Capítulo 1. Herida
*(Si estás leyendo con la música, empieza desde el minuto 5:50, en el tercer movimiento, Allegro)*
El invierno en el bosque había sido muy duro. La nieve había roto las ramas de los árboles en su caída y, una vez en el suelo, se había manchado de barro por las pisadas de los pocos animales que buscaban desesperadamente algo comestible. No había podido crecer nada en el terreno por las heladas, y el viento frío se colaba entre los troncos blancos y grises. Por la mañana, el bosque solía estar cubierto de una espesa niebla, y además anochecía antes, así que ni siquiera los líquenes tenían luz para crecer.
El invierno había sido también eterno para Lir, pero ahora, mientras contemplaba cómo las primeras flores blancas se abrían paso entre la nieve, ya transparente como el rocío de la mañana, los últimos meses se olvidaron en su memoria. Pasar frío por las noches a la intemperie, tratar de encontrar comida buscando madrigueras o cazando aves rezagadas, perder kilos debido a la falta de alimento o resquebrajar la gruesa capa de hielo que cubría el lago cada mañana para beber no tenía importancia en comparación con la esperanza que daba la primavera.
Lir sintió la tentación de arrancar alguna de las florecillas, pero se contuvo. En los dos años que llevaba en el bosque había aprendido a no profanar la belleza de la naturaleza. No debía romper el equilibrio y la paz del lugar, pues cualquier cambio podría traer consecuencias negativas después.
De repente, escuchó algo, como un crujido. Llevó una mano a su costado y desenvainó la espada corta que portaba siempre consigo.
Los animales, a diferencia de las plantas, tardaban un poco más en mostrarse con los primeros rayos de sol primaveral, pues los mamíferos estaban hibernando y las aves habían emigrado hacia zonas más cálidas; pero siempre había un roedor o un cuervo que rondaba por ahí antes de lo previsto. Sin embargo, ellos no habrían podido hacer aquel crujido. Lir conocía los sonidos del bosque, y aquel ruido indicaba que lo que se acercaba era un animal más bien grande. O no era un animal.
Sostuvo su arma en posición defensiva, alerta. El bosque, situado en el norte del reino, era una zona fronteriza con las Tierras de Hielo, un lugar mágico y peligroso. Las altas cordilleras solían aislar ambos terrenos, impidiendo que algún habitante del reino se perdiera en las implacables tierras norteñas, pero el bosque estaba situado en una planicie, y a veces se colaban algunas de las peligrosas criaturas del Hielo...
Los crujidos mostraban que lo que quiera que fuera estaba cada vez más cerca. Lir se preguntó si no sería una mejor opción huir, teniendo en cuenta que lo que se aproximaba probablemente fuera peligroso. Sin bajar la guardia, fue retrocediendo, alejándose de la nieve y las flores tiernas y tratando de internarse en la espesura por el lado contrario.
El bosque era su casa. En dos años había aprendido a moverse por él como un animal más, y cuando había muchos árboles alrededor sentía seguridad. Sin embargo, no había un lugar en la floresta que hubiera marcado como suyo. No tenía una cabaña: dormía a la intemperie en determinadas zonas, conocía los arroyos y los troncos, que usaba para orientarse, además de las estrellas del cielo. Pero nunca jamás salía del corazón del bosque. Sabía que en su profundidad nada podría hacerle daño.
La maleza se abrió, como si estuviera escupiendo algo, y Lir retrocedió aún más cuando vio, iluminado por el tenue sol de la mañana, un corcel blanco que se alzaba sobre sus patas traseras. En su lomo, un caballero sujetaba las riendas. Tenía el símbolo del reino en la armadura brillante, y la visera del yelmo estaba levantada, mostrando un par de ojos ocres. Lir sintió cómo se clavaban en los suyos y abandonó toda posibilidad de escapar. Sin embargo, no bajó la espada. Sabía que llevaba puesta la capucha y que el soldado no podría saber quién era.
El caballero detuvo a su montura y se bajó. Parecía sorprendido de encontrar a alguien allí. Lir tragó saliva y, cuando el extraño se aproximó, lo apuntó al pecho con la espada.
Al caballero no pareció importarle:
—Soltad vuestras armas, por favor. ¿Quién sois?
