Batalla en la sala de profesores:
La profesora McGonagall recordó su mala, muy mala, idea de redecorar su despacho. Había empezado con una necesidad. La cuestión era que el resplandor del sol del mediodía, que entraba de lleno por la amplia ventana, daba en su escritorio y le molestaba en los ojos cada vez que tenía que usar la pluma. Entonces decidió poner cortinas y así también darle un aire más cálido al lugar. Sin embargo, desde que las compró vía lechuza todos se habían opuesto.
Primero que nada, los otros directores expresaron su opinión sobre las cortinas demasiado francamente y eso ofendió mucho a la profesora McGonagall. El problema era que todos los retratados, poniéndose de acuerdo por primera vez en algo, dijeron que las cortinas eran horrendas y de muy mal gusto. Eran de un color arena con sutiles rayas grises estampadas en él... Demasiado diferente (un tanto náutico) para muchos, que les gustaba la sobriedad y el ambiente clásico que le dio el profesor Dumbledore al lugar, y que mantuvo el profesor Snape.
Y no sólo fueron las cortinas... la profesora compró cojines de un estampado escocés y los repartió por todos lados.
— Pero Minerva, no combinan con nada —dijo Dilys con los ojos como platos y una nada disimulada expresión de asco.
La mujer la ignoró, estaba cansada de tener que lidiar con todos ellos cada vez que hacía algo. ¡¿Cortinas náuticas?! ¿Quién podría haber pensado en algo así? La profesora McGonagall nunca había estado cerca del mar... También compró cuadros y colocó plantas decorativas por todos lados.
— ¡Esto ya parece un maldito invernadero! —comentó Fortescue, de muy mal humor. Una de las exóticas plantas de grandes flores naranja estaba al lado de su cuadro y le había causado una picazón en la nariz muy molesta.
— Tú tienes... suerte de no ser alérgico... a ellas —dijo Phineas entrecortadamente, mientras estornudaba.
— No estés tan seguro —le respondió Fortescue, rascándose la nariz—. ¿Minerva puedes retirarla de aquí?
La profesora se dio vuelta y lo miró. El hombre le señalaba la planta que había cerca de su cuadro.
— No —dijo simplemente.
— Pe... pero... —tartamudeó Fortescue, muy sorprendido.
— No discutas, Déxter. Minerva tiene derecho a redecorar el lugar como más le guste —intervino Dumbledore, benévolamente.
— Gracias, Albus —dijo McGonagall, sonriendo.
— Pero no debes exagerar... Estas horrendas plantas nos están matando a todos —expresó Dumbledore con sinceridad. La sonrisa de la profesora se borró.
— Aggggg —se enojó la mujer y acto seguido salió del lugar.
Y al anochecer todo era peor, porque la profesora McGonagall no había tenido mejor idea que colgar un cuadro con un enorme perro negro, que se despertaba por cualquier ruido y comenzaba a ladrar despertando a todos los directores que dormían allí. Aparte que cuando lograban que se callara y que se durmiera, el bicho enorme gruñía en sueños, haciendo que fuera muy difícil conciliar el sueño.
Nadie se había animado a acercarse al animal para calmarlo, porque tenía una cara de malas pulgas que espantaba.
— Phineas ve y calla al maldito animal, tú que estás cerca —dijo el profesor Snape con molestia, una de esas noches.
— ¡Estás Loco, Snape! ¡Me va a morder! —dijo Phineas horrorizado.
Miraba hacia el cuadro de al lado con temor, estaba a punto de colapsar, como si esperara que el perro apareciera en su cuadro de un momento a otro.
— ¡Cállate, Bronco, era una lechuza! —le gritó Dilys al perro, desde el otro lado de la habitación, pero este seguía ladrando furioso y con los pelos todos parados.
— Albus, ve tú —le ordenó Snape a Dumbledore.
Dumbledore le respondió con un ronquido...
— ¿Cómo demonios hace para dormir con tanto ruido? —susurró Snape sorprendido, al ver que Dumbledore roncaba escandalosamente con un hilillo de baba cayendo de su boca.
— ¡Ahhhhh! ¡Callen a ese perro! —exclamó de pronto el profesor Dippet.
— ¡Ve y cállalo tú! —dijo el profesor Snape.
— ¡No me des órdenes, Snape! —dijo Dippet y no se movió, miraba al perro de reojo y con temor.
— Agggg, ¡son todos unos cobardes! Voy yo.... —dijo el profesor Snape, se arremangó las mangas de la túnica y desapareció de su cuadro.
