Capítulo 0

Año 1.512, noviembre


Le quedaban tan solo unos segundos de vida. El humo ascendía en vertical desde la hoguera, donde decenas de troncos ardían con voracidad, dibujando un círculo de fuego a su alrededor. Se le acababa el tiempo: le ardían los pulmones y la boca le sabía a sangre.

Sentía que le estaban arrancando la vida.

El padre Piero le había dicho que no tuviese miedo de morir, que el Señor cuidaría de ella. Que, en el fondo, ella no era nada de lo que la acusaban, por lo que el Todo Poderoso se apiadaría de su alma. Por desgracia, Caeli sabía perfectamente que el Todo Poderoso al que tanto veneraba el padre Piero había muerto hacía tiempo, y no la iba a recibir cuando muriese. Además, aunque siguiese ahí, jamás aceptaría a una asesina en su paraíso. Así pues, estaba condenada a arder en el infierno, como la bruja que decían que era...

Y cuánto lamentaba no serlo. De no ser porque empezaba a marearse y le lagrimeaban los ojos por el humo, Caeli habría grabado en la memoria los rostros de todos aquellos hombres y mujeres que en aquel entonces gritaban a su alrededor. Disfrutaban con su dolor, con su agonía y sus lágrimas... y ella los maldecía por ello. Los maldecía por haberle dado la espalda después de haber pasado tanto tiempo siendo parte de ellos.

Si al menos pudiese mirarlos a los ojos una última vez...

El fuego fue ascendiendo por los troncos hasta alcanzar los bajos de su vestido negro. Las llamas engulleron la tela y una terrible sensación de ardor se apoderó de sus pies y piernas cuando empezaron a devorarla. Notaba el fuego tratando de desprender la carne de sus huesos, hambriento como un lobo; ascendiendo por sus piernas, enrollándose a su cuerpo como una serpiente... siseando mientras carbonizaba su ropa hasta dejarla totalmente desnuda ante el ahora silencioso público. Porque Caeli ardía y el fuego la devoraba, pero la vida no se le escapaba. La vida no quería abandonarla. Alguien mantenía el hilo firmemente sujeto, anclándola al reino de los vivos.

Alguien cuyo cuerpo ahora era una serpiente de fuego gigante que envolvía el de la chica, impidiendo que el fuego la consumiera, pero permitiendo que la agonía la castigase. En el fondo, él también disfrutaba con su dolor. Se alimentaba de él. Los gritos le excitaban casi tanto como saber que la vida de aquella joven estaba en su poder.

Era delicioso.

La cabeza de la serpiente siguió trepando por su cuerpo hasta alcanzar el cuello de Caeli, donde se materializó frente a ella, adoptando un rostro escamoso de ojos ambarinos muy humanos.

—¡Bruja! —exclamó la serpiente.

Y tal y como pronunciaba aquellas palabras, cientos de culebras de menor tamaño surgieron de la hoguera y se arrastraron hacia el público, provocando que el terror se apoderase de los presentes. Todas las víboras emitieron un siseo agudo a la vez, con una única voz, penetrante y aterradora, y se lanzaron a la caza de los presentes, iniciando una rápida estampida.

—¡Huid, cobardes! —exclamó la serpiente de mayor tamaño—. ¡Podréis escapar de vuestra conciencia, pero no de vuestro destino!

En apenas unos segundos, el recinto quedó totalmente vacío, con las serpientes arrastrándose hasta los bosques colindantes, en busca de sus presas. Esa noche, todos los menores de diez años de Macello morirían a causa del veneno de sus picaduras.

—Cobardes... —siseó la mayor, volviendo la mirada hacia Caeli—. Vaya, vaya, vaya, pero qué tenemos aquí... ¡qué interesante! Me encantan las brujas.

Y tal y como la serpiente había aparecido, volvió a desaparecer, transformándose en un joven vestido elegantemente de negro. El chico que descendió hasta el suelo, a un par de metros por debajo de la plataforma donde Caeli seguía maniatada al poste donde el nuevo Conde de Macello había ordenado que ardiese, y chasqueó los dedos. Inmediatamente después, las pocas llamas que quedaban entre los troncos desaparecieron, dejando a la joven desnuda y malherida por las quemaduras de pies y piernas. El resto del cuerpo, sin embargo, estaba intacto.

