II
El bosque comenzó a cobrar vida, una especial, colorida y para nada silenciosa, como si la vida misma, en su estado más alto, ya no pudiera ser contenida. Los primeros pasos de Elián fueron torpes, intentar mantener los ojos abiertos se le dificultó todavía más, cada sonrisa de Miti, sin embargo, conseguía envolverlo en una seguridad que aunque le atemorizaba comenzó a asimilar. El muchacho caminaba frente a él, a su lado, se inclinaba ligeramente para luego retomar el paso, mirarlo a él, al bosque, a la luna y las estrellas. Había un deje infantil en su comportamiento, una jovialidad envidiable en su soltura y movimientos, y una cautivante madurez en sus ojos.
...tus ojos no emulan...
Fueron adentrándose en el bosque, dejaron los finos troncos de los jóvenes pinos para ser recibidos por la majestuosa senilidad de árboles más grandes y frondosos. La luna quedó atrapada encima de sus copas y, en esta nueva oscuridad, Elián se lamentó. El miedo, uno distinto, comenzó a extenderse por todo su pecho, ralentizando su paso y la seguridad que poco a poco había ido adquiriendo. Un par de minutos le habían bastado para aferrarse a esa realidad, pero no era suya, y aunque viviera otro día igual, nunca la sería. Podía sentir la presencia de Miti guiándolo, pero por lo demás, todo volvía a apagarse. Hasta donde sabía, podía ser sólo un sueño.
Si este es un sueño es peor que las torturas que de niño...
Había olvidado la forma en que las torturas se habían desencadenado una tras otra sobre su cuerpo infantil, pero la sensación todavía reptaba por su piel como una sanguijuela babosa y persistente o un aguijón oportuno escondido en el dulce sabor de la miel. Por eso dudaba. Había crecido dudando, no creía en sí mismo, ni en las personas. Había creído en alguien alguna vez pero ya no lo recordaba, porque para Elián era más fácil olvidar, y no es que lo consiguiera, pero era malditamente bueno fingiendo que así era.
Para su alivio, pronto dejaron la profundidad y espesura del bosque. Lo que sus ojos encontraron despejó sus lamentos como la niebla con el cambio de la marea: el cielo se extendía oscuro y despejado. Las estrellas parecían haberse apagado para no robarle a la luna el protagonismo de esa noche, debajo del resplandor, un terreno amplio bañado de lagunas a ras de suelo las cuales, verdes y profundas, se extendían y extendían; infinitos ojos en donde la luna reflejaba sus distintos rostros igual de infinitos.
—Es hermoso —susurró Elián, conteniendo el aliento.
—¿De qué color son tus ojos, Elián?
—No lo sé —titubeó, viéndose sorprendido por la interrogante.
Aunque por otros motivos, había visto su reflejo en el agua, en cristales blancos, en lujosos espejos, en metales limpios, pero su rostro siempre le pareció ajeno, todavía más que todo eso que no se le permitía ver. Elián suspiró confundido al no recordar la tonalidad de sus propios ojos, sintió como si, en primer lugar, nunca se hubiera interesado en saberlo. Sin pensarlo se volteó para encarar a Miti, creyendo que este le daría la respuesta. Sin embargo, Miti se alejó, siempre risueño, caminó entre los bordes que separaban las lagunas, agachando la mirada y levantándola, intermitentemente, con su cabello meciéndose con la brisa y sus pies descalzos pisando el suelo con cierta gracia premeditada. De repente se detuvo, y al tiempo que se volteaba en dirección a Elián y extendía ambos brazos, dijo:
—Estos son Sus ojos.
Elián no comprendió, pero dejó de importarle al sentir que la tristeza volvía a abandonarlo. No entendía por qué sensaciones tan dispares parecían agolparse en su cuerpo al mismo tiempo. Estaba confundido. Atrapado en la eterna creencia que lo imposibilitaba a abrirse a las emociones a medida que estas se le presentaban, temiendo dejarse llevar. Y sin embargo, una sonrisa afloró en su rostro de manera tan natural que no se apresuró en ahogarla. Le sonrió a Miti, una simple expresión de agradecimiento y simpatía, y motivado por el ánimo del muchacho, decidió seguirlo.
