XL
Es el final de todo.
Estoy gritando en mi sueño, hundida en la más basta desesperación producto del horror que ahora siento gracias al conocimiento de los recuerdos que tanto anhelaba recuperar. Fui una tonta al desear y pelear por esto. Fui estúpida, y ahora no sé si Yokohama ha muerto, si yo lo he hecho, o si estoy encerrada, sumida en mi locura fundamental de la que ya me es imposible escapar. Siento que me he roto de alguna manera.
Y no puedo despertar.
Estoy en una habitación. Fyodor está sobre la cama, tendido y dormido. Descansa y por primera vez no siento un miedo o una ira irracional contra él, solo calma. Pero no puedo pensar, de algún modo las cuatro paredes en las que estoy absorbieron toda forma de pensamiento en mí.
Para entonces, Fyodor abre los ojos, tan de golpe que siento que saldrán de sus cuencas. No hay nada allí, solo blanco. Un absoluto e infinito blanco que me traga cuando él gira la cabeza robóticamente hacía mí. Intento apartar la vista sin existo, y es allí cuando grito. Porque soy presa del más profundo horror sobrehumano al presenciar mi propio descenso a la destrucción en esos ojos blancos. Y Fyodor ríe, su piel se estira hasta alcanzar sus ojos. Grito y lloro, pero nadie parece querer escuchar mi suplica por ayuda.
—¡________! —grita una voz, demasiado gutural y profunda como para poder ignorarla.
Abro los ojos y me alejo de lo que sea que me sostiene contra la cama. El dolor se expande por mi cuerpo cuando me reincorporo y mi espalda golpea contra la pared. Es una habitación. Blanca. Giro el rostro, desorbitada.
Encuentro el rojo furioso de su cabeza y el azul temerario en sus ojos, brillantes por lo que parece ser preocupación. Lo reconozco, mi corazón lucha por calmar sus galopes desenfrenados que tiemblan en mi pecho y me arrancan grandes bocadas de aire. Soy consciente de mis ojos llorosos por primera vez, de las lágrimas que se han perdido en mi piel.
—¿Estás bien? —es lo primero que sale de sus labios, y yo no sé qué responder—. _______, respira.
Eso intento, con fuerza. Trato de apartar las blasfemicas visiones que se arremolinan en mi mente, jalando mi cordura a su paso. Subo mi mano a mi pecho y tomo largas y controladas respiraciones, Chuuya no aparta su vista de mí. Y yo no la aparto de él. Temo que si lo hago, desaparezca y sea sustituido por el abismo de calamidades al que lucho por no enfrentarme.
—Ha terminado —dice.
—¿Qué? —pregunto, porque no tengo idea de que a se refiere. Mi mente ha estado en otra parte.
Alza su mano, ni siquiera busco el hilo, inconscientemente espero verlo, flotando al rojo vivo. Pero no está allí, y sus manos no están puro hueso, la piel transparentosa desapareció. Lo sustituye la carnosidad de sus enormes manos. Sufro de los más terribles espasmos, un frío helado me recorre el cuerpo entero y el dolor en mi herida desaparece llevado por la impactante imagen.
Nada y todo ha cambiado para mí.
Los colores siguen igual, mi meñique y mi salud siguen igual.
Pero todo se ha vuelto distinto. Chuuya vive, vive con la misma fuerza que el día que nos conocimos. Las flamas rojizas brillan en la más pura viveza que vi algún día, y sus ojos han dejado de ser opacados por esa capa de oscuridad. Son tan activos como siempre han sido, se ven vivos. Están vivos.
Él está vivo.
Lagrimas mojan mis manos aferradas a la sabana, me descubro llorando. Y me descubro sintiendo que el peso de una roca enorme abandona mi corazón. No es otra cosa lo que siento, más que alivio. Se me quiebra la voz al intentar hablar y todo lo que emerge de mi boca son sollozos y llantos desconsolados.
Pronto también estoy gritando.
Grito porque termino. Porque soy libre, porque los recuerdos por los que tanto peleen ahora me atormentan en sueños y la vida se volverá más difícil de soportar con ellos acariciándome la espalda. Pero también grito porque él está vivo, su corazón late, y el calor que emana su presencia es real.
