22. Príncipe (I)
En medio de Moontown, en un pequeño descampado que hacía de "plaza" central, Marylin, la Magnífica, era exhibida frente a los habitantes del lugar. La hechicera fue colocada en una picota, lo que dificultaba los movimientos de sus manos y, por lo tanto, su capacidad para lanzar conjuros. Intentó abrir la boca para hablar un par de veces, pero sin falta los secuaces de Zirael la callaron a golpes.
Frustrada e incómoda, la maga miró a su alrededor. Una multitud se había aglomerado para observar el espectáculo, los demonios con ansiedad y malicia, el resto de las criaturas mágicas, forzadas a vivir en aquel basurero, con tristeza y desesperanza. Dos picotas más reposaban junto a ella, aguardando la llegada de los otros condenados.
«Vincent y Silverfang», adivinó Marylin, pero el tiempo pasaba y la inquietud de los espectadores se volvía evidente.
El verdugo, un demonio grotescamente grande, sostenía su gigantesca y maltratada hacha de hierro a la espera de una señal para proceder con su labor. Disfrutaba su trabajo, gustaba de ver la vida escapar de los ojos de sus víctimas, y no le era grato que lo hicieran esperar, dilatando su momento de placer. Sin embargo, el malestar por el retraso para comenzar el espectáculo era general entre el público expectante y, conociendo a su audiencia, el presentador de las peleas se acercó a Zirael con molestia.
—Zirael, ¿cuál es la demora? —demandó saber— ¿Tengo que recordarte que tú metiste a esta bruja en Moontown prometiendo un espectáculo? En lo que a mi concierne, tu cabeza debería rodar junto a la de ellos, y si los dos perros sarnosos que arruinaron el show no llegan pronto te prometo que lo hará.
—No sé qué están haciendo estos idiotas —se excusó el nervioso demonio, intimidado por la presencia de quien Marylin suponía que debía ser su superior en la jerarquía que desarrollada por los demonios—. Envié un mensajero para apresurarlos, seguro que estarán por llegar en cualquier momento.
—A lo mejor podemos posponer todo esto hasta mañana, ¿no les parece? —sugirió Marylin, tratando de sonar relajada—. Digo, hacerlo bien. Poner algunas pantallas gigantes para que todos puedan ver bien, instalar una barra para que puedan tomar algo... Mierda, hasta podrían ponerla debajo nuestro para beber nuestra sangre fresca.
Un revés alcanzó la mejilla de la maga, que se sacudió en el aparato de tortura y gruñó con molestia.
—Nadie quiere tu sangre sucia y contaminada, bruja asquerosa —escupió Zirael—. Si no paras tu parloteo ya mismo, le diré a Varath que calme su ansiedad cortándote la lengua. —Señaló al corpulento verdugo que parecía bastante contento con la idea, así lo delataba la baba oscura que escapaba de sus dientes negros y se deslizaba asquerosamente por su barriga desnuda.
—¿Puede cortarme los oídos en el proceso? Me estoy cansando de escucharlos discutir como un matrimonio de viejos decrépitos.
Un nuevo golpe alcanzó el rostro de la hechicera, que escupió sangre al suelo, pero se contentó con notar que sus faltas de respeto hacían reír a los secuaces de Zirael a sus espaldas. Sin embargo, todas las risas, cotilleos y comentarios en la plaza se detuvieron de repente, cuando una voz comandante llegó desde atrás de la multitud reunida.
—¡ALASTAIR! ¿Qué es todo este desorden? —reclamó saber una poderosa voz femenina.
La multitud se abrió, en parte por miedo de la recién llegada, en parte por los empujones de la docena de enormes demonios que la acompañaban. Desde su lugar privilegiado, Marylin pudo ver cómo la mujer de porte imponente se abría paso hasta llegar al centro de la plaza. Todos los demonios que rodeaban a la hechicera aprisionada se arrodillaron y clavaron su mirada en el suelo, solo Marylin se atrevió a mirar a los ojos al demonio que se acercaba. Su aspecto era el de una mujer hermosa, alta y esbelta, de piel morena y rasgos afilados, que contrastaba con su cabello oscuro y ondulado; una mujer que despertaba deseo en quien posara sus ojos sobre ella y, sin embargo, la ferocidad en sus movimientos y el tono serio de su voz los forzaba a doblegarse.