Los senderos se encogían y ensanchaban al azar. De los manantiales verdes y profundos emanaba una especie de magnetismo irresistible parecido al olor que despiden las Venus. Elián sólo podía imaginar toda la vida que existía en esa profundidad debajo de él y se sintió conmovido. De haber podido, se habría lanzado de cabeza al agua para observar toda la vida que se movía allí dentro sin importar que sus pulmones colapsaran. Porque algo parecía moverse en la profundidad. Los destellos no cortaban las calmas aguas de la manera en que la luz de la luna se desliza por toda superficie. Eran motitas pequeñas, como pequeños insectos que se apresuraban al ritmo de sus propios pasos.
—Ya casi llegamos —anunció Miti, liberándolo de sus ensoñaciones.
¿Cómo será cuando todo vuelva a la normalidad?
Elián levantó la mirada, luchando por contener esa nueva tristeza. No valía la pena. Recibiría la bendición aunque no la mereciera. Miti podría estar arrastrándolo hacia su muerte, ¡pero de qué manera más misericordiosa lo hacía!, y por eso debía sentirse agradecido.
Las lagunas se fueron ensanchando a tal grado que ahí donde antes había encontrado varias ahora sólo se extendía una, enorme en su vastedad y aparente profundidad, y más oscura que verdosa, tanto que se fundía con el cielo sin definir la línea que lo delimitaba en el horizonte. Elián abrió los ojos ya sin contenerse. Lo más grande y profundo que se había permitido ver había sido el cielo una tarde de verano, y de eso hacía mucho.
—¿Eres bueno nadando? —preguntó Miti con un tono burlón.
—No —titubeó—. No mucho.
—No importa demasiado —sonrió Miti. Se acercó a Elián y poniéndose de puntitas alcanzó la pluma que pendía de su oreja—. Muy sabio quedarte con esto —dijo ahora—. No por nada a este bosque lo conocen como El bosque de los Alados. La tristeza y arrepentimiento que quedaron aquí atrapados serán una buena ofrenda, pero, por lo demás, a la Dama no le gustan las cosas que brillan con falsedad; remueve todo lo de metal. Te espero en la orilla.
Entre dudas intentó obedecer; cada una de esas baratijas lo conectaban a personas de su pasado a las que había querido y que, mejor aún, no le habían temido y habían correspondido su torpe cariño. Personas a las que había traicionado sin quererlo, lastimandolos, arrebatándole la vida o a aquellos que para ellos significaban casi lo mismo. No era tiempo para recordarlos, lo sabía, pero al desprenderse del pendiente en forma de árbol, esa baratija que más atesoraba, la voz de una persona se materializó en su cabeza. La piel se le erizó de inmediato, enviando ráfagas de recuerdos dolorosos a sus sentidos. Elián se creyó desvanecer, pequeño e impotente, y el odio que siempre guardaba para sí mismo afloró en la delgada línea de sangre que comenzó a manar de sus labios.
Sumido tal como estaba en sus recuerdos, no sintió cuando Miti se acercó, y menos cuando con sus suaves dedos consoló la piel lastimada. Elián sintió un nuevo calor arder en su pecho. Levantó el rostro para ver el del muchacho; la sonrisa había desaparecido de su cara y la preocupación había ensombrecido sus ojos.
—No es nada —trató de consolarlo acariciando su rostro. La voz, esa lejana y prohibida, seguía retumbando en su cabeza.
—Los recuerdos dolorosos siempre son los peores —dijo Miti—. Yo guardo demasiado y sé que tú también, pero por favor, aguanta un poco más, al menos hasta que la Dama decida qué hacer con ellos.
