Capítulo 13
—¿Estás seguro de que es aquí? Este sitio es minúsculo.
—Es más estrecho de lo esperado, sí, pero puedo confirmarlo: los he visto entrar.
—¿De veras? —Mael no pudo disimular la expresión de sorpresa—. Que mal gusto. En fin, entremos...
Ya era noche cerrada en la ciudad de Turín cuando Mael y Axael entraron en la iglesia. El aprendiz de Hades empujó la puerta de madera e irrumpió en la pequeña pero solemne capilla que aguardaba más allá del umbral. Un lúgubre lugar lleno de bancos y estatuas que, sumido en la oscuridad total, permanecía en absoluto silencio.
Mael dedicó una fugaz mirada a Axael, que en aquel entonces mostraba su habitual forma de niño de ojos oscuros, e hizo un ligero ademán de cabeza para que encendiera el farolillo de aceite que traía consigo. Su haz de luz, más brillante de lo normal, reveló que todas las estatuas del Señor Oscuro los estaban mirando con una gran sonrisa en la boca.
Les daban la bienvenida.
Mael respondió con un ligero ademán de cabeza y se encaminó hacia el fondo de la nave, donde unas escaleras aguardaban ocultas tras una cortina. Las apartó y se asomó. Para su sorpresa, se oían voces procedentes del piso superior. Guiado por la curiosidad, apoyó el pie en el primer peldaño y se tomó unos segundos para escuchar lo que decían.
La voz de Créssida era totalmente reconocible.
—No lo veo claro, bruja, creo que te estás equivocando. Y no es que me preocupe demasiado que le cortes el cuello a esa chica, no me malinterpretes, es solo que creo que estás eligiendo el camino erróneo.
—¿Y qué propones que haga entonces? ¿Seguir unas pistas que no existen o esperar a que vuelvan a matar a una de las mías? Ya has oído a Beltaine, se siente observada.
—¡Beltaine es idiota! ¡Siempre cree que todo gira a su alrededor!
—Probablemente, pero ¿qué pasa si es cierto lo que dice? No me la voy a jugar, Abadón.
—Empiezo a creer que lo que quieres es que te maten...
Antes de que la conversación pudiese ir a más, Mael decidió subir la escalera, encontrando en la planta superior tan solo tres puertas. Buscó con la mirada la procedencia de las voces y se encaminó a la pequeña habitación de la bruja, en cuyo interior se encontraban sus dueños. Créssida, con un cuchillo en la mano y el cuerpo desnudo repleto de símbolos de poder, Abadón, ahora convertido en gato, mirándola desde una mesa, y una mujer desconocida tendida inconsciente sobre la cama. Las sábanas estaban manchadas de sangre, aunque no de la mujer, y había inscritas en ellas más símbolos que encajaban con los del cuerpo de la bruja. Además, había ocho velas grises repartidas por la sala emitiendo una luminiscencia azulada que bañaba toda la planta de una luz triste. Olía a sangre, a azufre y a plantas aromáticas: a muerte y a magia.
Parecían estar en pleno ritual.
Sorprendido ante la inesperada escena, Mael se detuvo bajo el umbral de la puerta para observar. Concentrados en su propia conversación, ni la bruja ni el gato se habían dado cuenta de su llegada.
Créssida centró la mirada en el cuchillo, avanzó un paso hacia la cama y cortó los botones de la camisa y el sujetador de la mujer, dejando a la vista el pecho. Seguidamente, pronunciando unas palabras de poder, apoyó la punta del arma a la altura del corazón y dejó escapar un suspiro.
—Es pura supervivencia, gato.
—Si tú lo dices...
Y a punto de hundir el cuchillo, Mael la interrumpió.
—¿Matando inocentes, bruja? —dijo, adentrándose en la sala con paso firme—. Podrías haberme avisado, me encantan estos espectáculos.
