(15) Sombras del Deseo

Horas antes de la gala, camino por las calles empedradas de la ciudad, buscando los materiales necesarios para el regalo que mi padre ha ordenado que prepare. Esta mañana, durante una charla tensa, él me dejó en claro que, hoy más que nunca, debo demostrar mi amor por el príncipe frente a todos.

Su instrucción fue precisa: no hay mejor símbolo de compromiso y devoción que una tela artesanal del Emirato de Al-Nur, un obsequio tradicional que representa el amor sincero de una futura esposa. Sin embargo, mientras recorro los escaparates de las tiendas, siento el peso de esta tarea.

Entiendo el significado de esta tradición, pero no puedo ignorar que mis sentimientos por Oliver no son lo suficientemente profundos como para darle un regalo tan significativo.

Mi guardaespaldas, Said, camina a mi lado, imponente y siempre alerta. Su presencia severa hace que la gente a nuestro alrededor se aparte de inmediato. A pesar de su profesionalismo, la intensidad de Said puede ser intimidante. A mitad de mi búsqueda, su voz rompe el silencio con una pregunta inesperada:

—¿Cómo te has sentido desde que llegaste a Luxemburgo?

—Bien —respondo en un tono breve, sin querer que mis pensamientos salgan a la superficie. Me siento abrumada por todo lo que está pasando y no quiero revelar más de lo necesario.

Said suspira, parece sopesar sus siguientes palabras.

—Desde que estás aquí, noto que algo ha cambiado en ti.

La tensión se apodera de mí. No quiero que Said saque conclusiones apresuradas o despectivas sobre mi carácter. Con una personalidad estricta, similar a la de mi padre, Said rara vez muestra alguna señal de simpatía.

—Sé que me tienes miedo —dice en un tono inusualmente suave, como si la confesión fuera algo que él mismo dudara en admitir.

Sorprendida, me detengo y lo miro. Decido ser honesta, armándome de valor.

—Antes sí —admito, en un susurro firme—, pero ya no.

Said parpadea, visiblemente desconcertado por mi respuesta. Asiente lentamente, como si confirmara algo que había intuido. Su reacción me descoloca; esperaba algún reproche o, al menos, su acostumbrada frialdad.

—Tu padre ha dejado de confiar en mí como antes. —explica Said, con un matiz de cansancio en la voz— Últimamente, solo se reúne con el duque y sus superiores. Puedo imaginar lo frustrante que fue para ti crecer rodeada de secretos. Quizá he sido demasiado duro contigo, Layla, y no puedo decir que haya sido justo.

Me quedo en silencio, asimilando sus palabras. Su sinceridad parece genuina, pero es lo siguiente que dice lo que verdaderamente me estremece.

—El pueblo de Al-Nur está a punto de enfrentar tiempos oscuros... —Said desvía la mirada por un instante, y en su rostro habitualmente imperturbable veo aparecer una sombra de preocupación— Mis padres siguen allí, escondidos, tratando de pasar desapercibidos. Me aterra pensar en lo que pueda ocurrirles si estalla una guerra civil.

Comparto su inquietud, sintiendo su preocupación como si fuera mía.

—Veo que tú también has cambiado. —digo, reconociendo su vulnerabilidad, una faceta de él que nunca antes había percibido.

Said me mira con una mezcla de gratitud y resignación.

—Layla, pareces más fuerte que antes, más decidida. Deberías hacer algo al respecto. Hasta hace poco, yo pensaba que las mujeres... —Hace una pausa, buscando las palabras adecuadas, como si se adentrara en un territorio desconocido— Veo que tienen tanto poder, quizás más, que nosotros. Ven más allá de lo evidente.

Agradezco sus palabras, reflexionando sobre nuestra conversación. Quizás tenga razón. Si Said, quien siempre fue una sombra fiel de mi padre, es capaz de ver el desastre que traería una guerra civil, tal vez todavía no esté todo perdido. Quizás aún esté a tiempo de evitar que envíen las tropas al emirato de Al-Nur.

Entramos en una tienda de telas, y el dueño nos recibe, dándonos la bienvenida con cierta reticencia. Al ver a Said, parece un poco intimidado.

—Tranquilo, no muerde... de momento —digo, señalando a Said y tratando de suavizar el ambiente.

El dependiente se ajusta la corbata nervioso y nos pregunta qué necesitamos. Le indico cuatro cosas específicas y me doy una vuelta por la tienda mientras él busca lo que le pedí. El lugar está lleno de telas y adornos delicados. Me relajo al instante; no hay prisas, así que me tomo el tiempo de observar todo a mi alrededor con calma.

