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No se alejaron mucho de la aldea. Se quedaron un poco apartados a las afueras, dentro del bioma de pradera. Quisieron aprovechar para jugar un rato, por si acaso volvía a ponerse a llover. Parecía que hacía buen día, pero nunca se sabía cuándo podría volver a empezar.
Estuvieron jugando al escondite durante un buen rato, pero los niños se acababan encontrando enseguida. En un bioma tan llano como ese, no había muchos sitios donde esconderse además de las hierbas altas y unos pocos montículos de tierra que sobresalían. Por esto, al final, todas las partidas acababan siendo igual de cortas y terminaban por perder la gracia para todos ellos.
El hijo del cartógrafo había propuesto más de una vez que, en lugar de jugar en la pradera, se fueran al bosque techado que empezaba un poco más allá. Él pensaba que podía ser el lugar perfecto para jugar, los árboles eran enormes y había menos luz, haciendo más difícil que se encontraran mutuamente. Pero el resto de los niños siempre se negaban a ir allí. Además de que ese bioma no les despertaba confianza a ninguno de ellos, sus padres les tenían terminantemente prohibido acercarse a él, pero ninguno sabía porqué.
No obstante, el hijo del cartógrafo, al contrario que el resto de niños, sentía mucha curiosidad por ese bioma. Sin llegar a entrar en él, le parecía que era mucho más interesante que la aburrida pradera en la que vivían ellos y se preguntó qué se podría encontrar si entrara. El niño no entendía qué podía haber de peligroso allí dentro y no quería resignarse a lo que sus padres dijeran. Aunque aquel día no llegó a acercarse.
También había propuesto ir a las montañas que tenían al otro lado, pero el resto de sus amigos también se habían negado. Sus padres les habían advertido que era un bioma peligroso, con muchos altibajos, cuevas y huecos en la tierra, por los que podrían caer si no tenían cuidado. Por lo que, con esas advertencias, los niños no se atrevían ni aponer siquiera un pie en él.
Y como era de esperar, el hijo del cartógrafo también había querido ir a la montaña, pero su padre nunca le acompañaba para salir y no quería visitar el lugar él solo. Quizá algún día, cuando se armara de valor, lo hiciera.
Los niños pasaron la tarde hablando hasta el anochecer de lo que habían estado haciendo esa mañana y todos tenían lo mismo en común: hablaban de las profesiones de sus padres como si fuera la mejor de la aldea. Todos los niños progresaban rápidamente, cada día aprendían algo nuevo y les encantaba lo que sus padres les enseñaban. El hijo del carnicero hablaba orgulloso de la maestría de su padre y los hijos del pescador comentaban que pronto ellos también intercambiarían pescado si su padre les dejaba. Al hijo del albañil no le gustaban los elogios, ya que pensaba que no se los merecía por el listón de exigencia que su padre le ponía, pero era cierto que ellos habían visto lo que ya sabía hacer y su padre estaba haciendo un gran trabajo con lo que le enseñaba. Estaba logrando crear en su hijo casi un calco exacto de sí mismo y el niño apuntaba maneras de ser un albañil excepcional.
Y el hijo del cartógrafo... odiaba esas conversaciones. Él siempre se quedaba callado cuando empezaban a hablar de eso. Le hacía sentirse desplazado del grupo, más todavía si cabía, como si él no encajara con ellos. Y es que entre los niños de la aldea, no había ninguno con el que él se pudiera sentir identificado de ninguna manera. Todos progresaban y adoraban lo que hacían, pero él no avanzaba con la cartografía hacia ninguna parte. Sabía que a su padre eso le decepcionaba profundamente, lo sabía de hacía tiempo. Pero aún así, trataba de poner su mejor cara y ser paciente con él. Quizá le costara un poco más que al resto, al final, se consolaba, la cartografía no era un oficio fácil. Pero el niño no lo veía así.
El niño se sentía completamente inútil en ese oficio. No le interesaba y no se le daba bien. Y sentía que jamás lograría dominarlo. Y ese era justamente el problema. Si no lograba dominarlo... ¿qué sería de él? ¿Se convertiría en otro aldeano... como ese al que todos criticaban? ¿Ese iba a ser su futuro?
