enero – 520 años antes
El padre Piero Conte llevaba apenas un par de meses instalado en la pequeña ermita de las afueras de Macello cuando cayó la primera nevada. Durante aquellas semanas había estado trabajando arduamente con la colaboración de los habitantes del pueblo en reparar el tejado. La última ventisca lo había destrozado por completo, abriendo varios agujeros por los que se colaba la nieve y el frío. El mismo frío que se había llevado la vida del anterior sacerdote. Por suerte, para cuando aquella noche nevó, las reparaciones ya habían llegado a su fin y la temperatura era soportable.
No le cabía la menor duda de que había sido muy afortunado al ser enviado a Macello. Ya que le obligaban a formar parte de la iglesia por haber nacido en segundo lugar en la familia, no por voluntad propia, se alegraba de haber acabado en un destino agradable. En la última reunión había coincidido con varios hermanos a los que el frío y la antipatía por parte del pueblo les estaba haciendo la vida imposible. Él, sin embargo, era un afortunado. El Conde de Macello, Donato Marino, había mostrado abiertamente su simpatía por él, y los vecinos le habían recibido con los brazos abiertos.
Una auténtica suerte.
Lo que el padre Piero Conte no sabía era que aquella noche su suerte iba a cambiar. Mientras cenaba a la luz de la única vela que iluminaba su humilde habitación, no imaginaba que fuera, en la tormenta, alguien se aproximaba a la ermita. Alguien que aguardó a que acabase de dar el último bocado a su plato para golpear el llamador de hierro de la puerta.
El sonido de la llamada retumbó por toda la iglesia.
Sorprendido ante la inesperada llamada, el padre Piero se apresuró a salir de su habitación y atravesar toda la ermita, tratando de llegar lo antes posible a la puerta. Imaginaba que alguna familia empobrecida habría acudido al hogar de Dios en busca de un techo bajo el que cobijarse. En su antiguo destino, cerca de Milán, era lo habitual. En Macello, sin embargo, era diferente. Ciertamente había alguien al otro lado del umbral de la puerta, envuelto por un grueso abrigo negro y una capucha, pero no era cobijo lo que buscaba. Junto a él viajaba una niña pequeño, de no más de tres años, a la que el frío le había puesto los labios azules.
El sacerdote se apresuró a invitarles a pasar.
—¡Santo cielo! ¡Entren, por favor! ¡Hace muchísimo frío ahí fuera! Entren, rápido, tengo mantas preparadas para...
—Silencio, capellán —ordenó de repente el viajero.
Y aunque la noche era fría, una ráfaga de viento aún más gélido se adentró en la capilla, logrando que el padre Piero sintiese un profundo escalofrío. El viajero se agachó junto a la niña, le susurró algo al oído y la empujó suavemente hacia el interior de la iglesia. Él, en cambio, se quedó fuera. Ni aunque hubiese querido habría podido atravesar aquella puerta.
—No tiene a nadie en el mundo: su madre ardió en la hoguera acusada de brujería hace tan solo dos semanas y su padre apareció muerto ayer, ahogado en su propio vómito tras una noche de borrachera. Tiene tres años y no tiene a nadie salvo a usted. Cuídela.
—¿A mí? Pero... pero...
—Su nombre es Caeli de Rosa, asegúrese de que no lo olvide nunca.
Y sin más, el extraño desapareció en mitad de la tormenta, dejando al padre Piero sin palabras y con una niña de tres años, congelada y asustada, observándole desde el último banco de la iglesia.
Año 2.020, noviembre – 520 años después
A Créssida le gustaba cabalgar. Siendo una niña lo había hecho prácticamente a diario, llevando mensajes de un lugar a otro. En su pueblo, ella era una de las pocas que sabía leer y escribir, y esa ventaja le había permitido convertirse en la mensajera real del Conde. Gracias a ello había tenido su propia montura. Con el paso del tiempo, sin embargo, viajar a caballo había dejado de formar parte de su trabajo para acabar convirtiéndose en un placer. Créssida cabalgaba por gusto, y en cierto modo lo hacía porque el mundo se lo permitía.
