GAL (VII)

«Andy está viva», fue todo en lo que Gal pensaba después de cerrar las compuertas del ascensor.

Si no le bastaba con preocuparse por una de sus hermanas, ahora tenía que hacerlo por dos. Pero Erin debía de estar confundida, no era posible que Andreja estuviera viva. Si hubiese urdido un plan como el de fingir su muerte, se lo habría contado.

¿O no?

Los fogonazos de los disparos llegaron cerca de su posición, pero no consiguieron alcanzarles. El elevador estaba asegurado y eso le reconfortaba un poco. Sin embargo, apenas le quedaban balas y no tenía ni idea de cuántos Condenados se acercaban hasta su posición, por eso tomó la decisión más lógica: marcharse de allí y buscar una ruta alternativa.

—¿Sabes cómo salir de aquí? —preguntó a su única compañía, el xénos al que había disparado antes en la pierna.

Él asintió sin mucha convicción, aún desconfiando de Gal. A ella tampoco es que le hiciese especial gracia depender del muchacho, pero había algo que los unía: sobrevivir. Y dadas las circunstancias no dudaba que le pudieran considerar un traidor.

Tomó el brazo de Uriel y lo colocó sobre sus hombros para ayudarle a moverse  por los oscuros y abandonados pasillos. Gal debía descender y volver a unirse con Erin, antes de que el otro xénos decidiera pensárselo dos veces y llevársela de nuevo.

—Lo de Drea es cierto —dijo Uriel de repente. Gal lo miró con los ojos entrecerrados sin seguir la conversación—. Tu hermana —aclaró—, está viva.

Un sin fin de pensamientos cruzaron su mente a una velocidad vertiginosa, preguntas a las que no podía responder y que le hacían sentirse traicionada. ¿Qué podía haberle llevado a Andreja a abandonar a su familia? ¿A ella? Pero no tenía tiempo de continuar debatiéndose, intentando entender a su hermana. No, primero debían ponerse a salvo y volver a juntarse con Erin, antes de que fuera demasiado tarde.

Por eso no le respondió y se enfocó en seguir sus indicaciones hasta llegar a un lugar seguro. Tarea harto imposible cuando se encontraban en la guarida del enemigo y, este, era plenamente consciente de su presencia. Aún así, Gal no era el tipo de personas que se daba por vencida.

Y no lo hizo.

A medida que avanzaban, aquella planta se tornaban más sombría y desgastada, como si nadie hubiese pasado por allí desde el desastre natural. No le extrañaba demasiado, sin embargo, porque provisionar el antiguo hospital psiquiátrico no debía de ser tarea fácil robando suministro eléctrico. Mas parecía que Uriel sabía a dónde iba.

Pararon a descansar en una destartalada habitación médica. Dejó a Uriel sentado en una silla en la penumbra y Gal se aseguró de no oír pasos acercándose a su posición. Guardó silencio —durante lo que le pareció una eternidad— hasta no percibir más el sonido de las botas repiqueteando contra el suelo.

Casi una hora atrás le había parecido bien disparar a las dos personas que habían perturbado su encierro, pero ahora que veía a Uriel con el rostro blanquecino y sudoroso, se arrepentía de su decisión. Tampoco era como si hubiese tenido opción alguna a dejarlo de una pieza, pues en aquel momento había tenido que escoger entre su vida o la de él.

—Déjame ver esa pierna. —Gal se arrodilló  frente al taarof y observó con ojo crítico el parco remiendo que le había hecho previamente.

Seguía sangrando y si continuaban moviéndose así, era probable que el muchacho acabase desplomándose inconsciente. No quería sumar una vida más a la lista de aquel día. Y aunque Uriel no se había anotado demasiados puntos a su favor, sí estaba cumpliendo con el trato que habían hecho antes de salir de su celda.

Gal buscó algo metálico con lo que poder hacer un torniquete y lo único que encontró fue una barra de hierro oxidada. La bala aún permanecía dentro de la pierna, ya que no había visto ningún agujero al otro lado, pero no tenía tiempo de ponerse a extraerla. No era ninguna sanitaria y lo que había aprendido en la Academia no era suficiente para la ocasión. Tampoco había necesitado aprender más, cuando nunca había sido su pretensión hacerse sanitaria, ni había destacado en ese ámbito.

—Tan mal está, ¿uh? —dijo Uriel con su voz profunda.

No quería decirle lo que pensaba de su herida, pero de todas formas levantó la mirada un par de segundos y después apretó el hierro junto con la tela de la bandana haciéndole gritar del dolor.  Un segundo después, Gal le tapaba la boca con una de las manos, alerta.

—Shhhh —murmuró de inmediato.

Uriel se deshizo de su mano y se sacudió, aún con la mueca de dolor en el rostro. Si no le habían oído sería un maldito milagro.

—No me chistes. Me acabas de exprimir la pierna como si fuera un limón —masculló Uriel con la mandíbula en tensión.

—¿Prefieres que te la deje como estaba? —espetó ella—. Porque si te derrumbas, no voy a arrastrar contigo.

