Capítulo 11

Isabelle se dio un baño de agua caliente y luego se vistió: se decidió por un jean azul y un abrigo de cuello de tortuga de color blanco. Se cepilló el cabello y se miró a los ojos mientras lo hacía: tener una relación tan cercana con su empleador podía traerle algún problema y más tratándose de un hombre como aquel, cuya enfermedad lo había sumido en el ostracismo social.

No podía negar que verle no resultaba agradable en lo más mínimo: era un rostro peludo, en el cual las facciones se perdían tras aquellos vellos largos y finos… Sin embargo, poco a poco se iba acostumbrando a mirarle, por lo general se concentraba en sus ojos o en su sonrisa, que eran hermosos.

El pelo de su rostro, al ser tan rubio, resultaba menos sobrecogedor que el de otros hombres con hipertricosis cuyo cabello es oscuro, otorgándole una impresión casi animal… Pierre, en cambio, parecía un oso de peluche de sedosos cabellos… A pesar de nunca haber acariciado su rostro, Belle tenía la sensación de que eran tan suaves como se imaginaba.

Recordó entonces aquella mota de lanugo que encontró encima de su escritorio y que en un inicio creyó que pertenecía al perro. Ahora comprendía que era el cabello de Pierre. Quizás por curiosidad él se acercó al escritorio que ella ocupaba para echarle un vistazo al trabajo que estaba realizando y una huella de aquella inspección había quedado encima.

Belle despertó de sus pensamientos cuando sintió que tocaban a la puerta: era él. Miró el reloj y eran justo las ocho de la noche, la hora que habían acordado. Dejó el cepillo encima de su cómoda y abrió la puerta.

Lo primero que le llamó la atención fue que Pierre se veía muy elegante: llevaba una chaqueta negra, un sweater de color oro y un pantalón también negro. Cuando lo miró al rostro notó algo distinto: seguía teniendo mucho pelo en él, no se había rasurado, pero se había recortado los vellos más largos, dándose un corte que realzaba su expresión.

Belle pensó en los hombres con barba: los desaliñados que la dejan crecer con pocos cuidados estéticos y los que la recortan y cuidan de tal manera que la barba constituye para ellos un atributo de masculinidad y de elegancia. Cuando conoció a Pierre, él estaba en el primer grupo: sus vellos crecían sin control, sin forma, como un jardín mal cuidado. Ahora, en cambio, estaba distinto: sus vellos cortados, la fragancia de su perfume, la forma en la que se había peinado... Seguía teniendo aquella alfombra de cabello que le cubría por completo, pero sin duda lucía mucho mejor.

Belle le sonrió, pero no dijo nada. No quería avergonzarlo ni hacerle ver que las veces anteriores lo había encontrado más desaliñado. Él debía suponerlo y por eso se había encargado de mejorar su aspecto.

—Buenas noches…

—Buenas noches —le respondió él, un poco nervioso—. ¿Vamos a cenar?

Isabelle le acompañó y salieron al enorme salón de las dos escaleras. Belle jamás había subido al piso superior, pues Valerie se lo había prohibido desde el primer día, tratándose del área privada de Lagardère.

—No conozco esa parte del Castillo —comentó mientras subían por la escalera de la derecha.

—Lo sé, di órdenes de que no te permitiesen subir, sé que a veces puedo resultar un tanto odioso.

Belle le pareció que él sonreía a su lado.
Al llegar, les esperaba un largo corredor decorado con antiguas armaduras de caballeros medievales, espadas colgadas de la pared, escudos, yelmos, algunos retratos antiguos… Belle se quedó ensimismada mientras les observaba, admirando aquel lugar que parecía de ensueño, tomado de un cantar de gesta.

Pierre la condujo hasta una puerta y, abriéndola, le pidió que pasara adelante. Aquella estancia no era tan grande como otras del Castillo, lo cual se agradecía porque brindaba un ambiente más íntimo.

