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De noche, el mundo parecía un lugar completamente distinto y el niño, se sentía muy incómodo fuera de la aldea. Por ello estaba tratando de ir todo lo deprisa que podía, esperando al gólem al que le costaba seguirle el ritmo y el cual no dejaba de tener un mal presentimiento.

Lograron bajar la montaña con algo de dificultad y el niño resbaló por la pendiente un par de veces, hasta llegar al puente del río. El hijo del cartógrafo lo cruzó rápidamente pero el gólem, con algo más de torpeza, tropezó e hizo un boquete en la madera, metiendo la pierna hasta el fondo y llegando hasta el agua con ella.

El niño corrió a ayudarle, pero no hizo falta ya que el gigante consiguió sacarla de allí por sí mismo. Se estaba empezando a arrepentir de haber tomado la decisión de salir de la mina.

El gigante se apresuró a bajar del puente y los dos siguieron su camino, iluminados tenuemente por la antorcha que llevaba el niño consigo. Antorcha que, sin saberlo, hacía que las criaturas siniestras que acechaban en las sombras, los pudieran ver también.

Por suerte, el camino que les quedaba hasta la aldea no era demasiado largo y no tendrían que pasar mucho tiempo a la intemperie.

Un sonido que se desplazaba muy rápido de un sitio a otro hizo al niño detenerse en seco y el gólem aprovechó para ponerse a su altura. Era como si algo estuviese a su alrededor, moviéndose a gran velocidad para despistarles, dejando unas pequeñas y fugaces partículas de color púrpura. Pero ese no fue el único sonido que escucharon y el gigante, al oírlo, se apresuró a empujar al niño para que, bajo ningún concepto, se quedara allí parado. Gruñidos de todo tipo, sonidos huecos. Pasos de múltiples patas.

No podían estar allí mucho más, tenía que poner al niño a salvo como fuera en la villa. Y por suerte, no tardaron en verla un poco más allá. La luz de las antorchas que había por las calles era especialmente llamativa, pero juró que había más luz que de costumbre. Y que se estaba moviendo.

El niño también lo vio y juntos aceleraron más el paso para llegar al pueblo lo antes posible. El gólem tuvo que hacer un gran esfuerzo para ir más deprisa de lo que iba, pero pensó que ya tenían hierro consigo y ahora, si se volvía a romper, el niño le arreglaría. Aunque hiciese esfuerzos, no pasaba nada.

Estaban casi a punto de llegar a la aldea, cuando vieron que todos los aldeanos, niños y adultos estaban rondando por ella con antorchas en la mano. Los dos llegaron y uno de los aldeanos vociferó algo que ninguno de los dos llegaron a entender. Poco después de esa voz, el cartógrafo, con su habitual monóculo, apareció por una de las calles con una antorcha en la mano.

Sin dudarlo un momento, corrió hasta su hijo y se fundió en un fuerte abrazo con él. Habían estado buscándole.

—Jamás vuelvas a hacer algo semejante —le dijo el cartógrafo—. Jamás.

Separó un poco a su hijo de él, con los ojos llenos de lágrimas.

—Ya sabes que no debes salir de noche, te lo he dicho mil veces —prosiguió.

El niño bajó la cabeza y la severidad de su padre se relajó un tanto, volviendo a abrazarle.

—Pensaba que te había pasado algo —le dijo—. Estaba muy preocupado.

Allí se quedaron por un rato, en el que el gólem y el resto de aldeanos se acercaron a mirar. El sacerdote se sentó en una escalera cercana de una de las casas, bendiciendo en voz baja a Dios sabía cuántas cosas. Ninguno de los aldeanos dijeron nada, sino que simplemente se quedaron allí, mostrando que se habían quedado más tranquilos.

—¿Dónde estabas? ¿Dónde te habías metido? ¿Qué...? —preguntó su padre, viendo los mapas que traía en la mano y el pico que llevaba a la espalda.

El niño fue a contestar, pero alguien se le adelantó.

—No importa dónde estuviera —intervino el carnicero—. Lo importante es que ya está sano y salvo y que a partir de ahora tendrá más cuidado, ¿verdad?

El niño asintió enérgicamente, entendiendo que tenía razón. Si quería volver a hacer alguna otra excursión a la mina, tendría que llevarse algo con él para saber qué hora era y no volver a llevarse otro susto semejante.

—Hemos de volver a casa —dijo el bibliotecario—. Es tarde.

Todos asintieron y se pusieron en camino hacia el centro del pueblo, a la zona de intercambio, con antorchas en la mano. El gólem iba siguiendo al cartógrafo y a su hijo, que iban juntos y abrazados, de una forma que no les había visto nunca. Era entrañable verles así, como un padre y un hijo normales y al gólem le alegró enormemente.