Probablemente él ya lo supiera, pero Gal quería ser clara. Mientras Uriel le fuera de ayuda seguiría intentando velar por la seguridad de ambos, pero no podía decir lo mismo si a él le pasaba algo. Era un pensamiento un poco mezquino, pero su supervivencia dentro de aquel sitio era nula frente a la de él.

Gal sintió como el cansancio le recordaba aquellas zonas de su cuerpo que se resentían. Por un largo rato había olvidado el dolor que sentía en el costado de su vientre, los moratones que debían surcar su cuerpo o lo enardecidas que estaban sus extremidades. Si seguía con aquel ritmo infernal quizás la que acababa por desfallecer era ella, pero no podía detenerse, se lo debía a Erin.

—Debemos continuar —dijo tras unos minutos de silencio.

—¿Sabes qué? Estás loca —rumió Uriel, mientras hacía el esfuerzo de levantarse—. Os deben de destrozar la mente en la Academia.

Puede que tuviera razón, que estuviera loca. ¿Qué necesidad había tenido Galia Meraki, hija del Gobernador Athos Meraki, en alistarse en el ejército cuando vivía rodeada de privilegios? Nadie en su sano juicio habría dejado la seguridad de la isla por llevar una vida de servidumbre y peligros. Y, sin embargo, allí estaba ella.

—La Academia es un Paraíso comparada con Agora —respondió, colocándose de apoyo de Uriel y ayudarle a caminar.

—Sí, seguro que tiene que ser una tortura vivir sin preocupaciones —bufó con sarcasmo el taarof.

—¿Acaso has vivido alguna vez en la isla como para saber cómo se vive allí?

Vio como Uriel dudaba durante una milésima de segundo, para después responder lo que ya se había imaginado:

—No, pero eres la hija del Gobernador. Todos deben de besar el suelo que pisas.

Gal se rió. No porque le hiciera gracia la imagen de ver a todas las familias del Consejo venerarla —pues no lo hacían—, si no porque todos fuera de Agora creyeran que la isla era idílica. Y la verdad era muy distinta.

—Pues te equivocas —dijo mirando a uno y otro lado del pasillo. —¿Por dónde?

Uriel señaló hacia la izquierda y caminaron en esa dirección. A Gal le pareció que a cada paso que daban, más escombros y mobiliario se interponía en su camino, pero no tardaron en llegar a unas escaleras de incendios.

—¿Tan horrible es Athos Meraki que todas sus hijas huís de él? —preguntó Uriel agarrándose de la barandilla para descender torpemente.

Gal echó una breve mirada hacia atrás y le contempló, concentrado en mirar los escalones y no caerse. Desconocía los motivos de su hermana mayor para haberse alejado de Agora, pero en su caso su padre había sido un mal menor. Era cierto que odiaba su afán por controlarla, por manejar todos y cada uno de los hilos de su vida, pero Athos no era tan malo como se lo imaginaban. A fin de cuentas era un padre preocupado que había perdido una hija, lidiado con la marcha de otra y, ahora, afrontaba el secuestro de la pequeña como podía.

El problema no era él, sino aquellos que estaban a su alrededor deseando con ahínco su poder. Los Meraki tenían ahora el control, pero ¿quién les aseguraba que siempre fuera a ser así? Nadie.

Los Meyer eran la única otra familia dentro de Agora en la que podían confiar o en la que Gal confiaba. Ni siquiera la familia de su madre pasaba el corte, pues los Rainer eran los primeros de los que habría que desconfiar; capaces de darle la espalda hasta a los de su propia sangre si con eso podían mantener el status en el que vivían.

—Quizás no es de él de quien nos alejamos —respondió Gal sin entrar en detalles.

Sus dramas familiares no eran de la incumbencia de Uriel, ni de nadie en verdad, pero no iba a comenzar a hablar de los pormenores de la isla con un taarof del que no se fiaba. Sin embargo, su respuesta dejó al chico en un curioso mutismo y así se quedaron ambos hasta llegar al final de la escalinata.

Uriel se sacó una llave del cuello y abrió el candado que sellaba con una cadena la puerta. A Gal le sorprendió un poco, pero no dijo nada. ¿Para qué querrían cerrar de esa manera una puerta? Pero no tardó mucho en darse cuenta de a qué se debía aquel método de seguridad.

Accedieron a una sala que daba la impresión de ser una recepción y el xénos buscó algo por entre los cajones de la única mesa que había. Sacó una tarjeta con banda metálica, la acercó al lector que había a la derecha de una puerta blanca y el aparato no hizo nada.

—No hay electricidad —le recordó Gal y Uriel gruñó.

El Taarof se dejó caer en la silla frente al escritorio como vencido y suspiró.

—Sin la tarjeta no podemos entrar —masculló.

A Gal le pareció que era su forma de darse por vencido y le miró de reojo. No podía culparle si creía que aquel iba a ser el último día de su vida y, además, lo tenía que estar pasando con una de las hijas del Gobernador. Si la situación fuera al revés, Gal tampoco estaría dando saltos de alegría.