Agotada, Caeli dejó caer la cabeza hacia delante. Sentía que aún le faltaba oxígeno, pero la opresión de los pulmones ya no era tan intensa. Ahora, en su lugar, era el corazón el que tenía encogido, pero no por el fuego ni el dolor, sino el terror. No conocía personalmente al chico que tenía ante sus ojos, pero sabía quién era. Se había criado oyendo hablar de él, aprendiendo a esquivarlo y rechazarlo, por lo que su presencia allí era aterradora.

—Caeli de Rosa —exclamó el muchacho con voz aterciopelada, captando su atención. Sus ojos seguían siendo ambarinos, como los de la serpiente, pero su faz era muy humana. Demasiado humana incluso. Caeli jamás había visto a nadie con un rostro tan bello como el suyo—, cierto pajarito me ha cantado al oído la atrocidad que te ha llevado hasta aquí. Matar a tu propio marido... —Negó con la cabeza—. ¡Que pecado tan terrible! No me sorprende que la turba te acuse de brujería, al fin y al cabo, ¿acaso el Conde Donato Marino no era un buen hombre? ¿Quién eres tú para atreverte a envenenar al hombre que te ha dado la oportunidad de convertirte en una gran dama? —Soltó una risita maliciosa—. Siendo una simple plebeya, cualquiera diría que te dio el mejor regalo que alguien como tú podría recibir jamás.

Aquellas palabras hirieron a Caeli aún más de lo que ya estaba, provocando que cerrase los ojos. Se daba por vencida. Había asesinado a Donato Marino, el Conde de Macello, era cierto. Y lo había hecho tras haberle desposado, también era cierto. ¿Pero acaso había tenido otra opción? ¿Acaso había tenido el derecho a elegir? Al saber la noticia, el padre Piero le había recomendado que obedeciera y que tratase de sacar el máximo partido de aquella unión: que intentase ser lo más feliz que pudiese. Sin embargo, Caeli no lo había podido soportar. Ella ya había elegido al hombre al que amaba y el verse abocada a aquel trágico destino la había destrozado.

—Un regalo que jamás pedí —murmuró Caeli sin apenas fuerzas.

—¿Es por ello por lo que lo mataste? ¿Porque no querías ser su esposa? Cualquier otra lo habría aceptado con los ojos cerrados. Rico, poderoso, noble... vuestros hijos habrían tenido un gran futuro. Pero tú no. Tú no te conformaste... Dime, Caeli, ¿qué era eso tan cruel que te hacía para que le odiaras tanto? ¿Te golpeaba? ¿Te obligaba a yacer con él? ¿Te tocaba en contra de tu voluntad? —El chico sacudió la cabeza—. Debía ser repugnante, podría ser tu abuelo. Dime, querida, ¿te obligaba a desnudarte?

Incluso sin fuerza ni valor, Caeli encontró las agallas suficientes para volver a abrir los ojos y dedicarle una mirada llena de advertencia. Mirada que pareció satisfacerle profundamente.

—Un tema delicado, claro... supongo que con el tiempo me lo explicarás. —Le dedicó una sonrisa inocente—. Por cierto, no me he presentado... aunque dudo que sea necesario.

—Eres el Señor del Vacío —respondió ella, prácticamente escupiendo las palabras—. El Señor del Infierno. El demonio encarnado: el Asesino de Dios. Eres todo aquello que representa al Odio y a la Mentira, al Engaño y a la Manipulación. El Mal. La Noche Eterna: la Ira y la Furia. No hay piedad alguna en ti, ni arrepentimiento. Eres...

—Soy Todo —sentenció él, llevándose la mano al pecho para dedicarle una reverencia burlona—. Veo que me conoces, se nota que el padre Piero ha hecho un buen trabajo contigo. Le felicito, pocos hombres quedan sobre la faz de la tierra con tanta convicción como él.

Caeli entrecerró los ojos, sintiendo que el agotamiento empezaba a empujarla hacia la oscuridad. ¿O quizás era él?

—Me avisó de que podrías venir a por mí.

—Un hombre sabio. ¿Y te dijo el motivo?

Una sonrisa amarga se dibujó en los labios de la joven.

