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Aquel día se había levantado con una ilusión distinta. Aunque llegó a casa algo más tarde de la cuenta por llevar las herramientas a casa del herrero y a pesar de que su padre le había dado una advertencia por eso, estaba más contento que muchos otros días. Y es que la tarde anterior, gracias o por desgracia por lo que ocurrió con el gólem, el niño había empezado a ver todo con una perspectiva diferente. No se lo había dicho a nadie y no sabía cómo hacerlo. Pero por primera vez, encontró un propósito por el que quería esforzarse.

Esa mañana, como todas, se sentó con su padre para que siguiera sermoneándole sobre cartografía, aunque seguía estando ausente en las explicaciones. Y era verdad que solía siempre estar ausente, pero esa vez era por otros motivos.

Su padre esa mañana trataba de repasar cosas que habían practicado en días anteriores, entre otras, los cálculos de las escalas que él odiaba cada vez más. Por más empeño que ponía en hacer bien los cálculos, no acertaba el resultado en casi ninguno y su padre estaba haciendo sus mayores esfuerzos en no perder la paciencia.

Sin embargo, algo les interrumpió, afortunadamente para el niño. Desde el exterior se empezó a escuchar un revuelo inusual de todos los aldeanos hablando a voces, que hizo que el cartógrafo se levantase y fuese hasta la ventana. Cuando se asomó, una sonrisa se le dibujó de repente y se volvió hacia el niño, que le miraba preguntándose qué estaba pasando.

—Es el vendedor —le dijo su padre, sin esperar a que el niño preguntase nada—. Ha vuelto.

El niño sonrió y ambos salieron de casa, dejando todo lo que estaban haciendo. El hijo del cartógrafo no sabía por qué estaba más alegre, si por el regreso del vendedor o por haber tenido una oportunidad de dejar lo que estaban estudiando.

Cuando ambos llegaron al centro del pueblo, se encontraron con un aldeano vestido con largas ropas azules y adornos dorados, que tiraba de las riendas de dos llamas que venían cargadas con alforjas a los lados de sus cuerpos.

El vendedor errante no sabía a quién hablar primero. Todos los aldeanos querían hablar con él, preguntarle de todo y todo tipo de cosas. Al final, el sacerdote había acabado poniendo orden, proponiendo hacer una comida en grupo en el centro del pueblo ese día para darle la bienvenida y hablar con más calma. Todos accedieron y acordaron aportar cada uno alguna cosa, mientras se ponían a preparar la zona. Varios aldeanos prepararon la mesa y otros se fueron a traer alimentos para compartir con los vecinos. El vendedor errante se quedó sentado y ligeramente apartado, agradeciendo haber podido escapar de tanta pregunta al menos por un momento.

El hijo del cartógrafo se fue con su padre a casa para llevar algo de alimento que les pudiera quedar. Al final, aportaron algunas verduras que tenían.

Poco después, aparecieron el carnicero y el pescador, siendo el primero mucho más generoso que el segundo. El carnicero propuso hacer un estofado con lo que había traído él y lo que el cartógrafo y el agricultor llevaron, a lo cual aceptaron todos, encantados. El pescador se limitó a dejar la barra de pan rancia que se había dignado a llevar, la cual, como era de esperar, se la regateó al agricultor hacía ni se sabe el tiempo. Ni siquiera podía dejar de ser tan rácano para una ocasión especial.

En un tiempo récord, ya estaba todo montado en el centro del pueblo. El vendedor se sorprendió con la velocidad de los vecinos y fue hacia la mesa para ayudar a ponerla, pero no le dejaron. Le dijeron que se sentara, presidiendo la mesa, pero que ese día él se podía considerar el invitado y no querían que se molestase. Imaginaban que el viaje había sido largo y había llegado cansado, cosa en la que no se equivocaban.

