Kitab Al-Afiz

Recuerdo que era un día caluroso, aún para el verano en Damasco. Era mediodía y el mercado estaba repleto. Los mercaderes, entre ellos, mi patrón, gritaban a voz en cuello; la gente andaba con cestas y miles de pasos crujían en la tierra. Los puestos rebosaban de formas, colores y olores exquisitos que no percibo hace siglos, de frutas y verduras, de dolmas, de pitas bajo capas de hummus, y de Baba ghanoush. Había cestas, cajas y sacos llenos amontonados; colgaban ajos y especias de los toldos. Otros puestos vendían cerámicas y vidriados decorativos, y había vendedores sigilosos de cuchillos. Ese era el mercado en mi querida y antigua Damasco, tan lejana.

Era el año 738, no podría engañarme. Jamás olvidaré lo que pasó ese año, y justo ese día. Yo había cargado durante la mañana las cajas de berenjenas, cebollas y pimientos de mi patrón. Hacía años que trabajaba para él, llevando las cajas de una carreta a su tienda, y compitiendo con las de alrededor. Era un puesto humilde como muchos otros, pero yo no aspiraba a mucho más. No había posibilidad alguna para mí, un trabajador pobre con una sola esposa y un único niño pequeño. Pero no siempre había sido ese mi modo de vida.

Como dije, era mediodía, y yo me refugiaba bajo el toldo mientras me ocupaba de vender. No recuerdo en qué estaba pensando, seguro eran puras trivialidades. De lo verdaderamente importante uno no se olvida a menos que sea estúpido. Yo había empezado a atender a la gente del lado de la calle, con sus cestas y bolsas de tela. Me sumé al océano de gritos de los vendedores, y seguí las órdenes de mi patrón. Supongo que ni en mis fantasías más locas hubiera podido concebir lo que iba a pasar ese día, pues no era yo un tipo muy fantasioso. Todo comenzó cuando escuché, enfrente del puesto, a dos personas murmurando, que luego caminaron entre la muchedumbre hacia el oeste.

No le di importancia a ese detalle, hasta que oí que llegó alguien de la misma dirección, que susurró algo al oído de otra persona que lo esperaba, y juntos partieron de vuelta allá. Volvió a pasar lo mismo dos veces. Yo estaba confundido, pero parecía que nadie más le daba importancia. De seguro no había nada nuevo bajo el Sol ardiente. Pero la segunda vez, mientras yo atendía, los murmullos estuvieron suficientemente cerca del puesto para que pudiera alcanzar a oír apenas unas palabras sueltas: "frente a la mezquita", "trae el ruido de los insectos" y "Alha Zred". Cuando desaparecieron ellos dos, devorados por la multitud, me preocupé. Dije que no era muy fantasioso, pero mi mente, por algún instinto súbito y desesperado, hizo conexiones que me inquietaron como si acabara de ocurrir alguna desgracia desconocida.

Hacía muchos años, yo había sido amigo de Abdullah Alha Zred, a quien conocí en circunstancias, si no inigualables, por lo menos curiosas. De inmediato volvieron a mi memoria los días en mi natal Saná, capital de Yemen, cientos de kilómetros al sur, y los días en que no tenía que afanarme bajo el sol para conseguir el sustento. Recordé con nostalgia cómo había cambiado mi suerte, desde que viviera en Saná, hasta que me autoexiliara en Damasco.

Ambos, yo y Abdullah, habíamos investigado, hacía muchos años, diversos cultos que se habían perdido o habían sido prohibidos; cultos que estaban incluso más allá de los eones, y probablemente eran más antiguos que la humanidad. Esa afición teníamos, pero todo eso no eran más que recuerdos de una época que nadie más conocía de mi vida. Yo había vuelto a la fe musulmana, y no veía a Abdulllah hacía mucho tiempo. Veinte años, si mal no recuerdo.

El "ruido de los insectos" del que habían hablado los dos amigos, tan furtivos, debía referirse sin duda al de los insectos nocturnos, que es el murmullo de los demonios. Creo que mi mente se apresuró a pensar en ello, cuando mencionaron a ese tal Alha Zred, que podía ser cualquier otro. Mi amigo Abdullah también tuvo fe en Muhammad alguna vez, pero desde que nos avocáramos a la erudición de saberes arcanos, nunca volvió a ser el mismo. Durante el último tiempo en que habíamos estado juntos, habíamos sido perseguidos por nuestras propias familias, y no pocos nos amenazaron para que dejáramos de lado nuestra investigación prohibida, y nos advirtieron que sólo los demonios podían estar detrás de todo aquello.