—Porque mi alma está condenada —murmuró—. Porque en el momento en el que envenené esa copa de vino, dejé de ser digna de entrar en el paraíso... mi corazón está corrompido por el odio y el rencor.

—Tu corazón está roto, no corrompido. —El chico se acercó hasta los pies de la hoguera para mirarla directamente a los ojos. Caeli los cerró, tratando de escapar de su embrujo, pero al hacerlo sintió que unos dedos le acariciaban la mejilla con calidez. Con cariño. Sus palabras adquirieron un cariz diferente—. Percibo incomodidad en ti por lo que has hecho, querida. Te castigas por ello, y eso me entristece. De todo lo que has hecho a lo largo de tu corta vida, asesinar a ese hombre ha sido lo mejor de todo. Se lo merecía.

Varias lágrimas resbalaron por sus mejillas al escuchar aquellas palabras. Caeli quiso secárselas, pero seguía atada. Él, sin embargo, no tuvo reparo alguno en hacerlo. Deslizó los dedos por su rostro con cariño y, con una sonrisa reconfortante en los labios, le apartó un mechón de cabello oscuro de los ojos. Caeli no entendía cómo era posible, pero volvía a estar frente a ella, flotando en la nada, envuelto por una profunda niebla oscura que poco a poco empezaba a envolverles.

—Ese hombre no te dejó elegir, yo, sin embargo, incluso siendo el monstruo del que todos hablan, respetaré tu decisión.

La desconfianza le hizo entornar los ojos. Sus palabras parecían sinceras, pero no se las creía. Todo él era un engaño.

—El padre Piero me advirtió de que intentarías confundirme.

—¿Y te advirtió también de lo mucho que duele morir quemada en una hoguera? —Le guiñó el ojo, perverso—. Porque es eso lo que te espera si decides rechazar mi oferta. Muerte, dolor y una eternidad de oscuridad y silencio... nada interesante, te lo aseguro. Sin embargo, yo tengo una propuesta mucho mejor: di no a la muerte. Toma mi mano y ven conmigo, puedo ofrecerte la vida que realmente mereces. La vida que jamás hallarás en este lugar. Ni tan siquiera logrando escapar de esta hoguera podrías ser feliz. Conmigo, sin embargo...

—Estás mintiendo. Tú siempre mientes.

El chico sonrió.

—Es cierto, suelo mentir. De hecho, miento a diario, pero no a las personas que me importan. Y tú, querida mía, me importas. —Le tendió la mano—. Hora de decidir: ¿qué prefieres, arder en la hoguera entre gritos y sollozos de agonía hasta morir devorada por las llamas, o vivir al menos un día más?

Caeli miró su mano por un instante, sintiendo un profundo vacío en el estómago, pero rápidamente apartó la mirada. Buscó más allá del chico, a lo largo y ancho de todo el descampado que los rodeaba, hasta el linde del bosque. Desafortunadamente, no encontró lo que buscaba.

Él siguió su mirada.

—No va a venir —dijo con tono lúgubre, endureciendo la expresión—. No va a venir nadie, Caeli. Ni el padre Pietro, ni mucho menos tu amado. A estas alturas ambos te dan por muerta y no les importa. Al menos no lo suficiente como para haber intentado detener tu ejecución... —Se encogió de hombros—. Lo lamento, querida, pero estás sola. O casi sola. Aunque te cueste creerlo, me tienes a mí.

—¿A ti?

La niña chica la mirada por su rostro hasta su hombro; después por su brazo hasta alcanzar su mano. Una mano que se mantenía suspendida en el aire, esperando su respuesta. Esperando que sus dedos se entrelazasen. La decisión era suya.

Caeli acercó ligeramente la mano, comprobando que ahora ya nada la anudaba al poste, y cogió aire. La tentación le susurraba al oído. Escuchar las palabras del Mal era traicionar cuanto había aprendido durante todos aquellos años de la mano del padre Piero. Sin embargo, arder en la hoguera no era demasiado atractivo. Al fin y al cabo, ¿qué eran dieciséis años? Tenía aún toda la vida por delante...

—No lo entiendo —murmuró ella—. ¿Por qué? ¿Por qué querrías ayudarme? Yo no soy nadie. Yo...

—Ahora no lo entiendes, pero lo harás. Confía en mí.


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