—Beltz, lamentamos el disturbio, no fue nuestra intención perturbarte a ti, ni a nuestro amo —dijo Alastair, el presentador de las peleas, con voz temblorosa—. Esta sucia bruja perturbó el entretenimiento de las tropas del príncipe, solo nos estamos asegurando de que ella y su compañía reciban un castigo por su insolencia.
En un abrir y cerrar de ojos, la recién llegada posó un cuchillo oscuro debajo del mentón de Alastair, que quedó petrificado en el acto.
—Tus juegos e idioteces son meramente toleradas por Mammón, Alastair, no te atrevas a olvidarlo... yo no soy tan permisiva, y si esto se convierte en un problema, la cabeza de la bruja no será la única que rodará esta tarde.
—¿Bruja? Ni siquiera me conoces —protestó Marylin desde su incómoda posición, atrayendo la atención de Beltz.
Zirael se apresuró a levantarse y golpearla, en un intento por evitar la ira de la imponente mujer.
—Hablas con Beltz, general de Mammón, el Príncipe Primigenio, y mostrarás respe... —empezó a vociferar el demonio, pero sus palabras se vieron interrumpidas cuando Beltz pasó el afilado cuchillo por su cuello con una velocidad y sencillez antinatural.
El cuerpo de Zirael se desplomó en el suelo frente a Marylin y, mientras el líquido escarlata se esparcía por el suelo, Beltz se puso en cuclillas frente a ella y la tomó por el mentón, forzándola a mirarla directamente a sus ojos de solemne rojo oscuro.
—Veo que Zirael y sus muchachos te maltrataron antes de traerte a este circo... Te prometo que nada de lo que ellos hayan hecho se compara con el dolor que puedo causarte —aseveró ella y, por primera vez en mucho tiempo, Marylin, la Magnífica, se quedó sin palabras—. Alastair, termina con esto de una vez, o perderás mucho más que un saco de carne como Zirael.
Del cuerpo del demonio caído, una grotesca sombra se levantó, revelando el verdadero aspecto del demonio por unos breves segundos, antes de volver a su aspecto "humano". Zirael volvía a la "vida", y el pobre que había poseído moría en ese lugar olvidado por los dioses.
—De inmediato, mi señora —respondió Alastair, que aún permanecía de rodillas, mientras ella se alzaba y se alejaba de Marylin.
—Y que sea la última vez que... ¿Qué es todo ese alboroto? —preguntó Beltz con molestia, notando un creciente retumbar que crecía segundo a segundo.
En respuesta a su pregunta, Alexios, seguido por una manada de hombres lobo, asaltó la plaza central, derrumbando parte de las precarias edificaciones que se habían construido a su alrededor. Las bestias aterrizaron sobre los desprevenidos demonios que apenas y llegaron a reaccionar antes de que las fauces de los licántropos se cernieran sobre ellos y comenzaran a despedazarlos miembro por miembro.
Acompañando a la tropa de hombres lobo, Vigilante saltó por encima de los tejados y coronó su aterrizaje asestando un brutal puñetazo a un confundido demonio que buscaba escapar del caos. El golpe, cargado por el fuego sagrado conjurado por Marylin, bastó para tumbarlo y dejarlo fuera de combate. El héroe se alzó entre el caos, y su mirada se cruzó con la de Beltz, que maldijo por lo bajo y ordenó a sus seguidores detener a los insurgentes mientras se retiraba en dirección a la oscura torre que se alzaba a unos cuantos metros de donde la batalla se desarrollaba.
La guardia real de Mammón que Beltz comandaba, vestía túnicas negras de pies a cabeza, y una siniestra armadura negra que cubría sus brazos, piernas y cabeza, dándoles un aire intimidante. Desenvainando las pesadas espadas que llevaban a su espalda, se lanzaron al ataque, acabando con algunos desprevenidos licántropos en cuestión de segundos; Alexios, astuto como siempre, se percató de la presencia de los audaces enemigos y, con un aullido largo y sonoro, ordenó a sus aliados para enfrentarlos.
Vigilante dirigió su atención hacia la aprisionada hechicera, que despotricaba contra Zirael y Alastair, que aún se debatían entre quedarse a pelear o emprender su retirada. Los insultos de Marylin eran acallados por el sonido de la batalla, pero era claro que habían irritado de sobre manera a Varath, el verdugo, que se dirigió hacia ella arrastrando su gigantesca hacha. Vincent se abrió paso hasta ellos a base de puñetazos, y llegó justo a tiempo para sujetar el hacha por el mango antes de que alcanzara a la maga.