Mientras espero, no puedo evitar recordar la última vez que fui a una tienda de especias, la de la señora Şahin en Turquía, antes de partir. Ese aroma embriagador de especias, la calidez del lugar, y cómo, en ese momento, me sentía vulnerable y perdida... Ahora, a pesar de lo que he vivido desde entonces, siento que esa inseguridad se ha ido desvaneciendo poco a poco.

¿Podría ser cierto lo que dijo Said? ¿Es posible que realmente sea más fuerte de lo que siempre pensé? Una pequeña chispa de esperanza se enciende en mí.

El dependiente regresa con una bolsa llena de hilos y telas. Me dispongo a recogerla, pero Said se adelanta, toma la bolsa y paga sin decir nada. Juntos salimos de la tienda, y le agradezco su amabilidad.

Said asiente; siempre ha sido un hombre de pocas palabras. Caminamos de regreso al palacio en silencio, mientras el cielo se tiñe de anaranjados y rosados bajo la luz del atardecer.

Al llegar, Said me entrega la bolsa y se despide con un último comentario.

—Tal vez este sea el primer paso que debas dar para cambiarlo todo —dice, refiriéndose al obsequio para Oliver.

Asiento, ligeramente desconcertada, y observo cómo se aleja. Con la bolsa en mano, me dirijo a mi habitación, aunque antes hago una breve parada en el salón. Me pregunto a quién espero encontrar allí. ¿Acaso a la princesa? Sacudo esos pensamientos de mi cabeza.

No hay nadie de la familia real en la sala, pero veo a Aisha limpiando el sofá y la saludo.

Aisha sonríe al verme.

—Hola, Layla. ¿Cómo estuvo tu día?

—Bien, gracias —respondo, intentando mantener la compostura.

Aisha me observa con un brillo de curiosidad en la mirada.

—La princesa preguntó por ti esta mañana.

Un escalofrío me recorre y la bolsa casi se me resbala de las manos. La princesa Gabriella siempre ha ejercido en mí una extraña fascinación, una atracción que no consigo entender del todo.

—¿Por mí? —pregunto, intentando ocultar mi sorpresa.

Aisha me observa, como si intuyera algo de lo que ocurre en mi interior.

—Sí, parecía interesada en saber dónde estabas.

¿Por qué la princesa preguntaría por mí? Me hago la pregunta, pero no encuentro una respuesta que me convenza.

Aisha señala la bolsa que llevo y pregunta:

— ¿Para qué son todas esas telas?

Me invade una breve tristeza al pensar en la razón. —Mi padre me ha encargado que prepare algo especial para esta noche. Quiere que las cámaras capturen el momento de la entrega de regalos.

Aisha me mira con interés.

—¿Es un regalo para la princesa Gabriella?

Me detengo por un instante, corrigiéndola rápidamente.

—No, claro que no. Es para el príncipe Oliver. Es parte de las tradiciones del emirato de Al-Nur: la prometida entrega un obsequio hecho a mano a su futuro esposo, como símbolo de su compromiso y devoción.

Aisha parece sorprendida por mi explicación y me mira fijamente—. ¿Estás segura de que quieres hacerle este regalo al príncipe porque lo deseas... o porque sientes que debes hacerlo?

Desvío la mirada y respondo en voz baja.

—Es algo que debo hacer. Oliver me importa.

Aisha observa mi evasión con una sonrisa amable, como quien comprende más de lo que oye.

—Pero... ¿Él te gusta?

No respondo de inmediato. Me quedo en silencio, permitiéndome explorar un espacio de honestidad que hasta ahora he evitado. Después de unos segundos, sacudo la cabeza.

—Yo... no siento una conexión realmente especial con él, pero...

Aisha me mira con una expresión cálida, casi protectora.

—Layla, a veces es mejor dejar que el corazón, y no el deber, nos guíe.

Asiento, aunque la duda aún persiste en mi interior. Sé lo importante que es esta noche y la alianza que representa, pero las palabras de Aisha se quedan flotando en mi mente.

Me despido, inmersa en mis pensamientos, y me dirijo a mi habitación. Allí dejo caer la bolsa y extiendo las telas sobre la cama, observándolas en silencio mientras una pregunta crece en mi interior.

Todos los colores son hermosos. El dorado me recuerda el brillo de su cabello, el azul marino a sus ojos, de aspecto frío, pero a la vez cercanos. Me pregunto qué otras combinaciones podría elegir, cómo podría hacer que estos colores hablen por mí.

De pronto me detengo. Me quedo petrificada.

¿Por qué pienso en la princesa Gabriella? Este regalo es para el príncipe Oliver, no para ella.

¿Qué estás haciendo, Layla?

Confundida y con el corazón acelerado, tiro las telas al suelo en un impulso y me dejo caer en la cama, presionando mis manos contra el pecho. Mis pensamientos son un torbellino. Es imposible ignorar que algo ha estado creciendo silenciosamente dentro de mí, algo por Gabriella. Esta verdad me da miedo, y ahora que se ha hecho presente, no sé qué hacer con ella.