El pastor se llevó a las dos llamas de la zona y las ató en una valla cerca de su casa, bajo la atenta mirada del gólem, que no dejaba de pasearse por allí aunque nadie le decía nada. Pero uno de los niños sí que le miraba.

Cuando la mesa estuvo puesta y todo preparado, todos ocuparon un asiento, hablando de forma muy animada. Y como se temió el vendedor errante, las preguntas volvieron a llover sobre él, haciendo que varios aldeanos tuvieran que volver a poner orden.

Todos le preguntaron sobre todo, sobre su viaje, sobre el camino y sobre sus ventas, ya que había pasado más de cuatro meses fuera de la villa. El vendedor, tan pronto como le dejaron hablar, se puso a contar historias que a todos les parecieron increíbles.

Contó su travesía más allá de esas tierras en las que ellos estaban siempre y habló de lugares que ninguno se alcanzaba a imaginar. Contó que estuvo en una llanura completamente nevada y que encontró pequeñas casitas de nieve. Pasó por una especie de bosque con árboles muy altos, donde llegó a un lugar de plantas verdes y duras que parecían palos, habitado por unos animales grandes y graciosos, blancos y negros, que a veces daban volteretas. Contó que estuvo en una playa desde la que vio una isla de tierra gris y setas gigantes, en la que juró que vio, si sus ojos no le engañaron, vacas de color rojo. Y en una ocasión llegó a ver a lo lejos otra aldea, en un bioma rodeado de grandes picos de hielo.

El vendedor contó esas historias con tanta ilusión, que ninguno de los demás aldeanos sabían muy bien qué decir. Estaban demasiado ocupados imaginándose todos esos sitios que describía.

—¿Y qué hay de las ventas? —interrumpió el peletero, sin venir a cuento—. ¿Has logrado vender las prendas que te di?

El albañil tardó más bien poco en darle un capón en la cabeza, por interesado. El peletero bajó la cabeza, frotándose la zona dolorida. El vendedor sonrió por debajo de su barba pelirroja y asintió.

—Tranquilo —le dijo el vendedor—. Las he vendido todas.

El peletero alzó la cabeza, con alegría y los ojos brillantes.

—Ya sabía yo, si mis telas... —dijo el peletero.

Pero no le dio tiempo a decir más, porque el albañil volvió a amenazarle con darle otro capón si no dejaba de ser tan creído.

—Además, no solo he intercambiado con otros aldeanos —dijo el vendedor, cortando las intenciones del albañil—. Un día conseguí intercambiar... con alguien más.

Todos los aldeanos le miraron con interés.

—¿Con alguien más? —preguntó el carnicero—. ¿Qué quieres decir?

—Sí, es que... no sé muy bien cómo describirlo —prosiguió el vendedor—. Era como nosotros, bueno, parecido a nosotros. Pero no era como nosotros, no sé si me explico. Vivía solo, en un lugar muy apartado. Iba armado, aunque solo con una espada de madera. Iba vestido de azul, me acuerdo. Hicimos un intercambio con alguna de mis piezas de cuero.

El peletero volvió a mirarle con los ojos muy brillantes, imaginando que ese ser, fuera lo que fuera, ahora llevaba sus prendas puestas.

—¿Quién podrá ser...? —dijo el pastor.

—No lo sé —dijo el vendedor—. Pero no volví a ver a nadie más como él en todo mi viaje. En verdad me dio pena que estuviese tan solo. No sé de dónde viene, ni quién es. Espero que no le suceda nada...

Todos guardaron silencio un momento, hasta que alguien lo cortó.

—Me parece haber leído algo sobre seres similares a nosotros en alguno de mis libros, pero ahora no recuerdo en cuál ni qué decía exactamente —dijo el bibliotecario.

—Sea lo que sea, ¿qué más os da? —dijo el albañil, que había empezado a comer como una bestia.

Ninguno de los aldeanos dijo nada más, pero el vendedor, que se sentía mal porque pensaba que había hablado demasiado, quiso intervenir.

