Capítulo 9

Isabelle miró a Lagardère con tranquilidad: era un hombre alto, de casi dos metros de estatura, de anchas espaldas y fornido, aunque no en exceso. El pelo rubio y sedoso le caía hasta los hombros, enmarcando su cabeza.

El rostro estaba cubierto por completo por un vello de color rubio… Observar por primera vez un rostro así, podía ser impactante para cualquier persona, pero Belle ya le había visto y estaba preparada para conversar sabiendo ya por qué se quería ocultar.

Su frente, sus mejillas, su nariz y mentón estaban cubiertos por una fina capa de pelo de unos cinco centímetros de largo, parecida al lanugo. Al no ser tan espesa ni densa, dejaba ver ciertos rasgos de aquel rostro escondido. Solo los ojos y los labios podían verse con claridad: los primeros de un azul pálido, pero a la vez intenso; los labios rojos, rodeados de aquel vello que no era ni un bigote ni una barba, simplemente, una completa capa de color dorado. En ocasiones podía parecer que llevaba una máscara hecha de pelo, unida a su cabeza.

Belle se preguntó cómo sería la distribución de aquel vello por el resto de su cuerpo, pero no tenía cómo saberlo. Lagardère llevaba una camisa abotonada hasta el cuello de color azul y una chaqueta del mismo tono, un pantalón de corduroy también azul con unos mocasines beige. Belle se fijó en sus manos, en ellas no tenía aquellos abundantes vellos, eran unas manos corrientes, como las de cualquier hombre. Porque eso era: un hombre, no una bestia.

—Me alegra saber que está mejor —le dijo él, con amabilidad, extendiéndole una mano.

Belle se la estrechó.

—Sí, ya estoy bien, muchas gracias.

—Me disculpo por la manera en la que le traté esta mañana. Lamento mucho haberle asustado y, como consecuencia de ello, que se haya desmayado.

Belle le sonrió, algo que a Lagardère tomó de manera desprevenida.

—Sin duda no fue muy amable —le contestó ella jocosa—, pero entiendo que le sorprendí. En cuanto a la causa del desmayo —añadió más seria—, debo decirle que soy diabética y me sentí mal
no haber comido nada luego de mi habitual inyección de insulina. Esto me provocó una hipoglucemia diabética. Le agradezco mucho que me haya llevado hasta mi habitación y lamento la preocupación que debo haberles dado a todos.

—Ya pasó y me satisface saber que está mejor, ahora vamos a sentarnos —le pidió él, cortés.

Belle le complació y se dirigieron hacia los muebles de piel, rodeados por aquellas inmensas paredes de ocho metros repletas de libros y por la lámpara del techo que les iluminaba.

—Debo decirle que el Château de La Roche es precioso y que la biblioteca es impresionante. Estar aquí es muy sobrecogedor y aunque llevo días gozando de su hospitalidad, todavía me sorprendo con este sitio cada vez que abro la puerta.

Lagardère agradeció sus palabas. Le asombraba que aquella joven hablara con él de manera tan natural. Le impactaban más los libreros, la lámpara y el techo que verle el rostro y especular sobre su apariencia. Belle parecía distinta a las demás…

—Me alegra que le haya gustado la biblioteca, también es mi lugar favorito —contestó él.

Pólux llegó hasta ellos y comenzó a olisquear a Belle sin miramiento alguno, mientras ella le acariciaba la cabeza y le sonreía. Lagardère la observaba en silencio, ella tenía la sonrisa más bonita que hubiese visto jamás…

—Parece que le agrada —le comentó—, todas las noches cuando estamos aquí y él la siente caminar en el salón, se coloca atrás de la puerta y mueve la cola. Por eso sé que se ha acercado en varias ocasiones, con curiosidad…

Belle se ruborizó. Así que el perro, aunque no le ladrase el resto de las noches, la sentía y advertía a su amo de su presencia.

—No voy a negar que tenía interés por conocerlo —admitió—. Es lógico que quiera saber quién es el propietario de este Castillo y quién me ha contratado.

—Imagino también que en la ciudad haya escuchado hablar de mí… No estoy ajeno a los comentarios que circulan.

Belle volvió a sonreír.

—Por supuesto que los escuché —contestó—, pero usted no es un hombre-lobo ni yo soy supersticiosa, ¿verdad? —añadió sin tapujos.

Lagardère estaba impactado con la naturalidad con la cual Belle le hablaba.

—Debo confesar que luego de haberse desmayado la creí igual a muchas personas prejuiciosas que he conocido a lo largo de mi vida. Ahora, en cambio, tengo la sensación de que no es así…

Belle se aclaró la garganta.

