Capítulo único
De joven Teresa nunca había sido una persona muy abierta o comunicativa, pero nadie esperó que pasara la última mitad de su vida en un estado de hermetismo absoluto. Su caso era curioso, se decía que un día hace más de cuarenta años, cuando ella aún asistía al colegio, dejó de hablar repentinamente mientras narraba el punto más álgido de una historia, y que por más que le pidieron que continuara ella se negó. Otros contaban que había sido algo paulatino, que su voz se había ido apagando con el paso de las semanas hasta llegar a un punto en que solo hablaba con susurros que finalmente también perecieron.
Aquel misterio atrajo la atención de varios médicos citadinos con intenciones de curar su enfermedad. El problema era que ella no estaba interesada en recibir ayuda, así que cuando alguno de esos hombres pretenciosos llegaba a examinarla, Teresa hacía todo lo posible por evadirlos. En esos tiempos era común verla huir por la ventana, escalando árboles o pidiendo refugio a su manera silenciosa en algún almacén o casa vecina. Luego de la variedad de diagnósticos y tratamientos fallidos la gente del pueblo terminó aceptando las razones desconocidas de Teresa, y cada vez que algún extraño llegaba preguntando por ella, informaban erróneamente que había muerto.
Nadie esperaba que uno de los doctores llegase disfrazado de turista para encontrarla, menos que terminarían enamorándose y que luego de un año y medio de caótica conquista, contrajeran matrimonio. No hacía falta que Teresa hablara para notar que era tremendamente feliz, y fue tanto el amor que no necesitaron nada más que eso. La gente del pueblo contaba que al doctor se lo oía parlotear sin parar en sus interminables paseos por el parque y aunque ella solo respondía con sonrisas, parecía que se entendían perfectamente.
Cómo las respuestas no llegaron del lado de la ciencia, los rumores se fueron acercando hacia lo esotérico y con rapidez aquella historia fue adquiriendo tintes místicos y paranormales. Se habló de un pacto con fuerzas oscuras, intercambios, de rituales paganos, brujería o tratos infames. De pronto la imagen de Teresa adquirió la forma de una bruja y ya no podía salir a la calle sin que la gente cuchicheara a sus espaldas. Aquel acto de traición la había hartado a tal punto que se negó a salir de su casa otra vez. Entonces, el doctor comenzó a dar sus largos paseos en solitario, y ya solo se lo escuchaba hablar cuando saludaba a los vecinos o atendía algún paciente.
Con el pasar de los años las historias fueron desapareciendo lentamente de los pensamientos de la gente, y solo revivían en los relatos de los niños que querían asustar a otros más ingenuos. Pero un día, sin aviso previo, el rumor de la muerte de Teresa se extendió por el pueblo y los cuentos resurgieron como si nunca se hubiesen ido.
Eva que se aburría mucho en los viajes en tren, estaba fascinada con la historia de su abuelo, sobre todo porque se dirigían al lugar de los hechos para asistir al entierro de su tía abuela Teresa.
Su ánimo había cambiado drásticamente durante la última hora; cuando abordaron el tren la molestia se traslucía a través de sus ojos y las arrugas en su frente. La razón era simple; había olvidado los lápices de colores y la libreta de dibujo en casa.
Es importante recalcar, que no había nada en este u otros mundos que ella amase más que el dibujo, el abuelo lo tenía claro, pero también sabía cómo mantenerla entretenida con otras cosas.
-¿Y tú crees que de verdad era una bruja?
El abuelo se había entusiasmado con el relato al igual que su nieta; le comentó que un día hace varios años, había ido a tomar las medidas para un mueble en la cocina del doctor. No fue más que una breve aparición; cuando el doctor lo dejó solo estuvo seguro de haber visto a Teresa, su cuñada, observándolo desde el umbral de la puerta.
Aquella imagen lo desconcertó al punto de caer al suelo y lastimarse; pues la apariencia de la mujer estaba distorsionada por el tiempo y alguna que otra intervención macabra. Su figura completa se había reducido hasta los huesos, cubiertos de arrugas grises que surcaban toda su piel, tenía el pelo revuelto y blanco hasta la cintura, tan esponjoso que la hacía empequeñecer aún más, al final, la reconoció solo por el tono verde agua de sus ojos, parecidos a los de su esposa, solo que el color estaba medio oculto bajo unos párpados flácidos y colgantes. Pero nada de eso le causó tanto espanto como el detalle de sus labios cosidos con grueso hilo negro.
