8: El susurro del pasado

A veces, hay más información en las mentiras que en las verdades. Solo los mentiroso te revelan sus motivos para temerle a la honestidad

—¿Por qué te odia tanto? —había preguntado Aura a su esposo aquel día, el peor día de sus vidas.

Se encontraba frente a la casa de los Fuentealba, sentada en el pórtico encharcado con una gotera del techo cayendo directo sobre su cabeza. El humo de Casa Uno se había vuelto, negro, espeso, imposible de digerir; igual que el alma de Aura conforme el tiempo pasaba con su hija todavía en peligro.

Un hombre fuera de la comisaría le aconsejó que pidiera hablar con los niños Fuentealba, que ellos le darían la respuesta, pero los padres se estaban tardando más de lo que parecía necesario en buscar a los pequeños para que le dieran la cara.

—Amor, prométeme que no pensarás mal de mí por lo que te voy a contar. —Volvió a escuchar la voz de su esposo de hace 16 años, volvió a mirarlo frente a ella aunque no debería estar ahí—. Necesito solo eso.

—Nunca —Aura le tomó a las manos a su amado, al objeto de su devoción, a su salvador—. Yo jamás podría pensar mal de ti.

—Y por eso te amo, cariño. Con mi vida. Pero no soy perfecto. Desgraciadamente, no. Y mi único error… eres tú.

—¿Yo?

—Sí, mi amor. Tú. Cuando te conocí quedé ciego ante tu hermosura, no había visto cabello más rubio, ojos más azules, mejillas tan sonrosadas. Llegaste a ser el sol de mi mundo de lluvia, y quedé deslumbrado por lo mucho que iluminaba tu sonrisa. Te amé, mi Aura, te amé en ese mismo instante. Y ese fue mi pecado.

—¿Cómo puedes lamentar amarme? —preguntó la mujer enamorada con la voz herida.

—Porque para ese entonces alguien ya me amaba.

—Maléfica.

Esteban asintió.

—Ella era mayor, pero yo… ya sabes, tenía necesidades. No esperé que ella se enamorara. Se ilusionó conmigo a tal punto que… Temí contarle lo nuestro, de verdad lo temí. Imagino que nadie nunca se fijó en ella, que no la habían tocado en muchos años. Y cuando sintió mis caricias necesitadas, las confundió con afecto. Se inventó un romance, yo mantenía lo nuestro en secreto y eso solo la alentó. Pensó que si me escabullía por ella era porque la amaba. Yo… lo intenté, mi amor. No sabía de qué otra forma demostrarle que era solo… ya sabes. Físico. Pero me daba tanto miedo que temí ser directo. La dejé creer, y luego apareciste tú. Se enteró cuando ya estábamos casados.

—No puede ser…

—Lo siento, sé que debes creer que soy el peor hombre del planeta.

—No, no. Jamás. —Esta vez fue ella quien tomó sus manos—. Tenías miedo, es comprensible. Si tenías miedo es porque viste señales de lo que ella acaba de demostrar. Que es una bruja, que está loca. Te enamoraste de verdad y en el amor no se manda. Tú no tienes culpa de nada, ¿está bien? De nada.

—Eres el amor de mi vida, Aura.

—Y tú el mío, Esteban. Conseguiremos resolver esto, ya lo verás.

Volvió al presente con ganas de vomitar. Se le hacía desconocida aquella mujer, ajenas esas palabras. ¿En qué pensaba? ¿Quién era ahora entonces y en qué se había convertido? Incapaz de sentir más que emociones de un gris tan tóxico e impenetrable que el humo que cubría el techo de Casa Uno a pesar de la tormenta.

Se levantó, cansada de seguir esperando, y golpeó la puerta con apremio y autoridad. Solo entonces salió el señor Fuentealba, el rostro colorado de disgusto y el pecho tenso al contener las cosas que en realidad quería decir.

—Señora, será mejor que se vaya. Mi familia no quiere problemas, deje que su esposo se encargue de todo y vuelva a casa.

—¿Qué pasa? ¿Dónde están sus hijos?

—Mis hijos no hablarán con usted, ni ellos ni yo. Toda la comunidad le tiene mucho respeto a su familia, hable con cualquier otro, pero a mi familia no la moleste más.

Y le cerró la puerta en la cara.

—Maldito bastardo...

Aura reaccionó golpeando la puerta con odio, una y otra vez, una y otra vez, insistiendo como la lluvia contra las ventanas de los Laremses.

Si tan solo hubiese visto lo que yo detrás de la puerta, a los niños que temblaban sentados en el suelo con el corazón martillando más fuerte que la puerta, al padre haciendo señas que retificaban su orden de no abrir pasara lo que pasara, recogiendo una vela de la mesa y llevándosela al encierro de su cuarto; si lo hubiera visto, tal vez habría entendido lo inútil de su acción y hubiese desistido antes de empezar a pegar gritos de súplica, llorando.

Solo se detuvo cuando su criada, Anaís Gris, la vio a lo lejos y corrió hacia ella.

—Mi señora, no insista más. Los Fuentealba tienen miedo de que su marido presente cargos contra ellos, no le dirán nada. Yo... yo la puedo ayudar.

—¿Ya sabes qué significa la amenaza de Maléfica?

La criada asintió.

—Mejor hablamos en otro lugar, yo le contaré dónde está su hija.

Nota:
Dejen sus teorías de lo que creen que le contará la criada a Aura

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