—Y... ¿Qué tal la granja? —dijo el vendedor, dirigiéndose al granjero, que comía despreocupadamente.

—Llamar a ese cuchitril "granja", es decir mucho —interrumpió el albañil sin siquiera mirarles, con la boca llena—. Un corral con dos vacas y tres cerdos no es una granja.

El granjero no supo qué responder y pareció quedarse algo abochornado.

—¿Tres cerdos... Y dos vacas? —preguntó el vendedor, con cuidado. Recordaba que cuando se fue de la aldea allí había más animales.

—Sí bueno... Es que... —dijo el granjero, removiendo el estofado con la cuchara mientras trataba de buscar explicación—. Se me... Se me olvida a veces cerrar la puerta del corral. Y los animales... se me escapan.

El carnicero se echó a reír a carcajadas con la explicación tan tímida de su vecino.

—No tienes remedio, de verdad que no —dijo el carnicero entre risas—. A este paso, me vas a dejar sin oficio, ¡ja, ja, ja!

El hijo del cartógrafo se echó a reír por lo bajo. El buen humor del carnicero se le pegaba a cualquiera. El vendedor se llevó una mano a la frente, también riéndose.

—No sé de qué os reís —intervino el albañil, que no dejaba de comer ni un segundo bajo la atenta mirada del pescador, que esperaba poder llevarse el pan de vuelta a casa—. Su inutilidad nos va a llevar a la ruina. Al final, nos moriremos de hambre.

El pastor se encogió de golpe sobre sí mismo y se llevó las manos ala cabeza.

—Si no hay animales, no hay comida... —balbuceó en posición fetal en su silla—. Pasaremos hambre y nos pondremos enfermos...

El pastor, sumido en una espiral de terror, ya no parecía ni estar reunido con ellos. Mascullaba cosas que nadie salvo él oía, y el albañil negó con la cabeza al verle.

—Si no hay animales, seguirá habiendo comida, idiota —dijo el agricultor—. ¿Qué pinto yo en este pueblo entonces?

El carnicero se volvió a reír y el pastor cayó en la cuenta de que tenía razón.

—Y si nos faltara, nos comemos las ovejas del pastor —dijo el pescador.

El pastor, que no había vuelto a su posición normal aún, se volvió a encoger en sí mismo.

—Mejor eso que pescar y dar algo a los demás —dijo el albañil para sí mismo.

—Si nos quedáramos sin alimento, siempre podríamos recurrir a la cacería —apareció entre el cacareo la refinada voz del bibliotecario—. Vivimos en un bioma en el que abundan los animales y cerca de aquí hay otros dos en los que, seguro, algo podríamos hallar.

—Cierto, cierto y si algo nos faltara y tuviéramos que cazar, no tenéis que preocuparos por nada —dijo el flechador—. Yo, como ya sabéis, adoro hacer flechas, es un arte aunque a la gente no se lo parezca. Cuando mi padre me lo enseñó, yo era de los que pensaba "uy, y eso, ¿para qué sirve?". Si al final en el pueblo tenemos granjas y de todo, ¿para qué lo queremos? Luego me enteré de que a veces, hay gente mala que invade el pueblo, zombies y más cosas. Y que también sirven para cazar. ¡Cazar! Recuerdo cuando mi padre me llevó una vez a cazar, le disparé sin querer a una llama y empezó a escupirme. Por Dios, ¿sabéis la puntería que pueden tener esos bichos aun estando a distancia? Eso me recuer...

El flechador no pudo continuar porque el agricultor le tapó la boca. Aún así, juraron que hizo el intento de seguir hablando. Una vez el flechador empezaba a hablar, era imposible pararle, era como si le dieran cuerda.

—Bueno, dejando a un lado este tema tan catastrofista, ten cuidado con el ganado, por favor —le pidió al granjero amablemente el vendedor.

El granjero solo asintió con timidez.

