Capítulo 15: Aceptar los errores

Mi amigo destapa un champagne y me tapo la cabeza con temor de que el corcho me caiga en el ojo, pero termina chocando contra una lamparita y se rompe.

—Ups —dice haciendo una mueca de culpa—. Te voy a comprar otra —agrega.

—¿Cuándo? Si ya te vas —expreso haciendo puchero mientras sirve la bebida en un vaso—. Te dije que no me ibas a aguantar más de tres días.

—No es eso, amor, ya sabés que vuelvo por Milo.

—Sí, lo sé. —Esbozo una sonrisa y suspiro tirándome en el sillón. Todavía no le dije que acepté la propuesta de Abel sobre pasar una noche con él porque sé que me va a decir que fue un error y no estoy dispuesta a aceptarlo.

—¿Qué hiciste? —interroga mirándome con los ojos entrecerrados, sentándose a mi lado. Bufo, a veces es contraproducente que me conozca tanto. Me encojo de hombros y me rasco la cabeza intentando ganar tiempo.

—Acepté pasar la noche con Abel —confieso dándole un trago al champagne. Arquea las cejas—. Me dijo que solo íbamos a hablar.

—Hablar, claro —repite con ironía y esconde una sonrisa—. No sos inocente, Maru, sabés muy bien lo que va a pasar y van a hacer de todo menos hablar. Aceptaste porque querés que pase.

—No, de verdad, Edu. Quiero escucharlo, necesito hablar con él y aclarar nuestro pasado.

—Bien, supongamos que solo hablan, se amigan, se perdonan mutuamente, etcétera. ¿Qué pasa después? —quiere saber.

—Nada, solo cerramos el ciclo. No hace falta intercambiar fluidos.

Suelta una carcajada y niega con la cabeza de manera incrédula. Entonces levanta su vaso a modo de brindis y los chocamos antes de tomar. Solo necesito confiar en Abel por una vez, si él dice que vamos a hablar, así va a ser. Aunque, así como me engañó a mí hace nueve años, la puede engañar a Roxana conmigo. Trago saliva y pienso en que no voy a ser yo la tercera en discordia. O, al menos, voy a intentar no hacerlo. Cada vez me hundo más en el pantano.

—Brindemos por nuestros errores y por aceptarlos —suelta de pronto—. Empiezo yo. El error que tengo que aceptar es haber perdido al perrito de Milo por soltarle la correa en la plaza —dice. No puedo evitar atragantarme con mi propia risa.

—¿En serio? —cuestiono divertida—. ¿Pero él lo sabe?

—No. —Palidece y se cruza de brazos—. Aunque creo que lo sospecha.

—Pero ¿qué hiciste para que no se dé cuenta?

—Compré uno igual.

—¡Estás jodiendo! —exclamo—. Te odio, ¿sabés? Los perros no se compran.

—¿Qué querías que haga? ¡Le perdí a su amado perro y era de raza! Si se llega a enterar me deja y me mata. ¡No quiero perderlo a él también! Suficiente con que extravié a su perro. —No puedo evitar reír, está tan serio que me da gracia—. ¡Sos una maldita! A ver, contame tu error, me quiero reír de tus desgracias también.

Me sirvo un poco más de espumante y pienso en mi peor error. Ese que debo aceptar, ese que no me deja dormir por la noche y que me hace sentir culpable todos los días. Abro la boca, pero Eduardo me interrumpe.

—No lo digas, no va a haber marcha atrás —manifiesta.

—Hasta hace un momento querías que lo haga —contesto con confusión. Chasquea la lengua y asiente, indicándome que prosiga—. Acepto el error de haber dejado a Abel cuando aún estaba muy enamorada de él y el error de no haberle permitido que me dé una explicación, aunque todo ya estaba muy claro...

Suelto un suspiro de alivio y me siento más liviana, como si me hubiera sacado un gran peso de encima. Se siente extraño, pero creo que decir aquello en voz alta fue lo mejor que pude hacer. Mi amigo sonríe satisfecho y me guiña un ojo.

—Tenías que perdonarte a vos misma para olvidar a ese hombre, Maru, te lo dije desde la primera vez que nos vimos.

—Es tu culpa, deberías haber hecho este brindis desde el inicio de nuestra amistad —comento con tono de indignación fingida. Se ríe y me da un beso en la frente—. Gracias, pero creo que no va a funcionar para olvidarlo.

—Al menos diste el primer paso, y brindamos por eso. —Volvemos a chocar los vasos y me dedica una media sonrisa que me dan ganas de apretar sus mejillas—. Quisiera ponerme borracho, pero en un rato ya tengo que salir y manejar, así que no puedo. Lamentablemente.

—¡Me abandonás! Me dejás sola, voy a emborracharme para olvidar tu traición —expreso haciéndome la ofendida.

—¿Cuánto falta para que venga la pizza? Voy a morir de hambre —dice tocándose la panza.

Miro el reloj, la pedimos hace veinte minutos, así que supongo que faltarán otros diez. Se tardan muchísimo en hacerla. Levanto diez dedos y bufa, pero justo tocan el timbre y esboza una sonrisa de oreja a oreja.

