GAL (V)

La explosión había derrumbado varias de las columnas que cimentaban la base de los túneles ferroviarios, y pese a los intentos de Gal por encontrar una de las salidas al exterior sólo dio con escombros cerrando el paso. Notó la impaciencia de Vera tan nítidamente como la suya propia y, por ello, no le quedó más remedio que tomar el único camino que conocía y que había estado evitando durante todo ese tiempo: las cloacas.

Unas viejas barras de hierro ancladas a la piedra de la pared y una alcantarilla abierta fue todo lo que las mujeres necesitaron para salir del subterráneo. Dejando que Vera fuera la primera en subir los escalones, ambas ascendieron los metros que separaban unos túneles de otros.

En las alcantarillas, el hedor a desechos humanos era intenso, tanto que daban ganas de vomitar. Gal había olvidado el olor y cómo después había tenido que ir corriendo a la ducha para que sus padres no sospecharan de sus excursiones fuera de la isla.

—¡Joder! —exclamó Vera, tras que su pie se hundiera en el riachuelo de heces y orina que fluía por su lado—. Tenías razón, esto no me gusta.

A Gal tampoco le gustaba, pero se habían quedado sin opciones. Y aquello era mejor que morir bajo tierra y esperar a que alguien encontrara sus cuerpos.

—Vamos, hemos perdido mucho tiempo ahí abajo. —La apremió la morena mientras continuaba andando por el túnel.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó la rubia, alumbrando hacia el techo tras ver como una pequeña cascada de gotas verdosas caían frente a ambas—. Llueve mierda, genial.

El paso que conectaba el alcantarillado con la ciudad había sufrido el mismo desenlace que las líneas ferroviarias, lo que les impedía tomar el camino más corto a la superficie. Gal miró la montaña de escombro a su lado y soltó un suspiro de resignación.

—Sudeste —respondió Gal—. Este conducto nos lleva hasta un viejo sumidero cerca del Anuket.

Había llevado a cabo aquel trayecto en pocas ocasiones, cuando había decidido aventurarse a lo desconocido. Pero la curiosidad le había permitido explorar los bosques que bordeaban Jevrá y que ocultaban la presa Anuket. Sin embargo, no fueron muchas las veces que la llevaron a dirigirse a la soledad de la naturaleza de Kairos.

Más de diez kilómetros más tarde y casi tres horas de travesía por las cloacas, divisaron un ligero resplandor frente a ellas. El trayecto se hizo pesado, silencioso y amargo. Aunque no había pérdida, Gal se veía obligada a parar con más frecuencia de la que le hubiese gustado y el desgaste físico —y emocional— mermó las fuerzas de ambas mujeres.

La Luna brillaba con intensidad sobre un cielo lleno de estrellas. En contraste con el calor de las cloacas, en el exterior hacía frío. En Kairos aquello era normal, mientras que por el día el sol ardía con fuerza en lo alto del cielo, a las noches la temperatura descendía drásticamente. Un problema heredado de la crisis climática y los estragos en la capa de ozono. Pese a ello, cuando Gal posó sus botas sobre la hierba húmeda, tomó una gran bocanada de aire limpio y se deshizo del hedor de las alcantarillas, liberando a sus pulmones de la tortura.

Se sentía agotada, justo como debía de sentirse tras que un edificio se le cayese encima. La herida de su costado seguía molestándole, pero no parecía que estuviera infectada; en el camino sí sintió como un par de grapas se desprendían de su piel, tras llevar a cabo esfuerzos de más, pero había dejado de sangrar. Sin embargo, no pudo evitar comprobar el vendaje y asegurarse de que todavía podía seguir.

Mas no era aquella herida la que se quejaba con mayor intensidad, sino que todo su cuerpo se estaba poniendo en su contra. Aún con todos los entrenamientos, las misiones inhumanas y la resistencia que había desarrollado con el paso de los años, no estaba segura de si sería capaz de continuar por el momento. Pero necesitaba llegar hasta Lethe, asegurarse de que Asher estaba bien y volver a la isla cuanto antes.

Una misión que, a cada minuto que pasaba, parecía imposible. Claro que no se iba a dar por vencida. No había llegado hasta allí sólo para ser derrotada por las circunstancias. Unas que no eran tan terribles como podían parecer.

