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El niño había puesto su mayor esfuerzo desde la noche anterior en esquivar las preguntas que su padre le hacía sobre la brújula. No solo no la había utilizado apenas, sino que como todo lo demás, no conseguía entenderla. Pero su padre tampoco le ponía las cosas más fáciles, ya que no se molestaba en explicarle prácticamente nada. Simplemente le daba libros y pergaminos con instrucciones, como si eso sirviera para resolver todas sus dudas. El niño no dejaba de pensar en que, si realmente su padre tenía tanto interés en que aprendiera el oficio, podría explicarse un poco mejor.

Ese día el cartógrafo se había propuesto que el niño aprendiera a representar los relieves del terreno en los mapas, como siempre, con una explicación bastante escueta por su parte. Dibujó algunas cosas en el mapa, pintando algunas zonas con colores más oscuros, otras con colores más claros. El niño le observó con todo el interés que pudo reunir. En verdad a su padre le había quedado un mapa interesante y era cierto que hacía un trabajo impecable, pero ahora le tocaba a él y eso nunca salía bien. Su padre le cedió el pincel, que el niño cogió como si fuera de cristal y corriera peligro de romperse en cualquier momento. Allá iba, otra decepción más para su padre.

Sin embargo, algo le salvó, ya que justo antes de que se tuviera que poner a pintar, llamaron a la puerta. El cartógrafo se quitó el monóculo y se levantó del asiento, dirigiéndose a la puerta.

—Sigue dibujando, enseguida vuelvo —le dijo su padre.

El niño no se dio mucha prisa en obedecer, era más interesante cotillear. El cartógrafo abrió y descubrió que en la puerta, el pastor parecía tener interés en hacer algún intercambio. El cartógrafo le saludó y, haciéndole un gesto rápido a su hijo para que se pusiera a dibujar, salió y cerró la puerta tras él. Se acabó el espectáculo. El cartógrafo intercambiaría fuera de casa, para tratar de no distraerle, cosa que justamente quería. Necesitaba algo que le salvara de ese aburrimiento, no le apetecía lo más mínimo dibujar aquello, sobre todo porque ya sabía cómo terminaría.

Entonces, algo llamó su atención de nuevo, pero desde el otro lado de la habitación. Unos delicados golpes en la madera de la ventana, que le hicieron girarse de golpe. Más allá se encontró al gólem, que le estaba llamando. El niño sonrió de oreja a oreja y se levantó del asiento como si le hubiera impulsado un muelle.

El gólem le saludó con la mano, chirriando un poco. Abrió la mano y le enseñó que aún llevaba la remolacha que le dio el día anterior. Aunque el gólem no la había querido al principio, pareció contento con el detalle. El niño le correspondió el saludo, riéndose, hasta que escuchó voces en el exterior de la casa. No parecían ser del intercambio, el pastor no era un aldeano con el que su padre hubiese discutido y además esa voz no le parecía la suya. Era la voz del agricultor, que parecía de especial mal humor.

Y un escalofrío recorrió la columna del niño al haber visto la remolacha en la mano del gólem y recordó lo que el agricultor le dijo el día anterior.

El gigante de hierro le observó con curiosidad, preguntándose a qué venía esa preocupación tan de repente. El niño se volvió hacia él y al verle inclinar la cabeza hacia un lado, supo lo que quería decir.

—Creo que... me he metido en un lío —le dijo.

El gólem se preguntó por qué, pero no tardaría en averiguarlo. El cartógrafo volvió a entrar en la casa, con las manos vacías. Ni siquiera había hecho intercambio con el pastor. Cerró la puerta enérgicamente y se cruzó de brazos delante del niño, que se echó a temblar como un flan. El gólem, sin embargo, no se apartó de la ventana.

Inconscientemente, el niño bajó la cabeza, sabiendo lo que pasaría.

—¿Qué es lo que tengo que hacer contigo? —preguntó su padre, severo.

—Yo... —trató de decir el niño.

