Capítulo 3
—Nico, levantate. Salgamos —ordenó cuando pasó a mi lado y continuó su camino hacia la salida.
—¿A dónde vamos? —pregunté levantándome y tuve que darme prisa para no quedarme atrás.
—Quiero moras —se limitó a responder.
—¿Moras?
—Sí, moras. ¿Nunca las probaste?
—Obvio que las probé, pero me sorprendiste nomás. ¿Vamos a la verdulería?
—No. Ya vas a ver.
Taly caminaba rápido y muy decidida. Pese al calor, llevaba la campera azul de su uniforme de gimnasia y se había puesto la capucha. No pude evitar pensar que era una chica muy extraña, pero algo de esa excentricidad me atraía.
—¿Sabés trepar? —me preguntó deteniéndose en la plaza debajo de un enorme árbol de moras con robustas ramas.
—Puedo intentarlo —dije al tiempo que examinaba algunos nudos en la corteza que podrían ayudarme a subir.
—Mirá que las mejores están arriba. ¡No te vayas a caer! —aconsejó con malicia y comenzó a subir ágilmente.
La seguí avanzando mucho más despacio que ella. Quería asegurarme de tener un buen apoyo para no sufrir la misma suerte que el centenar de moras que yacían aplastadas cubriendo la tierra tantos metros por debajo de la rama en la que me encontraba.
—¡No mires hacia abajo! —me advirtió Taly y me dio la mano para que pudiera acomodarme donde ella estaba sentada.
Taly cortó una mora y se la llevó a la boca cerrando los ojos para degustar el sabor. La imité, aunque yo cerré los ojos, pero no por placer, sino porque me tocó una fruta especialmente ácida. Ella se burló de mí y me hizo sonreír. Me gustaba estar con Taly porque así podía olvidar, al menos por un momento, todos los problemas que tenía.
Pasamos el resto de la tarde en la plaza. Comimos algunas moras dulces y jugosas, aunque la mayoría estaban ácidas. Al bajar del árbol ella me arrojó una mora que recogió del piso y dio a inicio a una pequeña guerra.
—¿Vamos a la hamaca? —preguntó intentando limpiar la fruta de su uniforme aunque solo logró ensuciarse más.
—Dale —respondí; creo que en ese momento le hubiera dicho que sí a cualquier cosa que me propusiera.
Comenzó a correr y luego gritó.
—¡El último tiene cara de sapo!
—¡Qué tramposa! —me quejé y salí corriendo tras ella, aunque sabía que perdería.
Entramos al arenero, había tres hamacas y solo una estaba ocupada por un niño. Nos sentamos en las dos que estaban libres y comenzamos a hamacarnos lo más alto que podíamos. Ninguno lo había dicho, pero estaba claro que era una competencia. El pequeño se asustó de nosotros y se marchó con su madre que lo esperaba leyendo una revista.
Habían pasado años desde la última vez que me había divertido tanto en los juegos de una plaza. No me hamacaba desde que era pequeño y mi madre aún estaba viva.
—¡Saltá! —ordenó Taly desafiante.
—¿Estás loca?
—¿Por qué?
—Nos vamos a matar.
—No creo que nos matemos. A lo sumo, nos golpeamos un poco.
—Yo prefiero no golpearme.
Vi cómo Taly volaba por los aires hasta aterrizar en cuclillas sobre la arena. Su destreza me inspiró confianza y me solté de la hamaca, pero no tuve tanta suerte como ella. Caí a gran velocidad y con todo mi peso sobre las rodillas. Aunque atiné a poner las manos para frenar el impacto y no golpearme la cara, se me llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Cuidado! —me advirtió.
Estuve a punto de decirle que era tarde para eso, pero la madera de la hamaca me golpeó en la nuca. Me dejé caer de costado y me llevé las manos a la cabeza. Me dolían las palmas y las rodillas raspadas, pero nada se comparaba con el dolor punzante que sentía en la cabeza.
—¿Estás bien? —preguntó acercándose y deteniendo la hamaca.
—Sí —mentí aún hecho un ovillo en la arena.
—¿Por qué saltaste? —me reprendió.
—No parecía tan difícil cuando vos lo hiciste.
Taly negó con la cabeza mordiéndose el labio inferior, me miró y dijo:
—¿No ves que sos boludo? No tenés que hacer todo lo que yo hago. Además, si hubiera sabido que tenías la agilidad de un elefante, no te decía nada. Vení, sentémonos un rato en aquel banco.
Me dio la mano y me ayudó a levantarme. Cuando me paré, sentí que los oídos me zumbaban y me mareé un poco.
La seguí con dificultad hasta un banco verde al que le habían rayado un sinnúmero de nombres, letras de canciones y algunas frases obscenas. Ella se sentó, sacó un cigarrillo de un paquete que estaba casi lleno y lo encendió con su encendedor rosa. Me acomodé a su lado. No me ofreció que fumara con ella, aunque tampoco hubiese aceptado.
—Vas a estar bien. Solo no te duermas durante la próxima hora —aconsejó.
La miré y levanté una ceja extrañado, por lo que explicó:
—Eso siempre decía mi mamá cuando me golpeaba la cabeza. Aunque quizás aplica mejor cuando te lastimás por la noche. No tengo idea. Solo sé que si te da sueño y te dormís antes de que pase una hora, es casi seguro que, con un golpe como ese, no te vuelvas a despertar.
—No creo que sea tan así. Yo creo que es un mito como lo de esperar después de comer antes de ir a la pileta.
—¡Eso no es un mito! A una compañera del colegio le dio un calambre por ir a nadar justo después del almuerzo y casi se ahoga.
—Seguro que fue casualidad. A mí me dieron calambres un montón de veces y no había comido nada.
—¿Querés escuchar música? —me preguntó, cambiando de tema porque era evidente que yo había ganado esa discusión.
—¿Qué escuchás?
—Pop en español, ¿te gusta?
Arrugué la nariz, prefería el rock en inglés.
—Por lo menos no es cumbia —dije.
Taly desenredó la maraña de cables que tenía en las manos y me pasó el auricular izquierdo. Me lo llevé al oído y comenzó a sonar una balada española que no estaba tan mal después de todo. Pasamos el resto de la tarde en la plaza escuchando canciones y conversando. Cuando se terminó la batería de su teléfono decidimos que era hora de regresar.
—Cuando lleguemos dejame entrar a mí y más tarde entrá. No quiero que mi viejo se ponga pesado si sabe que salí a solas con un chico —pidió mientras caminábamos y me dio un pequeño codazo en el brazo.
Lo había pasado mejor que nunca en mucho tiempo y se lo debía a Taly.
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