Sin embargo, algo interrumpió su alegría y se detuvo en seco, pero no fue el único en hacerlo. El carnicero, que tenía buen oído, también se había parado.

Poco después, todos los vecinos lo hicieron.

—¿Qué sucede? —preguntó el sacerdote.

El carnicero no contestó enseguida y el gólem miraba en todas direcciones. No podía saber concretamente de dónde venía, ese era el peligro mayor. Su instinto de gólem estaba disparado, como hacía mucho tiempo que no lo sentía.

—Nada bueno —dejó caer el carnicero, atrayendo a su hijo hacia él—. Nada bueno...

Su hijo, junto a él, le miró temblando, preguntándose a qué se refería.

—No podemos quedarnos quietos —prosiguió—. ¡Corred! ¡A casa!

Todos obedecieron, sin saber, que era demasiado tarde. El gólem se vio invadido por un presentimiento extraño de nuevo, y dejó caer involuntariamente la veta de hierro que habían traído de la mina. Sabía lo que era y a juzgar por lo que oía, se podía hacer una idea de su envergadura. Lo oía desde todas partes, con cada vez más intensidad, cada vez más y más cerca. Eran zombies, y era una horda.

Habían acudido al ver a todos los vecinos fuera de sus casas a la vez.

Todos los vecinos salieron corriendo en estampida hacia sus casas en medio de las luces tenues de sus antorchas, pero no pudieron llegar. Hicieron acto de presencia en las sombras, apareciendo desde todas las calles, como un grupo organizado, extrañamente coordinado para ser criaturas no muy inteligentes.

El cartógrafo y su hijo retrocedieron al llegar a su calle. Al final de ésta, unos cuantos zombies venían, ciegos de hambre, cojeando a no mucha velocidad. Pero eran bastantes.

Por otra calle aparecieron más, y por la que estaba al lado de esa. Y por la de más allá. No había escapatoria. Los zombies estaban en todos lados, venían por todas partes. Y el gólem, cargado de ira, dio un último vistazo a la rosa que llevaba en su mano.

Estaba mal, estaba roto y oxidado. Pero era un gólem y ellos, sus protegidos. Era su misión. Y el niño, como el resto, lo sabían.

El hijo del cartógrafo le miró, temiéndose lo peor y negando con la cabeza. El gólem solo cerró su puño en torno a la flor roja, pensando que si quería dársela, primero tendría que cumplir su cometido. Tendría que salvarles a todos. Y esa sería la forma también de agradecerle al niño todo lo que había hecho por él. Salvándole la vida.

Como una bestia endemoniada, el gólem se lanzó contra los zombies, sin tener en cuenta sus propias limitaciones al estar tan oxidado. Los zombies, que no se quedaban atrás, al ver que sus compañeros caían bajo sus puños de hierro, se lanzaron en tromba contra él. La mole de metal se enzarzó con ellos y como si el destino estuviese en su contra, se puso a llover poco después, con interminables relámpagos.

Los zombies acudieron en masa para poner fin a la vida del gólem, que se esforzaba por tenerse en pie y acabar con todos ellos, siendo solo uno y en un estado que empeoraba cada vez a más velocidad. El gólem, entre la masa furiosa de zombies, vio como más de ellos llegaban, rodeando la villa y persiguiendo a varios de los vecinos, que corrían como locos de aquí para allá, sin lograr entrar en las casas. Y si entraban, por algún casual, los zombies lograban por fuerza de grupo, tirar la puerta abajo.

Y allí, vio al cartógrafo con su hijo, tratando de ahuyentar a los zombies con el fuego. El niño se revolvía en brazos de su padre, gritando desesperado al gólem que no lo hiciera, ignorando su propio pánico a los zombies. Trataba de decirle que de seguir así moriría y él no podría hacer nada. Pero aquella vez, el niño no tenía razón. Él era un gólem de hierro, un protector para los aldeanos. Y si él no hacía nada, todos perecerían esa noche, no solo él.

En medio de la tormenta, los zombies lograron tumbar al gólem, haciendo chocar su pesado cuerpo violentamente contra el suelo. El hijo del cartógrafo no se pudo contener y quiso salir para reunirse con él, llevando el pico de diamante en la mano, pero su padre tiró insistentemente de él.

—¡No hijo, no! —le dijo su padre—. ¡No te lo permitiré! ¡No puedes ir hasta allí!

El niño se giró hacia él, con los ojos vidriosos y un sinfín de lágrimas corriendo por su rostro.

—¡Es mi amigo...! —le contestó.

—¡Hijo, él es un gólem! ¡Está aquí para protegernos a nosotros... no nosotros a él! ¡Ya te lo dije! —siguió su padre.

—Y yo soy el herrero —respondió el niño, dejando descolocado a su padre—. Y yo le protejo a él.

