ERIN (III)

Erin se sentía mareada, un molesto zumbido se posó sobre sus oídos como el aleteo de una mosca. Le pesaban los párpados y sobre las puntas de sus dedos notaba un curioso hormigueo. Elevó una de sus manos entre la neblina de una somnolienta vista e intentó enfocar la mirada.

Nunca había experimentado una sensación como aquella, pero le asustaba y gustaba a partes iguales.

A su alrededor, todo era más brillante pero menos nítido; un foco de luz le apuntaba directamente a la cara, impidiéndole la visión y obligándola a apartar el rostro en un intento por no quedarse ciega.

Tenía la boca reseca y sobre su lengua una extraña pastosidad, como si llevara días sin beber absolutamente nada. Pero no era cierto. Los últimos días había aceptado la comida y bebida que Kerr le había traído.

No confiaba en aquel chico, ¿cómo podría? Pero no quería morir de deshidratación o de hambre; así que cada vez que él aparecía en su improvisada celda con una bandeja sobre sus manos, no probaba nada hasta que Kerr no lo hiciera primero. Si pretendían envenenarla, al menos se llevaría con ella a uno de sus secuestradores.

Aunque fuera el único que le había tratado como un ser humano.

Pero en aquella ocasión no estaba en su lugar habitual, ni se encontró con el más que conocido rostro de su niñero. Sólo estaban ella, el molesto brillo de luz sobre su rostro y un persistente goteo golpeando contra una superficie metálica.

Erin se giró en busca de la procedencia del sonido, pero más allá sólo encontraba pura oscuridad. Su cuerpo hacía sombra sobre el otro lado de la habitación y, debido a su poco campo de visión, no conseguía distinguir nada entre las sombras.

—¿Hola? —Elevó su voz en un murmullo rasposo y se encontró con una voz que no reconocía como suya—. ¿Kerr?

Se sorprendió a sí misma pronunciando en alto el nombre del joven, pero no fue él quién contestó, sino la voz distorsionada de una mujer.

—Eireann Meraki, ¿sabes por qué estás aquí?

Erin se tensó y buscó el origen de la voz sin mucho éxito.

—No —titubeó, incapaz de concentrarse.

Se movió incómodo sobre la silla, de un segundo a otro casi histérica, con el sudor perlando su nuca y frente. Y mientras intentaba deshacerse de las ataduras que la mantenían sujeta a su asiento, lo vio: una vía sobre su brazo izquierdo, que conectaba con un gotero colocado sobre su cabeza.

—¿Qué es esto? —preguntó mientras intentaba leer las letras que se perfilaban en la bolsa.

—Medicina para hacerte más cooperativa.

Erin entendió el eufemismo rápidamente: la estaban drogando con alguna sustancia que inhibiera sus sentidos, su resistencia. Lo que no sabía era con qué fin. Cierto era que, en todo el tiempo que llevaba enclaustrada con ellos, no había dicho nada; pero tampoco parecía que hubiesen tenido ningún interés en preguntar. En todo momento había sido una moneda de cambio, una ventaja contra su padre, mas parecía que aquello no había ablandado al Gobernador de ninguna manera.

—¿Qué queréis de mí? —musitó notando como la droga comenzaba a hacer mella en todo su sistema.

Ya no sólo era que las luces fueran más brillantes o que su cuerpo hubiese perdido la gravedad, es que le costaba concentrarse.

Dio un cabeceo involuntario y luchó por mantenerse despierta, semiconsciente de sus acciones, pero una neblina la inundó y dejó que el peso sobre sus párpados ganara aquella batalla. Cuando abrió los ojos de nuevo ya no estaba en la oscura habitación, su cuerpo había sido liberado de sus ataduras y frente a ella con una espléndida sonrisa aguardaba un rostro más que familiar.

—¿Asher? —murmuró.

El hombre sonrió y alargó una mano hacia ella. Erin dudó por un segundo, pero al final acabó por aferrarse a él. No estaba segura de lo que estaba pasando, ni cómo había llegado hasta allí. Elevó la mirada hacia el rostro de Asher y este parpadeó como una pantalla de ordenador en mal estado. Erin dio un pequeño sobresalto y miró a su alrededor, desorientada.

Los jardines de su casa nunca le habían parecido más puros que en aquella ocasión. El color de las flores era más intenso, la sensación del césped sobre sus pies descalzos le producía un extraño cosquilleo y el sol parecía como si estuviera justo delante de sus ojos, cegándola y calentándola como una radiador. Pero había algo diferente: no oía las olas del mar, únicamente ese extraño repiqueteo tras su oreja ¡ploc, ploc!

—No tengas miedo. —Era la voz de Asher, pero sus labios no se habían movido ni un ápice. Aunque puede que fuera una ilusión a causa de la luz, Erin no estaba segura —. Ven.