—Me desmayé porque me sentí mal, ya se lo he dicho. Me tomó de sorpresa su aspecto, pero no es algo que me asuste. Me sentí peor por quebrantar su intimidad y por haber tomado un libro sin su consentimiento, que por el hecho de descubrir cómo era.

Lagardère se sintió halagado, pero permaneció en silencio.

—Puede tomar los libros que desee —le respondió—. Kafka es uno de los escritores que más admiro y La Metamorfosis es un libro inteligente y a la vez inquietante desde su primera oración: “Una mañana, tras un sueño tranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto” —dijo mientras recordaba cada palabra de la obra kafkeana.

—Reconozco que no había leído a Kafka, pero me fascinó esa obra.

—Los monstruos producen cierta fascinación, señorita Isabelle —murmuró mientras le miraba con sus ojos azules.

—Llámeme Isabelle solamente o Belle, señor Lagardère —le dijo ella.

—En ese caso, llámeme Pierre —le contestó él.

Así que ese era su nombre de pila: Pierre. ¡Al fin lo conocía!

—Gracias, en cuanto al relato de Kafka, espero que no pretenda hacer un símil con su propia vida.

—Yo soy un monstruo también —dijo él sin inmutarse.

—No lo es —le rebatió ella—, y si espera que le trate diferente por su apariencia o que le compadezca por ello, está esperando lo imposible.

Pierre la miró con interés una vez más: Belle tenía carácter, era decidida y no hablaba con tibiezas. También era hermosísima: su cabello castaño, sus ojos verdes y aquella sonrisa que le regocijaba podía ser peligrosa para él, si continuaba conociéndola. Por otra parte, haberla encontrado en su vida le regocijaba.

—¿De verdad que no te asusto? —preguntó ya sin formalidad.

—No, no me asusta —le aseguró—. Soy una mujer instruida, he leído mucho y sé que su padecimiento se denomina hipertricosis, una enfermedad rara de carácter genético que aumenta la cantidad de vello en su cuerpo.

—¿Cómo sabes todo eso? —volvió a interrogarle asombrado.

Belle sonrió, satisfecha de haber dado en el blanco y de que su sospecha se hubiese confirmado.

—Durante la carrera estudié un texto que hablaba de la vida de Petrus Gonsalvus, un noble que en el siglo XVII formó parte de la Corte de Enrique II de Francia. Es el caso más relevante y conocido de esa enfermedad.

—Conozco la historia —respondió él—, mi abuela aseguraba que estábamos emparentados con Gonsalvus y que nuestra hipertricosis provenía de él. No lo hemos podido comprobar en nuestro árbol genealógico, pero por un estudio genético que me hice, pienso que no es así.

—Quién sabe —insistió ella—, Petrus se casó con una dama muy hermosa, llamada Catherine y tuvieron varios hijos —le recordó.

Pierre se estremeció al escuchar esto —algo que él también conocía—. Petrus, un fenómeno, había logrado formar una familia en una sociedad más ignorante que la suya.

—Se dice que ese amor inspiró la historia de La Bella y la Bestia —prosiguió Belle, sin comprender que aquel tema dañaba a su interlocutor—, una historia muy bonita.

—Y fantástica —concluyó él con aspereza—, se puede especular mucho sobre la relación de Petrus y Catherine, pero considero que fue un matrimonio por conveniencia y que ella no se enamoró jamás de alguien así. A fin de cuentas, los matrimonios en el siglo XVII solían concertarse por varios motivos y no precisamente por amor.

Belle se quedó en silencio, observándole, no sabía qué decir. Pierre había vuelto a mostrarse distante con ella, frío, es probable que le hubiese molestado con su comentario.

—Lamento si le ofendí en algún momento —se excusó ella—, no fue mi intención hacer algo así, tal vez fui algo torpe al hablar.

—No te preocupes, Isabelle —le contestó mientras se ponía de pie y tomaba su libro en las manos—. Soy consciente de mi fealdad, sin necesidad de que nadie me la recuerde. Ahora, si me lo permites, me marcho a mi habitación a leer este libro de Historia Antigua.

—Pero usted siempre permanece más tiempo en la biblioteca… —razonó Belle—, no quisiera perturbarlo en su rutina.

—Puedes quedarte en la biblioteca si lo deseas —contestó él, dándole la espalda mientras avanzaba hacia la puerta— y así puedes emplear el tiempo en buscar cuentos de hadas para satisfacer tu imaginación. Buenas noches.

El collie siguió los pasos de su dueño y salió también. Isabelle se quedó sola en aquella gigantesca biblioteca con la sensación de haber errado una vez más.

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