Involuntariamente, el cartógrafo soltó la mano del niño y todo pareció de pronto, transcurrir a cámara lenta. El niño fue hacia el gólem, que estaba cubierto de zombies que le mordían estando él postrado en el suelo.

No, no, no... No podía ir hasta allí. No podía permitírselo. Él estaba haciendo aquello por protegerle, no podía permitir que se acercara, era un suicidio. Tenía que hacer algo, no podía dejar que se acercase más.

Entendía su sufrimiento, entendía que quisiera estar con él. Era su amigo y el niño, era un amigo también para él. Pero no podía ser. Así era su naturaleza. El niño era un aldeano y él tenía que ser su escudo. Y todos los daños, tendría que llevárselos él.

Y entonces, una voz que nunca había escuchado, hizo al niño detenerse en seco, quedándose blanco y enmudeciendo de golpe. Era una voz profunda, con un tinte metálico. Una voz que le arrancó una lágrima tras otra.

—¡VETE! —vociferó el gólem.

El niño no supo qué hacer. Se había quedado en blanco, mirando fijamente al gólem a través del velo de lágrimas que no dejaban de brotar de sus ojos. Vio, en medio de la lluvia y de la oscuridad, como el gólem trataba de debatirse en medio de los zombies que no dejaban de morderle, intentando quitárselos de encima, porque estaba viendo algo que el niño no veía.

El cartógrafo se unió a su hijo, acercándolo a él, cuando el niño aún no había salido de su trance. No dejaba de mirar al gólem, que no lograba levantarse. Pero lo que no sabía, era que su padre se había quedado mudo de asombro. Ni siquiera él sabía que el gólem podía ser consciente de tantas cosas. De entre todo lo que podría pasar, era lo que menos se esperaba.

Y el cartógrafo, por primera vez, entendió el apego que su hijo sentía por él.

Y la mole de hierro vio, atrapado, como los zombies no dejaban de aparecer y él no fue suficiente para acabar con ellos. Estaba demasiado roto y los zombies, eran demasiado numerosos.

Un grupo de zombies se acercaron al cartógrafo y a su hijo y lo último que vio y que no pudo evitar, fue al padre tratando de ahuyentarlos con el fuego de la antorcha, antes de que la horda se abalanzase sobre ellos.

La desesperación del gólem fue desgarradora. Una fuerza sobrenatural se había apoderado de él y como por arte de magia, se puso en pie. No obstante, estuvo a punto de caer de bruces al suelo, de no haber sido por haberse apoyado con las manos a tiempo.

Allí, se recompuso, en medio del silencio. No había zombies, no había horda.

Solo cuerpos de creepers masacrados por sus puños, calaveras de esqueletos aplastadas. Criaturas que en definitiva no habían querido atacarle, pero que él atacaba sin más para tratar de liberar su dolor. El dolor de esa noche trágica, ocurrida hacía meses y que él había vuelto a revivir en sus recuerdos. Recuerdos en los que se esforzaba por vivir, tratando de darse una segunda oportunidad para proteger la villa, confundiéndolos con la propia realidad, inútilmente.

Una vez en esa posición, lo único que su ya extremadamente deteriorado cuerpo fue capaz de hacer, fue quedarse sentado.

Y ante él, después de mucho tiempo, la villa se mostró cómo realmente era, como llevaba siendo desde hacía tiempo, solo que él, reviviendo sus recuerdos, se engañaba. Se mentía a sí mismo, imaginando que seguía viviendo en esa villa llena de aldeanos y niños, un pueblo soleado, lleno de vida, en mitad de la pradera.

Desde hacía meses, en esa villa, solo estaba él. Bueno... no exactamente solo él.

Se había esforzado por vivir en todo eso que recordaba, pero su memoria, tan destrozada como su cuerpo, no podía dibujar de nuevo la villa como lo fue antaño. No se sentía capaz. El dolor que sentía, la frustración de pensar que la aldea acabó así por su culpa, le arrastraban al abismo. Y vio la realidad de golpe después de mucho tiempo. Ahora la aldea era gris, solitaria, desierta y llena de casas de madera ennegrecida, cubierta de telarañas. Ahora veía el fruto de esa noche que jamás había podido olvidar.

La lluvia que caía sobre él estaba cumpliendo su cometido de terminar de oxidarle y dejarle postrado en esa posición. Su cuerpo dejaba discurrir el agua por una superficie que ya no parecía metal. Había veces que había llegado a ver esa apariencia, pero tratando de vivir encerrado en lo que recordaba, no había querido verlo. Y es que nadie había logrado arreglarle, y ya no lo harían. Pues no había ya nadie que pudiese hacerlo.