El hijo del cartógrafo se quedó ausente en la conversación, apartándose un poco. No hacía más que darle vueltas, sintiéndose mal por no poder hacer más de lo que hacía por aprender de su padre.
Y mientras estaba pensativo, descubrió al gólem en la aldea, mirándole con curiosidad.
Al día siguiente, el padre se dispuso como cada día, a sentarse en su escritorio y preparó todo lo necesario. Sus tintas, sus plumillas, papeles, reglas... Y refunfuñó por lo bajo viendo la poca tinta que le quedaba, preguntándose cuándo el pescador se dignaría a traerle la que le había pedido. Calamares había muchos, pensó, no podía ser tan difícil traerle un saco aunque fuese pequeño.
Estaba a punto de comenzar su agonía diaria, pero ese día, el niño se había propuesto intentar poner más interés en todo, a ver si con suerte lograba hacer algún avance, aunque sin muchas expectativas. El padre colocó un asiento al lado del suyo y le invitó a que se sentara a su lado. El niño obedeció y el padre prosiguió con lo que le había explicado el día anterior, repasando de nuevo el sistema de escalas para trasladar medidas reales a un dibujo. El niño, como siempre, no entendió una sola palabra de lo que su padre le dijo, pero trató de poner interés.
Cuando acabó la explicación, le hizo un ejemplo en el papel y el niño lo miró como si acabase de hacer un truco de magia. Y efectivamente, seguía sin entender nada.
Le dio el papel y la pluma para que lo intentara él. El niño notó cómo le corría el sudor frío por la espalda. No se sentía con ánimos de decirle a su padre que no había entendido nada de lo que acababa de explicarle, temió que le empezase a tomar por tonto. Por lo que trató de imitar lo que su padre había hecho, pero evidentemente, lo hizo todo mal.
El padre lo revisó y negó con la cabeza, mirándole por encima del monóculo.
—¿Por qué has hecho esto así? —le preguntó con severidad.
El niño no fue capaz de responder y le volvió a poner el papel delante para que lo intentara otra vez. No era el método correcto, ya que si el niño no lo había entendido, mandárselo repetir no iba a hacer que de pronto tuviese una revelación. Trató de volver a hacerlo, pero no hubo manera. Otra vez mal.
El padre lo volvió a revisar y le miró interrogante.
—¿Prestas atención a lo que te explico? —le preguntó.
El niño asintió con miedo. Normalmente su padre era bastante amable, pero cuando le enseñaba se pasaba de estricto. Y una vez más, le había vuelto a decepcionar.
—Pues no lo parece —le dijo.
—Lo intento —contestó el niño.
—Pues vas a tener que esforzarte mucho más —dijo el padre—. Tienes que poner más de tu parte si quieres aprender.
—Ya pongo de mi parte, pero no sé hacerlo —dijo el niño en un arranque de valentía—. Esto no se me da bien. No sé hacerlo.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Rendirte? ¿Dejarlo? —preguntó el padre, quitándose el monóculo—. ¿Qué va a ser de ti, eh? Sabes que lo hago por tu bien.
—Ya lo sé, pero... —contestó el hijo.
—¿O es que prefieres dejarlo todo y convertirte en un nitwit? —cortó el cartógrafo, serio—. Ya le has visto. ¿En eso te quieres convertir?
El niño se quedó callado. En un principio iba a responder, pero no sabía qué decir. El padre le miró esperando una respuesta que no llegó, pues llamaron a la puerta.
—Ya seguiremos —le dijo levantándose de su asiento y yendo hacia la puerta—. Quédate aquí, hoy viene el peletero a hacer unos intercambios.
El hijo del cartógrafo se sentó junto a la ventana, esperando a que entrara el aldeano. Cuando el padre abrió, su actitud cambió de golpe y le invitó a pasar. El peletero entró cargado de ropas de colores, estandartes pintados y telas de lana de todo tipo. En lugar de un aldeano, parecía un perchero.
Saludó al niño por debajo de las telas y las dejó un poco más allá, con cuidado. El padre se sentó y el peletero se quedó de pie, poniendo en orden todo lo que había traído.
