Komorebi no anata e

Aquí no se celebra la Nochebuena. Al menos, no como en otros países del mundo. En Japón, se trata de una fiesta para enamorados, con todo lo que eso implica. Un segundo San Valentín. Si estás solo, no puedes dejar de mirar a las parejas pasarlo bien con un toque de envidia. Ese es mi caso.

En este pequeño pueblo al pie de las montañas, apenas se nota el peso de la víspera de navidad. La gran mayoría son ancianos a los que les dan igual las costumbres extranjeras y las pocas parejas que hay quedan en sus casas.

En la cafetería que regento ofrecemos pasteles de fresa y nata, una tradición navideña que se puso de moda hace bastantes años. Los coloco en la vitrina y echo un vistazo a las mesas de madera vieja que todavía están vacías.

Es temprano por la mañana, pero la alerta por nevadas fuertes mantiene a mis clientes habituales fuera de las calles. Aquí dentro se está a gusto, con el suelo radiante y la chimenea que he encendido, la cual se encuentra en el pilar central. Huele a madera y dulces. La música clásica suena a través del altavoz que parece una vieja radio.

Me acerco al árbol para continuar decorándolo, a pesar de que no tengo mucho afán. Me gustaría estar haciendo otras cosas más interesantes, como continuar la historia que comencé a escribir a principios de año. Pongo unas cuantas bolas en el árbol, son de fino cristal y en su interior hay pequeñas casitas que sufren un vendaval cuando las mueves.

Las campanas de la puerta suenan y me giro con la mejor de mis sonrisas (esas que destino a los clientes).

—¡Bienvenido!

No hay nadie. ¿Habrá sido el viento?

Escucho a un pájaro trinar y bajo mi mirada al suelo. Un pequeño ruiseñor me observa con atención y ladea su cabeza antes de piar de nuevo. Tiene un poco de nieve en las plumas marrones, la cual se derrite con la diferencia de temperatura.

Me acerco a él; para mi sorpresa no echa a volar como hubiera esperado. Se aparta con un par de saltitos dóciles, dejándome espacio para abrir la puerta si quiero. Eso es lo que hago, instándole a marcharse. Una ráfaga de viento helado entra con brusquedad, acompañada de unos copos de nieve fresca. El pajarillo echa a volar y se posa en mi hombro. Tengo la impresión de que no pretende ir a ningún lado.

Espero un poco más e intento sacarlo agitando la mano cerca de él. Nada. Sigue aferrado a mi hombro. Salgo y siento el frío picotear en mis mejillas, pero el ruiseñor ignora el vendaval y continúa en mi hombro. Al parecer, me he convertido en una de esas princesas de los cuentos occidentales.

Con un suspiro, decido no pasar más frío y vuelvo a meterme en el interior de la cafetería. Como vivo en la parte de arriba, no tengo que preocuparme por una posible tormenta de nieve. Paso por la barra y me adentro en la cocina para abrir el bote de semillas de sésamo que tengo para decorar el pan o hacer dulces. Dejo unas cuantas en un cuenco azul; el ruiseñor agita un poco las alas y se dispone a picotear su alimento. ¿Será un animal domesticado? Se comporta con demasiada tranquilidad a mi lado.

Permito que se vuelva a acomodar en mi hombro y me sumerjo en los quehaceres del trabajo. A media tarde, un par de vecinos vienen a comprar pastel para acompañar al pollo asado que han preparado. Otro extraño clásico navideño.

Hacia la noche, la tormenta parece que ha decidido tomarse un descanso. La nieve se ha acumulado en las ventanas y la puerta. En todo este tiempo, el pájaro ha estado dormitando en la capucha de mi sudadera. Afortunadamente, la gente no se ha percatado, por lo que he podido esquivar las preguntas sobre su procedencia.

Abro la puerta como buenamente puedo para girar el cartel y dejarlo en cerrado. El ruiseñor salta de mi capucha a mi cabeza, removiendo mi pelo negro como si no estuviera ya lo suficiente revuelto. Es entonces cuando echa a volar hacia un lado.

—Espero que te vaya bien —murmuro.

