Capítulo 11

Año 1.512, junio – 508 años antes


Tardaron tres horas en encontrarla. Tras la marcha de Valentino, que había prometido solucionar las cosas con su padre, Caeli había permanecido oculta en la granja, confiando en que lo conseguiría. No conocía al duque de Turín lo suficiente como para creer ciegamente en él, pero sí en su hijo, por lo que ni tan siquiera se planteó la posibilidad de que su petición pudiese ser rechazada. Ella solo esperaba que, independientemente de que les permitiese casarse o no, impidiese aquel matrimonio.

Lamentablemente, tres horas después de la partida de su amado el destino acudió a su encuentro en forma de una patrulla de vigilancia. Un grupo de cinco soldados entraron en el granero y la localizaron. La obligaron a salir, la metieron en un carromato y, sin mediar palabra alguna, la devolvieron a Macello, donde el conde ya la estaba esperando.

A pesar de sus intentos por convencerlo, revelando al fin sus auténticos sentimientos hacia Caeli, Valentino no había conseguido que su padre le ayudase. Al contrario, precisamente porque aquella jovencita se había convertido en un obstáculo para el futuro de su hijo, la quería fuera de la ciudad. La quería fuera de su corazón, y nadie mejor que Donato Marino para encargarse de ello.

—No esperaba esto de ti, Caeli —se lamentó el conde de Macello cuando al fin sus hombres arrastraron a su prometida hasta la que en tan solo unas semanas sería su habitación. La empujaron con violencia a su interior, provocando que cayese a los pies de la cama—. Creía que entenderías la gran oportunidad que supone lo que te estoy ofreciendo. Ya no habrá más viajes para ti, ni más penurias. No tendrás que dormir en la iglesia, ni tampoco pasar el día con ese sacerdote. Estarás aquí, conmigo, con nuestro futuro hijo, disfrutando de todas las comodidades del castillo. Vestirás con los mejores trajes, podrás bañarte con agua caliente, comerás lo que te plazca... podrás hacer cuánto desees. Simplemente quiero que seas feliz, nada más.

Y aunque probablemente tuviese razón, en aquel entonces Caeli no era capaz de ver más allá de los fúnebres pensamientos que tanto la atormentaban. No quería estar con aquel hombre, le parecía demasiado mayor y no le amaba. Ella solo amaba a Valentino...

Bajó la mirada hacia el suelo, donde sus botas aún presentaban restos de barro seco del granero, y cerró los ojos. Varias lágrimas resbalaron por sus mejillas, dejando ríos de amargura en su rostro. Desde la puerta, Donato sintió que se le partía el corazón ante la escena.

—Pero no es lo que deseo... —murmuró ella—. Quiero seguir viajando, quiero seguir viviendo en la iglesia, quiero... quiero mi vida. Quiero seguir como hasta ahora.

—No sabes lo que dices —respondió el Conde con amargura—, pero pronto lo entenderás. Celebraremos nuestra unión dentro de cinco semanas, hasta entonces permanecerás aquí, con todo lo que desees a tu alcance. Te cedo mi habitación, mi cama, mi corazón: tienes todo lo que puedo entregarte. A cambio, solo te pido que no lo compliques más. —Le dedicó una sonrisa teñida de tristeza—. Seremos felices juntos, estoy convencido.

Fuera cierto o no, Caeli no tuvo opción a réplica. Simplemente escuchó la puerta cerrarse y cuando abrió los ojos descubrió que estaba encerrada.



Año 2.020, noviembre – 508 años después


Incluso sabiendo que era imposible por la distancia, Créssida creía sentir el olor de las llamas que en aquel entonces devoraban la Catedral de las Rosas. El hedor del fuego consumiendo la madera y la piedra viajaba a través de las corrientes de aire que conectaban las dos localidades, separadas por más de mil kilómetros, tiñendo de sombras el corazón de la bruja. Había pocas cosas que le pudieran hacer daño de verdad en la vida, y una de ellas era quedarse sin hogar.

Era un castigo cruel.

Pero la crueldad formaba parte de su existencia desde hacía siglos, por lo que se obligó a sí misma a asimilar lo ocurrido sin verter ni una sola lágrima. Mael se estaba cobrando su venganza por todo lo alto, y tarde o temprano se lo haría pagar.

Por supuesto que lo pagaría.