Su inesperada aparición provocó que Créssida apartase el cuchillo para mirarle, deteniendo momentáneamente el ritual. A la luz de las velas, su rostro ahora lleno de signos resultaba mucho más intimidante de lo que había sido hasta entonces. Las tinieblas refulgían en sus ojos.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con brusquedad—. ¡No tengo tiempo, vete!
—Para tu nuevo Señor siempre hay tiempo —corrigió Mael. Le arrebató el arma y retrocedió de nuevo hacia la puerta, alejándolo de la joven víctima de la bruja—. Y visto lo visto, me debes una explicación. No puedes cazar en mi ciudad sin pedir permiso.
Perpleja, Créssida abrió mucho los ojos. Jamás había escuchado nada igual.
—¿¡Perdona!?
—No te perdono, no. Eres muy poco considerada. Por cierto... —Le dedicó una fugaz mirada a su guardián y le lanzó el arma—. Haz desaparecer esto antes de que alguien se haga daño.
—¡Pero...!
—¿Ya empezamos otra vez con las frases inacabadas? —Mael sacudió la cabeza, con una sonrisa burlona en los labios—. Tú, gato, devuelve a esa pobre mujer a donde sea que la has encontrado, y tú, bruja, vístete. Es complicado mirarte a la cara con todo al aire. Te espero abajo.
Abadón agradeció la intervención de Mael enormemente. No había sido él quien había dado la voz de alarma sobre lo que pretendía hacer su señora, pero admitía que había llegado en el mejor momento. No le preocupaba tener que asaltar una casa y sacar a rastras a una joven en contra de su voluntad para hacer un sacrificio con ella. Llevaba siglos haciéndolo y conocía todo tipo de trucos para no tener que mancharse apenas las manos. No obstante, le preocupaba que su bruja cruzase líneas peligrosas. Últimamente coqueteaba demasiado con la muerte.
Así pues, encantado ante las órdenes del nuevo Duque de Turín, Abadón no dudó en obedecer, desoyendo por completo las quejas de Créssida.
—Él es el que manda ahora, bruja.
—En esta iglesia mando yo —respondió ella, amenazante.
Pero por mucho que Créssida intentó retenerlo, no pudo. Contempló con amargura cómo Abadón se transformaba en lobo para poder sacar a la mujer de la habitación, y se dejó caer en la cama. Estaba decepcionada, aunque también aliviada. Había tomado con demasiada rapidez las últimas decisiones y no tenía claro si estaba jugando bien sus cartas. Improvisar a veces podía tener consecuencias terribles...
Claro que morir era mucho peor. La preocupación empezaba a nublarle la mente, y tras la conversación con el resto de las brujas solo una idea tenía cabida en su mente: hablar con Eva. Tenía que llegar hasta ella costase lo que costase e interrogarla, y si para ello tenía que fingir su muerte, lo haría. Estaba dispuesta a todo.
Incluso a quitarse a Mael de en medio si era necesario...
Otra vez.
La idea de volver a asesinar al aprendiz de Hades caló en su mente con sorprendente facilidad. Créssida no disfrutaba matando, lo hacía por trabajo, pero en su caso era diferente. En el fondo de su corazón, sentía cierto placer al fantasear con volver a hundir el cuchillo en su pecho. Incluso el recordarlo en la fila de almas tenía su encanto. Por alguna extraña razón, aquel hombre despertaba sus instintos homicidas, y por mucho que intentaba controlarlos, había momentos en los que la cegaban.
Momentos como aquel.
Fantaseó con cómo podría acabar con él. Cómo disfrutaría apuñalándolo y ocultando su cadáver. Incluso se planteaba en qué podría utilizar sus restos, desde el cabello hasta la piel. La lengua de medio gigante se vendía bien... ¿y qué decir de los huesos?
Pero entonces el recuerdo de Hades acudió a su mente, con su sonrisa pícara y su mirada milenaria, y comprendió que estaba perdiendo el tiempo. No podía matarlo. Es más, no debía matarlo. Al fin y al cabo, ¿acaso no acababa de evitar que cometiese un gran error?