Sin embargo, al cabo de unos minutos aparece de nuevo con un extraño hilo en el pico. Toquetea la ventana hasta que me percato de su presencia y la abro para dejar que pase. Coloca el hilo en la palma de mi mano. Lo alzo para verlo con claridad a la luz ambarina de las luces del árbol de navidad.

Es raro, tiene un cierto brillo cuando la luz incide sobre él y parece extenderse hacia la ventana. No veo el otro extremo. Doy un tirón; es como si estuviera atado a algún lugar.

Los rayos del sol hace mucho que se han ido a dormir y lo cierto es que estoy cansado. Eso es todo lo que pienso mientras me pongo el abrigo de plumas y la bufanda para ir a ver qué es lo que hay atado al otro extremo del hilo.

El ruiseñor se las arregla para meterse en mi bufanda y suelto un suspiro helado cuando salgo por la puerta. Sigo el hilo rojo por las desiertas calles del pueblo. Las ventanas de las casas están iluminadas de forma acogedora, la nieve se pega a ambos lados de la carretera y se acumula en los viejos muros de piedras apiladas. La gran mayoría de los edificios son de madera tratada, de corte antiguo. Muy pocas personas quieren mudarse a un lugar que queda tan alejado de la ciudad.

Saludo a la señora Yamashita con cortesía y ella ignora por completo el hilo que pende de mi mano, sigue paseando con su perrito Momotaro. Llego hasta el punto en el que el pueblo se fusiona con la montaña; hay unas escaleras empinadas con lámparas de piedra apagadas a ambos lados que llevan al templo. Hace unos meses, las luces que iluminaban el camino se estropearon durante el paso de un tifón, así que único que veo es lo que hay a unos pocos metros. La oscuridad que ofrecen las copas de los árboles, que forman una bóveda sobre la escalera, engulle todo lo que hay.

En este punto, ya no sé lo que estoy haciendo. Pongo un pie en la nieve amontonada en la escalera y este se hunde un par de centímetros. Le sigue otro. Saco el móvil de mi bolsillo y enciendo la linterna.

Nadie me espera en casa. Ha sido así desde que murieron mis padres cuando era un niño. Los únicos amigos que tuve se marcharon a la ciudad en busca de una vida mejor. Me gustaría haber tenido la paciencia suficiente para mantenerme en contacto y no dejar el tiempo discurrir como un río.

El templo está iluminado por la luz de la luna llena, la cual asoma tímida entre los nubarrones. Allí, en mitad del camino de piedras pulidas que va hasta los escalones de entrada, se encuentra un hombre sentado. Tiene el cabello del mismo tono que la luna que brilla en el cielo y la piel pálida llena de pecas. Unos rasgos exóticos. El hilo va directamente hacia el pecho del extranjero, que está tapado con un simple kimono de invierno.

Sus ojos están cerrados. Sus pestañas son tan blancas como su pelo y las mejillas están coloreadas a causa del frío.

Es guapo, tanto, que no parece real.

El ruiseñor sale de mi capucha y se va volando hasta posarse en la pierna del hombre. Ando un poco y, tras una pausa, otro poco. El hilo se desvanece.

—¿Disculpe? —digo—. ¿Está usted bien?

Intento repetir mis palabras en inglés por si acaso. Sin efecto.

—¿Hola?

Quizás se ha quedado inconsciente por haber estado a la intemperie mucho tiempo. Me quito la cazadora y se la pongo por encima de los hombros. Estoy a punto de llamar a la clínica más cercana, cuando el desconocido abre sus ojos. Me quedo paralizado un breve instante, pues son de color azul con un toque violeta. ¿Serán lentillas?

—¿Se encuentra bien?

—Asahi —responde con voz somnolienta. Un escalofrío recorre mi espalda al escuchar mi nombre de pila con tanta familiaridad.

Se pone en pie. El ruiseñor vuela y la chaqueta se cae al suelo con un ruido seco.

—Creí que ya no vendrías —dice mientras salva la distancia que nos separa. Es bastante más alto que yo. Lo miro sin comprender qué es lo que está sucediendo y también admirando el japonés fluido que sale de entre sus rojos labios—. Estuve buscándote durante un buen rato, pero no sabía dónde encontrarte.

—¿Quería usted llegar a la cafetería? Lamento que esté tan mal señalizada.