—¡Ya sé! —exclamó de repente el nitwit, que se había pasado el rato hurgándose concienzudamente la nariz—. ¡Podemos hacerle un cartel junto al corral donde ponga que cierre la puerta al salir!

—¡Fantástico! ¡Fantástica idea! —dijo el peletero—. ¿Y por qué no lo escribes tú y trabajas en algo para variar?

El albañil no le dejó ni responder.

—Ni te molestes —interrumpió—. Este cretino no sabe ni leer.

El nitwit se volvió hacia el albañil y le fulminó con la mirada.

—Por favor, por favor, calmaos —dijo con parsimonia el sacerdote—. A Dios no le gusta vernos discutir.

—Tampoco creo que le haga gracia que comercies con pociones defectuosas —replicó el albañil.

Algunas risitas se escaparon entre los aldeanos y el sacerdote, dejando de lado su voto inventado de no enfadarse, frunció el ceño y miró al albañil con ganas de estrangularlo.

—Vale, vale, ya está bien —dijo el vendedor, que seguía sin entender porqué se había formado ese revuelo con la pregunta inocente que había hecho.

Todos los aldeanos se volvieron a callar y reinó un incómodo silencio en la mesa durante un rato. El vendedor, que ya sabía que entre ellos se armaba revuelo por cualquier cosa, quiso seguir hablando, pero trató de desviar la conversación a otro tema diferente.

—Y... ¿qué tal los niños? —dijo el vendedor—. ¿Cómo vais en vuestros futuros oficios?

Tan pronto como lo dijo, todos los niños quisieron contestar a la vez, muy entusiasmados. Todos querían contar lo que estaban aprendiendo, lo que les parecía el oficio de sus padres y todo lo que habían evolucionado desde que él se había ido.

Los hijos del pescador hablaron de que hacía pocos días habían conseguido atrapar un calamar ellos solos, cosa que al padre no le hizo demasiada gracia que contaran por si el resto de aldeanos le pedían tinta. El hijo del carnicero empezó contando cosas sueltas, pero su padre le interrumpió diciendo muy orgulloso, que ya era capaz de hacer cortes iguales en la carne y que ya lograba partir los huesos que tanto se le resistían. El hijo del agricultor contó que él ya araba la tierra y la preparaba él solo para que su padre después plantase los cultivos. Además, estaba aprendiendo a recolectar la miel de las abejas que cuidaban. El hijo del albañil contó alguna cosa por lo bajo, casi como si estuviese pidiendo permiso. Al final su padre terminó su explicación, comentando que el día anterior había conseguido tallar unos adoquines perfectos. Hasta su hijo se sorprendió de que el albañil reconociese algo bueno en su trabajo.

Sin embargo, hubo un niño que no habló y ya todos sabían quién era. El hijo del cartógrafo había bajado la vista al plato y su padre, que había dado un respingo con la pregunta, se mantuvo en silencio.

El vendedor, aunque sabía desde antes de marcharse lo que pasaba con ese niño, le supo mal que fuese el único en no contar nada. Se debatió entre preguntarle o dejar las cosas como estaban, pero al final optó por lo primero.

—¿Y qué tal la cartografía...? —preguntó el vendedor con cuidado—. ¿Mejorando?

El niño fue a contestar, pero su padre con explicaciones nerviosas, le cortó.

—Sí, ahí va... —dijo el cartógrafo, tratando de aparentar una alegría que no tenía—. Le cuesta, es un oficio complicado, ya sabes. Pero... evoluciona.

Unas risitas mal disimuladas se escaparon entre el resto de los aldeanos. El vendedor se volvió hacia ellos, fulminándolos con la mirada, pero fue otro de los aldeanos a los que no estaba mirando el que respondió.

—¿En serio? ¿Está mejorando? —preguntó el albañil, escéptico.

El niño le miró de forma muy sutil, pero dejando ver su enfado. No quería ni levantar la vista del plato. Cada día odiaba más a ese hombre.

