SUSURRANTE DE SOMBRAS


La vuelta al trabajo no había sido precisamente algo sencillo. Desde el momento en que crucé el umbral de la cafetería, cada uno de los empleados me bombardeó con preguntas acerca del incidente en la cámara frigorífica.

Como si se tratara de una noticia local, la información se propagó como la pólvora. En un lugar tan diminuto como esta isla no era de extrañar, pero resultaba incómodo que incluso las nimiedades se esparcieran como el fuego en una pila de paja

En este caso, no fue una tontería porque, sino llega a ser por mi condición vampírica, Portia habría muerto congelada. De lo que me quejaba era de los chismes y pequeños secretos de los habitantes de Sottunga, que eran desvelados con facilidad, incluyendo la boda de mi hermana.

Incluso varias veces en un mismo día, no cesaban los interrogatorios entre personas de edades dispersas. Pero de todos ello, el que más estresado se encontraba por culpa de ese tema de conversación era, sin duda, Flin. Casi parecía esperarme en la puerta del almacén a que yo llegara y eso era totalmente nuevo, ya que la puntualidad no era una de sus características notorias.

―Dime por favor que ella está bien―me preguntó con gran ansiedad. Sus pupilas titilaban intentando sondear mi mente para sacarme la mayor parte de la información posible. Eso casi me hace reír, ya que el que era un vampiro era yo. Le puse la mano en el hombro, intentando tranquilizarlo para que dejara el tema de Portia en paz. Se disculpó bajando los ojos y marchándose a su camión para proseguir su trabajo.

En todo el tiempo que llevaba aquí, nunca había visto a Flin tan centrado ni tan abatido. Ni la peor de las broncas de nuestro jefe, había obrado tal milagro como el de madurar. Era mi amigo y me caía bien, pero a veces deseaba meterle la cabeza en el váter y tirar de la cadena.

Sobre todo, cuando intentaba emparejarme con alguien. Por lo menos, parecía ser que lo que había pasado con Portia lo mantendría ocupado para no volver a las andadas. Así que me centré en el trabajo para no pensar en nada más que en café.

No deseaba rememorar esa piel suave y esos labios que no había tocado pero que me quemaban los míos propios. Con evocarla en mis pensamientos, la voz más primigenia de mi interior rugía intensamente, gritándome que volviera a casa, que desgarrara su ropa y me enterrase dentro de ella como si estuviese poseído.

Sacudí la cabeza centrándome en el pedido del señor que tenía delante. Lo había reconocido, aunque él a mí no; era uno de mis profesores de primaria que siempre se tomaba una buena dosis de nicotina y cafeína antes de empezar su clase. La última vez que lo vi era menos calvo y más amable. Lo atendí con la mayor brevedad que pude para evitar que la cola que se había comenzado a formar, se convirtiera en un infierno de gritos y de exigencias. El trabajo me mantenía tan ocupado que mi mente me dejó en paz y pude disfrutar de un poco de calma.

Pero toda calma llega a su fin.

―Hola estúpido―dijo una voz de la persona que no deseaba volver a ver en toda mi vida. Emilia me sonreía agitando un billete entre sus dedos como si se tratase de alguien asquerosamente rico al que tenía que servir como si se tratase de una especie de honor. Su aura de superioridad me daba asco, pero le sonreí al igual que cualquier cliente. Le tomé nota y ella aprovechó para acercarse más a la barra para susurrarme:

―Quiero un caramel latte, ya sabes, con ese sirope del color tan parecido a los cabellos de... ¿Quién era?¡ah si!¡Portia! apuesto que sólo nombrar su nombre hace que te empalmes.

Me agarré al mostrador intentando no saltar a su maldito cuello. No iba a darle el placer de sucumbir ante sus malas artes, así que intenté fingir que me daba exactamente igual lo que opinara de ella o de mi entrepierna.

―Deja de decir estupideces y menos en público―le dije antes de darme la vuelta con la mayor calma que pude. Suspiró pesadamente, casi teatralmente, chasqueando sus dedos. Joder no...no por favor.