Grito porque estoy cansada de pelear, he pensado tantas veces en acabar con esto. Terminar con mi vida. Lo pensé mil veces y mil veces me dije que lo haría cuando acabara con esto, porque sería incapaz de vivir atormentándome con la desgracia.
Ahora no estoy tan segura de eso.
Mientras grito, Chuuya se sube a la cama. Sus brazos me rodean y aprieta fuerte a mi alrededor. Es justo la vida que a él le faltaba, y sé que también lo hace por él, porque necesita volver a sentir.
—Está bien, todo está bien. Es el fin —su mano sube a mi cabello enmarañado y se planta en mi coronilla.
Mi cabeza cae en su hombro, lloro y me aferro a él, deseo sentirlo vivo. Completo. Viajo mis manos a su cara, las pecas han recobrado su color y su rostro esta firme. Los pómulos alzados y la mandíbula refinada. La curva de cupido se alza sobre sus labios, los mismos que han recobrado toda vida. Cuando sonríe contra mis dedos, no hay sangre brotando de ellos, no están quebradizos.
—Creí que... —su voz se quiebra, me sorprendo al ver las saladas gotas de agua rodar por mi mano.
No termina la oración, me pega a él con más fuerza que la vez anterior. Solloza sobre mi hombro y aunque intenta ahogar su llanto en mí, puedo oírlo. Y veo como sus hombros tiemblan y sus manos se aferran a mis costados.
Soy yo quien acaricia su espalda y cabello esta vez.
Y no hay una sola parte de mí que pueda sentirse mal en este momento.
Chuuya se separa más tarde mí, cuando yo creo que se ha tranquilizado. Me mira, no soy capaz de describir el cristalino azul de sus ojos que arrasa mi propio azul, me hunde en él, y me dejo hacer como una tonta. La cantidad de emoción que me transmite me derrumba por completa y soy incapaz de procesar mi propio sentir en esa mirada. Todo lo que veo es un enloquecido y profundo amor, una adoración más allá de lo que podría comprender.
Es la primera vez que alguien me mira de ese modo.
Tiendo mis dedos por su rostro, lo jalo hasta mí. Y comparto el segundo mejor beso que he dado en mi vida. No puedo imaginarme otros labios, otro olor, otra sensación. No puedo ver a nadie más que a Chuuya teniéndome.
Eso me hace feliz.
Por fin siento que lo tengo todo. Que estoy completa.
Durante mi recuperación, pronta y desagradable, obtuve las visitas de Chuuya tan esporádicas como la corriente del viento arrastrando susurros. Estuvo ocupado largo tiempo, pues él, más que nadie, cargaba con la responsabilidad de la restauración de Yokohama. En una gran cantidad, de hospitales.
Los cuales, sin duda —y por lo que me contó—, estuvieron abarrotados de personas a punto de morir, cuya enfermedad no podía ser identificada ni por el más grande de los eruditos, a consecuencia las camas se llenaban de hombres y mujeres desesperanzados que rogaban una cura. Pero la misma no sería un medicamento, solo el puro y estúpido amor que uniría los hilos.
Pronto la situación se volvió precaria para la inmensidad de agonizantes almas en los hospitales. Doctores y enfermeras cayendo bajo la misma enfermedad, incapaces de mantenerse de pie. Personas extendiendo un manto de pura agonía en las puertas y estacionamientos de hospitales en la misma triste llamada de lamentos. La sola idea de tener una cifra de fallecidos corroe mi alma.
Mis lagrimas no traerán de vuelta a todas las almas horridas que, sufriendo de la mano de la muerte, conducidas a cruzar el limbo y obtener el descanso eterno, que, en comparación con la masa derramada de dolor, es un nada. Pero no puedo hacer más, porque ahora no soy nada ni nadie más que una genocida con la mente rota.