Los caminos de la Vieja Europa se habían vuelto muy peligrosos desde el auge del Señor del Inframundo. Ejercer la maldad se consideraba la mejor vía para agradar al maligno, y muchos eran los que se lanzaban a los caminos para cometer todo tipo de atrocidades. Había atracos, secuestros y asesinatos.
Las mujeres solían llevarse la peor parte, con todo tipo de agresiones sexuales previas a las muertes violentas, por lo que ya no era habitual verlas cabalgar en solitario. Y si lo hacían, iban bien armadas. Disparaban antes de preguntar. Créssida, sin embargo, no lo necesitaba. Su estatus como bruja le daba una posición de superioridad sobre el resto de la población que la hacía intocable. Al fin y al cabo, ¿quién iba a atreverse a enfrentarse a la mujer a cuyo paso llegaba la oscuridad?
Aquella mujer vestida totalmente de negro a lomos del enorme semental de ojos amarillos era intocable. No había quien se cruzase con la bruja y no agachase la mirada en señal de respeto. En las tabernas siempre le servían gratis, en las posadas le cedían las mejores habitaciones y en los establos Abadón recibía un trato inmejorable. Incluso le cepillaban la crin cuando se dejaba.
Y aquella vez no fue diferente. Mucho más tranquila ahora que viajaba con la bruja, Bianca se permitió el lujo de cabalgar de noche y recorrer los caminos de tierra. Incluso hablaba mientras comían en las cantinas, sin temor a que alguien percibiese su mera presencia. Junto a Créssida, se sentía fuerte, se sentía mayor... se sentía a salvo.
Claro que aquel era uno de los grandes dones de las brujas. Aunque muchos dijesen que eran terribles, Bianca había aprendido a ver belleza en ellas. A ver su grandeza. Y Créssida la tenía. Con su larguísima cabellera negra cayendo por sus espaldas, lacia y sin movimiento, y el rostro pálido marcado por los labios rojos y los ojos grises, era complicado no dejarse llevar por su embrujo. Ella, al igual que Eva, tenía un magnetismo muy especial; una belleza única que las convertía en seres virtuosos. Seres que, incluso rodeados de sombras, brillaban con el fulgor azulado del Inframundo, regalo de su dueño.
—Hace un tiempo la duquesa me dijo que la reconocería por los ojos —confesó Bianca la tercera jornada de viaje, mientras atravesaban un puente—. Decía que eran especiales.
—Ojos de otro lugar —respondió Créssida—. Un presente de mi Patrón: quería que fuera donde fuera todo el mundo me viesen como una extranjera, y no se le ocurrió nada mejor.
—¿Fue una especie de castigo? ¿Por qué?
—Al Señor del Infierno no le gusta que no se cumpla con sus deseos —resumió—, y digamos que yo era algo rebelde...
Bianca Messina resultó ser una compañera de viaje muy agradable. No era demasiado habladora, Eva le había advertido que el día que se encontrase con otra bruja debía ser especialmente precavida, lo que permitió que Créssida y Abadón disfrutasen del viaje en silencio. De vez en cuando conversaban, sobre todo cuando paraban a comer, pero la mayor parte del tiempo lo pasaban sumidas en sus propios pensamientos, reflexionando sobre lo que había ocurrido hasta entonces.
Unos pensamientos que fueron cambiando a lo largo de las jornadas de viaje, llegando a su culmen el séptimo día de viaje, cuando al fin la ciudad de Turín surgió en el horizonte. Créssida sintió la misma opresión en el pecho que había sentido años atrás, cuando la había abandonado con la promesa de no regresar jamás, y comprendió lo que siempre había sabido: que no iba a poder mantener su palabra. Su destino era volver a aquel lugar, y quinientos años después, volvió a hacerlo.