Pero cuando Snape se había aparecido en el cuadro del perro intentando calmarlo, este se asustó y lo correteó por todo el colegio, desde el séptimo piso hasta el primero, tratando de morderlo mientras que el pobre profesor gritaba ¡Auxilio! ¡Auxilio!... Después de eso, nadie se atrevió a acercarse al perro.
Al otro día se quejaron todos con la profesora McGonagall, armando un buen barullo pero fue en vano porque a la profesora le gustaba mucho ese cuadro y decía que el perro era muy mono, muy bonito, y no quería deshacerse de él.
— ¿Cómo está hoy mi chiquito? Haayy que bonitoo, que bonitoooo —le decía la mujer al perro, que daba vueltas sobre sí mismo de felicidad mientras movía la cola. La profesora parecía encantada con él y siempre le hablaba.
Los directores retratados la miraban estupefactos y sin poder creerlo. "¿Chiquito? ¡Pero si parece un caballo!" Pensaba el profesor Snape exasperado, mientras tomaba su capa negra, que estaba desgarrada donde el perro lo había mordido la noche anterior.
Pero estos inconvenientes no habían sido nada comparado con la noticia que les traía la mujer. Ese mismo día colgó las cortinas, para disgusto de todos, y tuvo que descolgar dos cuadros porque no cabían allí. El problema era que no había lugar en ningún lado y la mujer se negaba a sacar sus plantas y a descolgar el cuadro del perro. Entonces decidió trasladar unos cuadros a la sala de profesores. Nunca se imaginó que se fueran a ofender por eso.
— Tendré que trasladar a algunos de ellos, Filch —le dijo la profesora McGonagall al celador, que había ido a colgar las cortinas.
— ¿A dónde, profesora? —dijo Filch.
— Mmmmm, creo que estarán bien en la sala de profesores —dijo la mujer mirando los retratos y decidiendo a cual sacar de allí.
De más está explicar la cara que pusieron los retratados directores. Parecían no sólo ofendidos sino horrorizados. Todos se daban cuenta de que trasladarían a los menos valiosos, o así pensaban ellos.
La verdad era que la profesora pensaba en cual de esos cuadros le había traído más problemas. Pero el asunto era que últimamente todos los cuadros le habían acarreado muchos problemas.
— ¿Cuál quiere que traslade, profesora? —dijo Filch con una sonrisa maliciosa mirando a los personajes que estaban horrorizados.
— Mmmmmm, al profesor Dippet y al profesor Fortescue —dijo la mujer con un suspiro.
Casi de inmediato ambos personajes comenzaron a quejarse furiosos y humillados, pero McGonagall apenas les prestó atención. Fortescue la tenía harta con sus continuas explosiones de mal humor que le amargaban la mañana y Dippet nunca quería colaborar en nada y siempre se hacía el sordo cuando ella lo mandaba a hacer algo.
— Muy bien pensado, Minerva —intervino el profesor Snape, con malicia. Estaba con los brazos cruzados y se apoyaba sobre su hermoso marco dorado.
Todos los retratos lo miraron con desprecio.
— Tú también irás con ellos, Severus —dijo McGonagall con el ceño fruncido. Snape desde que había llegado le había causado problemas, uno tras otro...
— ¡¡Qué!! —exclamó sorprendido Snape.
Dilys comenzó a reírse a las carcajadas.
— ¡Eso te pasa por abriboca, Snape! —dijo la mujer entre risas burlescas.
— ¡No te burles o verás! —dijo furioso Snape.
— Baaaaaa, ¡tonterías! —se burló Dilys.
La profesora McGonagall los miró, moviendo la cabeza de un lado a otro.
— Y tú también, Dilys —concluyó la directora.
— ¡Pero... pe... pero...! —tartamudeó horrorizada—. ¡Yo soy más valiosa que ellos!
Los demás retratados le contestaron de muy mal humor, casi furiosos. McGonagall en cambio la ignoró. Dilys la tenía harta con sus continuos y molestos comentarios sobre la decoración del lugar, que la habían ofendido mucho. Así que allí quedó todo, Filch descolgó los cuatro cuadros y los trasladó a la Sala de Profesores. Fue un tremendo error.
A Dilys, que antes tenía un pequeño cuadro allí el cual casi nunca visitaba, no le gustaba el lugar, había demasiado ruido, demasiado movimiento, cuando quería tener una conversación sensata con alguien nadie la escuchaba. Todos parecían muy atareados y se sentía como si fuera invisible en ese lugar.