Lir ignoró su petición, alzando la espada en dirección a su cuello, protegido por una malla de hierro. Había matado animales más grandes en cuestión de segundos; podría hacer lo mismo con este hombre. Si no fuera por la armadura, claro está, aunque sabía que la punta afilada de su arma podría colarse con suerte entre los aros de metal que protegían al extraño.
—¿No me habéis oído? —repitió el caballero, con la misma calma—. Bajad la espada.
—Sí que te he oído, pero no pienso obedecer —espetó Lir, con la voz ronca, y sin emplear el tono formal que usaba su interlocutor—. Márchate del bosque o morirás.
Se acercó más a él, colocando su espada en posición horizontal pero aún rozando su cuello. Ajeno a que su vida corría peligro, el caballero parecía confundido.
—Esa voz... No tiene acento del norte. ¿Quién sois?
Lir cerró los ojos.
Había huido del centro del Reino tiempo atrás, cuando todos pedían a gritos su cabeza. Recordaba el olor a sangre, la ira, el odio de la gente. Había recorrido los caminos con su capa, rogando para que los centinelas no supieran quién era, evitando las posadas, las aldeas y todo signo de civilización. Se había desplazado al norte, a la frontera con las Tierras del Hielo. La había cruzado, esperando que nadie más pudiera hacerlo.
Pero era una zona inhóspita y plagada de criaturas. Estuvo allí durante el mayor tiempo que pudo, mas era una auténtica pesadilla. Esperaba encontrar a alguien especial, que le ayudara a huir, o como mínimo que cambiara su destino, aunque sabía que la persona que buscaba podía también acabar con su vida. Así que desistió. Permanecer allí más tiempo sería una locura: las Tierras del Hielo no eran para los humanos ni para los animales. Eran para los monstruos.
Así que había tenido que huir también de allí, hacia el bosque. En su linde, había encontrado la cabaña de un anciano cazador, que le había acogido y se había ofrecido a enseñarle los secretos de la floresta. Le mostró cómo cazar allí, le enseñó a utilizar la piel de los animales para confeccionar prendas, a orientarse entre el verde, a ser autosuficiente. Le mostró todo lo que tenía que saber para sobrevivir. Pero no se había quedado con él. Habría sido muy peligroso para los dos. Así que se había encaminado hacia el bosque profundo, hacia la zona que era el reino de la naturaleza salvaje, de los animales. Y había vivido como uno de ellos, dejando atrás toda humanidad.
Era eso o morir.
Abrió los ojos, con un nuevo brillo en ellos.
—Me llamo Lir.
El caballero, confuso, giró su cabeza en su dirección, ignorando la espada que amenazaba con clavarse en su garganta.
—¿Cómo habéis dicho?
—Lir.
Su interlocutor pareció aún más impactado.
—Pero sois una mujer. ¿Por qué tenéis nombre de hombre? ¿Por qué tenéis el nombre del Rey?
Lir suspiró. ¿Podría confiar en él? No conocía sus intenciones, ni se explicaba cómo había dado con ella. No sabía qué estaba haciendo en el corazón del bosque, allí donde los humanos no se internaban jamás. Pero necesitaba hablar con alguien, recuperar parte de su humanidad, decirle quién era, hablar con una persona después de tanto tiempo en soledad... Aunque luego, sin dudarlo, lo mataría.
Envainó la espada. Se bajó la capucha. En su frente estaba marcada una cruz roja, una herida incandescente que aún no había terminado de cicatrizar: el símbolo de los condenados a muerte.
—Me llamo Lir porque soy el Rey.
*****
¡Hola a todos otra vez! Empezamos bien, ¿no? Sin tensiones ni sustos...
¿Qué tal la lectura? ¿Habéis disfrutado del bosque? Sinceramente, yo tengo una debilidad por la naturaleza salvaje, voy avisando.
¿Quién es esta gente tan extraña? ¿Es Lir realmente quien dice ser? ¿Y el caballero? Pronto lo averiguaremos.
Otra cosa: ¿se os ocurre algún nombre bonito para el caballo? Estoy abierta a sugerencias :)
¡Muchas gracias a los que habéis leído hasta aquí! Creo que esta va a ser una fantástica aventura. Os dejo de momento, ¡nos vemos en el siguiente capítulo!
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