El fuego estaba encendido, brindando un espectáculo agradable. Una mesa para seis comensales se encontraba en el centro: la superficie era de mármol y las patas de madera oscura. El servicio ya estaba colocado para dos personas: en el centro de la mesa Pierre había mandado a colocar un jarrón con flores —había sido bien difícil encontrarlas en pleno invierno, para ello debió pedirle al esposo de Valiere que fuese al pueblo a buscarlas—.

Belle se acercó a la mesa, que estaba montada con exquisitez: vajilla de Limoges de color crema ribeteada en oro, la cubertería de plata y la servilleta de tela, con el escudo del Castillo bordado en dorado. Belle se fijó en el búcaro antiguo con las rosas rojas y en un candelabro de bronce con adornos de cristal.

—¡Qué preciosidad! —exclamó—.¿Normalmente cenas así? —añadió, mirando a Pierre que se hallaba a su lado.

Esa pregunta lo tomó desprevenido, así que balbució un poco antes de responder.

—Solo cuando tengo invitados —contestó.

Belle no dijo nada más. Sabía que Pierre no recibía a nadie en el Castillo, así que todo aquel despliegue de elegancia y buen gusto, había sido para ella.

En una esquina del salón, se encontraba un carrito dorado, que contenía la comida en unos recipientes térmicos.

—He pedido a Marié que se retire —explicó Pierre—, pienso que no es necesario que nadie nos sirva, ¿verdad?

—Por supuesto, podemos hacerlo nosotros mismos —contestó Belle.

Pierre sonrió.

—Puedo yo, que para eso eres mi invitada...

Isabelle tomó asiento y colocó la servilleta sobre sus piernas mientras Pierre le servía la sopa. Estaba humeante y deliciosa, perfecta para aquella noche invernal.

—Me sigue sorprendiendo cómo una persona de tu calificación está trabajando en una biblioteca privada, haciendo un trabajo por debajo de sus posibilidades.

—No me puedo quejar —respondió Belle con una sonrisa—, me gusta el Castillo y pagas bien.

Pierre sonrió también. No podía explicarse por qué ella le agradaba tanto.

—Valerie me narró tu historia. Sé que tu abuela murió y que era de la región, viniste buscando consuelo.

—Así es, estoy sola en el mundo —contestó ella con pesar—, no me queda nadie que me estime o quiera de verdad. Mi abuela era el centro de mi universo y ya no está…

—Tenemos una situación parecida entonces —le confesó él—. También era muy apegado a la mía y no tengo más familia. Al igual que tú, perdí a mis padres siendo muy joven.

—Siento escuchar eso, la soledad a veces pesa demasiado.

—Ya me he acostumbrado a estar solo —respondió con sencillez—, es un alivio estarlo.

Belle negó con la cabeza.

—Si me permites decirlo, pienso que eres demasiado severo contigo mismo. El Castillo es un buen lugar para esconderse, pero no para siempre.

—Lo dices como si también te estuvieras escondiendo… —insinuó él.

—Puede ser —se atrevió a admitir Belle.

—Por lo que también te irás en algún momento… —le precisó.

Belle no había pensado en marcharse, pero se quedó unos segundos pensando en el asunto. No tenía a dónde ir y de salir de allí se exponía a caer presa. Su plan era ahorrar dinero para contratar un buen abogado y lograr probar su inocencia, pero desconocía el tiempo que demoraría en lograr su propósito.

—Supongo que en algún momento habré de marcharme, pero no me parece que sea pronto —contestó—, a no ser que me despidan…

Pierre se echó a reír. Era la primera vez que ella le veía así, por lo que una sensación de alegría le invadió, sabiendo que era capaz de hacer salir al exterior esa parte de él.

—No pienso despedirte —le aseguró—, en cambio, voy a servir el primer plato ahora que ambos terminamos con la sopa.