El día de mi salida de la Port Mafia, me encuentro que no debo nada, impune de mis terribles actos inhumanos que trajeron la oscuridad sobre esta hermosa ciudad por un deseo nefasto y perverso producto de un amor enfermizo que me atraviesa con una aguja en corazón. Aparentemente no hay culpables más que aquellos que compartían mi sangre sucia. Que han muerto sin ser castigados más que con mi puro odio atravesando las barreras del alma.
Arrastro mis pies por el piso hasta el baño, me ducho y me doy cuenta de que nada ha cambiado en mi organismo. No siento frio, no siento calor. Mi rostro sigue reflejando a la muñeca de porcelana con la piel demasiado blanca que no rompe su esquema teatral. Mi organismo ha tomado lo que siempre tuvimos, aparentemente. Incluso si mi mente y corazón hirvieron y renacieron cual fénix.
He muerto, lo he hecho. Fyodor me cortó el pecho y se quedó con lo que alguna vez fue mi corazón. Lo conservó y lo puso en el cuerpo que traje de la muerte con el libro. Late, pero se siente como una pieza extra de mí, tan innecesaria que quisiera volver a sacármelo.
Arrastró mi ropa hasta mi cuerpo anémico, miró las baldosas blancas bajo mis delgados pies. No puedo pensar en más.
—Señorita ______ —alzo la cabeza ante la voz.
Mori Ougai me mira desde la puerta con una sonrisa filosa surcando su rostro que ha envejecido desde que nos vimos hace cuatro años. En cambio, su letalidad y la crueldad fría que vive bajo sus ojos brilla con la misma intensidad desorbitante. Ladeo mi cabeza, y aunque una parte de mi punza por devolverle la sonrisa bajo la complicidad absoluta de un plan que destruyo a dos hombres el mismo día, me niego a siquiera tirar de mi boca.
No importa que tipo de animal cruel ronde en el recóndito espacio de mi corazón —vivo, latente—, me había prometido a mí misma acabar con él y destruirlo. Derramar su horrida perversión a un lugar que no tocaría jamás, porque esa no es la persona que soy hoy.
Y yo nunca disfrute matar.
—Señor —me inclino en su lugar. Con ello agradezco haberme permitido su estadía incluso si fue por orden de Chuuya o beneficio propio.
—No hacen faltas las formalidades —sonríe él—. He venido a despedirla, y entregarle una oferta que estará abierta incluso si la rechaza ahora.
Contemplo la situación y rodeo la cama para tenerlo frente a frente. Cojo mis nulas pertenencias y permanezco de pie en frente de él. Es desagradable pensar que alguna vez subí hasta su oficina, me planta frente a él y como una predicadora firmamos un trato.
Sé cuál es su oferta, incluso así, lo dejo terminar.
—La oferta usted debe saberla, pero, aun así. De mi propia boca tengo que ofrecerle un puesto en la Port Mafia, bajo la subordinación de Nakahara Chuuya —exclama—. Si por mi fuera la obligaría a establecerse aquí, pero he recibido amenazas claras de Chuuya-kun.
Se encoge de hombros con una sonrisa leve, sé que no es por las amenazas de Chuuya por las cuales ahora soy libre. Solo porque parece que aun sigo siendo un enemigo formidable para este hombre y el resto de su organización. Sin embargo, me pregunto si con mis memorias he recuperado también la grácil y letal habilidad para pelear que el diablo me ha otorgado en compensación por la destrucción que traje a este mundo.
—Me temo que debo rechazar su oferta —declino bajando la cabeza. Es después de todo, un hombre importante y poderoso—. Pero me honra recibir la oferta y su acompañamiento.
Mori sonríe por encima de mi cabeza, extiende su mano a la perilla de la puerta y da cabida a la salida. Una pared se extiende a mi frente, y en ella descansa un hombre vestido de negro y rojo, con correas de cuero adornando su pecho. Su sombrero cae sobre la mitad de su rostro y proyecta una imagen oscura e imponente de severo poder.
Un abrigo negro cae sobre sus hombros, una gargantilla de cuero se ciñe a su cuello pálido, y unas manos cubiertas de cuero descansan sobre su pecho. A sus lados tiene hombres que parecen estatuas y cargan armas tan largas como cortas en su extensión.
