(1) Bienvenidos a Estambul

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El cálido amanecer se ciñe sobre la ciudad, pintando los edificios de tonos dorados y naranjas.

Me escabullo entre los estrechos callejones para llegar al bazar. Las coloridas telas de los puestos ondean al viento mientras los comerciantes intentan atraer clientes con sus productos exóticos.

—Admiren esta tela de seda recién llegada de la India. —grita uno de los vendedores mientras extiende un trozo de tela brillante hacia un grupo de curiosos— Por ser ustedes, les voy a hacer una oferta que no van a poder rechazar.

Observo cautelosa como se relame los labios con ansia al recibir el dinero de los turistas.

No me sorprendería enterarme de que esa "tela de la India" que tanto promociona, sea falsa. Las estafas forman parte del día a día de esta ciudad.

La energía contagiosa del bazar me envuelve mientras sigo caminando hacia mi destino, una pequeña tienda local apartada de todo el bullicio.

Secretos de Oriente.

Me detengo frente al establecimiento. El aroma inconfundible a especias flota en el aire.

Sin previo aviso, una corriente de viento levanta parte de mi hiyab. Antes de que salga volando, lo sostengo firmemente pegado a mi cabeza. Con precaución, reviso rápidamente a mi alrededor para asegurarme de que nadie me haya visto.

Llevar esta prenda constantemente significa mucho. El hiyab es visto como una práctica cultural arraigada que va más allá de la religión. Es una conexión con mis raíces, con la tradición que ha sido transmitida de generación en generación en mi familia.

Aunque en la sociedad actual muchas chicas, especialmente en Turquía, han optado por no usar esta prenda, mi padre se mantiene arraigado a las costumbres.

Para él, el velo es una manifestación visible de nuestra identidad, una forma de preservar nuestra herencia en un mundo que cambia rápidamente. Sin embargo, llevar esta prenda a diario hace que me sienta limitada, como si estuviera encerrada en una jaula invisible.

La vibración de mi teléfono interrumpe mis pensamientos, indicando la llegada de un nuevo mensaje. La pantalla se ilumina, revelando un nombre muy familiar. No puedo evitar rodar los ojos ante la persistencia de esta persona.

—Al parecer tiene ojos por toda la ciudad —murmuro con ironía mientras vuelvo a guardar el teléfono.

Decido ignorar el mensaje por ahora.

Siguiendo con el plan inicial, entro en la pequeña tienda. El aroma familiar me envuelve. Observo los montones de especias dispuestas en estantes de madera tallada, cada uno clasificado por su distintivo color y propiedad.

—Bienvenida, Layla. —saluda la señora Şahin desde el mostrador— Me alegro mucho de verte. ¿Cómo van las cosas en casa?

En casa nada parece ir bien últimamente. Mi padre, cada vez más obsesionado con un plan del que apenas me ha dado detalles, se ha reunido en secreto con varias personas esta semana.

Ya ni siquiera estoy interesada en preguntar. Sé qué tipo de respuesta voy a recibir por su parte; su favorita: "Las mujeres no deben involucrarse en este tipo de asuntos".

Una de las cosas que mi padre me enseñó desde que vivimos en Turquía es a no confiar con nadie. Nunca sabes quién es el enemigo ni querrán obtener de ti.

Esta lección me ha acompañado a lo largo de los años, convirtiéndose en una especie de filtro a través del cual veo el mundo que me rodea. Cada sonrisa amable es motivo de sospecha, cada gesto de amistad, una posible trampa.

La sombra del pasado siempre nos persigue, y sé que si alguien de la casa al Saúd nos encontrara, las consecuencias podrían ser devastadoras. Debemos mantenernos en bajo perfil.

— Muy bien, gracias por preguntar. —respondo de la manera más convincente que puedo para no levantar sospechas— Vengo a buscar las especias para hacer el remedio para mi padre, como sabrá, tiene problemas de espalda desde hace tiempo. Mi deber como su hija es cuidar de él.