Varath, furioso por la intromisión del enmascarado y haciendo acopio de toda su fuerza, jaló hasta recuperar su arma y, con ansias de sangre, se plantó frente a su recién llegado oponente.
—Te tomaste tu tiempo —protestó Marylin.
—Te ves bien en la picota, quise saborear el momento —respondió Vigilante, tomando una postura defensiva.
Varath se lanzó al ataque blandiendo su pesada arma, y Vincent debió moverse con precisión para eludir los hachazos. A pesar de su tamaño y del evidente peso del hacha, el verdugo se movía con una velocidad peligrosa, dificultando al héroe encontrar aberturas en su defensa que le permitieran contrarrestar. En un arriesgado movimiento, Vigilante se colocó justo delante de la aprisionada maga que lo maldijo al adivinar el plan de su compañero. El hacha cayó con todo su peso, mas, a último momento, Vincent la esquivó y con su mano desvió su trayectoria para que el filo quedara enterrado en la madera de la picota a escasos centímetros del rostro de Marylin.
El verdugo luchaba por liberar su arma, pero no fue lo suficientemente rápido para hacerlo, lo que le permitió a Vigilante moverse y, encontrando el ángulo justo, alzarse y darle un poderoso puñetazo debajo del mentón. Las llamas del fuego sagrado estallaron con el impacto y pronto el gigantón se encontró tumbado en el suelo.
—¿Era eso necesario? —protestó la maga.
—¿No había mordazas disponibles en el lugar? Hablas demasiado —replicó Vincent, que ya trabajaba sobre las cerraduras de la picota.
En cuestión de segundos, Marylin quedó libre, se apresuró a levantarse y estirar sus atrofiadas extremidades, liberando la tensión acumulada hasta el momento. El dúo volvió entonces la mirada al campo de batalla.
Los licántropos y los demonios se enfrentaban con saña, se notaban caídos en ambos bandos, pero a simple vista resultaba evidente que el enfrentamiento tenía un solo ganador posible. Los demonios superaban a los lobos en una proporción de al menos tres a uno y, aunque el ataque sorpresa sirvió para aturdirlos y desorganizarlos, se notaba que empezaban a rodear a los rebeldes y a empujarlos contra las paredes.
Y, sin embargo, en medio de la oscuridad y del baño de sangre, hubo rayos de esperanza.
Los esclavos de los demonios, esas criaturas mágicas arrastradas a Moontown contra su voluntad, observaron el conflicto con temor en sus ojos durante los primeros minutos, pero unos pocos empezaron a ganar confianza y a alzarse. En principio se veía con pequeñas acciones, empujando o estorbando a los demonios para brindar una ventaja a los licántropos, hasta que un fornido y viejo enano, cuya barba gris rozaba el suelo, tomó una tabla de madera de entre los escombros de las chozas destruidas y la usó para golpear en la cabeza de un demonio que intentaba levantarse. El sencillo acto de rebeldía bastó para que otras criaturas empezaran a ganar la valentía de enfrentarse a sus opresores abiertamente, y la ventaja que los demonios aparentaban ya no era tan clara. Rodeados por todos los frentes, los oscuros seres volvieron a mostrarse desorganizados y dubitativos, dando a sus esclavos la certeza de que esa sería la única oportunidad que tendrían de ganar su libertad.
—¡Todo esto es tu culpa, zorra! —gritó Zirael, dirigiéndose a Marylin.
El demonio se lanzó hacia ellos, dispuesto a dar pelea. Vincent ya se preparaba para recibirlo cuando, con unos pocos movimientos de su mano, la maga hizo levitar el hacha de Varath y la lanzó a toda velocidad contra Zirael, cortándolo al medio. El héroe observó el grotesco espectáculo con asombro y asco. Lidiaban con criaturas que escapaban a su comprensión, así lo atestiguaba el hecho de que, tras semejante herida, Zirael aún gritaba y se retorcía en el suelo, maldiciendo a la hechicera. Un puntapié de los pesados borcegos de Marylin bastó para acallar los quejidos del adolorido demonio.
—¿Qué? No todo puede ser resuelto por magia —apuntó la hechicera—. Vamos, todavía tenemos que tener una conversación con el príncipe.
—Espera, tengo que hacer algo antes —dijo Vigilante, lanzándose hacia el caos.
