RINA (I)
Rina había caminado desde el centro de la ciudad, sumergiéndose entre el bullicioso gentío que corría de un lado a otro; unos alejándose del fuego y otros buscándolo con desesperación. En el proceso, se había separado de las dos personas que le habían acompañado y ayudado a llevar a cabo el plan, con la promesa de verse en el punto de encuentro para volver a Anthrax.
Toda Jevrá se había convertido en fuego, humo y cenizas. El calor se había vuelto asfixiante y el intenso olor a quemado penetraba con fuerza en cada rincón de la ciudad. Mientras la población buscaba cobijo, una brizna de aire limpio, la presencia de las patrullas del Krav alentaba con fuerza el rechazo de la población.
En cada esquina se podían encontrar hombres y mujeres gritando a los soldados, alzando sus brazos en señal de protesta e incluso lanzándoles objetos mientras patrullaban. Otros, sin embargo, actuaban como ovejas en un rebaño: siguiendo los estereotipados y pacifistas patrones sociales. Los miembros del Krav intentaban mostrar calma y control, esforzándose por mantener una paz que hacía tiempo se había disipado.
Rina observaba uno de los vehículos desde su escondrijo. Se encontraba en el linde más este de Jevrá. Allí, la civilización era prácticamente inexistente debido al mal estado de los edificios. Antiguas construcciones se mantenían a duras penas sobre sus cimientos, convirtiendo aquella zona en un distrito fantasma, peligroso y, ahora, vigilado por el Krav.
Agazapada tras lo que quedaba de una vieja y oxidada furgoneta, Rina había conseguido ocultarse de la mirada de los soldados. Mientras que ellos se mantenían ajenos a su presencia, ella estudiaba sus movimientos y decidía qué hacer. Contó hasta tres guardias: uno al volante y dos fuera, haciéndose cargo de una pelea callejera entre bandas. Rina supuso que la trifulca eran un grupo de jóvenes disconformes con la autoridad, pero no se quedó para descubrirlo.
Desde que el fuego se había alzado con violencia, los servicios de protección se habían lanzado a las calles buscando a los culpables. Y pese a que llevaba consigo su documentación falsa, prefería no tener que lidiar con el Krav en ese momento. Su ropa olía a fogata y uno de sus hombros se había quemado. Las llamas habían consumido parte de la tela de su atuendo hasta llegar a la piel, la cual se había calcinado lo suficiente como para que luciera unas feas y dolorosas ampollas.
La impaciencia, sin embargo, pudo con Rina y tras un segundo de duda, volvió sobre sus pasos. En campo abierto, lo único que podía hacer era esconderse tras cada cacharro destrozado que veía y evitar los ojos vigilantes de los soldados.
Su vía de escape estaba cerca. Frente a ella, unos metros más adelante se encontraban las ruinas de un antiguo hospital, olvidado por el Agora, pero re-habitado ilegalmente por los "despojos" de Jevrá. Debido al estado de las instalaciones, al gobierno le había sido imposible recuperar ninguna de sus alas, por lo que trasladaron todas las máquinas médicas que funcionaban al nuevo hospital. Por culpa de los constantes derrumbes y las visitas de sintechos y bandas callejeras, el Krav se vio en la obligación de cercar la zona para que nadie entrara. Pero de aquello ya habían pasado años.
Rina vio el aviso de precaución eléctrica sobre la malla metálica, pero ni siquiera Athos Meraki era tan idiota de malgastar sus escasos y preciados amperios en custodiar unos cuantos metros de alambre cruzado.
Por si acaso, tomó un roñoso tapacubos metálico y lo lanzó contra la reja. La chapa golpeó inofensivamente contra la cancela y volvió a caer al suelo sin levantar ni una pequeña chispa. Tras asegurarse de que los miembros del Krav no habían notado su presencia, se coló por uno de los huecos de la alambrada. Era pequeño y estrecho, y cuando pasó sintió como una de las puntas rotas le arañaba la piel quemada. De no ser porque se llevó uno de sus puños a la boca y mordió con saña, habría soltado tal alarido que le habrían oído hasta en lo alto de las Qerach.
El hedor a carne quemada que desprendía su propio cuerpo junto con el dolor que sentía, fue suficiente para que un vertiginoso mareo se apoderada de su estómago y echara lo poco que había comido esa mañana.
«No lo hagas, Rina. Es un riesgo que no necesitas correr.»
La voz de su mellizo acudió a modo de reproche. Detestaba que Kerr se comportara con sensatez cuando era ella la que se arriesgaba, mientras él se quedaba tan tranquilo en los muelles haciendo nada por derrocar al Gobierno. Por mucha gestación compartida durante nueve meses en el útero de quién fuera su madre, no le daba derecho a decidir por ella.
Sin embargo, le dolía profundamente que su otra mitad no la apoyara. Lo único constante que había tenido en su vida era Kerr y ahora parecía que estaban a años luz el uno del otro. Rina siempre creyó que jamás se separarían, que morirían antes que darse de lado, y ahora únicamente se sentía traicionada.