A Snape que siempre tenía problemas para dormir, acostumbrado de toda la vida al silencio y la soledad, se quejaba continuamente de que peor no podrían haber elegido a sus acompañantes. Fortescue hablaba en sueños y Dippet roncaba como una orquesta de ópera.
Fortescue lo había tomado muy mal, cada vez que entraba alguien en la habitación le gritaba que le dijera a la directora que lo trasladara a su despacho, donde él pertenecía. Que no era una copia barata como para rebajarse a ocupar ese lugar, y que todos eran unos inútiles buenos para nada porque nadie le decía nada. Así que, como verán, no se ganó la simpatía de nadie allí.
Dippet no gritaba, era anciano, algo sordo y todo le resultaba agotador. Se pasaba el día durmiendo y... bueno... tenía sus manías como toda persona mayor. Especialmente dos estaba muy arraigas en él. Una de ella era que quería ser joven otra vez pero no recordaba cuál era el encantamiento y le preguntaba a cuanto mago o bruja pasara frente a su cuadro sobre ese encantamiento. De nada habían servido las explicaciones del profesor Flitwick, que le dijo que simplemente ese encantamiento no existía. Dippet se había ofendido.
— ¡Eso dice usted señor por puro egoísmo! ¡Quiere ser el dueño de esa sabiduría pero...! —decía Dippet, blandiendo el puño. Pero el profesor Flitwick ya había salido de la sala, exasperado con tanta incomprensión, y no lo escuchaba.
— Es inútil, Dippet, ¡deja de preguntarle sobre el maldito asunto a todo el mundo! —le dijo Fortescue, cansado ya de tanto barullo sin sentido.
— Sí... ya estoy harta. ¿Para qué quieres ser joven? —dijo Dilys exasperada.
— Bueno... yo...
— Eres un maldito retrato Dippet, no va a funcionar ningún encantamiento así —dijo Snape, moviendo la cabeza de un lado a otro. No comprendía tanta insensatez.
— ¡Pero tú no sabes nada! ¡Nada! Tan sólo si pudiera recordarlo... verías como soy joven de nuevo —dijo Dippet, enojado.
Ninguno de los otros entendía al pobre anciano y cuando querían hacerlo entrar en razón, éste se mantenía más firme en su loco propósito.
La otra manía que tenía era su deseo de comer una manzana verde, le habían gustado tanto en vida que no podía quitárselo de la cabeza. Para colmo allí en la sala de profesores había un hermoso cuadro de una ventana, donde se veía una mesa con un frutero; y desde que habían llegado, Dippet no dejaba de mirar hacia allí con codicia.
— Creo que voy a robarme esa hermosa manzana —dijo el anciano por décima vez en el día.
— Aggggg, ¡otra vez con eso! —exclamó Dilys.
— No lo hagas, Dippet, somos retratos, nosotros no podemos digerir comida — dijo el profesor Snape, tratando de mantener la calma. También era la décima vez que se lo decía.
— Baaaa tonterías —dijo el anciano testarudo y luego desapareció de su cuadro.
— ¡Oh, no... el estúpido anciano lo hará! —dijo Fortescue sin poder creerlo.
Y el anciano lo hizo, se robó la manzana y se la comió. Luego se sentó muy cómodamente en su sillón. Los demás lo miraban expectantes, como si esperaran que cayera envenenado al piso, pero nada pasó. O por lo menos no en ese momento.
Cuando habían pasado cinco minutos y ya el profesor Snape, Fortescue y Dilys pensaban que se habían equivocado, hubo un fuerte ruido de tripas que despertó al anciano que dormía. Dippet se puso pálido y se llevó las manos al estómago. Luego empezó la pedorrera.... dejando a la sala de profesores oliendo a cloaca. Los profesores, que justo en ese momento se habían convocado allí para una reunión muy importante, salieron huyendo del lugar sin poder contener la risa. Mientras que la profesora McGonagall intentaba calmar los ánimos.
Esperaron una hora, luego dos, pero el fuerte y asqueroso olor no se iba. Dippet estaba realmente descompuesto. Acudió Filch con sus aromatizantes de pino y lavanda pero nada funcionó, entonces la directora tuvo que hacer la reunión de profesores todos amontonados en el despacho de Flitwick. Algo que le molestó mucho.
— ¡Maldito anciano chiflado! ¡Ya nadie va a querer entrar aquí! —le gritó Snape, medio asfixiado, ya que se había enredado la cortina verde alrededor de la cara.
