Capítulo 7
Isabelle iba a girar el picaporte de la puerta cuando sintió que del otro lado un perro comenzaba a ladrar con fuerza. Se dio tal susto que soltó de inmediato la manija. El perro al parecer podía olerla, pues no cesaba de ladrar; sintió que colocaba sus dos patas delanteras sobre la puerta, intentando abrirla y, en el proceso, arañándola con sus uñas.
Belle estaba como en un trance, fue al sentir la voz de Lagardère cuando comprendió que debía salir corriendo antes que el hombre abriese la puerta y se la encontrara allí, violando lo establecido.
—¿Qué sucede, Pólux? —le dijo su dueño al alterado perro.
Belle reconoció la voz a la perfección, ya le había escuchado ese mismo día, por lo que apresuró el paso y logró atravesar el largo salón de regreso, justo antes de que la puerta se abriera y Pólux le diese caza.
Belle se encerró en su habitación, el corazón quería salírsele del pecho. Había sido muy osada y por su curiosidad a punto estuvo de perder un buen empleo, un lugar que le brindaba la protección suficiente para no enfrentarse a la justicia. Además de ser acusada de asesinato sería considerada también prófuga de la justicia. ¡No podía ser tan imprudente!
Durmió mal, todavía agitada por lo sucedido y atormentada por las posibles consecuencias de su conducta. Para su sorpresa, al día siguiente Valerie no le comentó nada extraño, así que luego de desayunar entró en la biblioteca y se sentó en su puesto de su trabajo. Encima del escritorio había una pequeña mota de pelo rubia, era tan fina que parecía lanugo… ¿Sería del perro? Belle sacudió el escritorio y se puso a trabajar, olvidándose de sus fantasías y tratando de que su jornada fuese provechosa.
A las once de la mañana, Valerie le interrumpió, pues traía un encargo del señor Lagardère:
—Me ha pedido que le localices este libro —le explicó entregándole un pliego de papel.
Belle se estremeció. La caligrafía de Lagardère era preciosa: parecía antigua, por las formas de los trazos y las letras tan bien formadas hechas con una pluma estilográfica, a la vieja usanza.
—¡Qué hermosa letra! —No pudo evitar decirlo.
Valerie sonrió.
—El señor Lagerdère es un hombre muy culto e instruido. Por favor, cuando encuentres el libro búscame en mi despacho, yo se lo haré llegar.
Belle así lo hizo, le había mandado a localizar nada más y nada menos que la Eneida de Virgilio. Buscó en el archivo y logró tomarla de un librero del segundo piso. Después fue a ver a Valerie y se la entregó.
Aquel hecho se repitió en los días siguientes: en la mañana Valerie devolvía el libro anterior y dejaba un nuevo encargo. Belle tomaba en sus manos el papel escrito por el puño y letra del misterioso Lagerdère y buscaba los libros. Sus encargos tenían en común el tratarse de grandes obras de la literatura: solicitó Ulises de James Joyce, La montaña mágica de Thomas Mann, Macbeth de Shakespeare y una biografía de Napoleón Bonaparte. Aquellos días los devoraba durante el día y en la noche, no dejaba de acudir a la biblioteca.
Belle lo sabía pues, si bien no había vuelto a acercarse tanto a la puerta, todas las noches salía de su cuarto, llegaba al salón y veía la luz encendida; luego se devolvía a su habitación, como quien sabe que su curiosidad podía pagarla muy caro.
Ya llevaba una semana en el Castillo y aún no había podido conocer al maniático de su propietario. Sin embargo, aunque podía objetar muchas cosas a su comportamiento incivilizado, no podía negar que le atraía cada vez más aquel hombre desconocido.
No había ningún retrato de él en el Castillo, aunque en una ocasión escuchó decirle a Marié que era joven —tenía treinta y dos años—. ¿Por qué le llamaban entonces señor Lagardère todo el tiempo? Desconocía su nombre de pila, pero de lo que sí estaba convencida era de su vasta cultura.
Algunas de las obras que le pedía también las había leído ella y las admiraba tanto como él. Las que desconocía, en cambio, las tomaba luego de que él terminase con ellas para poder leerlas. Tener en sus manos un libro que él tocó le producía una sensación extraña… Dormir bajo su mismo techo sin jamás haberle visto le inquietaba. ¿Por qué se aferraba tanto a su intimidad? ¿De verdad se trataba de un hombre-lobo, de una bestia? A juzgar por sus hábitos noctámbulos quizás fuese cierto…
Al pensar en esto sonrió, no era posible. Los hombres-lobo no existen. Se trataba de una leyenda tejida alrededor de un hombre misterioso, que no se dejaba ver y que, como constituía un enigma para el resto de los habitantes de Saint Priest, los pobladores hacían alarde de su imaginación pueblerina y adornan su historia, haciéndole pasar por un ser mitológico, que en realidad no existía.
Un día en la mañana, Belle entró en la biblioteca antes de ir a desayunar. Eran las siete y media, pero quería restituir el libro La Metamorfosis, de Franz Kafka, que había leído la noche anterior. El señor Lagardère lo había devuelto por mediación de Valerie el día antes, pero ella no le había colocado en el librero aún, ansiando leerlo. Se tomó la libertad de llevarlo consigo a la habitación, a la misma vez que el misterioso Lagardère debía leer en la biblioteca del Castillo otro de los preciados volúmenes.
Kafka le había encantado, en verdad se trataba de un relato extraordinario, pero tenía miedo de que Valerie pudiese sorprenderla con el libro en las manos y que aquello redundara en un regaño. Belle no sabía si tenía el derecho de abusar de su cargo y tomar un libro para llevárselo a su habitación, por lo que decidió devolverlo antes que se encontrasen en el desayuno.
Entró sigilosa a la biblioteca y avanzó distraída unos metros. Se dirigió a su escritorio para buscar la localización correcta del libro y colocarlo en su mismo sitio. Al voltearse, sus ojos se encontraron con unos ojos azules de tonalidad turquesa, que la miraban amenazantes. Al verlo, el libro se le cayó de las manos y trató de ahogar la expresión de sorpresa que experimentó.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él con voz atronadora.
Belle no atinó a responder. Observó cómo se levantaba del escritorio y caminaba hacia ella. Era Lagardère, era su voz, era un…
—No has podido evitar saciar tu curiosidad, ¿verdad? ¿Querías verme? —le volvió a gritar—. ¿Morías de curiosidad por ver al monstruo?
—Yo no… —Belle comenzó a responder, pero sintió que sus fuerzas menguaban.
No pudo decir nada más, se precipitó al piso y cayó desmayada junto al libro que yacía en el suelo, al igual que ella.
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