Las Estrellas
»—Te dije que iba a venir. —Claudia sonrió y extendió la mano hacia Santiago. El aludido se limitó a bufar mientras sacaba del bolsillo de su pantalón un billete de cincuenta mil bolívares y se lo entregaba.
Abrí los ojos al ver aquel intercambio. Lo único que podía pensar era en que mi mejor amiga me había vendido. Me había vendido barata, además.
—¿Qué se supone que es esto? —dije y me preparé mentalmente para una escena dramática al mejor estilo de Catherine Fulop actuando como Abigail—. ¿Qué hacen ustedes aquí?
—Mejor respóndeme, Klaudia, qué haces tú aquí. —Mi amiga entrecerró los ojos, dirigió su atención hacia mi mano derecha y añadió—: Y qué significa ese sobre blanco que llevas contigo.
—Tú... —La apunté con mi dedo índice.
Maldita fuera. Claudia lo sabía y me quería dejar en ridículo. Luego de todos esos años de amistad, de haber tenido que fingir ser su novia frente a una cantidad innumerable de ex psicópatas, de haberle prestado las tareas de matemática, de imprimir las chuletas de las clases de geografía. Esa mujer no tenía corazón. Por eso es que uno estaba solo en este mundo, por eso es que uno no podía creer en nadie.
—¿Puedes explicarle la situación antes de que le dé un paro cardíaco? —le dijo Claudia a Santiago. Él hizo una mueca en respuesta y se revolvió sus rizados cabellos con una mano, lo cual hizo a mi amiga... Corrijo, ex amiga rodar los ojos—. Aaay, vale. Ahora y que penoso. Te la agarraste en una fiesta y ahora y que penoso. ¿Ves que eres marico, anónimo enamorado?
—Coño, cállate —dijimos al unísono el aludido y yo.
Se había pasado, de verdad se había pasado. Se suponía que lo de la fiesta era un tema tabú, ni Santiago ni yo nos habíamos atrevido a hablar de eso porque, en teoría, ambos habíamos estado tan ebrios que apenas nos acordábamos de los acontecimientos. «Si no me acuerdo, no pasó», ese era mi lema de vida. Había que fingir demencia hasta las últimas consecuencias, y esta mal viviente me lo estaba poniendo difícil.
—Ustedes dos son igual de pendejos, de verdad. Almas gemelas —Claudia bufó y se cruzó de brazos. ¡Como si ella hubiese sido la víctima en todo esto! Hay que ver la cara de tabla que esa desgraciada tenía, porque hasta nos dijo—: ¿Saben qué? Yo me largo, arreglen su peo y luego me mandan una invitación a la boda. No doy para más y el show de los tequileros está por comenzar.
Alzó con ambas manos la falda de su vestido y se alejó de nosotros dando pasos largos con sus botas negras estilo militar, refunfuñando cada tanto como la carajita inmamable que siempre había sido. Yo es que la destartalaba si no supiese que era cinta negra en karate, se los juro.
Además, me había dejado sola con Santiago luego de haber traído a discusión un tema tan delicado como ese. Por no mencionar que el sobre seguía aferrado a mi mano y que la complicada telaraña de mentiras sobre la que se habían tejido nuestras conversaciones secretas había sido dilucidada. Bueno, algo así. Yo todavía no entendía cómo había funcionado la traición de Claudia ni qué pensaba el anónimo patriota de ello. Y era obvio que eso me asustaba muchísimo. Ganas no me faltaban para salir corriendo como alma que llevaba el viento, mudarme a China y cambiarme el nombre a Lin Ng.
«Bueno, pero si estás cagada, pide tiempo, chamita». Rodé los ojos ante aquel pensamiento. Hasta eso habíamos llegado, mi propia conciencia me estaba chalequeando.
—Deberíamos hablar, ¿no? —Santiago habló de repente, haciendo que recordara su presencia y dejara de lado mis estúpidas discusiones internas.
Asentí. Sentí una extraña seguridad apoderarse de mí al momento de darme. Respiré profundo. Qué carajos, ya estábamos allí. Lo menos que nos debíamos como las personas decentes que estábamos tratando de ser era dejar las cosas claras.
—Supongo que Claudia te contó lo de las cartas. Pero estoy segura de que te contó una versión distorsionada del asunto. No es todo tan cruel como parece, ¿sí? No es como si hubiésemos leído las cartas en voz alta mientras nos reíamos y nos comíamos los chocolates que nos habías regalado. O sea, sí lo hicimos, pero después de la tercera no seguí mostrándoselas y...
—No me lo contó ella —Santiago interrumpió mi acalorado discurso y se encogió de hombros al notar mi gesto de contrariedad—. Yo fui a contárselo. Estaba preocupado por haber dejado de recibir las cartas.
Lo miré como si fuese la primera vez que lo hacía y por fin fui capaz de notar en la extraña situación que nos encontrábamos. Estábamos parados en medio de una sala de espera vacía en la que apenas brillaba una lámpara de emergencia que nos iluminaba con precariedad, uno frente al otro y a menos de un metro de distancia.
—¿No se suponía que ibas a revelar hoy tu identidad? No entiendo nada. ¿Acaso tú sabías que nosotras sabíamos? ¡Deja de contarme las mierdas a medias!
—Es que es una larga historia. La verdad, fue un plan estúpido desde el principio y no debí haber jugado con la confusión de los nombres para mi propósito. Inmiscuir a Claudia en el asunto estuvo mal y ahora me doy cuenta de ello. Espero que no la odies porque nada de lo que ha pasado fue culpa de ella. De hecho, negó hasta el final que tú fueses la que había estado enviando las cartas. —El anónimo retorcido alzó una mano para detener mi intento de defensa—. Antes de que digas algo, Klaudia, supe desde el principio que con quien hablaba era contigo. Y eso estaba bien. ¿Sabes por qué?
Me llevé ambas manos a la boca, en una pose digna de Miss Venezuela recién anunciada y comencé a negar con la cabeza.
—Porque en realidad siempre fuiste tú. Y yo...
—No lo digas —murmuré, pero él ignoró mis súplicas y cercó la mínima distancia que nos separaba.
—Estoy enamorado de ti, Klaudia. —El anónimo patriota llevó una de sus manos a mi mejilla y sonrió con dulzura. Estaba tan cerca que podía sentir el calor emanando de su cuerpo. Me sentí mareada.
Sin embargo lo cierto es que, después de todo lo que habíamos pasado y por más que no pudiese haberme imaginado jamás el desenlace de esta triste historia, no estaba sorprendida. Estaba era arrecha. Y cuando Santiago se inclinó hacia mi rostro supe que eso se había ido a la mierda. Sin detenerme a pensarlo dos veces, mi rodilla se elevó hacia su entrepierna y él, conmocionado, dejó escapar un grito de dolor y se tambaleó unos pasos hacia atrás. Ya le iba a hacer recordar yo por qué había debido a odiarme en un principio y dejarse de pendejadas.
—¡El coño de tu madre, Santiago!
***
Fin
***
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