A mí me pareció que había empezado a delirar cuando me propuso que viajáramos a las ruinas malditas de Babilonia, y a Menfis. Desde entonces que su recuerdo estaba asociado hasta el arraigo con los demonios, en mi mente.

Yo poco a poco había perdido la ilusión, al comprobar que muchas fórmulas mágicas que habíamos descubierto en realidad no servían. Por eso me parecía cada vez más insensato el proyecto de Abdullah de visitar ruinas, donde supuestamente todavía habría secretos de ultratumba esperando a ser descubiertos. El colmo para mí fue cuando me empezó a hablar sobre Irem, la ciudad de los pilares, la que en todo el mundo se conoce como La Ciudad Sin Nombre. Pero pocos habían visto la ciudad con sus propios ojos, y sus testimonios eran dudosos.

Cuando Abdullah partió hacia las ruinas de los mundos antiguos, yo no lo seguí. Me quedé en Saná con la esperanza de recuperar mi antigua reputación, pero fue imposible. Yo ya había sido marcado para siempre como amigo del loco Alha Zred, y como un brujo. Por eso hui a Siria, para empezar de cero.

Hacía más de diez años que yo trabajaba para mi patrón, el mercader, y nunca había vuelto a saber nada sobre Abdullah Alha Zred. Supuse que habría muerto en el desierto, y aunque lo sentí mucho, decidí que eso estaba en el pasado. Yo ya no quería tener nada que ver con Yemen ni con nadie que conociera allá, mi nuevo lugar era el de un pobre asalariado en Damasco. Por todas esas circunstancias, es que volví a la fe de Muhammad, y me volví escéptico en cuanto a todas las demás. Con el tiempo, me casé, tuve a mi hijo, y llegué a sentir afecto por Siria.

Todos estos recuerdos me asaltaron, ¡con la sola mención del ruido de los insectos y Alha Zred! El hecho de que los mensajeros trataran su asunto con tanto sigilo me llenó de interés. ¡Ah, qué fatal es la curiosidad! Porque cuando a uno lo invade, ya no hay nada que la satisfaga salvo el conocimiento, pero nunca se sabe si este será dichoso, o terrible.

Aún una tercera vez un mensajero murmuró algo a una vieja mujer, y ambos caminaron hacia el oeste. Los seguí con la mirada tanto como pude, hasta que un joven con su cesta me replicó que lo atendiera. Ocultando mi mala gana, así hice.

Pasaron varios minutos en los que me sentí preocupado sin saber por qué. No tenía sentido; Alha Zred podía ser el nombre de cualquier otra persona. Pero, ¡hacía tanto tiempo que no pensaba en Abdullah! Me pareció increíble que con un par de palabras "mágicas" pudiera resucitar la nostalgia. No pude apartar este pensamiento de mí por largos minutos.

Hubiera seguido así todo el día, dando vueltas en torno a mi pasado muerto, sino fuera por un hecho... varios hechos. Empecé a oír gritos. Por supuesto que no eran los de los mercaderes, eran expresiones más bien de discordia. Había un debate allá lejos, al oeste de la calle, y apenas sobresalía entre las demás voces. Dudé sobre si me engañaba, hasta que otras personas se volvieron para mirar más allá. Fue poco a poco, pero el silencio fue como la onda de una gota que cae sobre el agua, se expandió silenciosamente en todas direcciones.

Cesaron los gritos y la extrañeza no podía ser mayor. Frunciendo el ceño, miré a mi alrededor. De repente, cientos de turbantes y velos se giraron hacia la mezquita que había allá al oeste, de la que sólo se alcanzaba a ver la cúpula. Estaban quietos, curiosos, como perros que miran con ansia a su amo sosteniendo un puñado de alimento. Tal parece que la humanidad tiene cierto instinto colectivo, un sexto sentido común que detecta todo lo extraordinario. Es el morbo. Porque la discusión lejana se hizo más clara al fin, y todos oímos que era tan acalorada como violenta.

La curiosidad ensombreció mi juicio, tanto, que abandoné mi puesto y decidí abrirme camino hacia el oeste. Creo que mi patrón no replicó, porque el comercio se había paralizado mientras todos esperaban a ver el resultado.