Le llevó poco más de un minuto, pero finalmente el detective logró divisar a Alexios, que se deslizaba en un callejón aledaño, alejándose del calor de la batalla que se desarrollaba. No sin ciertas dificultades, el enmascarado y la maga se abrieron paso hasta él, y desde la entrada al pasadizo pudieron observar que el gigantesco licántropo tenía acorralado a un desesperado Alastair, que se arrastraba por el suelo intentando alejarse.
—Silverfang... espera, por favor... n-no puedes... no puedes hacerme esto —gimoteaba el demonio—. Yo te convertí en un dios de la arena... te di todo... ¿Recuerdas esa vez que me aseguré que te dieran un pedazo de carne fresca? Mis muchachos tuvieron que salir a Krimson Hill para traértelo, por favor...
Ignorando sus palabras, Alexios alzó al presentador de las peleas y, utilizando sus garras, comenzó a tirar hasta que el demonio empezó a partirse en dos entre gritos de dolor y espanto, bañando el gris pelaje del licántropo de un líquido negro y viscoso, más similar al alquitrán que a la sangre. Cuando el violento espectáculo terminó, Alexios notó que estaba siendo observado, se volteó para enfrentar a los intrusos. Vincent observó el brillante ojo amarillo de Alexios, la ferocidad en él y, sin embargo, tendió su mano para detener a Marylin que ya preparaba un hechizo para atacar a la bestia.
—¿Tienes lo que querías? —preguntó Vincent.
—No hay... consuelo... para la... libertad perdida —sentenció Alexios con su voz monstruosa—. Pero eso... se sintió... bien.
—No más distracciones —ordenó Vincent, y Alexios gruñó en respuesta—. Controla a tus lobos, solo ataquen a los demonios, y ayuden a escapar a cuantas criaturas puedan...
El inusual trío volvió a dirigirse hacia donde la batalla se desarrollaba, y se encontraron con que los demonios habían sido, en su mayoría, repelidos por los insurgentes. Vincent se permitió soñar con que lo que seguía sería sencillo, que no tendrían problemas para llegar a Mammón y pondrían un rápido fin a esa pesadilla que se desarrollaba bajo su ciudad. Y, sin embargo, sus esperanzas se vieron aplastadas en un abrir y cerrar de ojos, cuando, de repente, todos sus aliados empezaron a gritar de dolor y a caer de rodillas al suelo.
—¿Alexios? —preguntó el detective, intentando sujetar al pesado licántropo que luchaba para mantenerse en pie—. ¿Qué está pasando?
—Es... él... —logró musitar la bestia—. El... príncipe.
Vincent y Marylin se voltearon hacia la torre, no tardaron en divisar la figura oscura que ocupaba el balcón de la misma. Desde allí, Mammón utilizaba el brillante anillo de oro que decoraba su dedo y que emitía un fulgor siniestro, doblegando la voluntad de las criaturas mágicas que empezaban su rebelión. El príncipe vestía de negro, una capa estilizada lo cubría desde los hombros a los pies y, aun así, eran imposible ignorar las miles de piezas de oro que lo adornaban. Collares, pulseras, más de un anillo por dedo, torques, brazaletes y otras piezas se observaban a lo largo de su atuendo, incluso algunas piezas se divisaban incrustadas entre su negro y largo cabello. Sin embargo, lo que más destacaba de su aspecto era la corona dorada que estaba fundida a una máscara que cubría la mitad de su pálido rostro.
Vigilante se percató del creciente gruñido de Alexios y logró reaccionar justo a tiempo para empujarlo lejos de él antes de que el licántropo pudiera morderlo. Notó entonces que todas las criaturas mágicas que los estaban ayudando hasta ese entonces, tenían sus miradas sin vida clavadas en ellos, con siniestras y evidentes intenciones. Algunos de ellos, los más fuertes, intentaban luchar contra el control que Mammón ejercía mediante el anillo mágico, pero era en vano.
—Dime que tienes algo para esto... —dijo Vincent, preparado para repeler a las diferentes criaturas que lo cercaban.
Marylin, consciente de la situación en la que se encontraban, masculló por lo bajo y empezó a mover sus manos acumulando energía mágica mientras musitaba el hechizo por lo bajo. Siempre era así con conjuros complicados, no bastaba con el lenguaje de señas desarrollado por la orden de los magos mudos, o al menos ella no había alcanzado el nivel necesario para lograrlo, aún después de casi veinte años de dedicado estudio a las milenarias artes mágicas. No podía quejarse, era su propia maestra, y sus dones le permitieron sobrevivir y salir ventajosa de situaciones peliagudas, pero debía reconocer que jamás había sentido el frío roce de la muerte tan cerca.