La ciudad había cambiado mucho desde su última visita. El paso del tiempo había modernizado sus calles y sus edificios, cubriendo de florecientes negocios el núcleo urbano. Había muchas zonas verdes, con grandes parques y jardines, y barrios enteros de casas unifamiliares en los que el ambiente era muy diferente a la ciudad del pasado. Ahora había luz en Turín, había vida y fortuna, niños en las calles y pájaros en los árboles.
Había siglos de dedicación.
Mientras recorrían sus calles, convertidas en el centro de atención de todos los vecinos, Créssida recordaba la promesa que le había hecho Eva siglos atrás. Su buena amiga le había dado su palabra de que lograría que la ciudad resurgiese de sus cenizas, que conseguiría que el terror abandonase el corazón de sus habitantes, y lo había conseguido.
—La ciudad está muy diferente a como la recordaba —admitió Créssida mientras atravesaban su avenida principal, de camino a la fortaleza—. Ha crecido muchísimo.
—La duquesa y mi padre trabajaban a diario para ello. Invertían mucho tiempo reuniéndose con los grandes empresarios de los alrededores. La economía aquí es muy fuerte, y en gran parte es por su esfuerzo... aunque bueno, supongo que lo que realmente decantó la balanza fueron las visitas de hace unos años del Señor del Inframundo.
—¿Él vino de visita? —Se sorprendió—. No lo sabía.
Bianca asintió con orgullo.
—Con su aprendiz, sí. Yo era aún muy pequeña, pero me acuerdo perfectamente. ¡Todos enloquecieron con su llegada! Los perros se pasaron una semana aullando, llegaron miles de cuervos de los bosques de los alrededores, viajeros de todos los rincones de Italia... fue de locos.
Recorrieron los últimos tramos de avenida acompañadas por una escolta de ocho caballeros que, procedentes del castillo, rápidamente formaron un círculo de protección a su alrededor.
Todo un detalle.
La bruja aceleró entonces el paso, recorriendo a toda velocidad el camino de tierra que conectaba con la fortaleza, y no desmontó hasta haber cruzado sus murallas de piedra negra.
Las mismas murallas de siempre.
Una vez en el patio, Créssida bajó y Abadón modificó su aspecto, consiguiendo entrar en la fortaleza sobre el hombro de la bruja con forma de gato. Aguardaron unos segundos a que Bianca llegara e irrumpieron juntos en el vestíbulo seguidos, donde ya les estaban esperando.
—Mi señora...
A la cabeza de la comitiva había un hombre alto de cabellera rojiza y barba que, por el modo en el que abrazó a Bianca, Créssida reconoció como su padre. Además, acompañando al consejero de la duquesa, había varios guardias uniformados de oscuro con la mano de sangre como emblema en sus pecheras. La senescal, Yanira Ferbes, también se encontraba en el vestíbulo, en un segundo plano y con expresión sombría. Tenía la mirada gacha. Y junto a ella, además de un par de doncellas, otros tantos guardias a los que Créssida no prestó atención.
De hecho, cegada por la amarga sensación que despertaba en ella volver a pisar aquel lugar, Créssida no escuchó las palabras de Adriano Messina, ni tampoco las de Yanira. Sencillamente paseó la mirada por las paredes, arrancando del pasado los recuerdos de aquel lugar, y se adentró en el corredor principal, plenamente consciente de a dónde debía ir.
No necesitaba que nadie la guiase.
Sorprendido ante su comportamiento, Adriano se apresuró a seguirla. Ordenó a Yanira que se ocupase de su hija y, acelerando el paso, corrió hasta alcanzar a la bruja, cuyos pasos eran muy rápidos. Conocía tan bien aquel lugar que, incluso con flores y jarrones donde antes había habido armaduras y estandartes, sabía perfectamente dónde estaba.
—Querrá verla, imagino —dijo el consejero, situándose a su lado. Bajo sus pies, las alfombras blancas absorbían el sonido de sus pasos—. No deberíamos haberla tocado, lo admito, pero no podía dejarla en el suelo.