Me aparto con un movimiento que intenta ser casual, aunque los nervios están burbujeando por todo mi cuerpo y mis músculos se sienten agarrotados.

—¿No te acuerdas de mí? —me pregunta y ladea la cabeza igual que el golden retriever de la vecina.

Recojo la cazadora y me la vuelvo a poner, ya que es evidente que el hombre no la quiere.

—Lo siento, no sé a qué se refiere.

Frunce el ceño, contrariado, y temo por su salud mental.

—Venías mucho a este templo cuando eras un niño —dice—. Te sentabas cerca de la fuente y escribías cuentos.

Además de loco, conoce mi pasado. Retrocedo con aparente calma.

—Si quiere puedo acompañarle a la clínica Aomori —ofrezco abrochando mi abrigo. Enredo mi bufanda con las manos un tanto temblorosas.

Baja la cabeza y su cabello blanco cubre el semblante, por lo que no sé si va a atacarme o simplemente acceder. Tengo ganas de echar a correr, encerrarme en casa y pasar lo que resta de Nochebuena en mi salón. A salvo.

Suspira y lanza una sonrisa algo triste antes de abrir de nuevo la boca.

—Disculpa. Estoy un tanto confuso, me perdí con la nevada y no conseguí encontrar a la persona que buscaba —comenta—. No tengo dinero para ir a la clínica. Me dejé la cartera en el ryokan.

¿Y qué quieres que yo haga con eso?

En su lugar, digo:

—Vaya, entonces te indico el camino hasta el ryokan, no está muy lejos de aquí.

Se encoge de hombros.

—Como quieras.

Lo único que quiero es huir. Eso me pasa por seguir un hilo que me ha traído un pájaro. Bajamos las terribles escaleras, la luz de las farolas es reconfortante en cuanto llegamos al camino principal.

—Mi nombre es Robin —dice en medio de mi incómodo silencio—. Solía venir a pasar los inviernos aquí.

—Entiendo. —Giro en una de las calles a la derecha, que lleva directamente hacia el ryokan que tiene unas aguas termales. La única atracción turística de este remoto pueblo—. En seguida llegaremos y podrá descansar.

Cuando alcanzamos la entrada del ryokan se gira para ofrecerme una sonrisa y un agradecimiento. Me dispongo a volver a mi casa, pero él toma con gentileza mi muñeca para evitar que me mueva.

No me toque, señor.

—¿Puedo saber por qué has ido al templo?

—No lo sé.

—¿Ha sido un ruiseñor? —musita.

Sacudo su agarre. Es muy atractivo, una lástima.

—Tenga buena noche.

Me apresuro a escapar de la situación. Ya hice mi buena obra del día. Quizás del año.

Al volver a casa, voy derecho a la bañera para entrar en calor y me meto en cama. No quiero pensar en nada de lo que ha sucedido hoy.

❅✦❅

El día veintiséis abro por la tarde, así que paso toda la mañana sin hacer nada. Estoy cansado. Veo las horas desfilar a través de la ventana que hay en mi salón. Hacia la hora de abrir mi local, un ruiseñor se posa en el alféizar y me mira a su vez.

—¿Eres el de ayer? —le digo—. Si es así, tu regalo ha sido terrible.

Echa a volar hacia el cielo gris.

La cafetería se llena bastante rápido, hay gente que quiere probar los nuevos pastelitos que he creado con temática navideña. Estoy distraído cuando Robin entra y no puedo ocultar mi sorpresa al escuchar su voz. Me pide un bollo relleno de crema y un café.

Está acompañado por una mujer de mediana edad que me saluda con demasiado entusiasmo y un acento británico marcado que me hace casi imposible descifrar que es lo que está intentando decirme. Viste de una forma un tanto estrafalaria, con diversos collares de perlas de muchos colores, como si un niño hubiese ayudado a preparar su ropa.

¡Asahi, querido! —Intuyo que dice—. Años muchos sin verle.

Que yo recuerde, no la he visto en mi vida.

—No se acuerda —le indica Robin, en inglés, a lo que ella suelta un ah.

Espero que pronto recuerde —habla la mujer—. Solo café. Gracias.