La señora Şahin asiente con comprensión, su expresión llena de empatía. Me siento agradecida de que no insista en indagar más sobre los asuntos de mi familia, aunque sé que su curiosidad es solo natural.

—Lo entiendo. Tu padre es un hombre trabajador, pero no se olvida de cuidar de ti y de los suyos. —responde ella con una sonrisa reconfortante— Ven, déjame ayudarte a encontrar lo que necesitas.

Me guía por los estantes repletos de hierbas y remedios naturales, deteniéndose de vez en cuando para recomendarme las mejores opciones para mejorar el estado de mi padre. Mientras examino las distintas especias, la señora Şahin me cuenta anécdotas sobre las propiedades curativas de algunas plantas.

—¿Sabes que es esto Layla? —me muestra un pequeño frasco de vidrio lleno de polvo brillante.

Ante mi negación, ella continúa explicándome.

—Esto es rocío de Luna. Se usaba antiguamente en occidente. Era considerado un ingrediente sagrado, pero desafortunadamente, su asociación con la brujería llevó a su prohibición y al ostracismo de quienes lo utilizaban.

¿Brujería? La curiosidad se apodera de mí.

—¿Qué función tiene exactamente?—pregunto intrigada.

—Se dice que el polvo de Luna se puede utilizar de muchas formas. Algunas personas lo quemaban como incienso durante sus rituales, mientras que otras lo mezclaban con agua para crear una especie de ungüento que aplicaban en la piel.

Hace una pequeña pausa mientras vuelve a colocar el pequeño frasco en su sitio.

— No obstante, su verdadero poder radica en su capacidad para controlar lo que puedes ver y hacer en los sueños, los que conocemos ahora como sueños lúcidos. Es por ese motivo que se empezaba a perseguir a las personas conocidas como "soñadoras".

—Así que las personas "soñadoras" aparecieron gracias a ese rocío de Luna... —digo en voz baja, asimilando la información— Creía que esas personas solamente estaban locas. Veían cosas que los otros no.

La señora Şahin asiente con una mirada reflexiva.

—No, querida. Las personas "soñadoras" eran más que simples visionarios. Eran individuos capaces de reflexionar sobre el mundo que los rodeaba y de cuestionar las normas establecidas. Para algunos, esta habilidad era considerada peligrosa. Culparon y persiguieron a las curanderas que proporcionaban el rocío de Luna durante sus rituales. En aquellos tiempos, nadie debía ver qué había más allá.

Por un instante, el pensamiento de usar ese rocío de Luna se me cruza por la cabeza. Me gustaría explorar más allá de mi día a día, ¿Qué pasaría si tomara acciones diferentes a las habituales? ¿Podría obtener la libertad que tanto ansiaba?

— Layla Al-Rashid. — oigo a alguien con voz poco amigable pronunciar mi nombre— Se me ha informado de que podría encontrarla aquí.

Al escuchar una voz masculina familiar, mi mirada agitada se posa rápidamente en la puerta, ni siquiera he notado que alguien ha entrado

—Su padre me ha enviado a buscarla.

Said, un guardaespaldas corpulento y uno de los mejores hombres de mi padre, está plantado en medio del pasillo del establecimiento con los brazos cruzados.

—Tendrás que esperar, —le digo con voz firme— por si no lo ves, ahora mismo estoy ocupada.

Con mi mano libre, señalo la pequeña cesta que tengo en el brazo, cargada de plantas y especias.

Observo con creciente ansiedad cómo Saíd frunce el ceño, evidenciando que mi respuesta no fue de su agrado. Sin decir nada más, avanza intimidantemente hacia mi posición. Cada uno de sus pasos resuena en el pasillo de la tienda, acercándose cada vez más a mi posición.

—Me temo que no es una proposición—responde él impacientándose.