Sintió un leve tirón sobre su mano, pero Erin se resistió.

—Esto no es real —murmuró alejando su contacto del de Asher—. Tú no eres real. No estás aquí.

—¿Por qué dices eso Eireann? Claro que lo soy, vamos. —Asher la agarró de la muñeca.

—¿Eireann? —frunció el ceño y dio una sacudida, para romper el contacto —. Tú no eres Ash.

Asher Meyer nunca había llamado a Erin por su nombre completo, y dudaba mucho que empezara a hacerlo ahora. Todo estaba mal. Como en un sueño, se vio a si misma girándose a cámara lenta e intentó salir corriendo, pero cuando fue a hacerlo golpeó contra el cuerpo de otra persona.

—Kerr, no lo hagas —suplicó al ver el dispensador sobre una de sus manos. Se puso muy nerviosa y su ritmo cardíaco comenzó a acelerarse rápidamente —. Por favor —lloró.

—Dímelo, entonces —respondió con fiereza —. Responde a la pregunta, Meraki.

—No lo sé —sollozó histérica.

Las manos de Kerr la zarandearon desde los hombros, obligándola a enfocarse a él, al distorsionado interrogatorio enfundado en un sueño. No, una pesadilla.

—¿Cuál es el código de seguridad del puente de Agora? —preguntó de nuevo la voz.

—Ruth —chilló— Ruth Meyer.

Sobre la silla en la que todavía estaba sentada, el menudo cuerpo de Eireann Meraki comenzó a convulsionarse sin control. La droga se había movido por todo su sistema circulatorio, tomando posesión de su mente tan rápido como el resto de su maltrecho cuerpo.

Kerr cruzó la habitación como una sombra y alcanzó a Erin. De un tirón apartó la vía que aún suministraba la sustancia alucinógena a la muchacha y cortó sus ataduras con una pequeña navaja. Le hizo un pequeño corte en uno de los brazos, pero no se detuvo a inspeccionarlo más preocupado por la vida de la muchacha.

Tumbó a la frágil Erin sobre el suelo de costado, colocó uno de los brazos a modo de almohada para tenerla ligeramente alta y él se la sostuvo entre sus manos esperando que la chica no acabara mordiéndose la lengua.

—¡Qué alguien llame a Drea! —gritó Kerr a aquellos que estaban al otro lado de la cristalera.

Con cada convulsión, Kerr comenzaba a ponerse más nervioso y no parecía que la muchacha cesara.

El sonido de unos tacones advirtió a Kerr de la presencia de otra persona. «Ahí viene la ayuda », pensó ingenuamente pero las pisadas eran lánguidas, pesadas como si al caminante le costara moverse.

—Lo siento, cielo, pero Drea se ha ido hace rato —respondió Sloan observando la situación con una sonrisa retorcida en sus labios—. Tiene que preparar una boda.

La voz de Sloan puso a Kerr de muy mal humor, pues debió de imaginar que de las tres mujeres que había al otro lado de la sala sólo una podría caminar de esa manera tan irritante.

—Habrá más sanitarios que ella en este puto lugar, ¿no? —Kerr se giró para observar a Sloan justo en el momento en el que Erin dejaba de convulsionar—. ¿Meraki? ¿Me oyes?

—¿Es que tu cuñada no te ha enseñado nada? —siseó Sloan, haciendo un gesto con la cabeza para que uno de sus hombres entraran en la habitación—. Comprueba sus vitales y haz algo con esas heridas. No queremos que se desangre antes de tiempo.

Kerr se apartó ligeramente cuando el sanitario del clan Aster se acuclilló sobre la muchacha e hizo lo que su líder le mandaba.

—¿Qué demonios estás haciendo? —increpó cuando vio que inyectaban algo en el brazo de la muchacha —. Le ha dado una puta sobredosis.

—Sí, y por eso la estamos tratando, Kerr —respondió Sloan. Dos hombres más entraron en la habitación y tomaron al chico de los brazos —. Ahora sé buen chico y vuelve con tu hermana. Ya me ocupo yo de la pequeña Eireann.

La mujer esbozó una sonrisa y se giró mientras sus hombres arrastraban a Kerr fuera de la habitación.

—¿Quién es Ruth Meyer? —preguntó el sanitario mientras vendaba la muñeca de la muchacha.

Sloan se cruzó de brazos y su rostro se convirtió en una inmaculada y tensa expresión cincelada en mármol. La falsa modestia que siempre la acompañaba había desaparecido para mostrar su verdadero ser.

—Un problema del que creí haberme deshecho hace casi treinta años.

Y que, al parecer, seguiría persiguiendola para siempre.

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