Enfermo
»Eran las once y media, mientras esquivaba compañeros de clase borrachos y parejas bailando canciones de Oscar D'León me sentía como Cenicienta. La cosa es que a mí no se me iba a convertir la carroza en calabaza si se me pasaba la hora. Sólo iba a cagarla de manera monumental e iba a hacer el último día con mis compañeros de clases el peor de todos. Pero bueno, yo no pensaba ponerme negativa, allí me estaba jugando un todo o nada.
Llevaba el sobre escondido por dentro de la parte delantera del vestido y me costó una eternidad sacar esa mierda de allí cuando llegué al lobby. Miraba cada pocos segundos hacia atrás. Tenía los nervios a flor de piel. Me daba un miedo terrible que alguien estuviera espiándome y esperando a que bajara la guardia para descubrir mi oscuro secreto. Les digo, ya para ese momento yo estaba loca de bolas; la cafeína se había vuelto mi mejor amiga y no recordaba la última vez que había dormido más de seis horas. Mis reflejos eran lentos y mis reacciones muy forzadas.
Pensarán que todo aquello era mucho drama por poder contestarle al patriota. Al fin y al cabo, era solo una carta, ¿no? Pues el asunto no sólo era eso para mí. En mi mente poder entregar aquella última carta significaba cerrar una etapa. No era sólo Santiago, era terminar el bachillerato, aceptar que muchos de mis amigos se iban a ir del país, que la universidad me daba miedo y que debía aprender a manejar para moverme sola por Caracas cuando desde que tenía memoria mis padres me habían llevado a todos lados. Eso por sólo enumerar algunas de mis preocupaciones. Quizá entregar esa carta no iba a hacer que todo mejorara, pero al menos podría quitarme un peso de encima. En esas letras confesaba todo. No más mentiras.
«Claudia no ha sido la que te ha escrito todo este tiempo. Bueno, sí fue Claudia, pero no la Claudia que tú esperabas».
Respiré profundo antes de doblar la esquina. El lobby era un salón amplio de forma semicircular con un candelabro colgando desde el centro del techo y sillones alrededor de una mesa con un ramo de rosas gigante comprado por el comité de graduación. Había un movimiento importante de personas, siempre estaba saliendo o entrando alguien. Era por ello que habíamos planeado el encuentro en uno de los pasillos contiguos que daban hacia las oficinas administrativas del lugar.
«Sé quién eres. Lo supe desde el principio».
En realidad no pensaba dar la cara, por eso me había adelantado media hora a la cita pautada. Dejaría el sobre en algún lugar visible y luego desaparecería de la fiesta. Dar la cara no era una opción que estuviera ni mínimamente contemplada para mí. Sabía que Santiago tenía contemplado un viaje para Italia en las próximas semanas. Quizá la decepción podía pasársele estando allí. Quizá si nos volvíamos a ver no lo haríamos con tanto drama de por medio. Estaba a sólo unos metros del lugar acordado. Me quedaban quince minutos para dejar la carta antes de que llegase. Suspiré y deseé que las circunstancias hubiesen sido diferentes. No sé, lo cierto es que no estaba por labor de ser una persona valiente, pero hubiese querido atreverme.
«Lo cierto, Santiago, es que no sé cómo pasó esto, pero creo que me...»
Estaba tan ensimismada que alcé la vista y abarqué el escenario que me rodeaba ya estaba en medio del pequeño salón de espera. Sin embargo, la sorpresa me hizo saltar hacia atrás de forma casi instintiva. No estaba sola. Un chico de cabellos rizados y traje negro me esperaba con los brazos cruzados. Un chico que conocía muy bien y que no debía estar allí a esa hora. Ahogué una exclamación y en menos de un segundo fui consciente de que estaba sosteniendo un sobre de quince centímetros de largo que era imposible de ignorar. ¿Y cuál sería la excusa que plantaría en ese momento si me había quedado sin habla?
«Me gus... tas».
Pero Santiago no estaba solo. Detrás de él, una Claudia ataviada en un vestido azul eléctrico me miraba con expresión ceñuda. Estuve como idiota plantada ahí con la boca abierta por lo que pudo haber sido un largo minuto de contemplación y pasé mis ojos del uno al otro varias veces. Me sentía mareada por la repentina descarga de adrenalina. Me habían agarrado con las manos en la masa (bueno, en el sobre, ustedes entienden). Y no entendía qué coño pasaba.
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