El interior de lo que quedaba de hospital se sumía en un tétrico silencio. Lo que no fue destrozado por las tormentas, fue culminado por los huracanes y si no, los terremotos. No importaba. Mirara donde mirara, aquel lugar no sólo daba asco, si no que estaba cargado de un misticismo propio de los tiempos del cataclismo.
Rina caminó con naturalidad por los interminables pasillos, pisando sin ningún tipo de cuidado sobre las baldosas levantadas, apartando de un puntapié escombros e incluso haciendo crujir sus botas sobre la concentración de polvo, cemento y basura en el suelo. Giró a la derecha al final del corredor y continuó varios metros más hasta dar con una puerta de doble hoja. Golpeó con uno de sus puños hasta que oyó como el mecanismo al otro lado se desbloqueaba.
Una figura masculina y encapuchada le dio la bienvenida, observándola a tientas con la mirada entrecerrada. Lo que no ocultaba bajo la sombra de la capucha, lo escondía bajo una mata de pelo castaño y grasiento que le perfilaba el rostro de manera espectral. Rina sabía que lo hacía para ocultar una fea cicatriz que le decoraba buena parte de la cara; desde la parte superior del ojo hasta casi la oreja. Tenía la nariz plana, recta y ancha; los ojos castaños, pequeños pero fieros –capaces de atravesar a cualquiera de un simple vistazo– y su boca no era más que una fina y tensa línea.
— ¿Qué haces aquí? — masculló el "portero".
Tenía un par de años más que Rina, vestía completamente de negro y por la forma que tuvo de darle la bienvenida, no debía de estar muy contento con la visita.
— ¿A ti que te importa?— gruñó de vuelta la muchacha — Aparta. Vengo a hablar con mi hermano.
Sin esperar respuesta, Rina se hizo paso y apartó de un empellón al joven. Si no lo conociera de hacía años probablemente no hubiese sido tan detallista con sus intenciones.
La habitación era amplia y, a diferencia del resto, parecía estar en perfecto estado. Había varios muebles viejos desperdigados por la estancia de manera desordenada: un largo sofá, varios sillones, una mesa de comedor con sillas a su alrededor, cojines tirados por el suelo, etc. En una de las esquinas más apartadas, Rina pudo ver a un grupito de jóvenes conversando y, probablemente drogándose con cualquiera de los fármacos matarratas que se distribuían por las calles de Jevrá.
Disfrutaban de electricidad, agua corriente y comida. La Bahía se encargaba de proporcionar lo necesario para que aquellos que habían sido olvidados a su suerte, pudieran sobrevivir. Pero nada de aquello era gratuito. Todos y cada uno de los allí presentes, no eran más que mercenarios, hombres y mujeres que se vendía al mejor postor con tal de poder vivir un día más.
El Taarof era un pequeño grupo revolucionario dentro de la ciudad, bien proveído por Anthrax. El carácter revolucionaros de sus acciones no se asemejaba en nada con las prácticas de la Bahía, y sin embargo ambos grupos habían encontrado un fuerte aliado el uno en el otro. Mientras que los habitantes de Anthrax eran considerados poco más que exiliados por el Agora; el Taarof era un problema que se movía entre las sombras y que los habitantes de la isla intentaban ignorar.
Rina no vio por ningún lado el familiar rostro de su hermano. Mirara donde mirara, todo lo que recibía eran ojos desconocidos demasiado idos como para reconocerla o ser capaces de darle ninguna información.
—¿Dónde está?
Se giró hacia el chico que le había abierto la puerta. Él se encogió de hombros y se limitó a señalar a una de las puertas del fondo con la cabeza. Rina sabía perfectamente lo que había al otro lado: habitaciones. Cuartos libres para el uso y disfrute de aquellos que quisieran pasar un rato agradable o simplemente dormir.
Sin pensárselo dos veces atravesó el umbral; al otro lado un prolongado pasillo se extendía repleto de puertas a cada uno de sus lados. Rina sabía que sólo había una regla en aquel lugar: si una puerta se encontraba cerrada es que estaba ocupada, mientras que si estaba abierta o entornada se podía entrar sin preocupación. Y en ese momento, sólo una se mantenía sellada.
Cuando abrió la puerta comprobó, para su desagrado, como el cuerpo desnudo y curvilíneo de una exuberante pelirroja se movía sobre el de su hermano entre respiraciones entrecortadas.
— Kerr.
Le llamó Rina con su característico gruñido desdeñoso, mientras sus ojos se entornaban con hastío ante la visión.
Ni un segundo tardó el rostro pecoso de la otra mujer en volverse, sorprendida y azorada por la repentina irrupción. Mientras la pelirroja intentaba ocultar su cuerpo de los ojos de Rina, Kerr clavó su mirada en la de su melliza con evidente molestia.
— Vístete. Nos vamos. — aclaró Rina sin una pizca de vergüenza en su rostro y sin dejar que su hermano replicara o se quejara — Lyda.
Sonrió de lado a la chica y se dio media vuelta, dejando a propósito la puerta abierta. Kerr apenas necesitó de un par de minutos para ir en pos de su hermana con cara de pocos amigos.