Pierre colocó frente a ellos una parrilla eléctrica y encima un tazón con queso derretido. En los platos sirvió papas cocidas. Aquel era el típico plato reclette, de origen suizo, parecido al fondue. El queso estaba delicioso, y Belle comió en silencio hasta que se terminó el último trocito de papa.

—Eres una persona muy culta —le dijo Belle de pronto—, y es evidente que parte de esa cultura las obtenido de manera autodidacta. Uno puede formarse una opinión sobre otra persona nada más que por los libros que lee y en este caso, tus solicitudes y tu gusto literario aumentaron la curiosidad que tenía por conocerte. Aquel día que te vi por primera vez fue un accidente, pero tenía muchos deseos de saber quién eras.

—¿No fue por lo que te dijeron en el pueblo sobre mí? —preguntó sombrío.

Ella negó con la cabeza.

—Puede que en parte —admitió—. El no haberte visto nunca alimentó un poco esa fantasía, pero fueron tu gusto literario y tu caligrafía, los que aumentaron ese deseo de conocerte. Si no fuese porque escuché decir que tienes poco más de treinta años, hubiese pensado que eras una persona mayor.

—Soy anticuado en muchos sentidos y vivo como un ermitaño, sin duda lo único de mí que puede catalogarse de joven es la edad que aparece en mi cédula de identidad.

—¡Qué dices! —exclamó ella—. ¿Acaso te parece que tengas la figura de un anciano?

—No  —contestó él sin inmutarse—, pero el vello esconde mi rostro de la misma manera que las arrugas lo hacen con el rostro de los viejos.

—Le das más importancia a tu enfermedad de la que deberías. Piensas en ello todo el tiempo y la vida te ha sonreído en muchos aspectos.

—¿Eso crees? —preguntó él, desafiante.

Belle no se percató de que aquella era una conversación peligrosa.

—Por supuesto, eres culto, inteligente, al parecer rico, tienes un hogar maravilloso y sobre todo libertad para salir y ver el mundo… En cambio, permaneces aquí, perdido, ajeno, pudiendo hacer tantas cosas… No imaginas lo que significa poder tener libertad.

Ella hablaba desde su experiencia, ya que había huido de Marsella para no enfrentarse a la prisión.

—Isabelle —respondió él en un tono de voz más alto—, crees saber mucho de mí, pero no es así. ¿Sabes lo que se siente ser discriminado o humillado? Cuando algo es tan importante en tu vida, como lo es esto, créeme que debes pensar en ello todo el tiempo, porque condiciona tu existencia, determina si se burlan de ti o no, si te puede amar alguien o no, si puedes ir al cine o a la playa sin que te vean como a un monstruo. Créeme, no sabes lo que es eso…

A Belle le ardían las mejillas, le molestaba aquella manera de autocompadecerse.

—Puedo intentar entenderlo, pero no creo que eso sea suficiente para encerrarse aquí y desaparecer del mundo. Hay muchas cosas que pudieses hacer y muchas personas que podrían quererte y…

Pierre se levantó de la mesa muy irritado.

—No sabes lo que estás diciendo.

Belle se levantó también, estaba molesta por el cariz que había tomado la conversación.

—¿Crees que mi vida es perfecta solo porque no soy…? —Belle se detuvo.

—Dilo.

Ella se quedó callada.

—¿Una bestia? —le sugirió él casi gritando.

—Iba a decir como tú —respondió Belle en voz baja—, pero cualquier cosa que diga la vas a malinterpretar, y no tiene sentido que permanezca aquí discutiendo sobre esto.

Belle dejó la servilleta sobre la mesa.

—Buenas noches —le dijo mientras desaparecía de la habitación con el corazón agitado.

No habían terminado de cenar y las cosas se habían salido de control en un instante. Belle se sentía impotente, tenía la necesidad de demostrarle que él era una persona como cualquier otra y aunque estuviese en lo cierto, no sabía si acercarse tanto a él fuese una decisión acertada.

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