— ¡Eso es Snape! ¡Esoooo esssss! —saltó feliz, el profesor Fortescue.
— ¿Qué? —exclamó Snape, confundido.
— ¿De qué hablas? —intervino Dilys, que se tapaba la cara con el chal.
Fortescue saltaba contento de un lado a otro, se le había ocurrido una idea, una idea que si tenía éxito los iba a devolver al despacho del director.
— Si Dippet sigue despidiendo ese olor ya nadie va a querer entrar aquí, ¡entonces McGonagall nos trasladará a su despacho otra vez! —decía Fortescue de buen humor desde... no sé, como un siglo.
— Mmmmm, ¿cómo estás tan seguro? —dudó Dilys.
— Porque siempre hacen reuniones importantes aquí y no hay otro lugar en Hogwarts con tanto espacio —dijo Fortescue.
— ¡Eres un genio! —exclamó Snape contento.
Fortescue se sonrió pero borró su sonrisa el mismo Dippet.
— Creo que ya estoy mucho mejor —dijo Dippet, que no había escuchado ni una palabra de la discusión.
Los demás lo miraron desilusionados.
— Hay que conseguirle otra manzana —susurró Snape.
— ¿Te gustaría comerte otra manzana Dippet? —preguntó Dilys, fingiendo amabilidad.
— No hoy, señora, no hoy. Pero mañana tal vez —dijo el anciano Dippet, que se agarraba el estómago.
Nadie podía creerlo, con tanta indigestión cualquiera le hubiera tomado repulsión a aquella fruta.
— Es un viejo chiflado... —susurró Snape como para sí, moviendo la cabeza de un lado a otro.
Entonces esperaron que Dippet se durmiera otra vez y se reunieron en el cuadro de Fortescue a planear una estrategia. Al otro día empezó la batalla contra los profesores que duró unos 15 días. Hasta que la profesora McGonagall entró una tarde a la sala de profesores, furiosa porque en un par de días tenía una reunión muy importante con los padres de los alumnos y la sala debía estar en condiciones para ello, porque no había otro lugar en el colegio donde pudieran hacerla. Miró a Dippet y no lo vio ya que delante de su sillón había una montaña de corazones de manzana que lo ocultaba de la vista. Los otros directores no estaban en sus cuadros.
El anciano dormía y la profesora sabía que nunca salía de su cuadro si podía evitarlo por lo que dedujo que las manzanas se las conseguían los otros directores. Supo con seguridad en ese momento que el problema era contra ella, y que la cosa no pararía hasta que ella los trasladara a su despacho otra vez. Estaba contra la espada y la pared.
Salió del lugar furiosa y llamó a Filch. Juntos buscaron por todo el colegio a los directores que faltaban.
A Dilys la encontraron en una torrecilla, riendo divertida en el cuadro de un mago chiflado que tenía un sombrero y sacaba de él lo que uno le pidiera. La mujer tenía las manos llenas de manzanas, mientras que el mago sacaba una tras otra de su sombrero. Al ver a la directora se asustó y todas las manzanas cayeron al suelo.
A Fortescue lo encontraron en el quinto piso, sumido en una interesante conversación con una adorable y bella dama de falda amplia, que estaba parada frente a un manzano. En sus manos llevaba una enorme canasta de mimbre repleta de manzanas y se la estaba dando al hombre. Cuando vio a la profesora McGonagall quiso huir de allí, pero tropezó y cayó al suelo con canasta y todo.
Al profesor Snape les costó más trabajo encontrarlo, pero al fin lo hallaron jugando cartas con tres magos, en un cuadro del sótano cercano a las cocinas. Estaban apostando manzanas y Snape, que hacía trampa con mucha habilidad, estaba ganando todas. Cuando vio a la directora, se levantó de golpe tratando de ocultar su ganancia.
— ¡Minerva, no es lo que parece! —exclamó el profesor asustado.
Cuando la directora pudo reunir a los cuatro retratados directores en una misma sala, la sala de profesores, les prometió sacarlos de allí y colocarlos en su despacho otra vez con la condición de que nunca más pusieran las manos sobre una manzana. Al profesor Dippet no le gustó mucho, pero finalmente tuvo que ceder porque si no los otros directores iban a matarlo. Entonces fueron trasladados al despacho del director en el séptimo piso, mientras que la profesora retiraba sus lindas plantas florales, y así acabó aquella absurda batalla.
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