— Uriel, ¿no podías haberme dejado acabar antes de mandarla? — señaló a su hermana mientras se ataba los pantalones y se colocaba la camiseta que colgaba de su hombro. — ¿Qué clase de mejor amigo eres?
— No es mi problema. — respondió con indiferencia — Haber consolado a Lyda más rápido.
— ¿Así lo llamáis ahora? ¿Consolar? — Rina enarcó una ceja.
— Su padre ha muerto en el incendio.
La respuesta de Kerr dejó a su melliza en un inusual mutismo, pero ni se amedrentó ni se permitió sentirse culpable. Los daños colaterales eran inevitables en aquellas circunstancias; no iba a apenarse por una chica, que para empezar, no le importaba en lo más mínimo.
— Aunque el Krav ya se ha encargado de apagarlo. — prosiguió Uriel de manera informativa — Habéis montado un buen caos ahí fuera.
— ¿Quién ha dicho que hayamos sido nosotros? — increpó Rina ofendida.
Uriel se acercó hasta ella y se inclinó deliberadamente sobre uno de sus hombros.
— Deberías cubrir mejor tus quemaduras si quieres jugar a la inocencia. — susurró en su oído — Y, por cierto, apestas a fuego.
Kerr no prestó la más mínima atención a la conversación entre Uriel y Rina, pero percibió el gesto de su amigo y se fijó, por primera vez, en el aspecto de su melliza. Rina notó como su otra mitad se acercaba a ella y antes de poder ocultar su quemadura, Kerr aferró su muñeca y tiró de ella demandante.
— Te dije que no fueras. — pronunció Kerr entre dientes, cabreado.
— Estoy bien. No te comportes como un niño dramático ¿quieres?
Rina se zafó del amarre e intentó ahuecarse la ropa que llevaba sin conseguirlo. La tela se le había quedado pegada al cuerpo como una segunda piel y el mínimo gesto le provocaba un inaguantable dolor.
— Si he venido, ha sido para esconderme del Krav. — se volvió hacia Uriel — Que por cierto tiene retenido a unos cuantos de tu distinguido club cerca de la entrada noroeste.
— ¿Cómo sabes que son de los nuestros?
— ¿Quién más querría malgastar su tiempo peleándose por este lado de Jevrá? — respondió Rina desdeñosa.
Uriel bufó. A Rina no le faltaba ninguna razón, nadie en su sano juicio se movía por aquellos lares a no ser que fuera un loco o estuviera escapando de algo.
Con tan sólo chasquear los dedos hacia un par de personas, estas se acercaron hasta Uriel con diligencia. Se había convertido en Peter Pan y todos los que le rodeaban eran sus "niños perdidos", pese a que la mayoría habían dejado la niñez hacía tiempo. Uriel se encargaba de organizarlos, cuidarlos y darles un propósito; pero él no era más que otro despojo necesario y controlado por los verdaderos artífices del Taarof.
Rina no prestó demasiada atención a la conversación que Uriel tenía con sus compañeros, pues estaba demasiado concentrada en paliar la fastidiosa sensación de mareo. Por el rabillo del ojo vio a Kerr despedirse del otro muchacho con un gesto muy concreto; un código entre ellos del que Rina estaba completamente excluida, pero que había aprendido a interpretar con el tiempo:
«Nos vemos pronto, hermano»
Se habían dicho sin pronunciar ni un mísero sonido. Cuatro palabras que molestaban a Rina más de lo que estaba dispuesta a admitir nunca. Detestaba que otra persona compartiera con su mellizo un vínculo más especial que el que ellos tenían.
— ¿Y tu equipo?
Kerr la sacó de su ensimismamiento. Se había apoyado levemente contra una columna inconscientemente.
— Nos separamos. Había demasiados soldaditos.
— ¿Y el paquete?
— ¿Tú qué crees?
Rina entornó los ojos con fastidio. No esperaba que Kerr –especialmente él– dudara de sus capacidades para conseguir que algo saliera como debiera, pero empezaba a creer que ya no conocía a su hermano en absoluto.
— Sólo preguntaba.
La indiferencia de Kerr sólo molestó más a Rina. Sobre todo cuando se dedicó a repasar las curvas que se escondía bajo una Lyda perfectamente vestida. Las pupilas dilatadas y la boca reseca fueron claros signos de que su mellizo ya no le prestaba la más mínima atención.
— Deberías estás empachado de tanto pastel.
— No me has dejado terminármelo, ¿recuerdas? — respondió él, alzando ambas cejas.
— Porque te comerías todos los malditos pasteles que te encuentras, como los de princesas.
Puede que Kerr hubiese intentado ocultarlo, pero a Rina no se le había pasado por alto la forma que su mellizo tenía de mirar a Eireann Meraki.
— Sólo a ti te puede amargar un dulce.
A Rina le pareció que Kerr hablaba muy lejanamente. Levantó la mirada hacia él, pero su vista le jugó una mala pasada al comprobar que lo veía todo por duplicado. Intentó en vano dar un paso hacia delante en busca de soporte, pero antes de que pudiera siquiera pronunciar el nombre de su mellizo se desplomó en el suelo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top