Sin embargo, no era el momento. Créssida empezaba a ver demasiados frentes a su alrededor y no quería que el nerviosismo le nublase la vista. Más allá de las perturbadoras intenciones de Mael y de Hades hacia ella, en su mente seguía muy presente la muerte de Eva, y no iba a dejarla pasar fácilmente. Tenía que saber la verdad, y la única forma de conseguirlo era enfrentándose cara a cara a ella.



Aguardó a que cayese la noche para descender hasta los subterráneos del castillo en busca de Antonella. Durante todo el día había estado deambulando por los alrededores, tratando de empaparse un poco de la nueva realidad de Turín. A pesar de los intentos de Adriano Messina de evitar que se filtrase la muerte de Eva, ya toda la ciudad era conocedora de ello. Mael, a través de su guardián Axael, se había encargado de anunciar su llegada, lo que había provocado un gran alboroto entre la población. Todos querían conocer al nuevo duque, y lo que era aún más importante, caerle bien. Así pues, no era de sorprender que empezase a haber grandes colas a lo largo de todo el camino de tierra que conectaba la fortaleza con la ciudad. El gran hombre había llegado y todos parecían ansiosos por ganarse su simpatía.

Lamentable.

Por suerte, las visitas mantendrían ocupado a Mael unos días, detalle que la bruja agradecía enormemente. Después de su último encuentro lo que menos le apetecía era tener que volver a verle. No olvidaba lo de la catedral: necesitaba tiempo y espacio, y mientras siguiese en la fortaleza, sería imposible.

—¿Y dónde se supone que nos vamos a meter entonces? El Señor Oscuro dijo que tenías que ser su consejera —se había quejado Abadón mientras cabalgaban por las calles de la ciudad sin destino aparente—. Hasta que no te maten no vas a parar, eh.

—Seré su consejera, pero desde donde yo decida —sentenció ella—. Esta será la última noche que pase bajo su mismo techo.

—Ya, bueno, ¿y qué propones?

—Lo tengo bastante claro...

De regreso a la fortaleza, Créssida ordenó a Abadón que se encargase de vigilar a Mael y a Axael de cerca para que no la molestasen y descendió a las antiguas bodegas. A diferencia de las nuevas, que estaban en una de las torres, aquellas se encontraban bajo las cocinas, lo suficientemente cerca de la caldera como para que la alta temperatura hubiese obligado a trasladarla. Por suerte, aquella temperatura permitía que su nueva habitante pudiese vivir plácidamente, sin necesidad de más fuentes de calor.

Antonella.

Antonella Carpio era una mujer ya muy anciana, de más de noventa años, a la que la vida había tratado bien. Era de estatura baja, menos de metro y medio, y ancha de espaldas. Su cuerpo era muy voluminoso, con un pecho grande y un vientre abultado que la había acompañado desde su quinto embarazo. Tenía el cabello largo y ya totalmente blanco, recogido en un moño bajo, y el rostro cubierto de arrugas. Su sonrisa era escueta, con los labios casi borrados, y su mirada vidriosa, víctima de las cataratas. Su expresión resultaba bondadosa, amable incluso, aunque Créssida sabía que no se correspondía precisamente con la realidad. En otros tiempos, aquella mujer había sido tremendamente dura, con un nivel de disciplina que rozaba la crueldad. Gracias a ello, había logrado mantener la fortaleza en pleno rendimiento, con todos los miembros de la corte concentrados en su trabajo y las instalaciones en perfecto estado.

Sin duda, un magnífico fichaje del que Eva se había beneficiado hasta el final.

La anciana ya estaba esperando a Créssida en la antigua cámara frigorífica de la bodega cuando la bruja descendió a verla. La puerta estaba abierta, y dentro, tenuemente iluminada por el candelabro que sostenía, se encontraba Antonella, asegurándose de que todos los cuerpos estuviesen arropados con sábanas. Una escena extraña a la par que siniestra que, incluso después de haber visto todo tipo de atrocidades en su vida, logró despertar cierta inquietud en Créssida.

Se quedó bajo el umbral de la puerta observando la escena. Los cuerpos estaban repartidos por toda la cámara, tendidos en el suelo en las posiciones en las que habían sido encontrados y cubiertos como si tuviesen frío. Y entre ellos, mirándolos con los ojos vidriosos, estaba la anciana, cuidándolos... protegiéndolos.

Era escalofriante.

—¿Señora Carpio? —Llamó Créssida al creer que la mujer no se había dado cuenta de su llegada—. Señora Carpio, no quisiera molestarla, soy Créssida, la nueva consejera del duque.