Pero la realidad era que Gal se sentía culpable. Había embaucado a Lethe Roth en su ardid y había mentido a Asher, aún sabiendo que él haría cualquier cosa por devolverle a Erin. Sin embargo, no había podido perder aquella oportunidad y, ahora, no sólo había puesto en peligro la vida de Ash, sino que había condenado a la Teniente Roth a una posible expulsión del Krav.

Vera se había dejado caer al suelo con gesto cansado. Sobre sus manos, bailaba la correa de su cantimplora y, al notar el silencio que emanaba Gal, le tendió la bota para captar su atención.

—Deberíamos acampar —dijo la rubia tras unos segundos echando un vistazo a la oscuridad que las rodeaba.

Gal dio un trago de agua y guardó silencio. La idea había cruzado por su mente, pero no se veía capaz de descansar con la incertidumbre que la sacudía.

—Tenemos que volver a Jevrá —soltó al final—. Es necesario que contacte con Lethe y, además, no sabemos nada de Knox y Mac, si están vivos o si te buscan. —Evitó hablar de Asher, pese a que el nombre quedó flotando en el aire como una presencia más.

—Necesitamos descansar, Gal. Mírate, parece que vayas a desmayarte en cualquier momento. Y yo, francamente, también estoy agotada —suspiró—. Descansamos unas horas y luego volvemos hacia la ciudad. Buscamos a la teniente Roth, informamos de lo que ha pasado y después vamos a por Knox y Spiros.

Dicho de esa manera, Gal sintió que su compañera tenía razón. Lo último que necesitaban era que se desvaneciera sin previo aviso y que la rubia tuviese que cargar con ella todo el camino de vuelta. No sería práctico. Y aún con todos los pros que traía consigo el plan de la otra mujer, Gal sentía que no era lo correcto.

—De acuerdo —aceptó, tras que su cuerpo se quejara por enésima vez—, pero será mejor que lo hagamos cerca del río Nubia, así podremos rellenar las cantimploras y quitarnos este olor a mierda.

O intentarlo, al menos.

Varios eran los ríos que descendían por las Qerach hasta el lago Anuket, pero sólo uno, el más afluente y el que formaba unas preciosas cataratas en su caída de las montañas, recorría Kairos de este a oeste suministrando agua a todo el país. Ese mismo agua, junto con el caudal de otros ríos, era la que dotaba de fuerza hidráulica a la presa y suministraba electricidad a todo el Estado.

El Nubia no estaba muy lejos de su posición, pero después de tantas horas andadas —y sobrevivir a una explosión— tanto a ella como a Vera les pareció que el río se encontraba tan lejos como Jevrá. Aún con todos los músculos agarrotados prosiguieron la marcha en silencio.

No tardaron mucho en sentir el agradable sonido del discurrir del agua. Atravesaron una frondosa arboleda de altas copas que se perdían en la oscuridad, y por fin encontraron la orilla. La tierra bajo sus pies estaba encharcada, el caudal del río se había desbordado de su camino y el agua llegaba más allá de los primeros árboles custodios.

Gal se movió con cuidado sobre los charcos de barro hasta llegar a una de las zonas más empedradas, donde el Nubia descendía hacia la presa Anuket, y después se bifurcaba en arroyos de menor magnitud hacia diferentes zonas de Jevrá y Anthrax.

Mientras Vera buscaba algo de leña seca con la que poder hacer un pequeño fuego, Gal se inclinó sobre el río para rellenar sendas cantimploras y montar un improvisado campamento que les permitiera pasar unas horas y descansar.

La otra mujer no tardó demasiado en aparecer con unas cuantas ramas recién cortadas y encendió la hoguera. Mientras esta tomaba cuerpo y las llamas inundaban el campamento de una temperatura más agradable, las dos soldados se quitaron de encima la suciedad y el hedor a cloaca.

—¿Cómo está tu herida? —preguntó Vera.

Gal bajó la mirada y observó su abdomen vendado, de la misma forma que lo hacía la rubia.

—Sobreviviré —repuso sin mucho ánimo, mientras escurría su camiseta e intentaba quitarle toda la humedad que podía—. No es la primera cicatriz.