En cuanto se van a la mesa más cercana al árbol de navidad, empiezo a rumiar sobre si me habré olvidado de verdad. Los recuerdos de mi infancia se hacen difusos con cada año que pasa. Desde el accidente que sufrieron mis padres, no quise volver a pensar en esa época. No quería ponerme triste.

Lavo las tazas y limpio las mesas que se han ido desocupando sin prestar atención a lo que me rodea.

Sí, iba al templo. Me gustaba contar cuentos a las estatuas de los komainu que descansan allí. En invierno era el lugar más solitario del pueblo.

Lleno el lavajillas con absurda lentitud. Recuerdo a una niña con el pelo como la nieve. Una niña. ¿No era una niña?

Un plato se cae al suelo y despierto de mi estúpida ensoñación. Me agacho para recoger los pedazos de porcelana y otra mano se interpone en mi camino.

—Ten cuidado —dice Robin.

Me ayuda a limpiar el plato roto antes de pagar la cuenta. Espero que me diga algo más sobre nuestro pasado en común, pero se marcha con una suave despedida. Al menos no fuerza la situación.

Tras el cierre, me siento en uno de los taburetes altos que hay en la barra y hundo la mejilla en mi mano mientras me sirvo una copa de vino.

El último invierno que compartí con Robin cuidamos a un ruiseñor. O eso creo. No deja de ser curioso que otro ruiseñor haya propiciado nuestro encuentro.

También está el hilo rojo. Mi madre solía hablarme sobre la leyenda del hilo rojo que une a las personas que están destinadas. Pero se ata en el meñique, no en el pecho.

Me echo a reír. El destino me trae a un hombre porque sabe que soy gay.

Es posible que esté ebrio.

Echo un vistazo a mi reflejo en los ventanales. Un hombre con el pelo corto negro, ojos almendrados, nariz chata, un lunar en la mejilla y aspecto cansado me devuelve la mirada.

Tras unas cuantas copas, me parece una idea maravillosa volver al templo. Me muevo dando tumbos y tengo que apoyarme varias veces en diversos puntos antes de llegar a las escaleras.

Las subo con parsimonia. El edificio, con su tejado a dos aguas y la gran cuerda que cruza la fachada de un extremo a otro, aguarda solitario y en silencio.

Tras el accidente de mis padres, Robin no volvió a pasar los inviernos conmigo. Me enfadé como solo un niño pequeño puede hacerlo.

Acaricio las estatuas. Las estrellas titilan en el firmamento y la luna está comenzando a decrecer.

Doy un respingo y vuelvo a bajar las malditas escaleras. Me resbalo a medio camino y cierro los ojos ante el inminente impacto. Algo me sostiene. O me he muerto por ser un idiota.

—Asahi —dice Robin. Tiene una voz profunda.

Ya basta, no desees a un desconocido.

Me ayuda a recuperar el equilibrio con una media sonrisa pintada en sus labios.

—¿Qué haces aquí a esta hora? —pregunto en vez de actuar como una persona civilizada.

Señala con un dedo al ruiseñor que está posado en su cabeza. Ese pájaro está empeñado en juntarnos. Sí, estoy solo, pero no desesperado. He tenido algunos encuentros. Siempre en la ciudad más cercana, lejos de la mirada de los vecinos del pueblo.

—Ha estado muy insistente desde hace un buen rato —responde.

Asiento sin saber qué hacer a continuación. El viento se levanta y arrastra unos diminutos copos de nieve que se posan en el pelo de Robin. Por un instante, semeja un ser sobrenatural recién sacado de alguna leyenda y no un albino.

Intento apartar la timidez para decir lo que quiero. Trago saliva un par de veces.

—Se parece mucho al ruiseñor que cuidamos aquel invierno. —Siento como arden mis mejillas.

Él me regala una sonrisa deslumbrante.

—¡Te acuerdas!

Vuelvo a asentir.

—Lamento no haberte reconocido—mascullo—. Pensé que eras una niña.

Y han pasado treinta años, no puedes pedirme que me acuerde de todo, la memoria es un templo limitado. Se ríe con fuerza al escuchar mi confesión.

—¿Quieres venir hasta la cafetería y tomar algo mientras nos ponemos al día? —ofrezco deseando, por un lado, que me rechace y por el otro que venga.