—Se te está yendo la cabeza, bruja —se dijo a sí misma, incorporándose en la cama—. Se te está yendo...
Se aseó para quitarse todas las marcas y despejarse un poco. La sed de sangre a veces la cegaba, pero el agua fría hacía milagros. Se recogió el cabello en una trenza, se puso un vestido limpio y bajó a la iglesia, donde esperaba encontrar en mitad de la penumbra al aprendiz. Para su sorpresa, no había ni rastro de él. Recorrió toda la planta, salió incluso al exterior y, dándose por vencida, subió de nuevo a la segunda, donde encontró a Axael en el balcón.
Le ofreció el cuchillo.
—Lo tiraría, pero no quiero que me odies tan pronto, bruja —le dijo con indiferencia.
—Se agradece —respondió ella, recuperando su arma—. Me siento desnuda sin ella.
—Antes lo estabas.
—Me refería a otro tipo de desnudez.
—¿De veras?
Axael acompañó a la pregunta con una sonrisa ácida. Señaló con el mentón hacia la planta superior, dando así respuesta a la cuestión que sabía que pronto le plantearía, y se giró para seguir contemplando la calle. A aquellas horas de la noche ya no había prácticamente nadie.
—Adiós.
Una divertida sensación de familiaridad acompañó a Créssida hasta el piso superior. A lo largo de su vida habían sido varios los guardianes cambia-formas a los que había conocido, y todos habían coincidido en el tipo de sentido del humor. Eran irónicos, burlones, irrespetuosos... unos auténticos provocadores con los que era terriblemente fácil discutir. Y Axael era como ellos, por supuesto.
A veces se planteaba si no los habrían fabricado a todos con el mismo molde.
Pena que su dueño no fuera tan agradable como él. Mael era también provocador, pero de otra forma. Todo él estaba envuelto por un halo de maldad y crueldad que el mero hecho de tener que compartir el mismo aire lograba molestar a Créssida. E irónicamente, no entendía tampoco el motivo. Era como si su mera existencia le molestase... como si fueran incompatibles.
Era extraño.
Ascendió por la escalerilla hasta el tejado y allí lo encontró, agachado justo en el punto donde había plantado horas atrás unas semillas. Su mano descansaba sobre la tierra, en una caricia cuyo significado Créssida rápidamente comprendió.
Cerró los ojos con pesar.
—He tardado años en encontrarlas —se lamentó—. Gracias por enviar todo mi esfuerzo al infierno, nuevo Duque de Turín.
Aún de espaldas a ella, Mael sonrió. Apartó la mano de la tierra con lentitud, teatral, y se la sacudió contra la otra antes de volverse a mirarla.
—Un placer —se burló—. Parece que hoy no te sale nada bien... cualquiera diría que solo he venido para fastidiarte.
—Que conste que lo has dicho tú.
—Que conste, que conste. —Volvió a sacudirse las manos y acudió a su encuentro—. He oído que has recorrido toda la ciudad en busca de una buena iglesia donde instalarte. ¿No te gustaba tu torre en la fortaleza?
Créssida tuvo que hacer un esfuerzo para contener las palabras.
—Demasiada gente —dijo, y no era del todo falso—. Estaré mejor aquí.
—Lo dudo enormemente, pero allá tú. Solo espero que no hayas matado al sacerdote que la habitaba previamente. Si hay algo que quiero que tengas claro desde el primer momento, tú y todos, es que no voy a consentir que Turín se convierta en un circo romano.
—¿Un circo romano? —Sorprendida, la bruja se cruzó de brazos—. ¿A qué te refieres?
—A que no quiero que haya muertes gratuitas. Sé que hay muchas ciudades en las que los cultos satanistas rinden pleitesía al Señor Oscuro cometiendo asesinatos rituales, pero no quiero que eso suceda aquí. No en mi nombre, y mucho menos en mi ciudad. No. —Se cruzó de brazos también—. Hay otras formas de satisfacerme más allá de los baños de sangre.
