DREA (III)

Desde lo alto de la colina, al este de la Bahía, donde el bosque del Nubia empezaba a extender sus árboles hacia cielo, Drea se detuvo. Respiró hondo y se giró para observar Anthrax. Más allá del puerto, podía ver el faro abandonado y el extenso mar frente a ella, pero sus ojos no se detuvieron a admirar el precioso atardecer, sino que se clavaron entre las estrechas y retorcidas callejuelas que durante los últimos diez años habían sido su hogar.

Y como antaño, la historia se volvía a repetir: volvía a huir. De su casa, de su familia, de las personas que quería, pero sobre todo de su pasado. Abandonar Agora había sido difícil, sobre todo alejarse de Gal y Erin, dejando a su cargo las obligaciones que Drea había tenido desde que nació: formarse como Gobernadora de Kairos y seguir las políticas del consejo. Mas no había sido capaz de seguir la estrategia que su padre, y su abuelo antes que él, habían tomado para ganar la partida.

A diferencia de ellos, Drea había sentido la necesidad de conocer Jevrá, de ver con sus propios ojos a las personas que se suponía protegían y cuidaban. La realidad era que no vio, ni sintió que Agora estuviera haciendo ningún bien a la población, a la reminiscencia de un mundo que había acabado diezmado por actuar como si fueran Dioses.

Recordaba qué fue lo que le hizo escaparse, desaparecer: una conversación con su padre sobre el futuro de Kairos. Había estado dispuesta a cambiar las cosas, tomar decisiones que hubiese puesto en peligro la comodidad con la que vivían aquellos de la isla y el poder de las familias del Consejo. Athos la llamó insensata, la reprendió y, después, le recordó que podían quitarle el poder que tenían tan fácilmente como se lo habían dado.

Por aquel entonces Drea no le había entendido. Ingenuamente había pensado que su padre se había referido a sí mismo; que llegado el momento se retractaría y decidiría poner a una de sus hermanas en su lugar. Mas esa no había sido la pretensión del hombre, sino la de advertirle de lo fina que era la soga por la que se movían y los obstáculos que se interpondrían en su camino.

Era cuestión de tiempo que el Gobierno de su padre se deshiciera por completo o que Sloan tomara el control de la Bahía, sobre todo ahora que sobre sus manos se encontraba una verdad que golpeaba, no sólo al Clan Naz, sino también a los Skjegge.

En última instancia había hecho lo correcto por Holden. Ver la desesperación en sus ojos la había hecho más daño del que jamás hubiese imaginado, pero si le había abandonado públicamente había sido por él. De otra manera, nadie habría creído que Holden no supiera sobre su pasado, sobre su verdadera identidad, y habría estado tan condenado como Tasia.

Una lágrima se perdió al borde de su barbilla. No existían suficientes disculpas que pudieran resarcir todo el daño que había provocado, pero aunque eso fuera cierto no dejaría que Erin pagara por sus errores. Si ella estaba allí era porque años atrás, Drea había decidido ser cobarde y desaparecer.

Soltó un suspiro, tensó la mandíbula y se dio media vuelta. No podía perder más tiempo con despedidas silenciosas; observar lo que había perdido no iba a hacer que lo recuperara y debía marcharse cuanto antes o todo aquello no habría servido de nada.

Tasia le había dicho que el bosque podía ser traicionero, pero la forma más fácil de moverse por él era seguir el curso de la ría de Anthrax. A diferencia del Nubia, la ría era un pequeño caudal que serpenteaba desde el lago Anuket hacia la Bahía, mientras que el gran río caía por la presa hasta la costa de Jevrá. Por suerte, ambos afluentes estaban lo suficientemente alejados como para que Drea no tuviese problemas.

El sol se escondió rápido bajo la línea que dibujaba la arboleda; los últimos rayos apenas se filtraba por entre las ramas y la poca visibilidad obligó a Drea a encender una linterna. Octavia le había dicho aquella mañana, mientras la ayudaba a vestirse para el enlace, que nadie de la Bahía se movía por esa zona por miedo a ser detenidos por el Krav.

Más del setenta por ciento del meridiano más oriental de Jevrá estaba ocupado por las Industrias Anuket, tierras que quedaban bajo la supervisión de la familia Meyer y que, por supuesto, defendían soldados de la Academia. Por eso, todos aquellos que se acercaban mínimamente a la presa o a la central, acababan rindiendo cuentas con la seguridad impuesta por Kala y Asher Meyer.

A medida que avanzaba y se acercaba más al punto de encuentro, notó como un molesto zumbido tomaba posesión de la acústica a su alrededor. Las olas rompiendo contra la Bahía habían dejado paso al crepitar de la electricidad y eso fue señal suficiente para saber que iba por buen camino.

Oyó el rugido de un motor más allá de los árboles que tenía delante, lo suficientemente nítido como para saber que si se movía en esa dirección no tardaría en toparse con los dueños del vehículo. Drea apagó la linterna y se movió entre las sombras, usando los troncos de los árboles para ocultarse todo lo que pudo.