Caminé entre las túnicas a rayas de todos los colores, y los vestidos delicados. Los edificios viejos, que parecían hechos de la misma arena del suelo, daban algo de sombra. Se amontonaban hasta donde alcanzaba a ver el ojo, y sobresalían las torres y cúpulas de las mezquitas. Había gaviotas sobre las terrazas y en las ventanas, esperando el atardecer para reclamar los restos del mercado. El cielo era tan claro que hacía daño levantar demasiado la vista, a menos que se protegiera uno. Caminé con la cabeza gacha, quemándome la nuca.

Me acerqué a la gran mezquita hipóstila, a su majestuosa entrada rodeada del muro con contrafuertes, y el alminar sobresalía con su cúpula, desde más allá del sahn. En torno a la entrada se había formado un semicírculo humano y, en medio de él, cuatro hombres discutían, tres de ellos con ferocidad fanática e irritada, y su resistidor, con la eminencia y elocuencia propias de un califa. Aquel iba vestido con turbante a rayas, un talismán extraño, y una túnica llena de símbolos del sol y la luna, además de otros símbolos arcanos que reconocí inmediatamente.

Yo no di crédito de inmediato; mis ojos casi se salieron de sus órbitas y mi garganta quedó seca. Mi pecho se estremeció y casi vomité mi propio corazón. Por supuesto, era el "loco" Abdullah Alha Zred, si no, no tendrían sentido ni mi reacción ni el contar esta historia, ¿verdad?

Hipnotizado por la visión de aquel que en su momento había considerado un amigo y compañero, comencé a aproximarme sin importar las quejas de las personas a las que apartaba. Mientras más me acercaba, un desasosiego extraño me llenaba. No se trataba solo de la nostalgia originada por volver a ver en persona a Abdullah, sino que se sentía como un miedo irracional que nacía en la profundidad de mi alma para recorrer mi cuerpo entero... sin misericordia alguna.

Aquellos insensatos que discutían con Alha Zred, sin considerarlo más que un presuntuoso demente, no sabían todo lo que la presencia de aquel hombre representaba. ¡Oh! Si seguía vivo luego de haber visitado La Ciudad de los Pilares, más antigua que Menfis y Babilonia, entonces... Abdullah ya no era quien había conocido hace ya tantos años.

Cuando conseguí abrirme paso entre la multitud nerviosa, y me coloqué en primera fila, mis oídos tuvieron la desdicha de escuchar aquello de lo que estaban discutiendo. ¡Ay de quienes se atrevan a negar los preceptos de Muhammad en el corazón mismo de Damasco! Cualquier hombre sensato, sin importar credo o intelecto, sabe de antemano que nunca se debe menospreciar las enseñanzas del Profeta en presencia de sus enérgicos seguidores. Pero Abdullah, tal como correspondería a un Mesías Oscuro, no solo enfrentaba con lengua viperina los dogmas de los hombres con los que discutía, sino que lo hacía con tal ferocidad, tan vehemente y audaz, que ni el más violento entre el público se atrevía a desenvainar para detenerlo.

Procuré mantenerme oculto, cerca de la primera fila. Él aún no me había reconocido, y temía interrumpirlo. Por un lado, me aterraban las futuras consecuencias de su osadía, por otro, mi curiosidad fatal me obligaba a seguir oyendo.

―¿A qué le tienen Fe? ―preguntaba constantemente Abdullah, con una voz y un gesto que recordaban a los temibles chacales que recorren el desierto en busca de cadáveres frescos, mirando a sus interlocutores sin piedad.

―Al Profeta Muhammad, la paz y la oración estén con él ―respondían los sarracenos, con una inseguridad y temor impropio de gente tan religiosa, como lo son todos ellos.

―Su fe es débil y su profeta no es digno de alabanza ―contestó mi amigo, mi viejo y desquiciado amigo, luego de repetir su pregunta hasta el cansancio―. Son todos unos insensatos, y sólo sirven a la vanidad. Yo he venido a traer la Verdad, yo he venido a traer la Salvación.

Muchos de los presentes, con los ojos desencajados, como si sus desdichadas almas hubieran abandonado sus cuerpos para sumirse en un atroz viaje por los secretos universales del cosmos, exigían a gritos que les mostrara la autenticidad de sus palabras. Otros, más sensatos, lo insultaban dando alaridos, afirmando que su sucia boca no hacía sino mancillar los preceptos del Profeta y denigrar la Creación y el Amor que Al-lāh había legado a la humanidad. Al escuchar esto último, Abdullah no pudo reprimir una fuerte y larga carcajada. Era una risa atroz, como el aullido de los perros moribundos y el aletear de repulsivos insectos, que obligó a todos a guardar un silencio proveniente del más profundo terror.

