5: Descúbreme en lo oscuro
No me busques en la luz,
dicen más de mí las sombras
Aura sabía a lo que se atenía, si su marido la dejaba perdería todo. Se enamoró joven pese a que él e llevaba muchos años. Apenas había estudiado lo básico, renunció a la universidad porque no necesitaría trabajar nunca más en su vida, no con Esteban como su sustento.
Los primeros años fueron más que hermosos, fueron un sueño.
Ella era la hija perfecta de un cómodo matrimonio infeliz que le exigía demasiado, Esteban era el escape a todo eso. Nunca le faltó nada, o eso creyó, hasta comprender que en realidad nada tenía, y que mientras más tiempo se quedaba disfrutando de lo ajeno, más dependiente sería. Se dio cuenta de que no tenía nada en la primera pelea, cuando consideró huir. Ese día lo vio todo muy claro.
¿A dónde iría? Sus padres la repudiaron, no tenía un techo propio, ni ingresos con los cuales sobrevivir, y ni uno solo de los hermosos vestidos que ostentaba y presumía le pertenecía en realidad. Estaba condenada a amar a Esteban hasta que descubriera cómo vivir con él.
Y ese día, cuando al fin sacó de sí todo lo que contuvo por años, al empujar a su marido contra el carruaje, correr al interior de la prisión que compartían y cerrarle la puerta en la cara, se preguntó, ¿cuánto más podría resistir en esa lucha si las únicas armas que tenía a la mano ni siquiera eran suyas sino de su enemigo?
La opción que le quedaba era ser más rápida que él.
Esteban con toda seguridad ya se habría ido a buscar autoridades que la sacaran de su propiedad, solo era cuestión de tiempo para descubrir si cuando eso sucediera optaría por hablar e intentar arreglar las cosas, o si se habría cansado en definitiva de su problemática mujer y la echaría a la calle pese a la amenaza que corría su hija.
Aura debería saber qué opción tomaría él, después de tantos años de matrimonio debería conocerlo, pero no era el caso. No lo conocía porque siempre fue consciente de que no podría dejarlo, y era preferible no saber quién era en realidad debido a que existía la posibilidad de que esa persona no le gustara; idealizarlo y justificar sus faltas era lo mejor que podía hacer dada su situación.
No había más que pensar, su hija no necesitaba conjeturas sino acciones, de preferencia efectivas y no vagos intentos.
Avanzó por la casa con las manos pegadas a las paredes como si así pudiera evitar que el mundo le cayera encima, percibía cómo vibraban en consecuencia a la tormenta que afuera empezó a derramarse de mi cielo.
La casa estaba en penumbras pese a la hora temprana, no había sol sino el más turbio de los grises, llevándose todo atisbo de claridad. Así que a Aura le tocó caminar acompañada de las sombras proyectadas por las flamas de los candelabros que plagaban su hogar. En algunos pasillos apenas tenía algunas velas encendidas, tan inútiles que solo servían para intensificar la oscuridad de los puntos que no alcanzaban.
Llegó al cuarto que compartían las trillizas, sus criadas, e irrumpió en el sin siquiera preocuparse por tocar la puerta.
Vacío.
Eran muy reducidas las circunstancias por las cuales alguna de ellas se encontraría fuera de Casa Uno, era todavía más improbable que estuvieran ausentes las tres. Si antes Aura estaba preocupada, de pronto comenzó a sentir un crudo y pesado horror.
Justo entonces escuchó golpes en la puerta principal. Él. Estaba de regreso y con refuerzos para sacarla por las buenas o por las malas. O al menos eso pensó ella.
Sin las criadas cerca, con su hija amenazada y con el acecho de sus sombras lo menos que quería Aura era permanecer en aquella prisión, así que no dudó en entregarse si eso la lanzaba a la calle y la obligaba a avanzar.
Sin embargo, al abrir la puerta sus ojos no hallaron el mentón cuadrado, rostro de sonrisa amigable aunque ya arrugada, ojos chispeantes con profundas líneas de expresión, ni el corte cuidado a pesar de las múltiples canas que siempre llevaba su marido. El rostro que consiguió al otro lado de la puerta ni siquiera era el de un hombre, tal vez ni el de un humano.
—Maléfica.
Por primera vez desde que la anciana se internó en el pueblo se le vio con el rostro en alto, y solo para que sus ojos lechosos conectaran con las cascadas de la madre devastada frente a ella.
—Eso dicen —respondió con voz trémula y rasposa, como si las cuerdas vocales por las que transitó antes de salir estuviesen oxidada por la falta de uso.
—Bruja maldita…
Aura tomó a la intrusa por el vestido que goteaba toda la tormenta que consumió en el camino, la arrastró al interior de la casa y cerró la puerta para que nadie se interpusiera en lo que estaba a punto de hacer.