La luz que desprendían los focos delantero del todoterreno no la dejaba ver bien a las personas que estaban frente a él, únicamente distinguía unas siluetas que se movían y un murmullo del que no era capaz de sacar ninguna palabra en claro.

Y aunque sabía que lo que tenía que haber hecho era marcharse de allí y seguir su camino, cuando el sonido de los cañones retumbaron por todo el bosque, Drea se vio a si misma tapándose la boca para ahogar un grito. Su cuerpo no reaccionó, sintió como sus pies se clavaron al suelo y el corazón latía desbocado en su pecho.

Reconoció el emblema del clan Aster en el antebrazo de uno de los hombres que estaban más cerca del todoterreno y el pánico se hizo acopio de todo su ser. No quería pensar en el peor escenario, pero si Sloan había conseguido rastrearla acabaría en la soga.

El miedo a ser atrapada fue lo suficiente fuerte como para obligarla a quedarse quieta, escuchando en silencio todo lo que sucedía a su alrededor.

—Nos llaman de la Bahía —oyó decir a una voz profunda y áspera, que Drea imaginó que era de hombre.

—¿Y? —respondió una voz femenina.

—Es tu madre. —Al hombre le tembló la voz—. Drea Naz se ha escapado.

—Genial —gruñó la mujer—. Moveos, esos ya no se van a levantar.

Aunque a Drea le resultó familiar la voz femenina, no consiguió ponerle rostro. Intentó asomarse lo máximo que le permitía estar a buen recaudo entre las sombras y lo único que consiguió percibir fue una figura alta y esbelta. Nada que le pudiera dar una pista de quién era la mujer.

Esperó a que los coches se perdieran en el sendero hasta que ya no pudo oírlos más y salió de su escondrijo. Drea sintió una punzada en el estómago al ver los dos cadáveres, maniatados y con un balazo en la cabeza, que ahora encharcaba el suelo de sangre.

Se acuclilló al lado de los cuerpos y comprobó sus constantes vitales  por pura inercia. No vio nada que indicara quiénes eran aquellos dos sujetos; su ropa era común —un poco harapienta, quizás—, no presentaban ninguna marca a simple viste y por más que los miraba, Drea no creía haberlos visto en su vida.

Buscó la marca de los Taarof en los lugares habituales: tras la oreja, en el interior de la muñeca y la nuca; pero allí no había ningún tatuaje. Prosiguió con su inspección hasta que, escondido entre los pliegues de la camiseta, dio con lo que, finalmente reconoció como una placa del Krav. Que los matones de Sloan Aster estuvieran matando a soldados no le impresionó en lo más mínimo, pero no reconocía su estilo en aquella ejecución. Puede que fuera algo nuevo, una vendetta o un ajuste de cuentas. Fuera lo que fuese, Drea ya no podía hacer nada por ellos.

—Hasta el último aliento —murmuró, al tiempo que unía sus puños formando con los brazos una línea recta sobre su pecho y bajaba la cabeza en un ligero gesto de asentimiento.

Había aprendido las costumbres militares cuando era pequeña. Su padre había puesto mucha insistencia al respecto, aunque no era lo normal para una futura gobernadora e, incluso, la había llevado hasta la Academia. Recordaba sus palabras aquel día: «Andy, observa bien, aprende. Puede que un día sea tuyo.»

Tenía gracia, que recordara aquellos gestos paternales de Athos, como si le hubiese estado contando un secreto del que sólo ellos dos eran partícipes. Pero más gracia tenía aún que, después de todo, el Krav nunca fuera a ser suyo ni hubiese tenido el valor de su hermana para alistarse.

No oyó llegar el buggy, sólo sus focos dejándola ciega por unos segundos. Elevó una de sus manos para hacerse sombra y vio como un par de personas descendían del automóvil. Por un momento creyó que los secuaces de Sloan habían vuelto para rematar la faena, pero pronto se dio cuenta de que frente a ella se encontraban soldados del Krav. Estar parada sobre los cadáveres de dos de ellos no iba a ayudarla demasiado, por lo que simplemente elevó las manos para que vieran que no estaba armada.

—¿Drea? —la llamó una de las figuras que se acercaban a ella. No era capaz de distinguirle bien el rostro, pero había oído antes aquella voz—. Soy Tiera Kostas, me envía Kala Meyer.

El alivió le recorrió por entera. Hacía años que no coincidía con Tiera, pero recordaba a una adolescente de gesto pizpireto, gafas y pelo recogido en trenzas. La mujer, en la que se había convertido, distaba mucho de aquella muchacha, salvo porque seguía teniendo un brillo de curiosidad genuino en sus ojos almendrados.

—Debemos irnos, los Meyer te están esperando —apremió Tiera.

Drea echó una última mirada hacia los dos cuerpos y se resignó subiendo a la parte de atrás del buggy; no podía salvar a todo el mundo y tampoco esperaba hacerlo. Con suerte podría recuperar a su hermana pequeña antes de que se desatara el caos.

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