―No hay Amor en el Universo ―indicó el demente tras acallar su risa inhumana―. La Creación proviene del Caos Absoluto, y solo sirviendo a ese Caos podremos prosperar y sobrevivir. ¡Escuchen mis palabras! Que no está muerto lo que puede yacer eternamente, y en los eones por venir, aún la muerte puede morir.

Esta frase final, que me pareció un desvarío sin sentido, enardeció a la muchedumbre. Pero no parecían querer atacar a Abdullah, no, ¡al contrario! Emitían entonaciones similares a plegarias desesperadas, mientras que algunos desgarraban sus ropas y otros arañaban sus propios rostros. Creo que entonces algo oculto en lo más recóndito de mi alma se conmovió y sacudió con violencia. Aunque no me explicaba a cabalidad la reacción de los sirios, ya no consideré a mi amigo de antaño sólo como un insensato que había visto cosas prohibidas. No más. Se había convertido en la encarnación misma de la confusión y del horror.

Esta sensación reemplazó mis demás sentidos, y llegó al máximo cuando Abdullah caminó hacia la multitud, como si buscara algo con gran vehemencia. Sentí gran terror cuando pasó cerca mío, temiendo que yo fuera el objetivo de su incoherente pesquisa. Aún nadie se atrevía a aprehenderlo. Suspiré de alivio cuando se detuvo frente a otro hombre, uno ciego y lisiado que había acabado agonizante, tirado cerca de un portón debido a la convulsión de la multitud.

―Levántate, Hijo del Caos, y observa el mundo que te rodea ―pronunció Abdullah, tomando al desahuciado por los hombros para levantarlo y lanzarlo a un costado ―. ¡Ogthrod ai'f geb'l-ee'h yog-sothoth 'ngah'ng ai'y zhro!

Oh, ¡gran Dios de amor! Las bocas de todos cayeron al suelo. El tullido no cayó más al suelo, como cualquiera habría supuesto, sino que se mantuvo sobre sus dos pies, observando al cielo. Dirigió su nueva mirada alrededor, y todos pudimos percatarnos que, sin lugar a dudas, sus ojos antes lechosos y muertos habían cambiado a unos vivaces, pero asustados, que seguían nuestros asombrados movimientos.

El hombre, antes ciego y cojo, emitió un grito de júbilo y empezó a correr hasta perderse en medio de la multitud.

―¡Por el amor de Al-lāh, el grandísimo y misericordioso!

―¿Quién es este hombre, poseedor de tal poder?

―¿¡Acaso Muhammad llegó a ejecutar estas maravillosas obras!?

Los murmullos fueron de todo tipo. En medio del temor se asomó algo nuevo en nuestros corazones. En eso, nuestro pasmado éxtasis fue interrumpido por una nueva intervención de Alha Zred, quien había logrado eliminar la mayoría de dudas de los presentes.

―Aquel infeliz ahora conoce a la Entrada, a la Llave y a la Puerta. Ustedes están condenados a ser consumidos por la vorágine del pasado, el presente y el futuro, pero si eligen la senda del Caos primigenio, entonces sus almas serán purificadas y volverán a nacer.

Luego exclamó, con voz gutural que se oyó sumamente lejana y cercana al mismo tiempo, como si proviniera del interior de la tierra, al mismo tiempo que del cielo por sobre las nubes:

―¡Recuerden que vienen los extraños!

Fue por esa sensación extraña, que levanté mi mirada al cielo, donde el sol aún emitía sus potentes rayos hostigando mis ojos llorosos. Pero, mientras que esperaba tan solo divisar un limpio y brillante cielo azulado, encontré algo que, a primera vista, no pude sino considerar como un error propio de mi mente fatigada. ¡Cómo podría creer algo así! Se trataba de una pequeña mancha, que se hacía más grande, como si galopara rápidamente por el firmamento en dirección a la disputa que presenciábamos. Era similar a una maldición del cosmos.