La anciana ni siquiera forcejeó mientras la delicada madre barría el piso con ella hasta llevarla a mitad de la sala.
En cuanto Aura alcanzó el primer candelabro fue como si una fuerza externa, o tal vez la ponzoña de un odio interior, se apoderara de sus ojos. Las manos le temblaban alrededor de la vela que aferraba, pero no porque pensara detenerse, sino porque tenía tantas ganas de proceder que quería prolongar el momento.
—No te pido que pares por mí —balbuceó la anciana en el suelo mientras intentaba incorporarse con dificultad—, te pido que lo reconsideres por ti misma. Un peso en la consciencia es una tortura bastante grande para los que no saben de malas intenciones. Tú no eres…
—¡Cállate, bruja!
Aura arrojó el candelabro pero tal fue la ira que impulsó su acción que no le atinó a la anciana sino a la pared detrás. La cera chorreó en largos dedos hasta el piso, y la llama, que si bien no penetraba la madera todavía, ya se extendía consumiendo todo el papel decorativo como si estuviese hecho de humo.
—No quiero escuchar ni uno solo de tus embrujos. Solo hay una cosa que quiero escuchar salir de tu boca y si no hablas de inmediato, yo…
Arrancó una vela de otro candelabro y se agachó junto a la raíz de todos sus males. Le arrancó el velo negro y lo lanzó a las llamas que se extendían por la habitación como enormes brazos arrulladores. El calor ya se sentía en la piel, en los vellos, pero nada ardía más que la sed de esa madre desesperada.
Agarrando a Maléfica por el enredado cabello la acercó hasta sí misma y dejó que la cera caliente le chorreara por la frente con la llama muy cerca de su piel, tanta que en medio de su oscilante baile varias veces llegó a besarla.
La anciana ahogó un grito apretando labios y párpados con igual fuerza, emitiendo gruñidos que parecían ir de afuera hacia dentro. Su pecho se movía de forma salvaje, mas sus manos permanecían cerradas con firmeza, el único signo de su resistencia.
—Fuiste muy estúpida al venir aquí.
—Fui lo que tú nunca fuiste. Valiente.
Como consecuencia a esas palabras, Aura sintió un nuevo arrebato de cólera que casi la llevó a penetrar la oreja de la anciana con la vela encendida, no obstante, se contuvo. No iba a arriesgarse a perder la única oportunidad que le quedaba de salvar a su hija.
—Te voy a hacer un par de preguntas, si tus respuestas no me gustan… —Acercó la llama de la vela a una de las cejas de la anciana—. Ya sabes lo que procede.
—Hazlo de una vez, porque las respuestas que buscas yo no las tengo.
Viéndola así, una mujer arrugada y débil, con la voz rasposa, con dificultad para respirar y un pulso bastante dañado, Aura casi sustituyó su odio por la lástima. Casi, porque con solo recordar lo que era ella en realidad se le pasaba cualquier atisbo de misericordia.
—Dónde está mi hija, Maléfica. No juegues. —Las llamas crepitaban a su alrededor con más estrépito. Pronto ambas quedarían sepultadas en los escombros de Casa Uno si no se daban prisa—. Dímelo, por favor. Te lo ruego. Te lo suplico.
Se arrodilló. Tiró la vela a un lado, ni siquiera la vio aterrizar en el mueble contiguo y encender la tela que lo recubría.
—Tu odio hacia mí es injustificable, yo no hice nada. Yo no tenía ningún compromiso, y lo amé sin saber que alguien ya lo amaba. No puedes… —La voz de Aura se quebró—. No puedes castigarme por sus pecados.
—Es tu odio hacia mí el que no se justifica. Yo a ti no te odio, ni mi odio hacia él fue por haberte amado.
—¿Entonces…?
—Tu hija está en poder de la policía. Que sean ellos quienes te cuenten lo que le pasó porque yo no sé mucho más.
—¿Qué? ¿Está viva? ¿No le has hecho nada?
—Me voy de aquí, Aura, no es a ti a quien vine a ver.
—No puedes irte ahora —La madre la aferró del brazo—. Iremos las dos a la comisaría.
—Me temo que no. Y yo que tú… me daría prisa.
Una bofetada de Aura la silenció.
—Arderás en el infierno, bruja.
—Lo sé. Pero no me iré sola.
La madre, sintiendo ya las llamas arroparla, consciente de que perdía su tiempo desperdigando veneno mientras su hija la necesitaba, dejó a Maléfica cojear en medio del incendio mientras ella emprendía el viaje a toda prisa a la comisaría.
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Nota:
¿Cómo van esas teorías, detectives?
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