—No creo que sea la pizza —pronuncio temerosa. Me mira con expresión divertida y me da un pequeño empujón.

—Vamos a comprobarlo.

Bajamos para ir a buscar el pedido, aunque creo que él me sigue porque sabe que sino se va a perder el show. Llego hasta la entrada del departamento y sí, es el repartidor, pero en cuanto se saca el casco de la moto creo que me voy a desmayar.

Alejandro deja su cabello rubio al aire, hasta ahora me doy cuenta de que lo tiene un poco más largo de lo que pensaba y siempre se lo ata en un rodete. Sus manos sostienen las dos cajas de pizza con firmeza y hace una mueca de sorpresa al verme, cosa que imito.

—¿Sos repartidor de pizza por las noches? —quiero saber con tono interesado. Lo miro de arriba abajo, apenas tiene una bermuda color beige, unas zapatillas converse negras sin medias y una camiseta blanca con un logo de una porción de pizza con queso derretido. Se nota que le queda bastante ajustada y no sé si se me hace agua la boca por el hambre o porque el nene se ve bastante apetecible en este momento.

—Mi papá es el dueño de la pizzería, lo estoy ayudando porque le faltó un repartidor —responde dándome las cajas y mira hacia el edificio—. No sabía que vivías acá.

—No vivo acá, solo estoy alquilando temporariamente —contesto a la defensiva. Eduardo bufa detrás de mí—. ¿Cuánto es?

—Si me das un beso no te cobro —manifiesta sonriendo con galantería. Suelto una carcajada y pongo los ojos en blanco.

—Prefiero pagar.

—Sos muy mala —comenta dándome el ticket. Le dedico una mirada burlona y le pago el monto indicado—. Nos vemos mañana en el estudio. 

Me guiña un ojo y saluda con la mano a Eduardo antes de volver a ponerse el casco, arrancar la moto y desaparecer en menos de diez segundos. Mi acompañante suspira y niega con la cabeza imperceptiblemente. No dice ni una sola palabra mientras entramos al edificio, ni mientras subimos las escaleras, ni tampoco cuando empezamos a comer. Y cuando él está en silencio es porque está resistiendo las ganas de decir algo que no me va a gustar.

Bufo, en cuanto abra la boca lo va a decir, no se puede contener por demasiado tiempo.

—¿Qué pasa? —le pregunto. Se encoge de hombros y mueve la mano para restar importancia.

—Está rica, ¿no? —dice metiéndose la mitad de la pizza de un bocado. Con tal de no hablar es capaz de cualquier cosa, hasta de morir ahogado. No puedo evitar reír y termino asintiendo.

—La verdad que sí, está buena.

—Como el hijo del pizzero —pronuncia mirándome de reojo. Ya veo por dónde viene su pensamiento—. Se ve que ese hombre hace cosas buenas y ricas.

—Bueno, no sé, habría que probar a su hijo —replico entre risas. Me mira de manera sospechosa.

—Maru, este es el error que no te voy a permitir pasar por alto —suelta. Observo su semblante serio y me asusta ya que él solo se pone así cuando me va a dar uno de sus consejos que no son buenos, pero que son necesarios—. Alejandro está bueno, te tiene ganas y está claro que también te atrae. Tu miedo a que Abel piense que lo estás engañando es lo que te retiene.

—No, pero...

—Shh —me silencia—. Quizás pensás que no está bien acostarte con Ale y después con tu ex. ¿Pero sabés qué? Probablemente a Abel ni siquiera le importe que estuviste con el rubio, ¿qué creés que está haciendo él con Roxana ahora? Digo, están a punto de casarse, deben tener relaciones todos los días y...

Me tapo los oídos con las manos y tarareo cualquier cosa. No quiero pensar en eso, ni tampoco escucharlas, es una imagen muy fuerte y me va a quitar el hambre. Él suspira, agarra mis manos con delicadeza, su mirada brilla con ternura y esboza una sonrisa comprensiva.

—Mi amor, sé que duele, pero tenés que superarlo. Y ya sabés lo que dicen, un clavo saca otro clavo —agrega. Mis labios tiemblan y trato de que mis ojos no se inunden con lágrimas, pero no puedo controlarlo—. No quiero que pierdas oportunidades de estar con otros hombres solo porque sentís que le debés algo a Abel.

—Esta vez voy a seguir tu consejo —expreso tomando un poco de champagne. Amplía su sonrisa y asiente satisfecho.

—Errores aceptados y enterrados —dice.

En ese momento mi celular suena anunciando que tengo un mensaje y lo leo. Trago saliva y de repente me siento muy nerviosa. Es un mensaje de Abel en el que me da la dirección del hotel en el que nos vamos a reunir, la hora y la fecha.

—Creo que el error va a ser el que me entierre algo a mí —murmuro mostrándole el mensaje a Eduardo. Estalla en carcajadas en cuanto me escucha decir aquello y arquea una ceja de manera suspicaz.

—¿En un hotel solo para hablar? —interroga divertido—. Bueno, primero que te entierre algo y después... después aceptas el error.

Brindamos por eso. Parece que ya es hora de cerrar el ciclo. 

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