La mujer desapareció tras la puerta lo más rápido que pudo, pues también se había sorprendido de ver a un intruso en su cocina.
El abuelo se acercó a Eva para compartir en voz baja sus apreciaciones, mientras Eva lo observaba atónita, pues la descripción había creado una imagen precisa en su mente gracias a esa facilidad de los niños para imaginar cosas.
Le hubiera gustado seguir conversando pero al parecer la siguiente era la última estación y la historia ya había concluido. Mientras descendían del tren, escuchó que su madre regañó al abuelo por inventar cuentos escandalosos sobre los difuntos. El disgusto de la madre no hizo más que crecer durante la tarde, ya que Eva estaba demasiado emocionada por asistir al velorio a pesar de que se le advirtió varias veces que no era correcto sentirse así por la muerte de alguien. Y como aquello podría significar que ya no le comprarían lápices para dibujar durante el viaje de vuelta, intentó comportarse.
La casa por dentro decepcionó un poco a la niña, no parecía ser la casa de una bruja, al menos no la entrada ni el salón principal que era donde una gran cantidad de gente se había congregado a darle el pésame al doctor. Eva no era la única atenta a todos los detalles, y es que como la finada había pasado más de veinte años encerrada, solo se conocían sus historias infames.
Pasados unos veinte minutos la niña se despegó de la atención de sus padres, los empujones la hicieron atravesar la sala casi por casualidad, y finalmente la masa de personas la lanzó dentro de una habitación pequeña, escasamente iluminada. A penas entró, una señora canosa y cubierta con un dramático velo negro, salió y la empujó, Eva caminó unos cuantos pasos de espalda, aturdida, hasta que chocó con una superficie sólida que la hizo detenerse. Al darse la vuelta, se topó de frente con un ataúd cerrado de madera oscura y bien pulida.
Se alejó por la sorpresa, al tiempo que examinaba la escena que la rodeaba. Alargó su mano en dirección a la madera y con sus dedos la rozó inocentemente, intentando en vano alejar las malas ideas que se le venían a la cabeza. No fue posible, y con la imagen de la bruja que se había formado en su mente, abrió de golpe el ataúd, dejando a la vista la cubierta aterciopelada y roja; pero no había nada más. Cerró de nuevo, demasiado fuerte, tanto que las conversaciones afuera parecieron enmudecer, y el mismísimo dueño de la casa, el doctor, atravesó el umbral con expresión grave. Observó a la niña de la misma forma, quien retiró la mano con rapidez, pero no la suficiente para pasar desapercibida. El hombre permaneció impasible y sin decir ni una sola palabra caminó hasta el lugar donde supuestamente descansaba su esposa y bajó dos pestillos.
-No esperaba que alguien fuese tan imprudente -dijo antes de retirarse para tranquilizar a sus invitados.
El resto de la tarde a Eva se la vio nerviosa, pero todos supusieron que era por el ambiente extraño y la situación que la envolvía, así que su madre decidió llevársela antes y la envió temprano a dormir. Al día siguiente sería el entierro.
Era costumbre en el pueblo formar una gran caravana tras la carreta que llevaba el ataúd y las flores, atravesaban todo el centro a paso lento hasta llegar al cementerio. Cómo era un pueblo chico y todos se conocían, no había persona que faltara a ese tipo de eventos.
Eva mantuvo la cabeza gacha todo el tiempo como un fingido acto de respeto y solemnidad, la verdad era que temía encontrarse nuevamente con el doctor y que su mirada acusatoria la delatara frente a su madre. No dejaba de pensar en el aterrador descubrimiento del ataúd vacío y todas las posibilidades que eso conllevaba. Trató de tranquilizarse; se dijo, con toda la lógica del mundo, que había un montón de cosas más aterradoras que se podía haber encontrado del cajón cerrado, quizás en realidad nadie había muerto, y era precisamente la muerte la cosa más aterradora y misteriosa que podía imaginar. Respiró hondo cuando divisó a lo lejos el cabello grisáceo del doctor, quien se dio vuelta y le sonrió con inquietante amabilidad.