Al girarme, todo había quedado detenido, congelado, menos nosotros dos. Era un poder muy útil que esa bastarda sabía manejar bien, aunque sólo podía controlar tres minutos de tiempo.

Era la única de nuestra especie que poseía una habilidad como ésa. La primera vez que mostró esa habilidad fue en una de nuestras clases en las que ella deseaba terminar un libro que había comenzado la noche anterior. Se había quedado despierta toda la noche y sólo le quedaban unas pocas páginas para terminarlo. En cuanto llegó a la clase, chasqueó los dedos, dejando a la profesora congelada y al resto de nosotros estupefactos.

―Tenéis tres minutos. Aprovechadlos―ordenó. No hubo más que decir o preguntar, todos fueron en tromba al pasillo para terminar aquello que habían dejado a medias. Algunos compraron su desayuno y otros prefirieron disfrutar del aire fresco de la mañana. Desde ese día, Emilia fue una pieza importante entre los alumnos y alguien profundamente querido por todos. En cambio, yo sufrí la ira de ese maldito engendro, siendo el blanco de sus burlas y estupideces.

Lo que nadie supo nunca es que, en la última fiesta antes de terminar nuestro ciclo formativo en La Academia, ella me dijo que le gustaba, que le llamaba la atención y que le pertenecía. Me regodeé demasiado quizás, pero le dije que ni en treinta reencarnaciones, podría pensar si quiera en hablarle o tener alguna amistad con ella. Y si ya me quejaba del martirio de sus burlas, siguió haciéndolo incluso cuando éramos más mayores y teníamos cada uno nuestro trabajo.

Desde que supo que trabajaba en la cafetería, siempre se presentaba para hacer alarde de sus increíbles habilidades y me torturaba con pedidos que, según ella, han sido ejecutados de forma horrible. Y ahora, volvía a las andadas.

―Dime qué quieres de una buena vez y lárgate―le gruñí mirándola fijamente. Su sonrisa de autosuficiencia me revolvía el maldito estómago; dios, ¿hasta cuándo tendría que vivir con esta garrapata pegada a la espalda? Al ver que permanecía callada, le grité: ― ¡dime de una maldita vez qué quieres!

―Querido Rainer, por una vez no he venido porque yo haya querido. Vengo a anunciarte que mi padre tiene un regalo para tu hermana. Sabes que tu familia y la mía siempre han sido muy cordiales así que el novio de tu hermana le encargó el anillo a mi padre. Él, como siempre, quiere ir más allá: tiene un regalo para ellos para desearles una eternidad placentera y feliz.

Antes de decirle algo más, se bajó de la silla de un salto. Con un paso lento, danzando entre las personas que habían quedado congeladas por su toque, ella giró dramáticamente hacia mi dirección, apoyada en la manija de la puerta de salida. Sus dientes relucían con malicia:

―Ya sabes el horario. ¡Ah!, y felicidades a la pareja. Espero que sean felices.

Pero por la forma que lo dijo, más bien deseaba que le partiera un rayo. Un acontecimiento tan importante como éste no iba a opacarse por la arpía de Emilia, así que pensé que mejor se lo decía a mis padres para que ellos mismos fuesen a recoger el maldito regalo.

Era una pena puesto que el señor Toivonen era alguien a quien admiraba profundamente. Y una visita a su taller era de las cosas que más me gustaban en el mundo. Quizás debería haber estudiado algo relacionado con la mecánica o la ingeniería, cosa que en el futuro no descartaba. Por el momento, era feliz en la cafetería y teniendo tiempo para aprender todo tipo de cosas.

Me había tomado un tiempo de descanso cuando había finalizado el instituto. No poseía la brillantez de Ákseli, pero por lo menos no jugaba con las mujeres como si no valieran nada.