—No sabes lo que traigo hoy —dijo el peletero muy emocionado, revolviendo las prendas.
—Sorpréndeme —contestó el cartógrafo.
El hombre encontró la prenda que aparentemente estaba buscando. Era un chaleco de cuero que él había teñido, colocándole un cuello de lana mullida. Pero no era eso lo que más resaltaba, sino que el chaleco era de un llamativo color verde que casi hacía daño a la vista.
El cartógrafo se puso el monóculo y examinó la prenda, cogiéndola y tocándola, aunque no entendía nada sobre telas.
—¿Y este color...? —preguntó.
—Es fantástico, ¿verdad? —preguntó el peletero, orgulloso—. Es verde lima y no te imaginarás dónde lo he conseguido.
El cartógrafo le miró, pero no dijo nada.
—Pepinos de mar —le dijo bajando la voz—. Se los conseguí regatear al pescador.
El cartógrafo abrió los ojos de par en par.
—¿Al pescador? ¿Ese roñica? —dijo—. Debes de ser el único que ha logrado sacar de él algo interesante.
El peletero se sentó y se recostó sobre el respaldo.
—Bueno, era obvio que lo acabaría consiguiendo. Al final, ¿quién es el que hace la ropa en esta aldea? —dijo con aires de grandeza—. Gracias a mí, esta aldea será la que mejor luzca. Tengo pensado regatearle más de esas cosas y hacer más combinaciones de color. Ya veréis, este maestro conseguirá que vayáis vestidos como pinceles.
El cartógrafo soltó una carcajada y el niño desvió la mirada por la ventana. Era increíble que el peletero hubiera cabido por la puerta con las telas, pero más increíble todavía es que hubiera cabido su ego.
—¿Qué me dices? ¿Te interesa alguna de mis maravillosas prendas nuevas? —insistió el peletero—. Yo que tú me daría prisa, todo el mundo hace cola por hacer intercambios por mis prendas y cuando vuelva el vendedor errante le daré una gran parte de lo que he hecho.
Su padre se tomó su tiempo decidiendo y el niño ni siquiera prestó atención. Al final intercambió un chaleco y un par de botas por tres esmeraldas. Había que reconocerlo, el peletero trabajaba bien.
Cuando acabaron de intercambiar, el peletero cogió toda su ropa de nuevo para marcharse con ego incluido. El niño le despidió desinteresadamente, mientras miraba por la ventana, viendo al gólem solo como cada día, oxidado y mirándole con interés a través de la ventana. Y sintió pena de verle solo y estropeado.
Esa tarde, el hijo del cartógrafo volvió a salir con sus amigos, pero estuvo ausente casi todo el tiempo. Lo que su padre le había dicho por la mañana le había dolido y sabía que le había vuelto a decepcionar. Se sentía cada vez más una carga para él. Quería hacer algo por lo que el se sintiera orgulloso, pero no hacía más que causarle quebraderos de cabeza. No conseguía ayudarle con los mapas, no lograba entender nada de lo que le enseñaba y se sentía más inútil por momentos. ¿Por qué para él no podía ser tan fácil como para el resto de los niños? ¿Por qué la profesión de su padre parecía la más compleja de todas?
El padre, ese día, le había dejado salir a regañadientes. No estaba muy contento por la discusión a medias que habían tenido por la mañana, además de los pocos avances que estaba haciendo con él en el oficio. Sentía que estaba perdiendo la paciencia con él, no sabía qué hacer. No parecía prestar atención a la cartografía, no prestaba atención cuando venía otro aldeano a hacer intercambios. Cada día, ese niño le daba más problemas y temía no poder hacer un oficio con él. No quería que fuese el hazmerreír del pueblo.
Pero el niño sabía en su interior que no quería ser cartógrafo. No servía para ello, simplemente algo dentro se lo decía. Pero no sabía lo que quería ser y no encontraba valor para decírselo.
Volvieron a la aldea al anochecer y el hijo del cartógrafo volvió con sus amigos mientras éstos reían despreocupadamente y hablaban sin parar. Pero él no hablaba. Se separó de ellos y se despidió con expresión triste, dirigiéndose a su casa.
Pero cuando fue a entrar, algo le detuvo, cerca de donde él estaba.
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