—¿La ha movido? —respondió Créssida, dedicándole una fugaz mirada.
El hombre asintió.
—Lo lamento.
—¿Quién más lo sabe? ¿Han sido informadas el resto de las brujas?
—No. Ni tan siquiera lo hemos hecho público: de puertas hacia fuera, nadie sabe lo que ha pasado. Empiezan a haber sospechas, no voy a mentir, Eva era una mujer muy cercana, pero...
—¿Eva?
La familiaridad con la que pronunció su nombre fue el único motivo por el que Créssida se detuvo para mirarle a los ojos. No era estúpida, durante el viaje con Bianca había percibido ciertos detalles que habían llamado su atención, pero había querido pensar que eran ensoñaciones de una cría. Que había querido ver más de lo que seguramente nunca habría habido entre Eva y su padre. Sin embargo, el que Adriano la tratase con tanta familiaridad le preocupaba.
Mantuvo la mirada fija en los ojos castaños del consejero, encontrando auténtica tristeza en ellos, y retomó la marcha. Aceleró aún más el paso. Recorrieron toda la planta baja, cruzándose con algunos guardias y sirvientes a su paso, hasta alcanzar el ala oeste, donde una pareja de soldados aseguraba con su presencia que nadie pudiese entrar en el despacho de la duquesa.
—¡Fuera! —ordenó la bruja nada más llegar, sobresaltándolos ante la potencia de su voz—. ¡De inmediato, fuera! Y tú también, gato: espera fuera.
Inmediatamente después, abrió las puertas e irrumpió en el despacho, allí dónde, tumbada sobre un diván boca arriba y con el rostro cubierto por lágrimas, se encontraba el cuerpo petrificado de Eva. Había muerto con los ojos abiertos y los labios ligeramente curvados en una mueca de profunda amargura. Sus manos estaban sobre su pecho, sobre un hermoso vestido de encaje de falda larga, y la larga cabellera formando ríos de bucles alrededor de sus hombros. Sus pies estaban flácidos, descalzos, y su mirada vidriosa.
Eva había muerto como había vivido, con su aspecto frágil e infantil intacto, pero con un cuchillo clavado en la garganta. La imagen era estremecedora.
Créssida se detuvo en la puerta durante tan solo un segundo, para contemplar con dolor el cuerpo. Inmediatamente después, tras pasear la mirada por el despacho, cuyo desorden evidenciaba que había habido un enfrentamiento, ordenó a Adriano que entrase y cerrase tras él. La bruja se acercó al cuerpo de Eva y se arrodilló a su lado. Parecía una estatua.
—¿Vieron algo? —preguntó en apenas un susurro, paseando la mirada por su garganta. Tenía el cuchillo clavado hasta el tope—. ¿Tienen algún sospechoso?
—Me temo que no: fue todo muy rápido. Los asesinos cayeron sobre mis hombres sin apenas darles tiempo a reaccionar. Encontramos los cadáveres de cinco soldados y de tres miembros del servicio, todos ellos en...
—Las cámaras frigoríficas, sí, me lo dijo Bianca. ¿Han guardado también sus cuerpos? Querría verlos después.
Adriano asintió. Se mantenía en la puerta, intentando no mirar el cadáver. Créssida no se había fijado hasta entonces, pero su rostro estaba marcado por ojeras muy profundas. Dudaba que hubiese podido dormir bien desde lo ocurrido.
Volvió a mirar el cuerpo de Eva, pensativa, y deslizó la mano por su mejilla. Había tal amargura en su mirada que costaba imaginar la escena. La bruja tirada en el suelo, con un cuchillo clavado en la garganta, con la niña a su lado, sosteniéndole la mano...
Sin duda, era una imagen muy íntima. Muy cercana. Demasiado para tratarse simplemente de la hija de su consejero. Aquel hombre era mucho más, y no solo un amante precisamente. Créssida desvió la mirada hacia su mano y comprobó con aflicción que lucía una alianza en el dedo. Una alianza como la que lucía el propio Adriano.