—Ahora, además de no poner ningún interés en tu futura profesión, ¿también vas a robar al resto de los aldeanos? —le dijo, sin suavizar su tono.

—No era mi... —dijo el niño.

—¿No era qué? ¿Tu intención? No me ha dicho eso el agricultor —respondió el cartógrafo.

—Es que... —respondió el hijo.

—¿Es que, qué? —insistió su padre—. Mírame a la cara cuando te hablo.

El niño obedeció con timidez y lo que vio no le tranquilizó lo más mínimo. Su padre parecía realmente enfadado.

—¿Qué tengo que hacer contigo? ¿Eh? —siguió preguntando el cartógrafo—. ¿Sabes la vergüenza que me has hecho pasar?

—Lo... siento... —acertó a contestar el niño.

—¿Esto es en lo que te quieres convertir? ¿Esto es lo que yo te he enseñado? —le volvió a preguntar.

—No...

—No consigo entenderlo, hijo. De verdad que no. No sé qué estoy haciendo mal contigo, de verdad. No me lo pones nada fácil. A veces no sé qué hacer.

El niño se quedó callado. En verdad, su padre tampoco se lo ponía fácil a él, porque nunca le preguntaba nada sobre cómo él se sentía o lo que quería. Era muy poco empático.

—Trato de hacer lo que puedo. Creo que lo estoy haciendo bien, creo que te estoy enseñando modales, o eso creía. Que te estaba haciendo un aldeano respetable. No sé a qué ha venido esto, pero sinceramente, me da miedo.

El niño fue a responder, pero se volvió a quedar callado.

—No entiendo por qué has hecho esto. Y ahora, aparte de él, otro aldeano lo sabe. Pronto, toda la aldea se enterará. ¿Y sabes qué dirán ahora todos los vecinos?

El niño no respondió enseguida. En verdad, al niño no le importó lo que los vecinos pudiesen decir. No esa vez. Él sabía con qué intención lo había hecho, había sido un regalo, para el único que se había quedado con él cuando se sintió tan mal. Solo él sabía por qué lo había hecho y sabía que, aunque se lo explicara a su padre, no lo entendería.

Pero ahora le estaba acorralando y sabía que de una forma o de otra, tendría que explicárselo.

—Solo quiero que tengas un oficio, que seas un aldeano como los demás —siguió su padre—. No quiero que te conviertas en...

—Un nitwit —interrumpió el niño.

El padre se quedó un momento en silencio. El niño levantó la vista con más decisión que antes, pero su rostro estaba surcado por una tristeza que él no había visto nunca de forma tan clara. No supo qué más decirle, hasta que fue su hijo quien habló.

—No quise hacerlo... con mala intención —le dijo el niño.

—¿Que no robaste con mala intención? Hijo... —dijo su padre.

—No —interrumpió—. Fue... un... regalo...

—Un... ¿regalo? —dijo su padre.

El cartógrafo, incrédulo y enfadado a partes iguales miró a su hijo, que se había vuelto para mirar hacia la ventana. Cuando él dirigió la vista hacia allí, se encontró con el gólem de hierro, que le saludó con la mano. La expresión del cartógrafo no se suavizó al verle, y parecía entender la situación todavía menos que antes.

—¿Y para qué ibas a querer darle una remolacha al gólem? —preguntó el padre, sin tacto ninguno.

—Porque... —dijo el niño.

—Los gólems no comen —interrumpió—. Los gólems no comen nada. Solo vigilan. Nos protegen. Nos protegen ellos a nosotros, no nosotros a ellos, ¿entiendes?

—Lo entiendo, pero... —trató de explicarse su hijo.

—Y como vuelvas a ponerme otra excusa como esta... —dijo, dejando la frase inacabada.

El rostro del niño se ensombreció y su padre se quedó unos segundos en silencio.

—Sinceramente, espero que algo como esto no se vuelva a repetir —dijo el cartógrafo—. Y en lo que a mí respecta, esta tarde no saldrás de casa. Estás castigado.