Por supuesto, Elián no comprendió a qué se refería Miti, pero al notarlo tan entristecido se vio empujado por una extraña corriente que lo obligó a envolverlo con sus brazos para consolarlo.
—Eres cálido, Miti —dijo ahora Elián—. Y hermoso. No he visto muchos rostros en esta vida, pero el tuyo será el único que nunca olvidaré.
Miti se apretó contra el amplio pecho de Elián, y respirando profundamente el aroma a melancolía que desprendía, dijo:
—Hay otro.
—No, no lo hay —respondió Elián con contenida violencia, apretando el delicado cuerpo que encerraba entre sus brazos, intentando que los recuerdos no le arrebataran la esperanza que experimentaba en ese momento.
Esa esperanza era Miti quien como la luz de la luna había conseguido colarse entre la espesura del bosque. ¿Cómo era posible, sintiéndose él tan pequeño y delicado entre sus brazos? Elián no quería soltarlo. El muchacho le resultaba familiar, olía a vida, a una hacía tiempo dejada atrás. Incluso su forma de hablar despertaba sensaciones placenteras en su pecho. Elián enredó sus dedos en el espeso cabello de Miti, era suave, como todo él, y olía a verde, a agua de manantial; sus caricias fluyeron por el cuerpo del menor con una delicadeza similar, casi pudo escuchar el retumbar de su propio corazón uniéndose a la fuente de ese otro.
—¿Qué eres? ¿Por qué yo?
—Ya estuvo por ahora —respondió Miti en su lugar—. La Dama nos espera.
Deshicieron el abrazo con una mezcla de dolor y optimismo y se aproximaron a la orilla. Elián no podía dejar de ver a Miti, incapaz de contener su interés.
Un muchacho, apenas un joven... pero no humano. No es humano.
—No es necesario nadar ni contener la respiración, sólo déjate arrastrar, la Dama se encargará de guiarte.
Elián asintió pero, sin tener todavía muy claro cómo proceder, esperó a que Miti diera el primer paso; sin embargo, al tocar el agua, toda duda se desvaneció. Fue como si se encontrara en un sueño y más que humedad fuera transportado por esponjosas y cálidas nubes que lo acariciaban y arrullaban en su camino. Los párpados comenzaron a pesarle demasiado, y por más que se esforzó ya no pudo mantener los ojos abiertos. Era como soñar, sin duda, pero esos recuerdos disfrazados de sueños dulces, en donde el tiempo se disuelve, encapsulado, reviviendo únicamente momentos felices, rostros amados. Escuchó su voz una vez más y el pecho se le tensó en un dolor intermitente que comenzó a afectar el ritmo de su respiración. Era su voz, grave pero serena, pausada, casi inaudible, delicada para esas palabras de ánimo, animada en esa delicadeza que siempre lo consolaba.
—Guíate por el sonido de mi voz.
—Pero si apenas te escucho.
—Sabes que eso no es cierto.
—Estoy como dormido.
—Pues no lo estés. Despierta.
Abrió los ojos esperando encontrar oscuridad en esa profundidad acuosa, no obstante, lo que encontró tan sólo segundos después de haberse sumergido lo sorprendió; no comprendía cómo se había alejado tanto hasta terminar ahí, en ese lugar de su pasado que se prometió no volver a visitar.
¿Qué está pasando aquí?
Elián parpadeó, perplejo, se apresuró en palpar su rostro y su ropa, estaban secos. Creyó entonces ser presa de un sueño, pero todo era demasiado realista, un calco exacto del lugar más que de sus recuerdos, porque de haber sido meros recuerdos el sitio se habría levantado antes sus ojos más hermoso, así como su ingenua inocencia infantil los había suavizado, y no era el caso.