Para mi desgracia y alegría, acepta. Volvemos hablando sobre temas banales como el trabajo y el clima. Al parecer, Robin ha optado por una carrera que implique trabajar en casa, ya que su piel es demasiado delicada y es peligroso que le dé el sol demasiado tiempo.

La conversación se alarga hasta bien entrada la madrugada y llega un punto en el que siento un poco más de confianza a la hora de hablar sobre mí.

Su semblante, bañado por la luz ámbar de mi sala, me cautiva. Procuro que no se note, preso de un nerviosismo inusual.

Tras ese encuentro, pasan un par de días sin que vuelva a verlo. Tampoco pruebo a mandarle un mensaje, pues temo molestar. Entro a mis abandonadas redes sociales y busco el perfil de Robin. Estoy sentado en el sillón de mi casa, cerca de la estufa eléctrica que finge ser una chimenea con su fuego crepitando. Paso por las fotos de su perfil con curiosidad, cuestionándome a su vez si no estaré siendo demasiado cotilla. Él no me ha agregado, pues tampoco se lo he ofrecido.

La foto más reciente muestra un pequeño santuario que está cerca de la cima de la montaña. Es una estructura pintada en rojo con un tejado a dos aguas y un altar. Está descuidado por la falta de cuidados, pero todavía tiene un encanto. Debió ser peligroso subir hasta ahí. Sin querer, le doy un favorito y me quedo quieto. Si lo quito ahora, se dará cuenta de que estaba espiando. Mejor lo dejo estar.

Suelto el móvil como si fuera un objeto en llamas y lo observo de lejos. No hay ninguna reacción.

Opto por ignorar todo lo que tenga que ver con Robin y me dispongo a hacer la limpieza anual. Es un ritual que siempre hacía mi madre y se ha convertido en algo que hago en parte para tener un poco de contacto con lo que perdí.

Durante este año, no he comprado gran cosa y tampoco he almacenado basura, así que la limpieza se limita a organizar los muebles, limpiar los tatamis de la habitación principal y el desván.

Una pila de cajas se acomoda en el fondo. Las reviso, esperando hallar toda clase de insectos. Para mi suerte, apenas hay nada. En la última caja, yace el álbum de fotos que mis padres completaron cuando abrieron la cafetería. En una de las fotografías estoy guardando cosas en una lata de hojalata.

Me incorporo de golpe. Es cierto. Prometimos abrir las cápsulas del tiempo cuando cumpliéramos treinta años.

Tomo el teléfono entre mis manos. ¿Qué le digo? ¿Entenderá bien el japonés escrito?

Decido llamar muy a mi pesar.

¿Asahi? —dice al responder. Por favor, no me llames por mi nombre de pila de una forma tan casual—. Esto funciona, curioso.

—Me preguntaba si querrías que nos viéramos.

Estoy hablando demasiado formal, ni que fuera el jefe de una gran empresa.

¡Claro! Ahora estoy buscando algo importante, pero por la noche nos vemos si te apetece.

—Sí.

Intento decir algo más, sin embargo, cuando abro la boca, ya ha colgado. Me quedo mirando el fondo de pantalla de mi móvil como un tonto.

Me doy una ducha y me preparo cuando todavía son las cuatro de la tarde. Hoy es mi día libre, así que puedo olvidarme de la cafetería.

La noche cae y el tiempo empieza a volverse inestable. Tengo la impresión de que otra fuerte nevada está a punto de caer. Las ventanas se agitan con violencia. Salgo al balcón para colocar las puertas de madera que protegen el cristal y algo impacta contra mi pecho.

Se trata del ruiseñor. Estoy seguro de que va a mandarme a buscar a Robin. Efectivamente, se las arregla para tirar de la cuerda que cuelga de la capucha de mi sudadera.

—¡Hay un temporal! Si no puede venir hoy, tampoco es el fin del mundo —me quejo.

Empieza a picotear mi mejilla como si me hubiera entendido.

Llamo varias veces al móvil de Robin, sin obtener respuesta. Tampoco se encuentra en el ryokan.

—¡Está bien! ¡Vale! Indícame, maldito gran rey de la montaña.

Busco la linterna. Agarro la ropa más abrigada que tengo y me las apaño para salir, si bien el viento prefiere que me quede a resguardo en mi casa. El ruiseñor tira de la cuerda para indicar la dirección en la que debo ir y me pincha la cara si me equivoco.