El día transcurrió entre alguna que otra queja, pedidos que tenía que hacer a la velocidad del rayo y pensamientos intrusivos que, de vez en cuando, alteraban mi sangre. Por desgracia, la noche anterior había usado demasiada magia y mi cuerpo requería ser rellenado por algo más que un donut. La cuestión es que, por la excusa del trabajo, no les dije mucho a mis padres acerca de la razón por la que Portia y yo tuvimos que pasar la noche en el hostal. Y tampoco tenía idea de si era algo positivo contarles acerca de la transformación de ella.

Del hecho de que ella no era la humana que pensábamos.

Pero la charla no tardaría en llegar; nada más poner un pie en casa, mi madre me esperaba con una taza humeante de té y la mirada impaciente que ella solía echarnos cuando ocultábamos algo. Serena, haciendo sonar la taza con sus uñas afiladas y una sombra en su espalda que comenzaba a moverse conforme transcurrían los segundos. Cerré la puerta y le pedí a mi madre que fuésemos a la cocina, ya que no deseaba que Portia escuchara nuestra conversación.

―Ella sigue durmiendo, por si te lo preguntas. ―me lo preguntó mientras daba otro sorbo. Su mirada se cruzó con la mía, mostrando un pequeño brillo rojizo que moteaba su pupila. Esa pausa le dio alas para continuar nuestra conversación. ―Ahora dime hijo, ¿qué razón os llevó a quedaros ambos fuera de casa y qué le pasó a Portia? No quiero comenzar a sospechar cosas.

Pero lo hacía, claramente pensaba que yo la había mordido y que esa era la razón por la que llevaba durmiendo tantas horas. Nunca le había dado razones a ninguno de mis padres para que pensaran mal de mí y de mi autocontrol, pero desde que Portia llegó a casa, tenía la sensación de ser otra persona, de ser alguien que era mirado con una lupa diferente. Comenzaba a exasperarme y a replantearme la posibilidad de marcharme de casa con el dinero que había ahorrado, pasándome por la entrepierna la costumbre de que los hijos solo se marchaban de casa cuando encontraban a su alma gemela y comenzaban una vida juntos.

Desde la última vez, mi madre y yo no nos encontrábamos en los mejores términos, así que no quise avivar el fuego contándole lo de Portia. Le dije que ella comenzó a encontrarse mal y que sentía pena por ella, así que decidimos quedarnos en el hostal debido a que se encontraba cerca de donde nosotros.

Pero la mirada de ella era inquisitiva, demasiado para mi gusto. Para cuando ella dejó la taza en la mesita de café, me preparé para el aluvión de palabras que me dedicaría la mujer que me trajo al mundo, pero sus ojos se deslizaron tras de mí, dulcificando sus facciones repentinamente.

―Cielo, deberías de irte a tu habitación. Aunque te haya concedido un día sin cole, deberías aprovechar y descansar.

Markus dio varios pasos, sentándose a mi lado sin dejar de mirar a mi madre con sus enormes ojos redondos. Cuando estaba tan callado, me asustaba y mucho.

El pequeño abrió la boca de la forma que solía hacer. Como si no le importara ver el mundo arder o explotar.

―Deberías de pasear mamá, eso es bueno. Deberías de aprender de Portia y de mi hermano.

Mi madre sonrió forzadamente, claramente incómoda por el rumbo que comenzaba a tener la conversación. Por lo menos, la intervención de Markus me estaba dando un respiro. Él no se contuvo, no frenó en su diálogo extraño pero efectivo.

―Mi hermano nos cuida, cuida a Portia, ¿Qué tiene de malo? ¿preferirías que se la comieran hasta los huesos?

―Pero cariño, ¿Cómo puedes pensar...?

―Si él ha pensado que era mejor quedarse en otro sitio, es porque mi hermano es listo y sabe que es lo mejor. Mamá, no eres justa. No eres la mami que me gusta―la interrumpió. Con una mirada triste, se puso en pie y se arrastró escaleras arriba en completo silencio.

Cuando él aparecía, la oscuridad de mi madre se disipaba de golpe. No tenía idea de lo que circulaba por la pequeña cabeza de Markus, pero por muchos años que lo conociera, nadie tenía la certeza de los recovecos oscuros que escondía.

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