Apestaba a conformismo, a mujeres con pechos secos y a hombres alcoholizados y violentos. La avaricia se respiraba, pesada y densa, y una comezón familiar fue extendiéndose por toda su piel como si su cuerpo mismo se encargara de rememorar con puntos y comas toda la miseria que había experimentado en ese lugar, miseria que los años fueron diluyendo y transformando en falsos recuerdos; recuerdos más agradables que pronto se disolvieron. Instintivamente se cubrió los ojos con las manos temiendo levantar una estela de cadáveres con la mirada; ni siquiera dejó un pequeño espacio para la confusión, y se alejó, familiarizado con el lugar, esperando que nadie lo reconociera.
Ha pasado demasiado tiempo.
Un llanto infantil hizo eco en su memoria; era su propio llanto, sus lágrimas eternas y el dolor de los arañazos que recibía en el rostro al negarse a abrir los ojos. Primero fueron animales pequeños, conejos, aves; ya después cerdos, cabras y vacas; por último, ese día... Elián llegó hasta una escarpada colina a las afueras del pueblo y se escondió detrás de una roca inmensa que sobresalía, solitaria, sobre ese terreno infértil y seco. Se acurrucó, con la espalda contra la fría piedra, intentando no recordar ese día ni el horror que le supuso descubrir la reconfortante serenidad que escondía la muerte de un ser humano.
—¡Miti! —gritó, desesperado.
Patético, un hombre de su edad con suficiente experiencia en los horrores del mundo no tendría que encontrarse temblando aterrorizado, menos encontrar consuelo en un joven desconocido.
No entiendo... ¡No entiendo!
Las manos poco a poco se le fueron humedeciendo de sudor, a la vez que este, frío y pegajoso, encontraba camino por toda su piel. Elián escondió la cabeza entre sus brazos. La voz, una diferente pero que igual jamás había podido olvidar, comenzó a silbar con el viento, lejana y constante, y tan presente como para revolverle el estómago.
—¡No lo hice, no lo hice! —gritaba esa voz mientras él, resignado, esperaba pacientemente sentado, con su cuerpo infantil arropado por la fiebre, ligera pero bochornosa, que hacía que anhelera estar lejos de ahí, en las montañas, entre espesos mantos blancos, protegido de todo el mal que le hacían cometer—. Por lo que más quieran, lo juro, no lo hice...
—No te preocupes —dijo otra voz—, probablemente no te dolerá. Además, deberías estar agradecido, te hemos evitado la tortura, el hambre, la condena.
Una mano vieja y huesuda en su hombro desnudo, un susurro a su derecha: palabras quejumbrosas y amenazantes. O eres tú o es él. Evitate el dolor, el castigo. No tienes que hacer nada.
Lo ataban a una silla de madera grande y pesada, con cintillos y cadenas en los reposabrazos y con un soporte en el respaldo, en donde le retenían la cabeza para no correr el riesgo de que, en un arrebato, terminara matándolos a todos. La habitación era grande y estaba iluminada muy pobremente. A los animales y a las personas los colocaban en una jaula con barrotes finos pero resistentes de los que nadie había escapado jamás. A sus pies, paja seca contra la piel descalza. En su cabeza, las oraciones a los Eternos, dioses que nunca había conocido y que en esa tierra llevaban demasiado tiempo muertos.
Eternas e infinitas son las bendiciones de los Eternos, con sus mantos blancos arropándonos de la negrura del mundo...
Se paralizaba al sentir esos mismos dedos rugosos en su rostro, y cuando, en la penumbra de la habitación, sus ojos se encontraban con la vida que no estaban destinados a arrebatar. Así ocurría, rápido y certero. No le quedaba tiempo ni de derramar una lágrima cuando la vida yacía en el suelo, apagada, rígida y fría.
—¿Hay signos de sufrimiento?
—Ninguno.
—Este es un don demasiado misericordioso.
Matarlos, tengo que matarlos, a ellos, serán los últimos, ya después yo no...
Antes de poder actuar, metal frío contra sus ojos, tan frío para arrancarle lágrimas y parpadeos dificultosos que hacían que se agotara con rapidez y se durmiera. Despertaba en su pequeña habitación llena de paja, con la manta a sus pies y dos cuencos de comida cerca de la puerta. Entonces llevaba ambas manos hasta tocar el metal que le cubría los ojos, al menos, mientras llevara eso puesto, nadie iba a morir...
