Capítulo 1

Marsella, Francia, enero de 2000.

Isabelle salía al fin del Palacio de Justicia de Marsella en la Plaza Monyton, acompañada por su abogado, el señor Millard, luego de haber pasado cuarenta y ocho interminables horas en la cárcel y de comparecer ante el Tribunal para fijar su fianza.

El Palacio de Justicia era un hermoso edificio decimonónico de color blanco. Seis columnas de orden jónico sostenían la imponente entrada que, en otro momento, a Isabelle le resultaba digna de admirar. Ahora, en cambio, se sentía hastiada de las injusticias que podían llevar a una persona inocente como ella, a la cárcel.

Avanzaba en silencio junto a su abogado, un hombre alto de más de sesenta años con un traje azul hecho a la medida. La posición de abogado defensor podía ser muy lucrativa -pensó Belle-, ya que los honorarios de Millard estaban agotando sus ahorros. Pasaron frente a la inmensa fuente de color azul pálido que parecía una piscina y que se hallaba justo al frente del Palacio de Justicia.

Hacía frío, pero era una mañana de sol preciosa, curioso contraste con su estado de ánimo que distaba mucho de la luminosidad. Dejaron atrás las turquesas aguas de la fuente y los árboles del jardín, hasta que llegaron al Mercedes negro de su abogado, estacionado en la calle.

El señor Millard condujo en silencio, hasta llegar a un café cercano, modesto y poco concurrido, donde se sentaron para conversar tranquilos y tomar una taza de café. Millard tuvo la deferencia de invitar a su clienta a un par de bocadillos también, pues sabía que la comida de la cárcel no se caracterizaba por ser buena.
Belle se recuperó un poco y comió. Luego miró a su abogado, sabiendo que lo que seguiría sería trascendental.

—Bien —inició Millard—, ya estás fuera gracias al recurso que interpuse y a la fianza que pagaste, pero me temo que esto solo sea dilatar el asunto.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó ella, ansiosa—. ¿Tiene miedo de perder mi caso?

—Yo la defenderé en el Tribunal, señorita Chapelle, como hago con todos mis clientes, pero mi deber es también hablarle con toda claridad.

Belle asintió, en silencio, preparada para escucharle.

—Su difunta abuela era una mujer querida —comenzó—. No hay motivos para suponer que otra persona haya deseado matarle y usted fue la última que le vio con vida, eso complejiza un poco las cosas. El resto de su familia se hallaba fuera de la ciudad esa noche y tienen una coartada verificada. En cambio, usted no tiene ninguna, y eso la coloca como principal sospechosa. Estuvo en casa esa noche sola, con su abuela, y al día siguiente esta amaneció muerta por una sobredosis de insulina. Solo usted y su abuela eran diabéticas y usted era quien le inyectaba... Sus huellas fueron halladas en la jeringuilla que se utilizó para el crimen y que apareció en la basura...

—¡Sí, pero yo no la maté! —exclamó Belle alterada—. Adoraba a mi abuela y soy incapaz de hacer algo así...

—Sin embargo, señorita Chapelle, me temo que no pueda convencer al Tribunal a su favor, pues las evidencias le incriminan. Yo he podido apelar a que usted es una profesional, con residencia fija y que no va a huir de la justicia para que le otorgaran la fianza, pero le advierto que no le ofrezco garantía alguna de que sea absuelta.

Belle sentía que la tierra se abría bajo sus pies y se la tragaba con silla y todo... Estaba desesperada, sola en este proceso, y no sabía qué hacer.

—Yo no maté a mi abuela —aseguró—, ella era la única persona que me quería de verdad y que me educó cuando quedé huérfana a los dos años, esto debe contar para el Tribunal, ¿no cree?

—Puede que el Tribunal la juzgue más severamente si cree que es culpable y que traicionó a una abuela a la que le debe tanto. No se fíe de los sentimientos, señorita Chapelle, el Tribunal cree en hechos, pruebas, y las evidencias están en su contra.

—¿Y por qué van a pensar que asesiné a mi abuela? —preguntó—. ¿Quién puede creer algo tan espantoso?

—El motivo de siempre, señorita Chapelle —contestó el abogado sin inmutarse, encogiéndose de hombros—, por dinero. Usted es heredera de su abuela junto a su tía Charlotte y pueden decir que, urgida de obtener pronto su fortuna, adelantó la muerte de su abuela pensando que nadie sospecharía, tratándose de una anciana de casi ochenta años y enferma. Olvida que le vieron discutir públicamente con su abuela dos días antes, y que la cordial relación que aparentaba tener con la difunta quizás no lo fuese tanto.

—Más que mi abogado parece usted la acusación —le comentó Belle mordaz.

—Ese es mi trabajo, exponerle la situación real y que no se confíe ni exija de mí lo imposible. Voy a darle un consejo, señorita Chapelle: búsquese a alguien que le ayude económicamente; sé que adelantó ya parte de mis honorarios, pero queda mucho aún por depositar en mi cuenta hasta el juicio y me temo que luego de pagar la fianza, cuenta usted con muy pocos recursos a su haber. Si pretende que la represente en el Tribunal y haga mi mejor papel, le recomiendo que busque a alguien que pueda prestarle ese dinero; de lo contrario lamento decir que no podré seguir con su caso y el Estado deberá proporcionarle un defensor público.

Belle se sintió aún más abrumada con estas noticias, debía encontrar dinero rápido o no sabía qué podría ser de su vida.

—Muy bien —contestó—. Eso haré.

—Recuerde que no puede salir de la ciudad —añadió el abogado—. Intente no perder la libertad que todavía posee.

Millard era uno de los mejores abogados de Marsella, por eso se permitía hablar de forma tan poco considerada. Isabelle le necesitaba para tener un poco más de probabilidades de ganar ese juicio, pero sin duda estas estaban en su contra.

—Y algo más —dijo mirándole a los ojos—, aunque sea heredera de su abuela por testamento, si se comprueba que usted le asesinó, perderá su herencia. Como debe saber, atentar contra la vida del causante es causal de nulidad de la institución de heredero. Así que, en el peor de los escenarios, terminará presa y pobre, señorita Chapelle.

Belle se levantó de la mesa, no podía continuar escuchándole.

—Voy a conseguir el dinero y a probar mi inocencia, señor Millard.

—Perfecto. —Se levantó también—. La dejaré en su casa y luego hablaremos con más calma de su situación. Imagino que deba estar necesitada de un buen baño.

Millard la miró de arriba abajo sin escrúpulos: Isabelle era una mujer muy hermosa, tenía casi treinta años de edad, era alta y muy delgada, de cabello castaño abundante, que la caía por la espalda. Sus pómulos eran pronunciados, sus ojos de un verde oscuro y sus labios carnosos y rosados.

Millard la consideraba preciosa, quizás si la presionaba lo suficiente, Belle accedería a convertirse en su amante para saldar su deuda. Quizás de esta manera él pudiese divertirse un poco...

—¿Sabes que eres muy hermosa? —le preguntó con voz queda.

Isabelle se sonrojó. Millard podría ser su padre y aquel comentario no era para nada profesional.

—¿Me lleva a casa o tomo un taxi? —le contestó con aspereza.

—Vamos —dijo él, saliendo a regañadientes del café—, pero estoy convencido de que pronto comprenderás cuán desesperada es tu situación...

Isabelle no añadió nada más, lo más conveniente era buscarse otro abogado, pero Millard era el mejor y ella no tenía ni tiempo ni mucho menos dinero para buscarse a otro.

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