Con un gesto brusco, arrebata la cesta de mis manos con una rapidez que me deja aturdida. El movimiento repentino provoca que algunas ramas caigan al suelo con un suave tintineo, rompiendo el silencio tenso que se había apoderado del lugar

—Será mejor que pagues por todo esto, yo te esperaré fuera. —su tono no denota amabilidad— No tardes, ya sabes que a él no le gusta que le hagan esperar.

Sin más dilación, desaparece por la puerta tan rápido como había llegado. El aire, que sin darme cuenta había estado conteniendo en mis pulmones, escapa de mis labios en un leve suspiro.

—Querida, será mejor que le hagas caso a ese hombre, —la mano de la señora Şahin se posa sobre mi hombro y me da un pequeño apretón reconfortante— no quiero que tengas problemas, y por la forma en que te ha hablado, parece que se trata de una urgencia.

Aprecio la comprensión por su parte, pero el miedo persiste en mi interior cada vez que mi padre envía a uno de esos hombres brutos a buscarme. No le importa que haga o con quién esté, él solo quiere que aparezca cuando soy llamada.

Esta vez, debo admitir que Said ha sido "delicado" en comparación con sus anteriores intervenciones. En otras ocasiones, no ha mostrado la menor consideración por mi situación o actividades, sacándome de donde me encontrara sin miramientos.

—Sí, será mejor que me vaya. —respondo, una vez que mi cuerpo ha recuperado la calma— ¿Cuánto le debo?

Empiezo a buscar por mi bolsillo el dinero que tenía preparado, pero una mano delicada interrumpe el proceso.

—No te preocupes, Layla. —dice ella levantándose y volviendo al mostrador— Eres una de mis mejores clientas. Por favor, toma las especias que has elegido, te las regalo.

Asiento llena de gratitud y, con paso ligero, salgo de la tienda.

La pequeña campana al salir alerta de mi presencia, y justo en ese momento, Said, quien estaba observando la hora que marcaba su reloj, levanta la cabeza rápidamente.

—Has tardado más de lo previsto. —su tono impaciente, dejando claro que no está dispuesto a esperar— Nos vamos, no podemos perder más tiempo.

Siento su mano firme apretando mi antebrazo, recordándome la urgencia de la situación. Con un suspiro resignado, me rindo y me dejo llevar por él.

Aquellas calles que poco antes exponían la armonía matutina de la ciudad, ahora pasaban ante mí como un borrón difuminado, mientras él me arrastra con determinación hacia nuestro próximo destino.

Los edificios, las personas, los puestos de mercado, todo se mezcla en un tumulto de colores y sonidos, apenas perceptible en mi mente mientras me concentro en seguir el paso de Said.

—¿A qué se debe tanta urgencia?—estoy empezando a sentirme inquieta— avisé ayer a mi padre que hoy saldría a hacer unos recados...

Antes de que pueda terminar, Said me interrumpe con un gesto de impaciencia.

—Tu padre tiene asuntos importantes que tratar y no puede permitirse distracciones. Tienes que aprender a obedecer sin cuestionar, Layla. —no me mira mientras me habla, siguiendo con su paso apresurado— Solo me ha dicho que debes presentarte ante él cuanto antes, me temo que no puedo contarte nada más.

¿Por qué debo obedecer sin cuestionar cuando solo quiero saber el motivo? ¿Acaso mis pensamientos y deseos no merecen ser considerados? Cada vez que intento expresar mis inquietudes o hacer preguntas, soy rápidamente acallada, como si mis palabras carecieran de valor.

Necesito respuestas, necesito comprender por qué mi vida está dirigida por las decisiones de otros, por qué mi voz no tiene peso alguno.

Después de arrastrarme por callejones infinitos y casi perder el brazo en el proceso, nos paramos frente la puerta de un almacén antiguo, situado en la parte sud de la ciudad. El lugar emana un aura sombría, con sus paredes de ladrillo desgastado y ventanas cubiertas de polvo que apenas dejan pasar la luz.

—¿Qué se supone que debo hacer yo aquí? —pregunto con tono desafiante, sin poder contener mi frustración.

Said me fulmina con la mirada.