Suspiro profundamente, tratando de hallar claridad en medio de esta tormenta. Me obligo a centrarme en la apuesta. Si realmente quiero convencer a Oliver para que colabore con nosotros y logremos un beneficio mutuo, debo darle este regalo y apartar estos sentimientos irracionales. Además, Gabriella jamás podría interesarse en alguien como yo.

La princesa es extrovertida, necesita a alguien que la haga feliz como lo hizo Juliette durante un tiempo.

—Lo que ella necesita es... algo que yo no soy.—murmuro en voz baja, sintiendo una punzada de dolor.

Las palabras resuenan en el silencio de la habitación y siento cómo el pecho se me encoge. Con un suspiro resignado, miro el techo, cerrando los ojos para respirar con calma.

Finalmente me decido. Haré el regalo para el príncipe. Me reincorporo, recojo las telas del suelo y empiezo a trabajar.

Tras unas horas de bordado, observo el resultado: un pañuelo con los colores y los símbolos de Al-Nur, una pieza que representa una promesa de unión y compromiso. Por más que lo miro, sigue siendo, para mí, solo un trozo de tela sin vida.

Lo envuelvo con cuidado y lo dejo en la cama, listo para entregarlo.

Poco después empiezo a prepararme. La gala es dentro de una hora y apenas he comenzado a arreglarme. Me cambio, me coloco el vestido verde esmeralda con detalles dorados y, mientras ajusto los pliegues, unos suaves golpes en la puerta me sorprenden.

—¿Quién es?

—¿Puedo pasar? —pregunta Aisha desde el otro lado.

—Sí, adelante.

Aisha entra con una sonrisa cálida, preguntando si necesito ayuda. Le agradezco y ella me invita a sentarme en el tocador mientras prepara los últimos toques de maquillaje. Con naturalidad, intenta retirar la tela de mi hiyab, pero al darse cuenta, se disculpa rápidamente.

—Lo siento, fue un gesto instintivo... Estoy acostumbrada a ayudar a mi madre con su cabello.

La miro en el espejo, y en un impulso que ni yo entiendo del todo, asiento.

—Adelante, Aisha.

Ella se detiene, sorprendida.

—¿Segura, Layla?

Le sonrío y asiento con firmeza.

—Sí, estoy segura. Quiero empezar a decidir por mí misma lo que quiero o no quiero hacer.

Aisha asiente, aún con cierta incredulidad en sus ojos, pero procede con cuidado. Retira el hiyab, dejando al descubierto mi cabello marrón y ondulado. Me miro en el espejo, observando cómo los mechones caen sobre mis hombros. Me siento extraña, pero también liberada.

Este instante me lleva a un recuerdo lejano, a cuando me puse el hiyab por primera vez siendo apenas una niña. Recuerdo el temor de entonces, cómo una parte de mí parecía desaparecer cada vez que el corte de cabello me despojaba de algo más que una simple apariencia. Ahora, al mirarme en el espejo, veo cuánto he cambiado. Quiero comenzar a decidir por mí misma, incluso si eso implica desafiar las expectativas de mi familia.

—¿Cómo te sientes? —pregunta Aisha, interrumpiendo mis pensamientos.

—Extraña... pero bien. —respondo con una leve sonrisa— Es solo que, por primera vez, siento que estoy haciendo algo para mí.

—Lo entiendo. —dice Aisha, terminando de peinarme— A veces, necesitamos hacer cosas que nos asusten para descubrir quiénes somos realmente.

Aisha finaliza los últimos detalles de mi peinado y maquillaje. Cuando todo está listo, me miro en el espejo y veo a una mujer que comienza a forjar su propio camino.

—Estás hermosa, Layla. —dice Aisha con una sonrisa de orgullo.

—Gracias, Aisha. —le digo, devolviéndole la sonrisa— Gracias por todo.

Me levanto y me miro en el espejo, observando cómo me queda el vestido esmeralda con detalles dorados. Con el cabello suelto, todo combina perfectamente. Ayudo a Aisha a recoger la habitación, y en ese momento, se me ocurre una brillante idea.

—Ven a la gala conmigo, Aisha.

Ella sacude la cabeza y declina mi propuesta con amabilidad.

—Una cosa fue acompañarte a la clase de etiqueta, pero ahora no puedo ir a una gala oficial. Soy solo una doncella de cámara, estaría mal visto que vaya allí.

Le tomo las manos y le repito sus propias palabras.

—A veces, necesitamos hacer cosas que nos asusten para descubrir quiénes somos. Hay tiempo. Puedes elegir uno de los vestidos de gala de mi armario, nunca he usado ninguno desde que llegué.