El niño levantó la cabeza, con desesperación.

—Pero papá...

—¿Quieres que extienda el castigo varios días más? —le amenazó.

El niño guardó silencio.

—Siéntate —le ordenó—. Esta tarde practicarás hasta que hagas un mapa como es debido, que podamos intercambiar con el agricultor como disculpa.

El niño obedeció a regañadientes, triste y con lágrimas inundando sus ojos. Dirigió un último vistazo hacia la ventana, donde el gólem también parecía triste, aunque no estaba seguro de si podrían ser imaginaciones suyas.

El gigante de hierro vio como el niño se sentaba y su padre se volvía para mirarle un momento antes de irse él también al escritorio. Y aunque ninguno volvió a mirarle, él se quedó allí fuera viéndoles a ellos.

Abrió su gran mano de hierro, descubriendo la remolacha de brillante color granate. ¿Todo ese revuelo por esa cosita de nada? Él no podía entenderlo. Muchas veces no comprendía la forma de pensar de esa gente a la que protegía, pero a él no le parecía que llevarse eso hubiera sido para tanto. No obstante, se sintió mal porque eso hubiese causado tanto alboroto y pensó en hacer algo él también por el niño, aunque en ese momento no supo muy bien qué.

Aquella tarde fue con diferencia una de las peores que el niño pasó en su vida. Afortunadamente, el día se tornó lluvioso, por lo que no se perdió nada. Aunque ni la tormenta pudo evitar que el niño echase de menos salir y más aún, viendo que el gólem esperaba fuera, mojándose y estropeándose más.

A pesar de que llovía cada vez con más fuerza, el gólem no se quería marchar de allí y el niño, acordándose de que su padre le dijo que al mojarse el hierro se estropeaba más, no hacía más que mirarle, temiendo lo que pudiera pasarle. No hacía más que desconcentrarse y gastar velas, sin conseguir terminar un solo mapa en condiciones. Su padre, que desde la discusión que tuvieron no había estado de buen humor en toda la tarde, no hacía más que chistarle y reñirle cada vez que se distraía, pero el niño no podía remediarlo.

El hijo trató de concentrarse, pero el gólem seguía a la intemperie, mirando a través de la ventana. El niño miró por el rabillo del ojo a su padre y, aprovechando que estaba distraído leyendo, empezó a hacerle señas al gólem de que se marchara y se pusiera a cubierto, pero no hacía ningún caso. Sus señas se hacían cada vez más desesperadas y más insistentes, pero el gólem negó con la cabeza, diciéndole claramente que no se marcharía. No obstante, el niño no quería que se quedara, no quería que se estropease más, por lo que siguió haciendo señas, volcando sin querer un pequeño bote de tinta abierto sobre la mesa que se apresuró a volver a poner de pie.

El cartógrafo entonces levantó la vista del libro y vio el desastre que había organizado su hijo y fue hacia él como una tromba. Aunque no había derramado mucha tinta, había dejado la mesa y el mapa que estaba haciendo hecho un estropicio.

Le fulminó con la mirada y el niño se resignó a lo que venía, entendiendo que había vuelto a fastidiarla.

—No sé de qué me sirve tener tanta paciencia... —masculló—. Levántate y límpiate. No quiero ver más tonterías en lo que resta de tarde.

El niño obedeció y se limpió como pudo, aunque empeoró más la mancha de tinta de lo que estaba en un principio.

—Y tú —dijo el padre, volviéndose hacia la ventana para mirar al gólem—. Márchate de aquí.

El gólem inclinó la cabeza hacia un lado, pero no se movió. El cartógrafo abrió más los ojos e hizo un aspaviento extraño.

—Vamos, ¿me has oído? —le preguntó al gólem.

 El gigante de hierro dio un par de pasos hacia atrás mientras el niño le miraba, pero sonrió para sí mismo al ver que no se alejaba mucho de la casa. El cartógrafo siguió limpiando el escritorio, refunfuñando. 

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