Aquella declaración de intenciones logró sorprender a la bruja. Los seguidores de Hades no se caracterizaban precisamente por ser justos o piadosos. Los tiempos de paz habían pasado de moda con la llegada del Señor Oscuro. La guerra, el asesinato, la crueldad y la mentira marcaban el día a día de todos. Sin embargo, Mael parecía tener un concepto bastante claro de lo que quería para Turín, detalle que Créssida agradecía. Aunque ya no tuviese apenas lazos con aquella ciudad, le alegraba ver que, tras los siglos de paz vividos gracias a Eva, las cosas no iban a cambiar radicalmente. El aprendiz de Hades aportaría su granito de arena para conseguir que la Oscuridad se apoderase de sus calles, estaba convencida, pero era un alivio ver que, al menos en apariencia, lo haría de otra manera.
—Curioso —exclamó Créssida—, pero me parece bien. ¿Y qué propones entonces? ¿Qué idea tienes en mente?
—Sobre eso ya hablaremos mañana, cuando vengas a la fortaleza. Si quieres dormir aquí, adelante, pero diariamente pasarás por allí, te voy a necesitar. Tengo bastantes ideas en mente y me gustaría que me asesoraras. Además, tenemos temas que tratar tú y yo, ya lo sabes. —Mael paseó la mirada por el jardín, pensativo—. Pero eso lo hablaremos mañana. Ahora lo que quiero es una explicación para lo que he visto ahí abajo. Desconozco cómo funcionan las cosas en Normandía, pero te aseguro que aquí no puedes hacer lo que te dé la gana. Respondo por todos y cada uno de los habitantes de Turín, incluida la mujer a la que ibas a apuñalar. Porque la ibas a matar, ¿verdad?
Créssida hizo una rápida lectura de sus palabras. Mael resultaba un tipo extraño, pero también interesante. A simple vista era fácil tacharlo de necio o simple teniendo en cuenta su mezcla de sangre, pero no lo era. O al menos no del todo. El mero hecho de que ya tuviese en mente qué hacer con la ciudad jugaba a su favor, pero aún más el que no tuviese el suficiente conocimiento mágico como para poder saber lo que Créssida pretendía hacer en la habitación. De haber sido un brujo habría adivinado de inmediato sus intenciones. Él, sin embargo, se basaba en lo que había visto, que había sido poco, lo que ampliaba notablemente el abanico de posibilidades.
Quizás, en el fondo, la convivencia no fuese tan complicada.
—Digamos que la iba a matar, sí.
—Para hacer un ritual.
—Exacto, quería hacer un ritual.
—¿Con el objetivo, de...? Vamos, ni que tuviese que arrancarte las palabras. ¡Habla!
Créssida ensanchó la sonrisa. Siempre cabía la posibilidad de que estuviese fingiendo, pero estaba casi convencida de que no tenía demasiada idea de lo que acababa de ver.
—Es sencillo, tengo ciertos asuntos entre manos que requieren de una muerte ritual. Asuntos de brujas. Es por ello por lo que ordené a Abadón que me trajese una mujer físicamente parecida a mí, necesitaba beber de su sangre para poder absorber parte de la esencia de su muerte. No es algo que suela hacer, pero...
—Hasta donde yo sé, se bebe la sangre de un moribundo para camuflar tu alma con su sufrimiento —reflexionó Mael, pensativo—. Es una buena forma de ocultar tu identidad en el Inframundo... y teniendo en cuenta todas esas marcas... en fin, yo no sé demasiado de brujería, pero como bien dices, no es algo que se haga habitualmente.
—Vaya, qué decepción, veo que algo sabes. ¿Te lo enseñó el Maestro?
Mael asintió.
—No demasiado, pero sí lo suficiente para saber qué es normal y qué no. Y eso no lo es, está claro. La cuestión es que sigues sin confesar. ¿Qué pretendías? Eres mi consejera: tienes que confiármelo. Me debes sumisión.
La palabra retumbó por la mente de Créssida como una auténtica bomba.