—Estoy seguro de que sí —respondió el vendedor, sonriendo al niño.

—Él está muy seguro —dijo el agricultor por lo bajo—, los demás no lo tenemos tan claro.

El vendedor se volvió hacia él, con una cara de enfado que movía las piedras.

—Oye, ya está bien —le dijo, mucho más serio de lo habitual.

—Por muy doloroso que sea... tiene razón... —intervino el pastor, con miedo.

—No es verdad —dijo el cartógrafo, visiblemente humillado.

El niño no sabía dónde meterse. Se sentía abochornado, humillado, triste y todos los adjetivos malos posibles. No quería estar allí, no quería escucharles decir lo que él ya sabía. Porque él ya bastante se había torturado pensándolo.

Pero era cierto, y no podía negarlo.

—Vamos, por favor, dejad al chico en paz —dijo el carnicero.

—Es la verdad —dijo el albañil, que no parecía tener interés en dejar el tema—. No tiene madera de cartógrafo. Lo sabemos todos, por más que su padre trate de taparlo.

El cartógrafo ardió de furia y el niño seguía sin decir nada. No sabía qué hacer, ni con qué contraatacar, porque simplemente no podían. Era doloroso, sobre todo para su padre, pero era la cruda realidad. Él no tenía madera para ese oficio, estaba claro. Pero entonces, un destello de esperanza le recordó al niño lo que pasó el día anterior.

Casi como un acto reflejo, levantó ligeramente la vista y descubrió al gólem sentado un poco más allá, mirándole. Y como si con solo ver a su nuevo amigo bastara, sus preocupaciones se esfumaron y tuvo clara su respuesta.

—A ver... a veces ocurre... no hay nada de malo... pero no... no hay que esconderlo, es mejor... aceptarlo —dijo el pastor.

—¿Aceptar el qué exactamente? No tenéis ni idea de... —trató de explicarse el cartógrafo.

—Idea sí que tenemos —dijo el agricultor—. Y nuestra idea es que...

No pudo terminar, el albañil le interrumpió.

—Idea de que no tendremos cartógrafo en la próxima generación —dijo entre risas, como si fuera divertido.

Algunos aldeanos más se rieron y el cartógrafo ya se había preparado para levantarse e ir a por el albañil, al que tenía cada vez más ganas de cruzarle la cara. El vendedor se preparó también por lo que pudiera pasar, por si acababan peleándose y había que separarles.

—Mirándolo por el lado positivo, no tendremos cartógrafo, pero el linaje de los nitwit seguirá adelante —dijo el agricultor, que estaba especialmente gracioso para ridiculizar a los demás.

El cartógrafo ya no sabía a por quién lanzarse primero, pero el carnicero se le adelantó.

—Qué gracioso eres cuando se trata de los hijos de los demás, ¿no te parece? —dijo levantándose y quedándose junto a él, exhibiendo su corpulencia en amenaza.

El vendedor se levantó, temiéndose lo peor entre esos dos, pero algo les detuvo a todos. Y fue lo que menos se esperaron.

—No voy a ser un nitwit —dijo de repente el hijo del cartógrafo, muy serio.

Hasta su padre se sorprendió. Se calmaron momentáneamente los ánimos y se quedaron en silencio otra vez, expectantes.

—¡Bien dicho! —intervino el flechador. Oh, no—. No tienes que tener en cuenta la opinión de los demás, tú sigue esforzándote y seguro que consigues dominar tu futuro oficio. Seguro que sí. Yo por ejemplo, cuando empecé, había muchas cosas que se me complicaban, otras tantas que no sabía hacer, pero con tiempo y práctica se van dominando. Seguro que eso es lo único que a ti te hace falta. Cuando yo era pequeño, a veces no estaba seguro tampoco de si quería dedicarme al oficio de mi padre o no, pero con el tiempo vi que era lo que mejor se me daba. Al final solo necesité poner empeño, seguro que tú, tomándotelo más en serio también lo consigues. Eso me recuerda que un día llegué a comentárselo a mi padre, ¡qué recuerdos! Estaba tan confuso... no sabía si quería ser flechador, pero se me acabó dando genial, ¿qué otra cosa podría ser sino?