—Tiene que haber otra forma de entrar —convino Gal. Dudaba mucho que antes de poder abrir la puerta con una tarjeta codificada, alguien simplemente hubiese empujado la puerta. —¿Esta es la entrada principal?

—No —murmuró—. No solemos usar mucho esta entrada, salvo que queramos colarnos en el edificio oeste.

—Pero esa puerta estaba encadenada por fuera —señaló el sitio por el que habían entrado—, lo que significa que o me estás mintiendo o hay otra forma de moverse por aquí.

Uriel gruñó. Gal le miró con una ceja alzada a la espera de que le contara la verdad. Hasta aquel momento había sido bastante colaborativo, pero su estratagema por mantenerla fuera de la guarida Taarof no había tenido demasiado éxito.

El xénos se levantó de mala manera del asiento que había estado ocupando y se movió hacia su izquierda. Alargó un brazo hacia una de las paredes y un segundo más tarde Gal lo vio caer al suelo.

Tras la pared falsa apareció un grupo armado de personas. A Gal no le dio tiempo a sacar su arma, ni tampoco socorrer a Uriel que enseguida se vio rodeado y con varias armas apuntándole a la cara, igual que Gal.

—¡No os mováis! —dijo con autoridad un hombre.

Gal intentó ver de quién o quiénes se trataba, pero los focos de luz con los que les apuntaban, la cegaban y no le permitían siquiera diferenciar a Uriel.

—Tú, estáte quieto —dijo otro hombre, esta vez dirigiéndose a Uriel, que aulló.

Estaba bastante segura de que alguno de los desconocidos, probablemente el que había hablado, golpeó a Uriel y eso fue lo que le hizo soltar un quejido doloroso.

—Las manos en alto y tira el arma —le habló de nuevo aquella voz rasgada—. Despacio.

Gal rechinó los dientes e hizo lo que le exigían. Sacó la pistola de la cintura de su pantalón y la alzó en señal de rendición, después se agachó y la posó en el suelo. Le dio una pequeña patada y alzó las manos por encima de su cabeza de nuevo.

Notó como la figura armada se inclinaba hacia delante y momentos después bajaba su arma y apartaba la luz que la cegaba.

—Tienes más vidas que un gato, Capitana Meraki.

Gal levantó la mirada hacia el hombre que tenía delante y entonces lo reconoció: el rostro de Jed Arko, el nuevo Capitán del Escuadrón Omega.

—Creo que ya he agotado la última —respondió sintiendo alivio por primera vez en días. Buscó con la mirada a Uriel, que estaba agazapado con las manos en altos—. No le dispares Ajax, me ha ayudado a escapar —le dijo al soldado que apuntaba a Uriel como si fuera a matarle de un momento a otro.

El soldado puso cara de disconformidad y después se apartó a regañadientes. Ajax era un soldado mortífero, pero también demasiado impulsivo por lo que le hacía peligroso. Lo último que quería Gal era que mataran a la única persona que podía ayudarla a recuperar a Erin.

—Todo despejado, Capitán —informó Nessa Metaxas al entrar dentro de la sala seguida de otras dos personas.

Gal sintió como el corazón se le detenía por un segundo al ver el rostro de Asher frente a ella. El impulso de una chiquilla de quince años tomó posesión de sí misma y se lanzó hacia el hombre para abrazarlo con fuerza. El alivio de saber que estaba bien, que no le había llevado a la tumba, era indescriptible.

Sintió los brazos de Ash rodeándola por la cintura con la misma intensidad y aquello, pese a la situación en la que estaban, la reconfortó. Quizás no era el mejor momento para dejarse llevar por la nostalgia, pero se concedió dos segundos más antes de volver a la realidad.

«Uno, dos... tres», contó para sí misma y después se alejó de a poco.

—¿Estás bien? —fue Asher el primero en hablar, apartándole un mechón de cabello del rostro.

Gal asintió y soltó un suspiro, antes de alejarse completamente del cuerpo de Meyer. Si la vida de Erin no siguiera en peligro, se habría planteado darse el lujo de proseguir en aquella ínfima intimidad, pero no podía.

—Jed, ¿puedes mirarle la pierna?—Gal se giró para señalar al Taarof, pero agachado frente a él ya había una persona: una mujer.

—Aún tienes la bala dentro, Uriel —dijo la susodicha.

Y aunque Gal no podía verle la cara porque le estaba dando la espalda, podía reconocer aquella voz en cualquier parte.

—¿Andy? —titubeó y la mujer de cabello castaño se volvió en su dirección.

Andreja sí que estaba viva.

NOTA DE LA AUTORA
Hemos llegado a los 11k y para agradeceros a todxs que sigáis conmigo, pese a mi lentitud, aquí tenéis un nuevo capítulo. Espero que os agrade y que hayáis pasado unas felices fiestas con vuestras familias y amigxs.

—IA

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top