Capítulo 3
Al día siguiente, Isabelle preparó una pequeña mochila para huir. Era muy difícil guardar en un espacio tan pequeño toda una vida, pero confiaba en ahorrar el dinero suficiente para regresar y probar su inocencia. Ya no eran los tiempos de enviar prisioneros al Castillo de If, que podía apreciarse aún como una curiosidad histórica desde las costas marsellesas. Sin embargo, al igual que Edmundo Dantés, el mítico personaje de la novela de Dumas, ella era inocente del crimen que se le imputaba. Volvería en algún momento a Marsella, pero no buscaría venganza como el Conde de Montecristo, le bastaba con obtener justicia.
Encerrada en su habitación, colocó algo de ropa: tres pantalones, tres abrigos, unos zapatos cómodos, el álbum de fotografías de su abuela, las joyas, algo de dinero y sus medicamentos para la diabetes. Casi había concluido cuando tocaron a su puerta, la abrió con recelo: era una de las gemelas, Henriette.
—Hola —le dijo su prima con timidez—, quiero hablar contigo.
Isabelle accedió y la hizo pasar. Su mochila ya estaba hecha y por fortuna no llamaba demasiado la atención.
—Quiero darte esto. —Henriette puso en sus manos unos cuantos billetes—. Son mis ahorros. No puedo tomar más de la cuenta común con Helène para no levantar sospechas, pero quería que los tuvieses…
Isabelle se conmovió con tamaño gesto.
—Gracias —le dijo de corazón—, voy a aceptarlo porque los necesito, pero prometo que te lo devolveré.
—No es necesario, yo sé que eres inocente —le contestó su prima llena de convicción.
—¿Cómo estás tan segura? —Isabelle no podía comprender por qué ella, a diferencia de su hermana y de su madre, estaba tan segura de su inocencia.
—Sé que amabas a la abuela y que eres incapaz de lastimar a nadie.
Isabelle le dio un abrazo, no se lo dijo, pero para ella era una despedida y era probable que quizás Henriette lo hubiese adivinado. El dinero no bastaba para pagar los honorarios de Millard, pero al menos le ayudaría a huir.
Una vez que Henriette se marchó, Isabelle se enfrentaba a un gran dilema: sabía a dónde quería marcharse, pero le resultaba difícil descubrir cómo llegar a aquel sitio. Le daba temor que le detuviesen en las estaciones de tren o de autobús o que, incluso logrando escapar, diesen con su paradero de ser reconocida en alguno de esos sitios.
Viajar en su auto era la opción menos recomendable, ya que por la placa podían descubrir que había huido y encontrarla. No le quedaba más remedio entonces que salir a la autopista y rezar porque una buena persona la llevase.
Isabelle se marchó de casa al fin, enfundada en una gabardina negra y con un gorro para la nieve en el que escondió su cabello. Se colocó unos espejuelos oscuros y salió por la puerta de servicio, con sus botas altas de cuero negro. Vestía de una manera distinta a la que acostumbraba, intentando despistar por si alguien la divisaba.
El día había amanecido gris y con mucho frío, las personas se hallaban recogidas en sus casas, por lo que ella pudo caminar con mayor confianza hasta la autopista A7.
Estuvo una hora bajo las frías temperaturas y tiritando, cuando en la distancia vio un transporte de carga que venía en su dirección. Belle le indicó con la mano que se detuviese y tuvo suerte, pues el vehículo aminoró la marcha.
—¿Qué haces aquí con tanto frío? —le preguntó el hombre que iba conduciendo—. ¿Hacia dónde vas?
—Voy a Saint Priest —contestó ella.
—Sube, voy en esa dirección. Descargo allí y me regreso.
Belle subió con su mochila, tenía cierto temor a compartir el viaje con un extraño, pero no le quedaba otro remedio que hacerlo.
Saint Priest la Roche era la comuna donde nació su abuela. Nadie imaginaría que iría para allí pues no quedaba familia alguna en aquel sitio y su tía Charlotte jamás prestaba atención a las remembranzas de su abuela sobre Saint Priest y el Castillo. Solo Isabelle se sentaba con Aurore a escucharle con interés aquellas historias, imaginando el Château y deseando visitarlo.