La gente se agrupó entorno al agujero, sobre sus cabezas había un toldo que los cubría de los pocos rayos de sol que lograban traspasar el cielo nublado. Eva vigiló a los cuatro hombres que sacaron el ataúd de la carreta y lo depositaron sobre el suelo para comenzar a descenderlo con lentitud, parecía pesado, todo el proceso lo hicieron con aparente dificultad, trató de imaginarse que habría dentro del cajón en reemplazo de la difunta. Todo ese espectáculo le provocó una sensación muy fea, sobre todo cuando un anciano caminó hasta el podio llorando sobre un pañuelo blanco y luego, sin dejar de lamentarse, diera su emotivo discurso de despedida. Eva ni siquiera hizo el intento prestarles atención a sus anécdotas.
-Mamá -dijo, pero su madre le hizo un gesto para que guardara silencio-. Voy donde el abuelo, acá está muy lleno.
La mujer miró entre la multitud y alcanzó a divisar a su padre en la parte de atrás, sostenía su sombrero con ambas manos y mantenía su vista en el piso.
-Mamá...
-Anda, pero no molestes a la gente y quédate callada.
Asintió sin mucho ánimo y avanzó pidiendo permiso. Cuando estuvo lo suficientemente lejos de su madre sus pasos cambiaron de dirección.
El cementerio era un parque gigantesco y hermoso, estaba rodeado de árboles, con elegantes caminos de piedra que se mezclaban con los senderos de pasto brillante de dónde sobresalían las lápidas y en el fondo, estaba la parte más llamativa; hileras de arbustos de aproximadamente tres metros cortados con precisión, formando un enrevesado laberinto del cual surgía una gran cúpula desde el centro.
El viento de otoño no había dejado de desordenar los vestidos y el pelo de la gente, y en la brisa viajaban los susurros y las palabras tristes que se le dedicaban a los muertos, pero aquel sonido se detuvo de pronto y todo quedó en suspenso, a la espera de que Eva escuchara la voz que la llamaba con insistencia. Se paró frente al laberinto con auténtica curiosidad, había estado leyendo los nombres de los difuntos y dejando flores silvestres en las tumbas vacías, pero aquella tarea pronto se volvió aburrida en comparación a lo que podría encontrar dentro de aquel laberinto. Caminó sin darse cuenta de que alguien la guiaba, y sin saber por qué, se internó entre los arbustos hacia un corredor sin salida.
-Eva -Escuchó por primera vez y supo que aquella voz la había llevado hasta ahí-, a la derecha.
Obedeció, consciente de que algo no estaba bien, se encontró con una señora de pelo chusco y gris. Giró con lentitud, tenía los brazos extendidos en un gesto de bienvenida y en unas de sus manos flacas sostenía una tijera, la expresión risueña, como si no supiera que Eva iba a llegar. El gesto hubiera parecido inofensivo, de no ser por las enormes cicatrices que surcaban sus labios, y del grueso hilo negro recién cortado que colgaba de cada lado.
Soltó las tijeras oxidadas sobre el pasto y se acercó ondeando sus brazos en el aire.
-Los dones que la naturaleza nos da son limitados, se van cuando nos morimos y no podemos morir sin entregarlos... -Hizo una pausa para mirar el cielo y continuó sin perder su sonrisa-. Pensé que sería buena idea que todo quede en familia.
Eva se había quedado muda, aquella aparición la había sorprendido tanto que las preguntas se enredaron en su mente antes de que ella pudiera formularlas.
-No entiendo de que me está hablando, señora.
-Te voy a dar mí don -Puso una mano en la comisura de la boca y se acercó al oído de Eva con discreción, esperando que nadie oyera su secreto-. Lo que pasa es que soy lo que llaman una bruja.
Y como si fuera una gracia, río mostrando sus dientes oscurecidos por el tiempo que su boca permaneció cerrada. De pronto su expresión cambió radicalmente, sus ojos se oscurecieron y sus labios se sellaron en un rictus.
-¿Aceptas?
Eva la observó sin ser capaz de reaccionar, levantó su mano en dirección a la bruja, quería tocarla para comprobar si lo que estaba viendo era real. Sin embargo, a medio camino la bruja la interceptó uniendo sus dedos, compartiendo con ella el tacto frío de un muerto o el de alguien que ya está muy cerca de perecer. La estrechó un instante y luego su gesto se descompuso en una mueca extraña, sus arrugas y su piel grisácea la hicieron lucir todavía menos amigable. Acercó su nariz a la mano de la niña, sin soltarla, y la olisqueó fuertemente hasta llegar a la muñeca. Le subió la manga y estiró una de sus uñas, estas lucieron repentinamente más filosas y sucias, capaces de cortar piel y huesos.