Elián despertó, desesperado. ¿A qué obedecía el que recordara tantas cosas de su pasado con esa intensidad tan abrumadora? El viento soplaba ahora más fuerte y helado. Se encogió en sí mismo, abrazándose y frotándose los brazos, mientras trataba de eliminar los escombros que había traído consigo esa inmensa ola de recuerdos.
No cierres los ojos...
—¿Por qué me has traído aquí? —susurró.
No que importara. Aunque tuviera que viajar en campo abierto y sin provisiones, no volvería a poner un pie en ese pueblo maldito. Ya estaba de pensamientos, de sensaciones y lamentos. Saldría de ahí. Había corrido toda su vida en dirección contraria y ni la más grande confusión lo haría regresar. Prefería morir que...
Pero si te mueres en cualquier lugar y te reconocen... lo que podrían hacer con tus ojos. Nunca estás sólo, siempre te estás siguiendo, y si alguien te ha seguido hasta aquí... Si desde el inicio Miti te ha tenido una trampa. ¡Qué ingenuo has sido, Elián!
Alguna otra solución tenía que existir. Probablemente todo fuera un sueño, uno demasiado profundo del que se le dificultaría escapar. Le parecía lo más sensato. El frío viento le retorcía los huesos, los labios ya comenzaban a secársele, el dolor en su cabeza no era para nada efímero y sus sienes retumbaban advirtiéndole que tampoco sería pasajero. Pero no podía ser otra cosa. ¿Quién se tomaría tantas molestias para hacerse con sus ojos si muerto le valdrían tanto como vivo?
Sueño o no, te tienes que mover. Ya tendrás tiempo para averiguarlo más tarde.
Recordó el registro de Los desheredados, en sus viajes a Renivohitra, la hermosa capital amurallada, fuente infinita de artes y conocimientos. No había nada en el registro que hablara sobre su maldición, en cambio, se hablaba de un don más misericordioso: el don de la sanación, la mirada de Los Eternos a través de los oscuros ojos de los hijos elegidos de Mork; las páginas sobre los elegidos de ojos esmeralda parecían haber sido arrancadas, o tal vez nunca habían sido escritas.
A los elegidos de ojos negros les llamaban Cuervos pues su mensaje de sanación era la voluntad de los mismísimos Eternos. No todo era fácil tampoco, el don los consumía, y para ellos no había sanación alguna. Sus ojos sangraban entre más enferma se encontrara la persona que intentaban sanar, y ya naturalmente eran propensos al llanto. Se decía que sus lágrimas eran más eficaces que la plata al momento de conjurar, lo que despertó un malsano interés por su propiedades. Con el pasar de los años y los mitos el número de cuervos se fue reduciendo, muertos o encarcelados, los mismos Eternos lloraban su partida. Mork era oscura por sus rocas volcánicas, pero la grandeza de la naturaleza era estimada por cualquiera. Cuando los cuervos fueron desapareciendo este don otorgado por los Eternos también lo hizo, dejando sumido al continente en una era de sequías y tormentas que los tomó desprevenidos a todos. El mismo pueblo comenzó a vender cuervos para salir de la miseria. El último que creían vivo había muerto ya, ciego y olvidado en el sótano secreto en la casa de algún viejo adinerado.
De todo esto solo le había quedado algo: los ojos negros de los Cuervos eran inservibles una vez muertos. ¿Entonces por qué lo suyos eran diferentes? En primer lugar, ¿en verdad lo eran?
Siguió indagando tanto como pudo, pero en menos de un día ya tenía a una horda curiosa tras de él. Esa fue la última vez que visitó Renivohitra. Las murallas de la ciudad terminaron tapizadas con su rostro y la promesa de una jugosa recompensa para quien lo entregara vivo o muerto.