Aurore no había vuelto. La dama que había acogido a Aurore había muerto cinco años atrás y decían que el Castillo estaba vacío. Aún así, Isabelle quería huir hacia aquel lugar: se hallaba a poco más de trecientos kilómetros de Marsella, y era un pueblo pequeño, montañoso, de menos de doscientos habitantes. ¡Era el lugar perfecto para esconderse! Si allí no le fuese bien, pensaría entonces qué hacer: si huir a Mónaco o a Italia, cercanos a Marsella y emprender una nueva vida.
—¿Vas mucho a Saint Priest? —le preguntó el conductor, sacándola de su ensoñación.
—Voy a visitar a una amiga.
El hombre se rio.
—¡Hace bastante frío para salir así!
El resto del viaje fue en silencio, hasta que tres horas después llegaron a su destino. Por suerte para Isabelle no hubo contratiempos y el hombre que le llevó resultó ser una buena persona.
—¡Buena suerte, muchacha! —Fue la despedida.
La joven se encaminó hasta el Central Hotel de la ciudad y pidió una habitación. La calefacción pronto la hizo sentir mejor, así como la comida que pidió un rato después. No podía quejarse de las condiciones, aunque no podría vivir eternamente en el hotel, gastando sus ahorros sin ganar un centavo.
Los dos días siguientes fueron para ella totalmente improductivos: no pudo recorrer la ciudad, pues hubo un fuerte temporal de invierno y no se podía salir.
El mal tiempo y la soledad le provocaron una profunda ansiedad, que no sabía cómo calmar… El hotel se encontraba prácticamente vacío, casi nadie visitaba a Saint Priest en ese tiempo, pleno invierno. Al cabo de unos minutos, Belle decidió bajar al salón y se sentó en un diván. Una chica se le acercó a preguntarle si deseaba tomar algo.
—Un té, por favor… ¡Espera! —Isabelle le detuvo.
—¿Desea algo más?
—¿Sabes si hay alguna oportunidad de empleo en la ciudad? —preguntó.
—¿Quiere trabajar aquí en Saint Priest? —La joven empleada no se lo creía. Isabelle parecía una turista, no alguien necesitada de empleo y mucho menos en un lugar perdido como aquel.
—Tal vez —respondió Belle.
—Muy bien, enseguida le traigo el diario donde aparecen los clasificados.
La joven regresó con el té y el diario.
—Aquí lo tiene.
—Gracias.
Isabelle abrió el diario local y comenzó a mirar los clasificados, apenas había tres ofertas: empleada doméstica en una casa de la ciudad; un jardinero con experiencia y, por último, ofertaban el puesto de bibliotecaria del Château de la Roche. Requisitos del puesto: tener una titulación, experiencia con los libros y manejo de la computación. La paga era buena y el anuncio decía que la bibliotecaria podía residir en el Castillo, lo que para Isabelle resultaba ser muy conveniente.
El Château le recordaba a su abuela que tanto tiempo trabajó allí… ¿Sería algún tipo de señal? Ella era graduada de Literatura Inglesa y era una lectora voraz. Aquel no parecía un mal empleo.
La chica del hotel regresó para recoger la taza de té vacía.
—¿Se lo ofrece algo más?
—Me gustaría hacerte un par de preguntas —le pidió Belle—, acerca del Château. Aún no he podido ir hacia allá y no lo he visto, mucho menos sabía que estaba habitado. ¿Su propietaria no murió?
La muchacha, que era muy joven, palideció.
—De eso hace algunos años, señorita, pero mi abuela narra que la propietaria que adquirió y remozó el Castillo era muy bondadosa… En cambio, se dice que en el Castillo habita ahora un hombre-lobo, que es su nieto.
La joven hizo la señal de la cruz y se persignó. Isabelle se echó a reír.
—¿Un hombre-lobo? —repitió riendo—.¿Acaso no conocen a su nieto? ¿Nunca lo han visto?
—No, señorita —respondió con voz queda—, nadie lo ha visto y jamás sale del Castillo. Son unos pocos los que afirman que es un demonio, un mismísimo hombre-lobo… —Estaba temblando—. Si yo fuese usted, no me acercaría mucho al Castillo.
—Gracias —atinó a decirle Isabelle mientras la joven se marchaba.
Se quedó sonriendo, pensando en que el hombre-lobo que habitaba el Castillo. ¡Qué tontería! ¡Qué superstición absurda la de aquellos pueblerinos! ¡Los hombres-lobo no existen! ¡Y mucho menos uno que necesite de una bibliotecaria!
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