Solo pienso que es increíble. Y que el hombre fuera del trabajo no se parece en nada a esta persona, que con justa razón posee el puesto que le confiere. El hombre pelirrojo y los armados se inclinan.
Nakahara Chuuya posa su rodilla sobre el piso, baja la cabeza y se quita el sombrero. Pienso que es por Mori, su jefe y el hombre que le dio un lugar.
—_______ —susurra el hombre hincado en el peso—. De hoy en adelante, me pongo a tu servicio absoluto siempre que sea requerido en su presencia.
—¿Eh, qué? —estoy sustancialmente atónita.
Mori se inclina a mi oído y susurra con una risita.
—Es un juramento de lealtad.
—Uh, yo —las palabras se me borran de la mente—. Acepto.
En realidad, no sé si lo he dicho bien, si he cometido un error o algo similar. Tampoco tengo idea de si esto es un protocolo de la Mafia o algo así, puesto que no leí jamás algo así en los expedientes que les robé.
Chuuya se pone de pie, y sus hombres le siguen. El sombrero vuelve a descansar en su cabeza. Él extiende su mano mientras hace una reverencia cordial. ¿Se supone que la tome?
Estiró mi mano hasta que rozan sus dedos y él la atrapa. Obtengo una sonrisa depredadora de dientes.
—Es hora de irnos.
Atravesamos el pasillo, los hombres detrás de nosotros. Ellos no dejan de seguirnos hasta que entramos al estacionamiento exclusivo para ejecutivos. Chuuya me abre la puerta del copiloto y la cierra cuando me subo por completo. Después lo tengo a mi lado, encendiendo el automóvil negro. La mano enguantada de Chuuya descansa sobre el volante mientras conduce, en cambio, su mano derecha busca la mía hasta que la tiene. Acaricia el dorso y hace ligeros círculos en mis nudillos.
—¿A dónde tengo el placer de llevarla? —me sonríe, decido seguirle su juego.
—A mi hogar, querido chofer —y me rio, porque es tonto.
Mi hogar es ese apartamento apagado y frío en el que habite todo lo que mi memoria tardo en regresar. Cuando abro la puerta la imagen es exactamente la misma que deje antes de irme. No está mi computadora, que es lo único que recuerdo tenía valor en este pobre lugar que dios abandono.
—¿No vas a entrar? —susurra Chuuya a mi lado.
Me congelo en la puerta, hay un vacío indescriptible en el que permanecí durante —¿años? — un tiempo que me volvió loca por dentro. Un lugar tan pequeño y solitario al mismo tiempo donde me rompí mentalmente a un punto en el que no tenía un camino de retorno a la sobriedad humana. Las cuatro paredes que vieron mi decadencia por golpes vacíos en una mente destruida por su propio presente, que anhelaba la salida del desgraciado abismo en el que yo misma me había sumido.
Y no hubo nadie que oyera mis gritos de ayuda desesperada, que estaba asustada ¿por qué cómo iba yo a tirar de los hilos de una genocida más allá de lo que pensé? ¿cómo iba a cambiar lo que provoque? Oh, necesitaba a alguien.
Y busque a la Agencia, solo para darme cuenta de que no podía depositar mi alma triste ni mi confianza, la tomarían y me destruirían por razones que desconocía entonces.
No quería volver a entrar a un lugar que me vio morir.
—No quiero estar aquí.
—¿Entonces, donde?
—Yo... no lo sé —hundo mis manos en mi cabello húmedo, resistiendo el impulso de quebrar mi poca cordura actual en un ataque de emociones desmedidas. Pienso en donde quiero estar, pero aparentemente no tengo un lugar.
No hay lugar a donde yo podría volver.
Y recurro al pensamiento que atraviesa mi culpable ser.
—A la Agencia.
¡tres capítulos para que el final llegue! ¿no es terriblemente encantador?
sin embargo, pensé, en que cuando esta historia terminara y mi tiempo de descanso llegara a su fin, escribir otra. No tendrá la misma temática, ni el mismo personaje, claro está. Pero será de Chuuya y de nadie más.
¡pero aún no lo tengo claro!
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