SANGRE ZAFIRO


Ella es libertad, plumas enjoyadas en viento, que relucen con el poder de cien soles. Entre su pelo se teje el mundo, la felicidad misma que vierte en el mundo en forma de milagros tan misteriosos como su presencia. El calor del hogar, del matrimonio avenido, requiere de su bendición y sus descendientes disfrutan de la felicidad de la familia gracias a su bondad.

Pero ella tiene el alma de guerra, de poderosa ira que verterá sobre aquellos que osen tocar a sus descendientes. Y de entre ellos, surgieron las guerreras más poderosas entre las elfas oscuras. Siempre que vienen, se siente el retumbar de los cascos de caballos golpear contra la tierra, en completo silencio pues no desean alterar la naturaleza.

El infierno mismo las teme y no es para menos, ya que su diosa Rhiannon es el reflejo de ellas.

Decir que había descansado esta noche era mentir descaradamente, quizás, si pensaba un poco y analizaba las horas, había pegado el ojo unas cuantas veces, sin éxito.

Y no es que me sintiera incómoda o que Eilam hubiera faltado a su promesa de comportarse, sino que, desde que me desperté con mi nueva piel hacía unas horas atrás, el mundo podía percibirlo de una manera que me hacía sentir diferente. Desde los olores a los colores, pasando por mi personalidad que comenzaba a ser demasiado estridente. Solía ser calmada y complaciente con los demás, justo como la abuela me había enseñado, pero ahora una vena agresiva y luchadora se había despertado en mí, haciendo que ya no me pareciera tan bien eso de que todo el mundo debía resignarse a los designios de una diosa.

Antes lo cuestionaba en silencio, ahora simplemente, me repugnaba la idea.

Siempre hay una manera de esquivar incluso a los mismos dioses. Que yo no la hubiera encontrado no significaba que no existiera, tan sólo debía de aprender a volar y cuanto antes. Porque Goldenclove y las montañas de Benbulnen donde nos encontrábamos, no existían ni en los mapas ni tampoco en las mentes de aquellos que no habían nacido aquí.

Con una punzada de dolor, recordé una parte de la conversación que tuve con Eilam y Mallow: mi memoria había sido alterada y con ello, parte de mi vida había sido borrada. Nunca me había parado a pensarlo por culpa de las eternas tareas que llevaba realizando desde, ¿hacía cuánto? Eso es, no recordaba.

Me tomé de las rodillas entrando en pánico: no recordaba...nada. Tan sólo manchas danzando en mi cabeza, intentando tomar forma para darme la calma, la paz de encontrar algo que me hiciera creer que estaban equivocados, que mi abuela no podía haber sido capaz de hacer todo lo que dijeron.

Si ella me había hecho algo, estaría entre mis recuerdos, así que, si quería dar veracidad y creerles, tendría que verlo con mis propios ojos. Era hora de socializar incluso con los lugareños, aprovechando que ellos parecían tenerme un gran aprecio; si había algo importante que decirme, podía lograr averiguar algo crucial en mi busca.

Le levanté de la cama al estar cansada de dar vueltas en el empapado colchón. No investigué mucho mi dormitorio porque anoche me encontraba un tanto tensa por culpa de las miradas que Eilam me echaba sin importarle que tuviésemos público. Pero si era brutalmente sincera conmigo misma, lo que menos me gustó es cómo me sentí.

Me había convertido en fuego líquido, en llamas crepitantes que oscilaban en su presencia. Latidos fuertes se habían instalado bajo mi ombligo, haciéndome retorcer en silencio y fingir que, simplemente, tenía mucho calor por el maldito brasero. Y las sábanas eran testigo de ello, de lo que él me había provocado con su presencia y su aroma.

Nadie me creería, había sido demasiado transparente; comenzaba a serlo con Eilam, como si cada vez lo viera más como un aliado que como el cabrón que me raptó de la casa de los Suomminen. Quería darme cabezazos contra la pared para hacerme entrar en razón: de nada servía mentirme y opinar lo contrario.

Suspiré pesadamente mientras me dirigía a la puerta que conducía al baño. Necesitaba que el agua me aclarase las ideas y prepararme para la presencia del dueño de la casa.

No quería hacer tonterías, pero mi cuerpo no me colaboraba.

Arrastrándome como un zombi, abrí la puerta con ambas manos porque se había quedado atascada. O eso o estaba tan débil que era incapaz de hacer algo tan sencillo.

Di gracias al cielo que nadie pudo ver cómo me caí al suelo de morros, dándome un golpe tremendo en las rodillas que me hizo emitir un quejido que esperaba no haber despertado al bello durmiente. Me froté y soplé la piel que se había abierto ligeramente, abriendo los ojos con el corazón latiéndome violentamente en el pecho.