La montaña se alza imponente. ¿A dónde ha ido este hombre? Tendría que llamar a emergencias. Al pájaro le importa nada y menos eso de la seguridad y clava su pico en mi cuello para que me mueva.

El sendero se ha quedado sepultado bajo la nieve. Me las arreglo para subir en plena tormenta. Para cuando el ruiseñor deja de indicarme el camino, el sudor recorre mi espalda y estoy sin aliento. Ilumino la vieja cabaña para leñadores que se encuentra a mitad de camino entre el pueblo y la cima.

—¡Robin! —grito.

Aparto la montaña de nieve para abrir la puerta. Robin está en el interior, con su ceño fruncido y la cara enrojecida por el frío.

—¡¿Qué se supone que haces?!

Acorto la distancia que nos separa y me arrodillo frente a él. Pongo mis manos en sus mejillas para que entre en calor de alguna manera.

—No la encontré.

—¿Qué?

Cubre mis manos con las suyas y las retira, pero sin soltarlas.

—La cápsula del tiempo, pensé que sería capaz de encontrarla, aunque hubiera nieve.

—Eso es una estupidez. Podrías haber venido en verano.

—Prometimos abrirlo antes de que cumplieras treinta años.

No comprendo por qué se esfuerza tanto por algo tan nimio.

—Es más importante tu seguridad.

—No lo entiendes, ya no me queda tiempo. Si no lo encuentro, yo ya...

De forma inesperada, me abraza. El calor que desprende me atrapa.

—Ya no podré alcanzarte —susurra—. Si no lo encontramos, me desvaneceré.

Oh, no. Está mal de la cabeza.

—Eso es absurdo.

—Mírame, ¿te parezco real?

Observo las pecas que cubren su piel y las cejas carentes de color.

—Sí.

Resopla con frustración y se aparta un poco. Pasan los minutos sin que diga nada.

—¿Cómo se llamaba el primer personaje que creaste?

—No me acuerdo.

Entrelaza sus dedos con los míos mientras el vendaval aúlla. En algún momento, el ruiseñor se ha escabullido y tampoco es que haya más iluminación que la linterna que se encuentra tirada en el suelo.

Se inclina hacia mí para susurrarme cerca de la oreja. Mi corazón da un vuelco y mi estómago se calienta.

—Por favor. Haz memoria.

Cierro los ojos para centrar mi mente. El día que murieron mis padres, dejé de escribir y no es hasta este año que comencé otra vez. Cuando era niño, no paraba de crear historias e inventar mundos en los que podía ser otra persona o tener amigos especiales.

El primer personaje. La gente dice que no se olvida, pero eso es una gran mentira. Era muy pequeño, es imposible.

Abro los ojos para tropezar con la mirada de Robin. Se entristece.

—¿Estás diciendo que eres un personaje que creé? Eso es imposible. Eres real.

Retiro mis guantes y tiro de una de sus mejillas.

—Tienes una tía, ¿estás diciendo que ella también es irreal?

—Sí.

Me levanto. El enfado bloquea mi pensamiento y no tengo ganas de seguir escuchando sandeces.

—Esta broma ha ido demasiado lejos.

Intento salir. Como era de esperar, la puerta está atascada con la nieve. Estoy atrapado con un hombre cuya salud mental es bastante precaria.

—Este año, cuando me desperté, vi mi reflejo en un charco —habla con calma—. Había crecido. Mi vida ya no era lo que pensaba que era. De pronto tenía un trabajo, una supuesta rutina que nunca pedí y una familia que jamás conocí. Incluso un jodido teléfono móvil con fotos que no hice. ¿Sabes lo que recuerdo de mi infancia?

Niego con la cabeza.

—Ser un mago. ¿Por qué ahora soy una persona normal? ¿Dónde está la magia? Lo único que queda es mi ruiseñor.

Recuesto mi espalda contra la puerta.

Un mago.

La primera vez que hablé con Robin, había ido al templo para escribir lo que había soñado la noche anterior. Apareció de la nada, con las manos enfundadas en los bolsillos de una trenca roja. Me dijo que era un mago, igual que la historia que estaba escribiendo.