No había sido el Krav el primero que le había regalado una marca en su cuerpo. Al contrario de lo que se pudiera pensar de una de las hijas del Gobernador, Galia nunca había destacado por su tranquilidad. Con tan sólo cuatro años, mientras intentaba perseguir a su hermana mayor —de siete— por los jardines del Palacio Meraki, tuvo una mala caída y se abrió la barbilla con un macetero. Más tarde, con apenas once, mientras caminaba por la zona rocosa de la cala, una ola imprevista se la llevó por delante y se cortó con los cantos afilados de las rocas en las piernas. A los diecisiete, tras un año en la Academia, había sufrido tantas heridas y golpes en los entrenamientos que ya ni recordaba la historia detrás de las marcas sobre su piel.

Pero las líneas blanquecinas, muestra de sus aventuras, no le quitaban el sueño. En Kairos rara era la persona que no tenía cicatrices que relataran una terrible historia y, en la mayoría de los casos, esas huellas se llevaban por dentro.

Dejaron sus ropas secándose sobre la piedra, cerca del fuego, y sin llevarse nada a la boca mas que un poco de agua fresca, se echaron en el suelo bajo el calor de sus mantas térmicas reglamentarias.

—Vera —La llamó Gal con suavidad—. ¿Cómo conseguiste salir indemne de la explosión?

Era una pregunta que le había estado persiguiendo desde que se había encontrado con su compañera, tras ver los cuerpos del jovencísimo Adler y del inquieto Gass. Si no lo había sacado a relucir antes había sido porque le pareció más importante salir de allí, que mantener aquella conversación.

—Tuve suerte —respondió—. Me quedé en la retaguardia como francotiradora y unos instantes antes de que la bomba se detonara, atacaron a Thanos. Me hice cargo del flanco derecho mientras el Teniente intentaba asistir al enano, pero —Gal notó como a Vera se le rompía la voz, y guardaba silencio para recuperar la compostura—... de nada sirvió. Vi como uno de los Condenados salía corriendo hacia uno de los túneles y fui tras él. Después la onda expansiva me derribó, volví al andén y luego te encontré a ti.

Un suspiro abandonó los labios de la Capitana. Aunque hubiese estado con su equipo no habría podido hacer absolutamente nada contra una bomba, pero con un miembro menos habían estado en clara desventaja. Rechinó los dientes y volvió la vista hacia el cielo, perder a Thanos y Abel era tan malo como perder a su hermana; los últimos años ellos se habían convertido en su otra familia y pensar en que no volvería a verlos la entristecía, y alentaba su lado más despiadado y vengativo.

Las tres horas que apenas consiguió dormir, Gal tuvo un sueño inquieto. En él vio los familiares rostros de sus compañeros de escuadrón, acompañados del de Erin y Asher. Pero mientras que los dos primeros mostraban su aspecto actual, se vio observando a una Erin de diez años rogándole que la ayudara, y a un Asher de dieciocho años destrozado por su marcha.

Despertó de un sobresalto, con la respiración frenética y la frente perlada de sudor. Aunque pronto se dio cuenta de que las gotas que descendían de su frente eran una fina capa de bruma que se había asentado sobre todo el bosque.

—Vera, despierta —llamó a su compañera mientras ella se levantaba y se disponía a recoger sus cosas —. Tenemos que seguir, está amaneciendo.

La exterminadora sacudió la cabeza con gesto somnoliento y se recogió la cabellera rubia en lo alto de la cabeza antes de seguir los pasos de su Capitana. El fuego se había extinguido hacía rato a causa de la humedad del ambiente, y la ropa parecía seguir mojada. Sin embargo, se la pusieron de vuelta, compartieron un par de paquetes de comida de supervivencia y se internaron de vuelta al bosque.

La poca visibilidad hacía que el camino se estuviera convirtiendo en una escalonada travesía guiada por la brújula sobre sus muñecas. A Gal le hubiese gustado esperar a que el sol despejara el camino y se deshiciera de la neblina mañanera, pero ya habían perdido suficientes horas descansando.

La reminiscencia del sueño la acompañaba con cada paso, recordándola cómo había fallado a todas las personas a su alrededor. Puede que Asher tuviera razón, quizás Gal sí hubiese sido cruel abandonando a la pequeña Erin en la isla. Pero no era ella la que hablaba, sino su cansancio.