—¿Sumisión? ¿Yo a ti? —La bruja abrió mucho los ojos, con casi tanta perplejidad como diversión—. ¡Estás loco si crees que te voy a confiar mis secretos! Una cosa es que te escuche y aconseje, y otra...
Una sombra se materializó a su lado de repente, logrando sobresaltarla con su repentina aparición. Créssida retrocedió, sorprendida ante la aparición de Axael, y se llevó la mano al pecho. El guardián parecía haber salido de la nada.
—¡Joder! —exclamó la bruja—. ¡Qué susto!
—La bruja pretende cruzar las puertas del Reino de los Muertos —reveló él con voz monótona—. El sacrificio de la mujer era para llevar a cabo un ritual gracias al cual poder camuflarse temporalmente tras su muerte. De haberlo completado, podría haber burlado la vigilancia del Cancerbero.
—¿Cruzar las puertas del Reino de los Muertos? —repitió Mael con perplejidad.
Pasaron unos tensos e inacabables segundos en los que el silencio reinó entre todos los presentes. El secreto había salido a la luz, dejándola en una posición complicada. Primero, porque lo que pretendía hacer era totalmente ilícito y cruzaba unos límites que no le estaban permitidos. Y segundo, porque ponía en evidencia que había sido espiada sin ser consciente de ello. Axael debía llevar mucho más tiempo de lo esperado en la iglesia para saber tanto...
Créssida desvió la mirada hacia las flores, sintiendo un gran peso en el pecho, y respiró hondo. Mael, por el contrario, simplemente estaba en shock, aturdido ante lo que a su modo de ver era un auténtico suicidio. Ciertamente, no sabía demasiado sobre brujería, pero sí sobre el funcionamiento del Inframundo, y las puertas del Reino de los Muertos solo se atravesaban una vez: para ingresar en el Infierno. El pretender hacerlo con un billete de ida y vuelta era descabellado incluso para una descerebrada como ella.
Se llevó las manos a la cabeza en un gesto lleno de dramatismo.
—¡Estás loca! ¡Total, y absolutamente loca! ¿¡Quieres matarnos, o qué!?
—No es mi objetivo —respondió ella con sencillez—. No obstante, el peligro existe, no nos vamos a engañar.
—¿De veras crees que puedes engañar a Cancerbero? —Mael puso los ojos en blanco—. Te dejaría pasar solo para no dejarte salir nunca, como si no lo conocieras. —Negó con la cabeza—. No, descartado: ni de broma. Además, ¿para qué quieres ir al Infierno? ¿Acaso no tienes suficiente con el mundo de los vivos?
A veces no, pensó Créssida con amargura.
—Es mucho más complicado que eso —dijo—, pero como ya he dicho previamente, son temas de brujas. No te involucran.
—Eres mi consejera, estás en mi ciudad y mi vida depende de la tuya: ¿de veras no me involucran? —Mael sacudió la cabeza—. Dime qué está pasando, quién sabe, puede que hasta pueda ayudarte. Te lo creas o no, he aprendido mucho durante todos estos años con el Maestro.
—Ya, bueno, permíteme que lo dude. Me las apañaré sola, no le des tanta importancia.
La sombra del enfado cruzó los ojos del aprendiz, tiñéndolos de sombras. Empezaba a cansarle tener que insistir tanto. No estaba acostumbrado a ello. Créssida, por el contrario, se mantenía firme en su posición. Llevaba toda la vida sirviendo a un señor, no a dos, y no iba a cambiar ahora. Por mucho que aquel hombre intentase alzarse como su líder, no lo iba a conseguir. Tendría que ganárselo.
—Lo formula como una propuesta por cortesía, pero en realidad es una orden —aclaró Axael, dedicándole una mirada fugaz—. Dile cuál es tu motivación, o lo haré yo.
—¿Tú? —Créssida lo miró de reojo—. Llevas todo el día espiándome, ¿verdad?
—Toda la vida, diría yo. —El guardián le dedicó una sonrisa falsa—. Habla, bruja.
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