—No sé, ¿mudo? —dijo el pescador, interrumpiéndole.

Todos los aldeanos se rieron por lo bajo y el nitwit, que no parecía seguir la conversación, los miró a todos, confuso.

—Sigo sin entender qué tiene de malo ser nitwit —dijo, fuera de tema.

El peletero hizo un gesto de desdén, queriendo decir que le ignorasen todos.

—No voy a ser un nitwit —repitió el hijo del cartógrafo, levantando la cabeza.

Su padre, algo más tranquilo, volvió a ponerse a comer. En cierta manera se sintió más aliviado, pensando que su hijo a partir de ese momento, pondría más empeño en el oficio. Pero lo que no sabía, es que no había terminado la frase.

—No voy a ser un nitwit, pero tenéis razón —dijo el niño. Silencio sepulcral, expectación—. No habrá cartógrafo. No quiero ser cartógrafo. Quiero ser herrero.

Todos los aldeanos, incluidos los demás niños, al unísono se giraron hacia el hijo del cartógrafo. Su padre, que mientras hablaba estaba sorbiendo el caldo del estofado, estuvo a punto de sorber y tragarse también la cuchara. Se puso a toser como loco, pensando que no había oído bien, pero para su desgracia, así había sido.

El carnicero, el bibliotecario y el vendedor le miraron con los ojos muy brillantes, admirando su determinación. El carnicero incluso dio un par de aplausos.

Y el gólem, más allá, le miraba con los ojos muy brillantes, manteniendo a buen recaudo algo que le quería regalar.

—Eso ha sido muy valiente, chico —le dijo el carnicero—. Sinceramente, espero que lo logres. Aunque si lo tienes tan claro, es seguro que sí.

—Eso es magnífico —dijo el bibliotecario—. Por fin, contaremos de nuevo con herrero por esta villa.

El vendedor se limitó a asentir con aprobación y una muy sentida admiración que no dudó en demostrarle. El niño se sintió reconocido por primera vez en su vida, aunque no había demostrado su habilidad en ese oficio. Sin embargo, su padre, aunque no había dicho nada, estaba dejando claro que no apoyaba su decisión con la forma en la que estaba mirándole.

Su expresión, entre decepcionada y enfadada le estaba fulminando y el niño evitaba volverse hacia él.

—Tonterías —dijo el albañil—. Menuda estupidez. ¿Cómo se propone aprender el oficio si no tiene de quién hacerlo?

—Por favor, deja al chico decidir lo que él quiera —contestó el carnicero.

—Es imposible aprender un oficio sin maestro —siguió el albañil. Y dale.

—Eso no es del todo cierto —intervino el bibliotecario—. Un maestro es una gran ayuda, es cierto, pero los libros ayudan mucho. Y yo tengo algunos sobre ese oficio y recuerdo que el herrero hizo alg...

—Por favor, dejadlo estar —interrumpió el cartógrafo, notablemente triste—. No deis ideas. Se acabó la conversación. No sigáis dándole alas para hacer una locura semejante.

Silencio otra vez. Pero el silencio esta vez lo interrumpió el niño que, con los ojos llenos de lágrimas, viendo que como siempre su padre no le apoyaba, se levantó de la mesa y se alejó corriendo de allí. El cartógrafo fue a decirle algo, pero no le dio tiempo. El vendedor le miró, entre enfadado y afligido, y el carnicero se volvió hacia el padre, con cara de disgusto.

—¿No crees al menos que deberías ser un poco más comprensivo con él? —le preguntó.

Pero el carnicero esperó una respuesta que no llegó nunca.

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