—Dichosa niebla —masculló, iluminando la brújula de su muñeca por enésima vez. —Debemos alejarnos más del río o no llegaremos al centro.

Gal se giró para mirar a Vera, pero cuando se volvió la mujer rubia se había desvanecido. Alzó la voz llamándola, pero no recibió ninguna respuesta de su compañera. Sin embargo, sintió unos pasos acercándose y se movió en su dirección, creyendo que podría ser la exterminadora.

—¿Vera? —llamó llevándose la mano a la pantorrilla para coger uno de sus cuchillos.

—Hola guapa. —Una voz jadeante apareció tras ella y Gal alzó el codo y golpeó la cara del desconocido —. ¡Mi nariz! —gritó el hombre encorvado y con las manos llenas de sangre.

Un segundo después el tipo se lanzó sobre la Capitana y esta se apartó cortándole sobre uno de los brazos con su arma. Volvió a oír un alarido siseante y pese al tirón que sintió sobre su bajo vientre, se colocó en una posición defensiva.

—Te arrepentirás de esto puta —escupió el varón mientras de su desagradable boca amarillenta le brotaba saliva.

—Vuelve a llamarme puta y hago que te ahogues en tu propia sangre —siseó Gal iracunda —. Échate al suelo despacio, con las manos en la cabeza y me pienso lo de cortarte la lengua.

El hombre dudó un segundo y después obedeció. No iba armado y por el aspecto que tenía parecía un vagabundo. Abundaban bastante en las zonas más alejadas del centro de la ciudad, sobre todo en el Vertedero, el área sin reconstruir de Jevrá, y cualquier lugar cercano a Anthrax. Pero ni siquiera se había acercado a los lindes de la Bahía.

—¿Dónde está? —masculló Gal atando las muñecas del hombre con unas bridas. — ¡Contesta!

La Capitana le zarandeó y colocó el filo de su cuchillo sobre el cuello del hombre. Lo pasó suavemente sobre la piel y de lo afilada que estaba la hoja le dejó una calva en la barba. Ante el silencio del hombre, hinco la punta en la carne y rápidamente una gota carmesí comenzó a deslizarse garganta abajo.

—Vas a caer princesa —habló por fin, con la voz rasposa—. Tú, la furcia de tu hermana y todos los Meraki —agregó y escupió al suelo—. ¡Anthrax se alzará y vosotros os hundiréis!

Antes siquiera de que una carcajada brotara del fondo del estómago de aquel condenado, Gal hundió el cuchillo en su garganta y dejó que el hombre se ahogara en su propia sangre. Tal y como le había prometido.

—Eso, ya lo veremos —respondió entre dientes viendo como el hombre se convulsionaba y finalmente moría.

Había sido la ira, esa sedienta sensación de venganza la que le instó a quitar la vida de aquel traidor. Gal era consciente del pésimo trabajo que su padre estaba haciendo con el Estado, pero ella no estaba dispuesta a permitir que un grupo de delincuentes tomaran el control de Kairos. A ningún habitante le iría mejor, sólo lo creían porque vivían una precariedad de la que Anthrax se había hecho eco, haciendo falsas promesas. Pero una vez consiguieran el poder, Gal estaba segura de que actuarían igual o peor que Athos Meraki.

Se agachó e inspeccionó el cadáver. No tenía encima nada, solamente el símbolo de los Taarof tatuado sobre una de sus manos como si fuera un animal. Sus ropas eran poco más que harapos viejos, los zapatos estaban desgastados y su piel mostraba signos de drogadicción; a parte de eso aquel hombre sólo había sido un señuelo. Lo que significaba que el resto de sus amigos estaban acechándola y tendrían a Vera con ellos.

Gal limpió la sangre del cuchillo hundiéndolo en la tierra, lo pasó por la tela de su pantorrilla y lo volvió a guardar en su sitio. Debían de estar observándola, esperando al mejor momento para atraparla, pero ¿por qué no la habían detenido antes de matar a aquel hombre?

Antes siquiera de poder llegar a más conjeturas sintió un pellizco en el cuello. Sobre su yugular se había clavado un pequeño dardo y cuando Gal lo tomó lo reconoció: un proyectil sedante que utilizaban en el Krav para apresar a objetivos escurridizos.

—Mier...—antes de acabar la frase se desplomó justo al lado del hombre que había asesinado.

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