Su cuerpo era monstruoso, lleno de óxido, ya prácticamente negro. Cubierto de agujeros y grietas, producto del deterioro de luchar contra zombies y contra toda criatura que se atreviera a acercarse a la aldea, como si quedara algo en ella que tuviera que proteger. Desde aquella noche trágica, sus recuerdos no dejaban de mezclarse con la realidad, y ahora, todas las criaturas representaban una amenaza para él. Era su villa y tenía que protegerla, solo que no había nada que proteger, por mucho que el gólem tratara de recomponerlo con su imaginación.

Y el sonido de truenos lejanos le devolvían el dolor de no haber protegido la aldea esa noche, de no haber salvado a nadie.

Tras esa noche, unos aldeanos murieron. Otros, se convirtieron en zombies y se marcharon. Y desde el momento en el que apareció la horda, el gólem había vivido en un mundo creado desde su imaginación, volviendo a crear la aldea tal y como era antes de ese momento, negándose a ver la realidad. Pero ya no podía esquivar la realidad por más tiempo.

Había olvidado hasta su propósito, atacando a toda criatura viviente.

Reunió todo el valor que pudo para abrir su mano, ya negra y que se desmenuzaba un poco cada vez que la movía. Y dentro de ella, allí estaba.

Una rosa roja, ya mustia por el paso del tiempo. Esa rosa que había querido regalarle a ese amigo que había tenido, el niño que quería convertirse en herrero para repararle, el único hijo del cartógrafo. Y ahora, pensó con aflicción, ni siquiera reviviendo sus recuerdos había podido dársela. No llegó a encontrar el momento y ya era demasiado tarde.

Porque cuando levantó la vista de la flor allí sentado, vio al niño, a no mucha distancia. Era el mismo, el hijo del cartógrafo. Seguía allí, pero su presencia, era el castigo en vida del gólem, que se había negado rotundamente a volver a mirarle después de esa noche.

Y es que el niño siempre le miraba, pero no hablaba ni iba hacia él. Durante esos meses, el hijo del cartógrafo no se acordaba de quién era ese gólem, porque ahora vivía convertido en un zombie. Y bajo esa forma, era el único aldeano que quedaba en la villa desierta, pero nunca había atacado al gólem ni el gólem a él. El gigante no se atrevía ni a mirarle a la cara.

Sin embargo, ahora estaban allí, uno enfrente del otro, preguntándose cosas diferentes. El niño, ahora zombie, no dejaba de preguntarse por qué no podía atacar a ese gólem, ni qué tenía de especial. No había dejado de hacerse esa pregunta en los meses en los que la aldea había pasado a ser eso.

Y entonces lo vio.

La lluvia volvía resbaladiza la mano del gigante ahora abierta, y la rosa que había querido regalarle cuando aún era un niño normal, cayó al suelo. Viajó por un riachuelo sobre la tierra hasta quedarse cerca del hijo del cartógrafo, quien vio una mueca de tristeza en el gólem, que al fin pudo regalarle la rosa, pero no de la forma que le hubiera gustado ni en el momento que quería.

Con un estruendo de chirridos, el gólem de hierro acabó por desarmarse completamente y a ojos del niño zombie, desapareció por completo, dejándole solo, con la rosa mustia en la mano y con muchos recuerdos apareciendo de golpe en su mente. Pues al ver la mirada del gigante, al coger la rosa del suelo, se había acordado de todo lo que vivieron y como él al final, convertido en eso, no había podido llegar a repararle.

El niño zombie, con la rosa mustia en la mano, miró hacia atrás escuchando algo que creyó familiar y lo encontró. Al fondo de la villa, un aldeano pálido y que se había quedado paralizado, se preguntaba qué había pasado allí en su ausencia. El niño le reconoció enseguida y el vendedor errante, que había vuelto después de meses y lo había presenciado todo, reconoció a ese pequeño zombie como el niño que quería convertirse en herrero.

Intercambiaron una mirada muy breve en la que el niño rompió a llorar bajo esa forma monstruosa y el vendedor, no pudo evitar hacerlo también. Y como si hubiera estado esperando a que el gólem cumpliese su deseo, la lluvia cesó y salió el sol. El niño, sintiéndose desvalido y afligido, no corrió a ocultarse en ningún sitio. El vendedor se quedó solo, sollozando, después de ver como el niño zombie ardió hasta desaparecer.

Dejó las llamas donde estaban y aunque estaba mustia, sintió la necesidad de hacerlo antes de abandonar la aldea. Allí, donde ambos habían caído, en el tramo entre la casa del herrero y la del cartógrafo, el vendedor errante plantó la rosa, que se quedó como el recuerdo de dos amigos que lucharon el uno por el otro hasta el final.

 Y la rosa roja fue lo único que quedó mientras el vendedor se alejaba en la pradera, pues ya no volvería nunca más a esa villa.

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