-No hay nada que sea gratis en esta vida mí niña, tienes que dar algo a cambio.
Eva retiró su mano de golpe y toda su actitud se convirtió en una negativa. La bruja se volvió aún más gris luego de eso y se alejó. Corrió con movimientos ágiles y salvajes por el laberinto hasta desaparecer. Eva se quedó sola y sin saber que hacer; de pronto, el cielo comenzó a oscurecer y las nubes retrocedieron, algo había cambiado.
Se apresuró a encontrar la salida, corrió intentando adivinar el camino, pero este parecía no tener fin, avanzaba sin rumbo, dando vueltas que no tenían el más mínimo sentido y se estaba cansando. Escaló los arbustos hasta que logró llegar a la cima y desde ahí vio los miles y miles de otros arbustos que la rodeaban. El laberinto que antes no era más que la antesala de un elegante mausoleo, se había convertido en una prisión sin salida.
-¡Déjeme salir! ¡Por favor! -Hizo una pausa que se cargó con un sollozo desesperado-. ¡No le voy a decir nada a nadie lo juro!
-Mentirosa -La voz surgió de la nada y le golpeó el pelo. Miró a su alrededor, asustada.
-¡No! Yo le ayudo... le ayudo a buscar a otro. Por favor...
Encontró a la bruja cuando se dio la vuelta, la miraba con una sonrisa torcida, un hilo se le había atorado entre los dientes.
-¿Segura? -Eva asintió, secándose las lágrimas con los dedos-. Entonces... entonces debes buscar a alguien que no te pueda decir que no.
El regreso a casa se sintió aún más largo, agradeció que el abuelo ya no tuviera ganas de contar historias, porque sus pensamientos estaban muy lejos de ahí; estaban estancados en las palabras de la bruja. Pero por más que las repetía no estaba segura de que debía hacer.
Desde aquel encuentro que no soñaba con imágenes, en ellos solo había murmullos que venían de todas partes. A veces eran tan intensos que se desbordaban y de día otras personas eran capaces de escucharlos. Comenzó a sospechar que quizás en ellos estaba la respuesta que buscaba, pero mientras más atención prestaba, los sonidos más se asemejaban a frases entonadas con la boca cerrada. Fue entonces que descubrió que la solución debía encontrarla por sí misma y que aquel murmullo incesante no era una pista, sino que era la manera de la bruja para decirle que el trato seguía en pie, que si fallaba volvería a encerrarla.
Pasaron días, su cabeza se había ido a las nubes, gastaba sus tardes caminando de un lado para el otro, meditando. Pronto comenzó a preguntarle a sus amigas, a extraños en la calle; todos le respondían que no, nadie entendía por qué repentinamente soñaba con convertirlos a todos en brujos. Le salieron ojeras por no dormir bien en la noche, aún así, no se atrevía admitir que los susurros habían comenzado a escucharse más fuerte.
Esa tarde el bullicio se hizo especialmente insoportable, bajó las escaleras tratando de huir de aquello que era invisible y a medida que avanzaba por la casa se dio cuenta de que el ruido iba amainando. Se dejó guiar por sus oídos hasta el primer piso y se topó con la sala de enseres, cuando cerró la puerta tras de sí lo único que fue capaz de escuchar fueron sus propios latidos. Suspiró aliviada y se apoyó en la pared con los ojos cerrados por quién sabe cuántos minutos.
Un fino haz de luz de un sol casi extinto entró por la rendija de la puerta iluminándole el rostro, la cegó su brillo repentino. Afuera en la sala su madre conversaba a gusto con una vieja amiga, la mujer comía galletas con una mano y con la otra mecía con insistencia un coche. Se agachó cuando su madre desvió la vista hacia la puerta pues sabía que si la encontraban husmeando por ahí la castigarían. En ese momento, algo llamó su atención, bajo la mesa a su derecha había una tijera negra y oxidada que descansaba sobre el piso, la reconoció de inmediato, era de la bruja. En ese momento lo entendió todo.
La tomó entre sus manos y sintió su peso, volvió a mirar por la rendija de la puerta, el bebé intentaba alcanzar un adorno sobre la mesita de centro con gestos torpes y emitiendo ruiditos que no llegaban a formar ni una sílaba.
-Alguien que no pueda decir que no...
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