—El día que enterré la cápsula del tiempo, deseé que estuvieras a mi lado para siempre. Recé en el templo para que fueras real —murmuro—. La historia está ahí, en esa caja de caramelos.

Se levanta.

—Yo también pedí un deseo —revela—. Y mi petición fue respondida. Con la condición de que tú recuperases esa historia.

Rompe la distancia que nos separa y se apoya en la puerta para mirarme.

—Me lo ponen difícil —dice—. La tormenta no va a amainar. El día de año nuevo cumplirás treinta años y yo solo existiré en un papel roto.

Nos contemplamos mientras la tormenta se desata a nuestro alrededor. Llevo un dedo a sus labios y percibo su suavidad; lo deslizo con parsimonia hacia su mentón y trazo un camino por su cuello.

Lanza un leve suspiro.

Aproxima sus labios a los míos y los roza tentativamente. Las preguntas que hay en mi mente se acallan. Hundo los dedos en la suavidad de su cabello y me dejo llevar por el beso. Ladea su cabeza y me aprieta contra él.

Me pierdo en la irrealidad del instante. Permito que las emociones acalladas arrebaten el control.

La noche se disipa y el amanecer me halla en los brazos de Robin. No sé en qué punto me quedé dormido. Él permanece inconsciente, por mucho que lo zarandee o diga su nombre, no se despierta. Lo cubro con mi abrigo para que no pierda temperatura en un ataque de pánico.

¿Y si desaparece?

Hambriento y cansado, salgo al exterior. Tengo que encontrar esa caja. Rebusco algo con lo que cavar, y por primera vez en mucho tiempo, encuentro una pala medio oxidada entre los leños.

Tras otra larga caminata, alcanzo el santuario abandonado.

Me quedo quieto, intentando pensar el punto exacto en el que guardé la caja. Reparo en un viejo arce japonés, cuyas ramas se retuercen cubriendo la parte superior del santuario. Cuando era niño, me encantaba dormir la siesta bajo la protección de su sombra. El ruiseñor aletea y se posa en el hueco que hay entre las raíces más grandes.

Comienzo a cavar. El suelo está duro y es un trabajo horrible, pero al cabo de un rato consigo dar con algo. Extraigo la caja de caramelos con los nervios a flor de piel. Al principio, está muy dura y no soy capaz de abrir la tapa. Con un fuerte tirón, logro abrirla. Hay una bolsa de plástico y en su interior está la pluma que me regaló mi padre y una vieja libreta de caligrafía.

Aquí está. Es la historia de Robin. Me cuesta comprender las letras infantiles, pero narra la vida de un niño mago y su mejor amigo Hikari, un ruiseñor.

Vuelvo corriendo a la cabaña. Está vacía; mi chaqueta pulcramente doblada en el suelo.

¿Se ha desvanecido? ¡Pero si he encontrado la libreta!

Salgo, mareado por la falta de alimento y agua. El sol se filtra entre las hojas de los árboles más cercanos, iluminando las sombras.

—¿Robin?

Aprieto la libreta contra mi pecho. Quizás lo he soñado. Quizás solo era mi imaginación. Quizás la soledad me ha jugado una mala pasada.

Quería conocerlo.

Las hojas comienzan a brillar y se desprenden. Las letras salen de sus recuadros y forman un hilo que danzan montaña abajo. Lo sigo, como hice en Nochebuena.

Los rayos del sol iluminan la figura de Robin, quien está en medio del templo. Lleva vestido un abrigo rojo y sonríe cuando me ve.

Alza una mano y los cerezos más cercanos florecen. En pleno invierno, a escasas horas de que el año cambie.

—Pensé que serías real. Realista —digo sin pensar en lo que suelto por la boca—. Como una persona de verdad real.

La elocuencia del escritor.

Robin se ríe con ganas y acorta la distancia que nos separa.

—Soy real.

—Y un mago.

—También.

—¿Y cómo funciona tu magia?

—Tú sabrás.

Aplasto sus mejillas con mis manos y lo abrazo.

—Siempre estaré a tu lado —dice tras unos segundos—. Si quieres.

Su calidez me reconforta. Los pétalos caen como la nieve en la víspera del año nuevo y por primera vez sé que la magia existe.

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