Mi sangre ya no era roja, sino azul zafiro con puntitos dorados. Incluso cuanto más miraba, más tonos lograba observar fluir, al igual que una pintura: la noche estrellada de Van Gogh. Alcé la vista al enorme espejo que colgaba encima del lavabo; tenía tanto miedo de mirarme en él, de descubrir cuanto había cambiado. Sólo había sido capaz de mirarme las manos, cerciorándome que el tono de mi piel realmente había cambiado. Era extremadamente pálido, pero poseía sombras rosadas y violáceas que resaltaban mis lunares que ahora eran como puntos de luz.

No me había atrevido a mirarme durante la noche, en la que se suponía más evidente esa luz. Recordé la mirada ferviente de Eilam cuando entramos en la penumbra de su casa. Aquellos ojos me taladraban como si lo que tuviera delante fuera fruto de sus más oscuros deseos. No hizo falta ponerme un dedo encima para sentirme desnuda.

Quizás él estaba mirando esa luz que emergía de mí. Si utilizaba la lógica, al haber dejado de ser humana, seguramente yo le parecía más atractiva ahora. Y aquello que me pareciera horrible, quizás para él era ambrosía en sus labios.

Me agarré al borde del lavabo para ponerme en pie. Al principio, mantuve la vista en el grifo, sintiendo el frío de la porcelana en mis manos. Eché un vistazo al lunar del dorso de mi mano derecha, justo en la línea de la muñeca. Luego, miré los que tenía casi en línea en el dorso de la izquierda, cerca de una marca que tenía por haberme depilado los brazos con cuchilla cuando era más joven. Sonreí cuando recordé a Tidus entrando en el baño, hecho un basilisco al baño, donde lloraba desconsolada y con la sangre manchándolo todo.

― ¡Qué haces, idiota!¡a nosotros no nos sale pelo! ―me gritó arrebatándome la cuchilla. Esas palabras no las entendí entonces, pero ahora que estaba a punto de mirar quién realmente era, ese recuerdo se trataba de una revelación ante lo que estaba destinado a pasarme. Las lágrimas cayeron antes de levantar la vista; al menos, ese recuerdo lo había guardado.

Quería pensar que él realmente era mi hermano y no Eilam tomando su forma. Quería pensar...que eso me pertenecía, que ese cariño con el que me curó provenía de mi hermano.

Y eso me dio fuerzas a mirarme, a dejar que las piezas encajaran por fin. A echar una vista real de mí, no de quien pretendía ser. Con las lágrimas aun escurriéndose por mi rostro, una oleada glaciar me hizo encoger y sujetarme más fuerte.

La piel era incluso más bonita de lo que había pensado; era magia pura, la que dicen los libros y te hace evocar paisajes de cuento. Yo brillaba, destellaba como si un cielo infinito se expandiera en mi cuerpo, enmarcada con un cabello que ahora se parecía más al fuego y unas orejas puntiagudas y elegantes que eran perfectas para mis enormes ojos ligeramente rasgados. Las pecas bajo mis ojos relucían como si hubieran incrustado diamantes bajo la piel, haciendo más pálidos mis ojos verdes que ahora poseían un halo blanco alrededor.

Me acerqué más para observarlos; había motitas de color rosado entre el verde musgo que reconocía. Incluso las venas de mis párpados se podían dilucidar con más facilidad ahora que mi piel tenía otro color. Era un ser extraño, sorprendente y completamente diferente a la apariencia humana que había tenido desde siempre.

No estaba segura que pudiera aceptarme así, que cada día de mi existencia tuviera esta apariencia a ojos de los demás.

Estaba condenada a quedarme aquí, porque ningún humano podía verme así.

Pero como dije antes, había soluciones, estaba segura que las había. Por el momento, debía seguir mi entrenamiento, ya que era mi billete para salir de aquí. Una vez que lo lograse, me plantearía cómo pasar desapercibida.

La ducha fue rápida, lo más que pude dadas las circunstancias. Estaba molida y aunque había logrado plegar las alas, no podía dejarlas por mucho tiempo sin ser liberadas. Daba gracias a que la casa poseía una estructura que tenía el espacio suficiente como para no golpearme con absolutamente todo a mi paso.

En el armario encontré unos pantalones de color marrón oscuro, un suéter verde botella con cuello alto y unas botas altas que estaban preparadas para la nieve. Era extraño porque estábamos en diciembre y no había nevado aún. Estaba segura que la magia tenía algo que ver con ello.

Tras vestirme, salí al pasillo, encontrándome a Eilam al fondo, justo en los fogones. Olía a dulce, como a bollos y eso hizo que mi estómago diera un vuelco. Sonreí mientras que me iba acercando, pero el retumbar de algo me hizo golpear contra la pared. Por el dolor, mis alas se desplegaron totalmente, enredándose con una de las cortinas. Eilam se giró en mi dirección con el rostro completamente pálido, ¿qué había sido eso? ¿por qué todo temblaba?

No necesité preguntar nada, porque Mallow se encargó de venir hasta aquí e informarnos. Resoplando y con una apariencia más parecida a la que yo temía, nos miró a ambos con una gran severidad.

―Las descendientes de Rhiannon están aquí.

Por la mirada de ambos, supe que esta visita no iba a ser de cortesía.

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