—La amiga de la duquesa, sí —respondió ella, volviéndose para dedicarle un amago de sonrisa—. La estaba esperando. Pase, por favor, pase. La niña me dijo que vendría.

—¿Bianca?

—La misma.

Al entrar en la sala, Créssida descubrió un olor extraño procedente de los cuerpos. Algo que rápidamente reconoció al detenerse junto a uno de ellos y agacharse a comprobar lo que le habían colocado dentro de la boca entreabierta.

—¿Una rama de tomillo? —preguntó con curiosidad—. Interesante. En tiempos pasados, se creía que tenía capacidades curativas.

—Y no tan pasados —respondió la anciana—. Son las lágrimas de Helena.

La bruja volvió a dejar la rama donde estaba y se acercó al siguiente cuerpo para comprobar su estado. En ambos casos se trataba de dos hombres que presentaban profundos cortes en las muñecas y habían sido colgados por la ropa en los ganchos de carne, evitando así un destino peor.

Dentro de lo malo, sus heridas no eran tan graves como en otros casos.

Créssida deslizó la mano sobre los brazos de piedra, contando el número de cortes. Se cruzaban los unos sobre los otros, sin orden alguno en apariencia. Sin embargo, sí lo tenían: eran símbolos rúnicos.

Marcas mágicas cuyo significado se remontaba a tiempos muy lejanos.

—Me ha dicho Bianca que cree que están vivos.

—Quizás no todos, pero sí algunos —confirmó la anciana—. Quédese hasta medianoche y entenderá por qué lo digo.

—¿Medianoche?

Créssida se acercó a otro de los cuerpos, el de una mujer cuya mueca de dolor había descompuesto su rostro, y se agachó para apoyar la mano sobre su frente. No había ni rastro de chispa de vida en ella, pero creía saber a lo que se refería la anciana.

—¿Qué sucede a medianoche?

—Muchas cosas, señora bruja, muchas cosas, pero solo las notamos algunos. La antigua duquesa me enseñó a percibirlas desde joven.

Guiada por la curiosidad, Créssida se acercó a ella para verla de cerca. No era habitual que una bruja se dedicase a adoctrinar a nadie, y mucho menos a miembros de su corte. La época de transmitir el legado había quedado atrás hacía siglos.

—La duquesa debía sentir un gran aprecio por usted si realmente compartió parte de su conocimiento. ¿Hace cuánto que la conocía?

—Desde que era una niña. Entré a su servicio con veinte años, hace ya muchísimo tiempo —La anciana se agachó para tapar otro cuerpo al que los hombros se le habían quedado al descubierto—. Me acababa de quedar viuda y no tenía con qué dar de comer a mis cinco hijos.

—Vaya, empezó usted pronto.

Le dedicó una sonrisa carente de alegría.

—Eran otros tiempos, mi Señora. La cuestión es que me quedé en la calle, sin dinero y sin un techo en el que resguardarme, y supliqué ayuda a la duquesa. Ella, nada más verme, me ofreció quedarme en el castillo, con ella. Siempre supe que había visto algo en mí, pero nunca me lo dijo. Simplemente dijo que quería ayudarme... que habría hecho lo mismo por cualquier otra persona. Y en cierto modo era verdad, ayudaba a todo aquel que se lo pedía, pero mi caso fue excepcional. Logró hacerme sentir que volvía a tener una familia.

Aunque era una historia enternecedora, a Créssida le inquietaba escucharla. Eva no debería haberse comportado de tal forma. Era comprensible que crease algunos vínculos, pero que actuase de aquella manera con desconocidos le resultaba desconcertante. Debía haber visto algo muy especial en aquella anciana.

Algo que, a aquellas alturas, Créssida no era capaz de percibir.

Era extraño.

—¿Qué cree que vio en usted? —quiso saber la bruja, sin reparos—. Imagino que es consciente de que, por mucho que le haya enseñado, hay cosas que no se pueden ver o sentir sin tener cierta sensibilidad.

—Lo sé, mi señora. Soy consciente de ello... Supongo que vio en mí la misma chispa que veían en mi madre —respondió, dedicándole una sonrisa sincera—. Y en la madre de mi madre, a su vez. Vengo de una estirpe un tanto singular. Hace ya muchos años, una de mis antepasadas tuvo la suerte de conocer a una bruja. Según decía mi madre, esa bruja le dio clases durante un tiempo, hasta que se descubrió su auténtica naturaleza y fue expulsada. Sin embargo, durante ese periodo que estuvo con ella, logró sembrar la semilla de la libertad en su mente. Logró abrirle los ojos al mundo y darle el empujón que necesitaba para comprender que su papel en la sociedad iba mucho más allá que el de obedecer y servir. Con el tiempo, ella y otras compañeras formarían un grupo y buscarían a la bruja para tratar de seguir sus pasos.

