Retrovisor
»Cuatro días para la graduación. ¿Saben lo difícil que resultaba asimilar que estaba creciendo y que de verdad no iba a tener que volver a aquella cárcel de paredes blancas y rejas color gris? No sé, yo como que estaba sensible; lloraba por cualquier cosa y les decía a todos que los amaba y que teníamos que hacer reuniones mensuales y mantenernos en contacto periódicamente. Ahora veo a cualquiera de esos pendejos en la calle y les volteo la cara para no saludarlos; pero en ese momento... Oh, en ese momento hasta la desgraciada que me acusó por sacar una chuleta en un examen de biología en segundo año me caía bien.
Idioteces mías, no se fijen. Ese, por ejemplo, era un momento de muchas lágrimas tras probadores. ¿Probadores? ¿Qué no les estaba contando? Bueno, vale, para darle dinamismo a la historia me salté la parte en la que el comité de graduación nos había mantenido encerrados por casi dos horas en un salón de clases donde casi estallaba la Tercera Guerra Mundial mientras la promoción entera intentaba decidir si haríamos un viaje o una fiesta con todos los fondos recaudados. Ganó la fiesta porque todos los carajitos eran unos sometidos y unos achantados. Pero no recordemos esas cosas feas, por favor, que mis instintos genocidas se ponen a flor de piel.
—Si sigues tardando quince minutos en probarte cada vestido no vamos a salir hoy de la tienda. —Ah, Claudia no era la persona más paciente del mundo. Volteé a mirarla, llevaba puesto un vestido azul eléctrico con bordados complicados en el corpiño y falda lisa de tul que se extendía un poco por debajo de la rodilla—. Este me gusta, ¿qué te parece?
—Sí, es mi favorito hasta ahora —dije—. Pero no lo puedes usar con botas, Claudia, por favor ten decencia y utiliza zapatos altos como la gente normal.
—Me cago en la gente normal.
Rodé los ojos. Ay, cómo amaba yo a esa marimacha inmamable que tenía por amiga. Qué triste iba a estar cuando comenzara a estudiar al otro lado de la ciudad y no pudiese verla más que los fines de semana.
—¿Te gusta el mío? —pregunté. No era mi favorito, pero tenía una debilidad por el color rosado y por los vestidos con pliegues en la falda que me habían llamado la atención en un principio.
—Con todos esos volados pareces una torta de cumpleaños con merengue. Una torta fea, además. —Mi amiga arrugó la cara y negó con la cabeza. La pobre no era una persona que manejara muy bien el concepto de filtro social, pero qué se le hacía—. ¿Por qué no te pruebas este? Mira... está en mi vestidor, a mí no me quedó muy bien porque no soy tan alta, pero creo que se te vería bien, de verdad.
Claudia recorrió la distancia que la separaba del lugar y me pidió que la esperara en el pasillo. En poco tiempo estuvo de nuevo frente a mí con un vestido color salmón que, para ser sincera, no me mató de la emoción. Estaba hecho totalmente de encaje y sólo dejaba la espalda al descubierto, además de que llegaba hasta el suelo. No era un estilo que estuviese muy acostumbrada a ver y, aunque auguré su fracaso desde el primer momento, yo sí tenía corazón y no podía ser tan directa como mi amiga.
—Bueno... No pierdo nada probándomelo.
Crucé el pasillo hasta el cubículo que llevaba ocupando por más de media hora en el lugar. Creo que las dependientas me debían odiar para ese momento, porque, sin mentirles, me había probado al menos quince vestidos y ninguno me convencía. Suspiré y comencé a desabrochar el cierre de «la torta de cumpleaños». Tampoco era tan feo, coño, es que Claudia exageraba todo un montón. El problema era que no era el indicado; de hecho, el problema era que ninguno era el indicado y esa era la última tienda de vestidos en el centro comercial.
O sea, quizá sí había encontrado algunos vestidos bastante decentes, pero estaba pasando por una etapa en la que nada me gustaba ni me interesaba demasiado. No le veía sentido a toda esa pantomima por entregarme un simple pedazo de papel. No le veía sentido a ir a la universidad cuando, para ser sincera, estaba hasta el culo de estudiar. Nunca eras libre aunque te hicieran creer que era así, que al final tú eras el que decidía. Era como salir de la cárcel bajo libertad condicional sin poder abandonar la ciudad. Ay, no, qué depresiva estaba en ese momento. Nihilismo preuniversitario, así me gustaba llamarlo.
El vestido rosado cayó por mis hombros, lo recogí y lo dejé en una silla junto a sus desafortunados compañeros. Siempre que me veía en ropa interior pensaba que tenía que ir al gimnasio. Suspiré mientras desabotonaba a mi nueva víctima. Yo era un alma libre, no servía para seguir rutinas. Aun así, había estado escribiéndole a Santiago todos los viernes sin excepción.
La nueva prenda se ajustó a la perfección sobre mi cuerpo. Nada de huecos donde debía haber más tetas ni dificultades para pasar el cierre. Era lógico que el anónimo patriota estuviese pidiendo explicaciones, después de todo habíamos cortado comunicación de una manera muy violenta. Pero es que Claudia era mi amiga y eso tenía prioridad, ¿no? Al menos para mí la tenía... Aunque ella no terminara de contarme con quién demonios me había besado en esa fiesta.
Afuera había un espejo de cuerpo completo en forma de medio círculo. El vestido me favorecía desde todos los ángulos, a decir verdad. Claudia observaba mi expresión complacida con una sonrisa de suficiencia en el rostro. Lo cierto es que todo era mi culpa, se me había salido de las manos el asunto y ahora no sabía cómo arreglarlo sin que ninguna de las partes implicadas terminara mal. Sin que yo misma terminara mal... Porque, ay, sí me importaba, para qué mentir llegados a este punto. Me importaba muchísimo que Santiago pudiese descubrir que lo había estado engañando todo ese tiempo.
—Este es el elegido—dije. Por fin podríamos irnos de aquella tienda, la búsqueda estaba terminada. El primer y el último vestido de graduación que compraría en mi vida, vaya. Antes de volver a los vestidores, añadí—: Creo que tenías razón, Clau.
Nosólo hablaba del vestido. Lo correcto era cortar el tema de las cartas de raíz y olvidarme del asunto, mi amiga lo sabía y lo había intentado detener. Pero era muy tarde.
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