Se resignó, pero no fue tan fácil cuando todavía era un niño.
Elián siguió caminando. Las luces del pueblo ya apenas brillaban a través de la oscuridad, la frialdad opresora de la noche lo hizo dudar, después de todo, tal vez la mejor solución no era alejarse tanto sino indagar hasta encontrar una pista razonable; una nueva ola de recuerdos, sin embargo, terminó por convencerlo. En ese pueblo no había vida, sólo avaricia y muerte.
A medida caminaba Elián perdió la noción del tiempo. Incluso el cielo parecía haberse quedado mudo, despejado y oscuro como se encontraba, parecía dar vueltas y vueltas en un cuenco vacío. Se detuvo unos minutos para descansar la vista. Le ardían los ojos. Tenía seca la garganta y podía sentir las ampollas en los pies reventar con cada paso. Todo a su alrededor seguía sin tener sentido, pero si se detenía ahora, peores cosas podrían pasar. Elián echó una mirada hacia atrás, para lo que sirvió, le pareció ver lo mismo que tenía enfrente y a sus costados. Elevó una plegaria. Necesitaba creer en algo.
El suelo seco y arenoso al fin comenzó a desaparecer, sus pies se encontraban ahora pisando hierba verde; incluso el cielo ya era otro: la la luz de la luna iluminaba las grandes montañas plateadas del Paso de Fjelett.
—Es demasiado pronto, no he caminado ni medio día y toma semanas llegar hasta aquí —se dijo, confundido. Sabía que había perdido toda noción de tiempo pero jamás imaginó que hubiera sido así de grave.
Nada de esto tiene sentido, se dijo ahora que volvía a reconocer el terreno. Más allá, la frontera entre Lyse y Mork.
—¡Miti! —gritó—. ¡Miti!
Mork significaba muerte, al menos en esas pesadillas que le arañaban el alma con piedras negras y afiladas. Ya no habían personas ahí. Los Eternos habían desheredado a sus hijos cuando estos comenzaron a matarse entre sí; la leyenda decía que la naturaleza y la vida animal había despertado días después de la condena, y que cualquiera que llegara a aventurarse allí con malas intenciones jamás encontraba la salida.
«No comas, no bebas, no dañes... ¡no entres!».
¿Quién le había contado todo eso?
Elián se detuvo, agotado. El paso se levantaba escarpado y violento, su misma naturaleza era una advertencia: retrocede, retrocede, retrocede. Sintió un doloroso retorcijón en el estómago, se arrodilló para alcanzar un puñado de nieve que metió en su boca sin pensarlo. No era hambre, era miedo.
No quiero recordar, no quiero soñar, quiero que esto termine, que me arranquen los ojos en carne viva si eso es lo que quieren, ¡pero ya estuvo de tanta tortura!
Vio su mano húmeda y fría. ¿Nieve? Al ver atrás notó que había dejado el verde sendero y que algunas rocas negras resaltaban sobre el terreno; pequeños trozos de noche entre luz de luna. Minutos atrás le habían parecido una eternidad, y ahora...
No sé qué está pasando.
Se echó a correr. El nombre de Miti estaba atorado en su garganta. Antigua hechicería, eso tenía que ser. Un homúnculo manipulado por una hija de la luna. ¿De qué otra manera podía explicarlo?
«—¡Estás loco! —escuchó su propia voz, pero no de su boca sino de algún punto en la distancia—. Sólo las hijas de la luna pueden crear vida fuera del vientre.
—Elián, Elián —dijo otra voz—, el mundo es tan grande, hazle un poco de espacio dentro de esa pequeña cabecita tuya.
—Mi cabeza está bien, Yorug, es la tuya la que nunca ha funcionado como debe.
—¿Ah sí? ¿Y quién es el que en este momento está escuchando la voz de un muerto?»