—¿Y lo consiguieron?

La anciana dejó escapar una suave carcajada.

—No lo sé, dígamelo usted, Créssida, ¿lo consiguieron?

La pregunta logró hacer reír a la bruja que, aunque no sabía exactamente de qué jóvenes hablaba, sí que se había reconocido en la historia. Había habido otras compañeras que habían dado clases a niñas, tratando de corromperlas en los tiempos en los que el credo al Señor Oscuro aún no se había apoderado de toda la Vieja Europa, pero ella se había encargado de aquella zona. Italia era suya, y ver que años después tenía ante sus ojos los resultados de sus esfuerzos le resultaba de lo más satisfactorio.

A veces había llegado a creer que había estado perdiendo el tiempo.

—No lo consiguieron —confirmó—. Pero de haber sabido que me buscaban, probablemente habría acudido a su llamada. Me trasladé a Normandía hace ya mucho tiempo.

—Normal que no la encontrasen, entonces. Sin embargo, dieron con otras personas que sí que las ayudaron y fueron creciendo... fueron aprendiendo a seguir otros senderos. Gracias a ello, para cuando yo nací, la magia ya formaba parte de nuestra estirpe. Había una luz diferente en nosotras. Una luz que se ha ido apagando con el tiempo, pero que la duquesa debió ver al conocerme. —Sonrió sin humor—. Ahora ya soy muy mayor, veo el reflejo de la Muerte acosándome cada vez que me miro al espejo, pero me gusta pensar que aún queda parte de esa esencia en mí.

—Si realmente los escucha de noche, no tenga la menor duda de que sigue ahí. —Créssida volvió la mirada hacia los cuerpos, pensativa—. Los cuida como si algún día fueran a despertar, como si creyese que puede haber marcha atrás.

La anciana asintió con suavidad.

—Lo creo. Verá, yo aún estaba despierta cuando todo pasó. Estaba aquí abajo, y por lo tanto no vi nada, pero sí que sentí... lo sentí todo, y sé que, si las asesinas hubiesen querido acabar con sus vidas, lo habrían hecho. De hecho, lo hicieron con los que se pusieron más agresivos. El resto simplemente está atrapado en la piedra, esperando el día de despertar.

El inesperado testimonio de la anciana logró sobrecogerla. Créssida la miró con fijeza, descubriendo en su expresión la certeza de que no había compartido aquel dato con nadie, y asintió con gravedad.

—¿Eran mujeres?

—Las sentí como tal, sí.

—¿Sabe cuántas?

Antonella negó con la cabeza.

—No. Sentí la energía de al menos dos de ellas, pero es probable que hubiese más. Lamentablemente, no pude verlo. No me atreví... apenas hubo gritos, sangre y dolor. Terror... angustia. Fue todo muy rápido, pero menos de lo que hubiesen deseado.

—¿Qué sintió? ¿Era como cuando Eva utilizaba su magia?

Una sonrisa amarga se dibujó en sus labios.

—No. De ellas no emanaba esa oscuridad tan densa que las caracteriza. Era otro tipo de energía... algo mucho más salvaje: algo mucho más incontrolado. —Negó con la cabeza—. Venga a medianoche, y lo entenderá.



Y aunque creía que no era posible, lo cierto es que sí que lo entendió. La bruja descendió al subterráneo a la hora acordada, y en la cámara frigorífica descubrió algo que hasta entonces nunca había visto. Algo que su mente demasiado pervertida por Hades no había percibido nunca, pero que en aquel entonces se mostraba con toda su fuerza.

En toda su plenitud.

Ninfas. Había ninfas, bellas y luminosas, hijas de la Naturaleza, que cuidaban de los cuerpos; que les susurraban al oído, que les acariciaban los cabellos de piedra. Seres protectores que velaban por sus almas, aún atrapadas en aquel ataúd, prometiéndoles que pronto serían libres.

Que cuando Ella naciera, su sufrimiento llegaría a su fin.

—Esto no es brujería de sangre —comprendió Créssida para sus adentros, asistiendo a la escena con auténtica perplejidad—. Esto es muchísimo peor...




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