La bruja respiró hondo, sintiendo la amargura estallar en su corazón. Poco a poco, las piezas empezaban a encajar.
—¿Desde cuándo? —preguntó con dureza, sin apartar la mirada de la duquesa.
—¿Desde cuándo qué? —respondió él a la defensiva.
—Ya sabe el qué. —Se puso en pie—. El anillo, estaban casados, ¿verdad? Eva y usted.
Al volver la vista atrás, Créssida descubrió que los ojos de Adriano brillaban al borde de las lágrimas. Estaba descompuesto. Eva y él habían ocultado durante casi cinco años su relación, tratando de evitar que aquel terrible desenlace ocurriese, pero ella tan solo había necesitado unos minutos para descubrirlo. Habían sido estúpidos de creer que no sabría a la luz.
—Sabíamos que era peligroso —murmuró, bajando la mirada hasta sus botas. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas—. Éramos conscientes de ello, de que el Señor de las Sombras no se lo perdonaría, pero incluso así lo intentamos. Quisimos intentarlo. Nos queríamos tanto... si hubiese visto cómo trataba a Bianca. Cómo cuidaba de ella, la complicidad que tenían... siempre fue la madre que no pudo tener.
Créssida respiró hondo, tratando de ignorar el eco que despertaban aquellas palabras en su mente. A lo largo de toda su vida las había escuchado en tantas ocasiones que le resultaba doloroso que fuesen las que hubiesen sentenciado a su querida Eva. La misma Eva que en tantas ocasiones se había burlado del amor y de todas las compañeras que habían muerto por su culpa.
La misma Eva que en aquel entonces yacía en el diván petrificada para el resto de la eternidad. Era pura ironía.
—Ambos eran conscientes de que esto acabaría sucediendo —sentenció Créssida con frialdad, negando con la cabeza—. Sabían a lo que se exponían y a pesar de ello decidieron seguir adelante con esa locura, así que sí, no me cabe la menor duda de que debían quererse de verdad. Lamentablemente, éste es el precio a pagar. —Créssida lanzó una última mirada al cuerpo—. Imagino que es consciente de que, incluso siendo el duque consorte, no va a poder mantener el título. El ducado de Turín pertenece al Señor del Inframundo.
—Lo sé, por supuesto —aseguró él con rapidez—. No es lo que busco, se lo aseguro. Yo no...
Créssida no le dejó acabar. Alzó la mano en señal de silencio y señaló la puerta con el mentón, pidiéndole así que abandonase la estancia. Cabizbajo, él asintió y obedeció. No se veía con fuerzas para discutir, ni mucho menos para hacerle entender a aquella mujer sus sentimientos. Eva había sido alguien imprescindible en su vida. Alguien sin el cual todo perdía sentido para él. Su gran pilar. Lamentablemente, Créssida no quería escucharlo, y lo entendía. El consejero abandonó la sala sin discutir, momento que Abadón aprovechó para colarse y subirse al escritorio de un salto.
La bruja tardó unos segundos en darse cuenta de su presencia. El tiempo que tardó en quitarse la capa y cubrir el cuerpo de su buena amiga con ella.
—Joder... —murmuró con pesar—. ¿En qué demonios estabas pensando, Eva?
—¿En qué o con qué? —replicó Abadón, captando su atención. Le mostró los colmillos en una sonrisa malévola—. Lo he oído todo: ha debido despertar la ira del Patrón.
—Seguramente, pero me extraña que no me haya enviado a mí para castigarla. Me he encargado de todas las demás, ¿por qué de ella no?
—¿Por vuestra amistad? —El gato rio ante su propia broma—. Quién sabe en qué estará pensando el Gran Señor, bruja. Sea como fuera, ya solo quedáis cuatro.
—No me basta, tengo que entender qué ha pasado. —Créssida sacó de entre los pliegues de su falda una tiza negra con la que empezó a trazar círculos en el suelo—. Tengo que entenderlo todo... coge aire, nos vamos al infierno.
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