—¿Qué te dije sobre obedecer sin cuestionar, Layla? —responde con brusquedad, su tono de voz deja claro que no tolerará más desafíos.

No puedo responderle, ya que inmediatamente después, saca una llave y abre la puerta. Un escalofrío recorre mi espalda mientras observo el oscuro y desolado pasillo que aparece ante nosotros.

Mi instinto me grita que retroceda.

Doy un paso atrás, dominada por el miedo, pero choco con el cuerpo corpulento de Said, quien se mantiene firme a pesar de las circunstancias.

—Tu padre te espera dentro. —dice con determinación, avanzando hacia el oscuro interior. Al notar que no lo sigo, se gira hacia mí— Si realmente quieres descubrir qué ha estado haciendo estos últimos días, deberías entrar.

Trago saliva con nerviosismo, sintiendo la presión de la situación. Aunque mi instinto me dice que huya, una parte de mí anhela respuestas.

—Está bien, llévame con él—digo finalmente.

Sigo a Said hacia el oscuro interior del almacén, sintiendo cómo el aire se vuelve más denso a medida que avanzamos. La puerta se cierra detrás de nosotros con un golpe sordo, envolviéndonos en la oscuridad.

Mis sentidos están alerta, y el sonido de nuestros pasos resonando en el suelo de piedra parece amplificarse en el silencio.

El pasillo oscuro finalmente desemboca en una sala amplia, iluminada por una tenue luz que emana de lámparas colgantes. En el centro de la sala hay una mesa redonda, rodeada por varias personas que parecen inmersas en una discusión intensa. Reconozco a mi padre entre ellos, Malik Al-Rashid.

Sus ojos se encuentran inmediatamente con los míos cuando entramos. Puedo ver por unos instantes la sorpresa en su expresión. Sin embargo, rápidamente oculta cualquier muestra de emoción bajo una máscara.

—Layla —dice con voz firme, extendiendo una mano hacia mí en un gesto de bienvenida.

Said se queda haciendo guardia junto a la puerta. Me acerco a la mesa, sintiendo la mirada de todos los presentes sobre mí.

Instintivamente, bajo la mirada y ajusto mi hiyab, como si fuera la tapadera perfecta para evitar ser el centro de atención.

—Padre, —hago una pequeña reverencia por respeto al llegar a su lado— Said me trajo aquí, dijo que querías verme.

Las personas alrededor de la mesa observan con atención nuestra conversación. Trato de mantener la compostura, a pesar de la incomodidad que siento en el ambiente.

Mi padre me observa con detenimiento, como si estuviera evaluando mis palabras. Entonces, su expresión se suaviza ligeramente.

—Layla, debo comunicarte un asunto muy importante. —dice finalmente, su tono apresurado no me transmite mucha calma— Las personas que hay junto a mí en esta mesa son representantes del gran duque de Luxemburgo.

¿Luxemburgo? ¿Ese pequeño país occidental? ¿Por qué mi padre está reunido con esta gente? Antes de que pueda formular más preguntas, la atención de todos se centra en las palabras de mi padre.

—Después de muchas reuniones, hemos llegado a un acuerdo. Como primogénita de la dinastía más importante del emirato Al-Nur y como mi hija, deberás casarte —anuncia mi padre con solemnidad.

Sus palabras retumban en la sala. La noticia me golpea como un puñetazo en el estómago. ¿Casarme? La idea me resulta completamente ajena, incluso surrealista, pero, como siempre, las decisiones familiares no se discuten, solo se aceptan.

—Este matrimonio unirá nuestras casas, fortaleciendo así nuestra posición política y económica en el mundo, —continúa mi padre, tratando de infundirme algo de confianza en la situación— será beneficioso para ambas partes y nos otorgará la oportunidad de recuperar todo lo que nos arrebataron.

Mientras intento asimilar la noticia, me doy cuenta de que mi vida está a punto de dar un giro inesperado, y no sé si estoy preparada para ello. 

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