Epílogo.

Una brisa cálida y súlfurica mueve mi cabello y lo hace caer en mi rostro.

Mis pies, descalzos, sienten el concreto caliente y la sensación es bienvenida como una vaso de limonada en un día de verano.

Saboreo el momento.

Los gritos se hacen eco y sonrío. Humanos chocando unos contra los otros.

El demonio caminando a mi lado tocando cuerpos a diestra y siniestra; carcasas vacías cayendo tras su tacto. Almas arrastradas al purgatorio.

La hilera de alas de ángel hacen acto de presencia a unos pocos metros de mi y me extraña sobremanera que de hayan tomado tanto tiempo en venir a reprenderme. 

A un par de metros cae un cuerpo humano sin vida y el alma se aferra a la tierra mientras Astaroth sonríe con sorna, pasándola de maravilla y disfrutando del caos alrededor. Sus ojos se posan en mi, y luego en la media docena de ángeles que me empiezan a rodear. Camina con paso decidido hacia nosotros.

Veo a los ángeles. Jamás había visto a nuestra especie tras otros ojos. Su piel es casi traslúcida y sus alas (aunque majestuosas) se ven demasiado pesadas para sus cuerpos. Emanan un leve fulgor incandescente que los hace brillar, aún cuando lo que reina son las tinieblas.

Uno de los ángeles desenfunda una espada, larga, pulida y soberbia. El consejo jamás escucha razones, una vez que aparecen es porque ya han tomado una decisión irreversible.

Astaroth va dejando cadáveres mientras se acerca, implacable, como un tornado letal, cada vez más mortal. 

Los ángeles se acerca con la obvia intención de sacarme del camino, pero su espada no me alcanza. No antes que mi mano se cierre alrededor de la hoja fría y limpia, manchando el metal con mi impúdica piel. Un quejido se escucha, y es en el instante en el que las manos de Astaroth toman de forma brusca las alas del ángel que me amenaza con su espada. Una sombra negruzca se expande por donde ha sido tocado, su rostro impasible no muestra señales de que sienta la suciedad adueñándose de su cuerpo. Sus rodillas caen contra el piso, y levanto la mirada. Un par de alas manchadas llaman mi atención.

Como si sintiera mi mirada sobre él, giro su cabeza hacia mi. Sus ojos amarillos tienen un contraste chocante con su piel oliva. Como si lo conociera, supe de inmediato que este era el pobre desgraciado que renunció a su estatus mefistofélico. Me veo en su espejo.

—Tú estas mejor que Gaziel —la mano de Astaroth se posa en mi cadera, clavando sus dedos en mi piel. Casi como si supiera lo que estaba a punto de pensar.

—Claro que me dirás eso... —negué con la cabeza con una sonrisa irónica extendiéndose por mis labios. 

El nuevo ángel levantó su túnica para caminar en nuestra dirección. Astaroth me hizo enderezar mi postura pasando una uña fuertemente por la parte superior de mi columna vertebral. 

 —Es fácil tomar decisiones inoportunas —comenzó, pareciendo cada vez más mugriento, guardando su antiguo esplendor diabólico—cuando no conoces las consecuencias y solo te muestran el lado entretenido del trabajo. Tan pronto como te des cuenta de toda la porquería en la que te sumergiste, desearas seguir siendo un ángel.

Estaba muy cerca. Ladeando la cabeza, me pregunté cuanto daño podía hacerle si extendiera mi mano y cerrara mis dedos alrededor de su cuello. 

Cerré la distancia que nos separaba y paseé mi uña por su pecho, clavando y trayendo pequeños trozos de piel y dejando una línea sangrienta tras su paso. El dominado no se inmutó, y sólo me vió fijamente. Extrañada de que su piel no ardiera bajo mi contacto, fruncí el ceño.

—¿Por qué..?

—Yo no quiero regresar. Funciona por voluntad del ser. Coelesti me presentó algo mejor, una vida existencia llena de luz, y pureza, a su lado, y sólo funcionó porque yo quería ser digno de ella...

—Marica —susurró Astaroth y ambos reímos. Gaziel nos miró, impasible.

—El fin de la humanidad ha llegado. Hace más de tres siglos que has estado vagando, huyendo de la corte. Tú nombre, Orit, es una gran ironía, porque estas repleta de oscuridad. Elige tu bando cuidadosamente, porque la carrera esta reñida.

Abriendo sus alas, sus pies se despegaron del piso y su cuerpo se volvió un borrón cuando alzó el vuelo.

Un humano tras otro desfilaban ante nosotros, huyendo del fuego, de las llamas, del horror. Pero no hay escapatoria del infierno.

El despliegue de pecadores se dividía en largas filas de seres auyantes de dolor. Los pecados mortales originales.

Aborto. Adulación. Adulterio. Blasfemia. Estafa. Brujería. Divorcio. Drogadicción. Envidia. Eutanacia. Ira. Incesto. Perjurio. Gula. Odio. Mentir. Asesinato. Fornicaicón. Gula. Ponografía. Violación. Prostitución. Sacrilegio. Escandalo. Suicidio. Apostar.

Haciendo el recuento de las razones por las cuales un humano puede (y lo va a hacer) resultar condenado por el resto de la eternidad al fuego eterno, me di cuenta de que nunca hubieron nuevos pecados. Siempre fueron los mismos. No eramos aliados al juego del enemigo. Eramos simples piezas.

Un nuevo mundo será creado, y cuando eso suceda, Dios tendrá que lidiar con la increíble irresponsabilidad de haber apostado con la inesterada y emocional vida terrestre.

La mano de Astaroth pellizca mi pezón, erecto y sensible. Sonrió pensando que sólo con él, poseo a cada uno de los infelices que se pudren en las entrañas del  averno.

Amén, Gracias, Señor, por mi infierno personal. Me persigno y continúo mi camino, subiendo a la tierra para desatar un poco más del apocalipsis.

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