Elián se sobresaltó. El cansancio había terminado apoderándose de él, consiguiendo que se quedara dormido sin notarlo. En sus ojos, las lágrimas pesaban, y las contuvo tanto como pudo antes de echarse a llorar, con el pecho desconsolado y una soledad en sus manos que no sólo lo hacía sentir vacío, sino inútil. Llevó una mano hasta su pecho en busca del pendiente, pero no había nada ahí, se lo había quitado, lo había dejado abandonado en una tierra que no sabía si volvería a tocar. Yorug había sido como ese árbol: lo había protegido de la lluvia, del sol, lo había alimentado y abrazado, su brisa lo había arrullado, había encontrado descanso a su lado. ¿Y cómo terminó pagando su amabilidad? Matándolo.
Fue un error, nunca quise matarlo, no a él... No a él.
Podía quedarse ahí y dejarse morir de hambre. No lo encontrarían. Y de todas formas, ¿quién lo reconocería? Moriría dormido, con los ojos cerrados nadie notaría ese eterno y maldito brillo de esmeraldas. No sentía que lo estuvieran siguiendo. Era su oportunidad.
Hasta el momento se había estado aferrando a falsas excusas; no le temía a lo que pudieran hacer con sus ojos, sino a la muerte. La muerte era lo único que lo hacía igual a los demás. La muerte lo acercaría a Yorug y todavía no había encontrado las palabras adecuadas para pedirle perdón.
¿Cómo podría...?
Yorug tenía los ojos como el cielo. Lo comprobó cuando al fin pudo ver su rostro. Yorug nunca había sido hermoso para nadie, lo molestaban por eso, y Elián siempre lo defendía gritándole a todos que no era cierto. Pero un ciego qué puede saber, le decían, un ciego no puede saber nada. Pero Elián no era ciego, Yorug lo sabía y no le importaba.
«¿Qué color son tus ojos, Elián? Quiero saber. Los míos son azules, como el cielo. Cuando puedas, mira el cielo, será como estar frente a frente.»
Elián había compuesto esa canción para él y a Yorug le había encantado.
Entre recuerdos Elián se dejó caer de espalda, la nieve amortiguó el golpe y lo sostuvo. Elián fijó sus ojos en el cielo nocturno. Entonces, entre lágrimas, comenzó a cantar:
Del cielo tus ojos no emulan el color
fue el cielo que amándote en ti se posó
ahogado, fingiendo no reconocer el calor
que en noches furtivas no sólo soñó.
Soñó y soñó el cielo anhelante
calor y piel deseando tener
posó en tus ojos su mirada distante
color sepultado cada anochecer.
—Cada anochecer, cada maldito anochecer.
La noche no era negra, era verde. Elián había condenado a Yorug con esa canción. Se había condenado a sí mismo.
«—¿Y por qué quieres tanto un niño? —preguntó Elián—. Consigue una buena mujer, el trabajo será más fácil.
—¿Me estás pidiendo que sea infiel? —dijo Yorug, sorprendido—. ¿Tú me serías infiel?
—No, pero si tanto lo quieres...
—No entiendes.
—No, parece que no.
—Sólo quiero darte la familia que quieres. Será tuyo y mío, y con suerte, con algo de suerte —titubeó—, tendrá tus ojos... ¡No en ese sentido! —se apresuró en aclarar—. Tu entiendes.
—Sí, ahora entiendo.
—Seré el primer hijo de la luna.
—Ya ni siquiera quedan hijas de la luna. Y ya estás un poco demasiado mayor para eso.
—El mundo es grande Elián, algún día te lo mostraré, tú sólo espera.»
—El mundo es grande y por eso ahora estoy perdido —se dijo a sí mismo dejando atrás sus recuerdos—. El mundo es viejo pero igual nos sobrevivirá a todos. Yorug, está muerto, yo estoy vivo. Yo estoy...
Las palabras se le quedaron atoradas en la garganta al notar que el cielo clareaba. Elián se puso de pie y, decidido, continuó avanzando.
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Gracias por leer :)
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