Mis palabras parecen animarla, y finalmente acepta.

Vamos al armario y elige un vestido azul marino con detalles plateados que realza su figura. La ayudo a arreglarse, peinando su cabello y aplicándole un poco de maquillaje. Cuando terminamos, ambas nos miramos en el espejo, reflejando no solo elegancia, sino también una fuerza renovada.

—A partir de ahora, Aisha, eres una más. No eres menos que yo.

Aisha me observa con una expresión de gratitud y asombro.

—Gracias, Layla. No sé cómo expresarte lo que esto significa para mí.

Sacudo la cabeza con una sonrisa.

—No necesitas agradecerme nada. Eres mi amiga, y eso es lo que importa.

Tomo el regalo para el príncipe, y después de un último vistazo para asegurarme de que todo está en orden, ambas salimos de la habitación hacia el vehículo que nos espera en la entrada del palacio.

Llegamos a La Grande Salle de Lumière, donde se llevará a cabo la gala. El salón es majestuoso, con altos techos cubiertos de frescos detallados que narran historias de tiempos lejanos y candelabros de cristal que proyectan una luz suave, como un velo dorado sobre los invitados. Aisha me aprieta el brazo; puedo sentir su nerviosismo, y para tranquilizarla, le dedico una sonrisa cálida.

—Todo estará bien, Aisha. Solo sé tú misma.

Desde lejos, veo al príncipe Oliver con un elegante traje que realza su porte distinguido. Aisha, paralizada al verlo, me mira, sus ojos brillan con algo entre admiración y asombro. Me río suavemente, sin decir nada.

—Vamos a saludarlo —le digo, animándola con un leve empujón.

Mientras avanzamos hacia él, siento varias miradas posarse sobre mí. Es extraño... Me siento ligera, sin el hiyab, libre de un peso que apenas notaba hasta ahora. Escucho algunos susurros de admiración, personas que comentan mi apariencia sin saber siquiera quién soy. Me siento viva, como si el aire fuera diferente.

Oliver me recibe con una sonrisa y, de repente, me abraza, separándose rápidamente. Se le escapa una sonrisa nerviosa.

—Te ves preciosa, Layla. Pero... claro, no quiero decir que antes, con el hiyab, no lo estuvieras. Es decir... —Oliver se atrabanca, claramente incómodo.

No puedo evitar reír, y él, aclarándose la garganta, sigue con un tono más calmado.

—Arriba hay una galería de arte. Si quieres, puedes echarle un vistazo antes de que todo esto empiece y te quedes atrapada aquí conmigo. —Me guiña el ojo y sonríe con complicidad— Estoy seguro de que te gustará.

La invitación es tentadora; siento el impulso de explorar, de descubrir esos secretos occidentales que siempre me han intrigado. Me excuso un momento, dejándolos a él y a Aisha. Al mirar atrás, veo cómo Aisha comienza a conversar alegremente con el príncipe, con una confianza que me llena de orgullo. La veo integrada, segura, y siento un cálido alivio.

Una vez en la galería de arte, el ambiente cambia. Aquí reina una quietud profunda, solo interrumpida por el suave susurro de las voces distantes en la gala. Camino entre las obras, maravillada por las pinturas y esculturas que representan épocas y estilos diversos. Es como estar en un mundo paralelo, suspendido en el tiempo.

Una pintura en particular captura mi atención: El Beso de Gustav Klimt. La obra muestra a dos amantes entrelazados en un abrazo dorado, envueltos en una especie de aura mística. La descripción señala que representa un amor prohibido, una entrega tan apasionada como peligrosa. Observo sus rostros unidos, sus cuerpos fusionados en una armonía perfecta, como si se protegieran mutuamente de un mundo hostil.

Algo en esa escena me toca profundamente. ¿Podrían ellos...? Si ellos pudieron desafiarlo todo, quizás yo también...

La idea flota en mi mente, pero pronto me interrumpe un murmullo desde la planta baja. Algo ocurre en el salón. La curiosidad me impulsa a descender las escaleras.

Mientras desciendo hacia la multitud, mis ojos buscan a alguien, sin siquiera saber a quién exactamente. Entonces la veo.

Todo el ruido, las luces y las personas desaparecen, dejando solo su figura entre la multitud, como un faro que atraviesa la niebla. Mi corazón late con fuerza, cada paso hacia ella se siente denso, cargado de una emoción que apenas logro comprender.

Nuestros ojos se encuentran, y en ese instante, el tiempo se congela.

Siento que todo lo demás se desvanece, que no existe más mundo que el espacio compartido en esa mirada. Una sensación intensa, inconfundible, toma forma en mi pecho, y por primera vez, no quiero apartarme de lo que siento.

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