Se obligó a recordar por qué hacía todo eso. Por quién lo hacía. Sophie, la hermana de su mejor amiga, la esperaba en su departamento en Londres. No podía fallarle, la chica había perdido demasiado en su vida y no iba a perderla a ella también.
—Reza porque esto funcione... —gruño Marylin, finalmente sintiendo la magia en sus manos a punto de explotar—. ¡OCIGÁM ODUCSE!
Un estruendoso estallido de magia turquesa salió despedido de las manos de la hechicera, interponiendo un domo entre la torre del príncipe y las indefensas criaturas mágicas que Mammón controlaba. El choque de poderes se volvió evidente cuando una magia verde, emitida por el anillo de Cernunnos que el príncipe portaba, empezó a desplazarse por la superficie del domo turquesa, produciendo así un inigualable espectáculo de luces como nada que Vincent hubiera visto jamás.
Marylin cayó entonces de rodillas por el esfuerzo, pero este no fue en vano. Poco a poco, las criaturas mágicas eran liberadas de la influencia ejercida por el anillo, y así dejaban de representar una amenaza para el enmascarado y su compañera. Sabiéndose fuera de peligro, Vincent se acercó a la hechicera caída, que respiraba agitadamente y luchaba por recuperarse.
—Lo lograste —aseguró, sujetándola entre brazos.
—Soy... genial... —dijo ella y sonrió, revelando que el esfuerzo la había hecho sangrar un poco por las encías.
—A veces —correspondió Vincent con una sonrisa, ayudándola a ponerse de pie.
El dúo alzó la mirada hacia la torre oscura. Mammón aún estaba en el balcón, observando a los insurgentes con desprecio y, a pesar de la distancia que los separaba, Marylin juraría que podía sentir todo el odio y enojo que emanaba del príncipe que, haciendo flamear su capa de negro y dorado, se giró y volvió a entrar en su torre.
La pelea no había terminado, pero ganaron algo de tiempo.
—El escudo no resistirá mucho tiempo, tenemos que movernos rápido y... oh, vaya este tipo está desnudo, totalmente desnudo —observó Marylin, al ver que Alexios, en su forma humana, se acercaba a ellos sin un ápice de vergüenza.
—Lucharemos junto a ustedes —dijo con seriedad el licántropo—. Es lo menos que podemos hacer.
—No pueden venir con nosotros —contrario Vincent—. Mammón puede controlarlos, forzarlos a atacarnos y no podremos luchar en dos frentes a la vez.
—¿Qué sugieres entonces? —preguntó Alexios, que se negaba a aceptar la idea de quedar al margen de la pelea.
—Necesitamos dividir las tropas de Mammón, forzarlos a luchar contra ustedes y darnos una abertura para que podamos llegar a él —señaló Vincent—. El Príncipe los necesita aquí, no sólo porque son su fuerza de trabajo, sino porque si salen a la superficie se arriesga a atraer miradas curiosas en su dirección y estoy seguro de que no le haría gracia que alguien como Mago Universal note la pequeña operación que montó aquí.
—¿Propones escapar? —La postura de Alexios denotaba que no le agradaba a dónde iba el detective con su planteo.
—Propongo que hagan un gran alboroto, tienes cierto talento para ello —dijo Vincent, notando el caos que aún predominaba en el campo de batalla—. Haz que envíen demonios en tu dirección, que intenten detenerlos y luchen con todas sus fuerzas para retenerlos allí.
Aunque seguía sin estar convencido, el licántropo reconocía la lógica en el plan del héroe y, sabiendo que no tenían tiempo que perder, asintió. Volviendo a su lupina forma, Alexios lanzó un aullido que comandó toda la atención de las criaturas mágicas sobrevivientes a la batalla, y pronto se lanzó en dirección a la salida de Moontown. El resto de los licántropos que integraban su nueva manada no tardaron en seguirlo, y pronto el resto de los seres mágicos los imitaron.
Cuando estuvieron solos, Marylin y Vincent compartieron una última mirada antes de dirigirse hacia la torre del Príncipe, conscientes de que debían ganar o morir.
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