Luego de unos instantes insufribles, en los que mi mente jugó cruelmente con la idea de perversas bestias provenientes del espacio y blasfemas criaturas que solo un ente desquiciado podría idear, aquella misteriosa mancha fue adquiriendo mayor resolución hasta que pude apreciar algunos detalles. Recordé más de los cultos olvidados que yo y Abdullah habíamos estudiado, y en mi mente resonaron los nombres profanos de los repugnantes dioses que ya nadie recordaba. Pero sentí alivio mirando el cielo... esa mancha no era una aglomeración de globos iridiscentes como lo sería el gran Yog-Sothoth, ni tampoco poseía una fisionomía tentacular como el temido Cthulhu. En todo caso, no menor fue mi impresión, cuando lo distinguí claramente: era un hombre.

¡Qué prodigio tan extraño! Un imponente anciano, de tupido cabello y poblada barba blanca, vestido con una larga y ondulante túnica del mismo color. Estaba montado en un colosal carruaje con forma de reluciente concha marina, que era tirado por extraños seres, similares a pájaros con características equinas y felinas. Aunque mi descripción es pobre y parezca grotesca, he de decir que los animales fantásticos se veían hermosos, majestuosos. Al verlo en todo su esplendor, sentí que una inexplicable y agradable paz se apoderaba por completo de mi ser. Sentí... que mis oídos y mis ojos se perdían en la inmensidad de un sosegado placer, oh, que me desconectó de la realidad por unos instantes.

De alguna manera recobré el sentido cuando dejé de mirar el cielo. Quise exclamar, pero me detuve a tiempo. Otros habían mirado al cielo, pero no parecían impresionados. ¡Qué, acaso nadie veía que un ángel venía directo a nosotros...! No, yo estaba loco. Volver a ver a Abdullah, ver el milagro, saber todo lo que implicaba, oír su imponente discurso del Caos... todo eso me tenía trastornado. Nadie más veía al anciano, y el terror de haber perdido la razón me acalló. Pero la paz seguía creciendo, mezclada con ese terror, bochornoso. Eso sí, todos parecían estar disfrutando de un estado de agradable conmoción similar a la mía. Todos, excepto Abdullah.

Mi otrora amigo, a diferencia de las personas que lo rodeaban, se mostraba presa de la más absoluta y silenciosa confusión. Creo que todos lo notamos: había dejado de hablar, sus pupilas se contrajeron. La seguridad y elocuencia que había manejado con gran presteza durante la discusión lo habían abandonado sin miramientos, estaba reducido a un patético estado cataléptico de incomprensible temor. Cuando Abdullah volteó y dirigió su mirada al cielo, aquel temor se transformó en un inconcebible pavor, impropio de un hombre que, supuestamente, había visto con sus propios ojos a horrendas criaturas provenientes de arcaicos lugares secretos. Su respiración era sonora, noté el temblor de sus manos llenas de callos.

Como ya mencioné, los sarracenos no parecían tener la más mínima idea de lo que sucedía. Estaba seguro, solo Abdullah y yo podíamos ser testigos de la proximidad de aquel particular personaje celestial. Entonces, yo no estaba loco. Pero, luego de unos segundos de tensa calma, Abdullah intentó huir del lugar invadido por una demencial desesperación. Parece que recién en ese momento se percató de mi presencia, cuando sus delirantes ojos se clavaron en mi rostro. Su boca abierta no fue capaz de emitir ninguna palabra coherente. Me paralicé de terror. Las bestias del hombre barbudo venido del cielo, sin emitir ningún sonido, se liberaron de las amarras que las sujetaban al carruaje de nácar y se lanzaron con dirección a Abdullah.

Y luego lo vi, ¡está aún en mis ojos! Vi de cerca cómo mi viejo amigo era destrozado con fiereza por las zarpas y los colmillos de esos horrores vivientes, pero tengo la certeza de que para la confundida gente resultó aún más inaudito verlo ascender lentamente, mientras que era despedazado y devorado con crueldad por seres invisibles. La sangre, por todo lo santo, la sangre salpicaba como las olas contra las rocas. ¡Y sus miembros! Sus brazos y piernas, hechos trizas, molidos, saltaron de acá para allá y cayeron sobre la gente. En medio de la irracional tragedia que paralizó a todos a mi alrededor, un objeto se desprendió de los restos del pobre hombre, y tuve yo la desgracia de tomarlo antes de que cayera al suelo polvoriento.

Era un libro. Apenas tuve tiempo de pensar, porque la mayoría de los presentes había superado la parálisis y había empezado a correr. Me arrastraron, con el libro entre las manos, hacia el este. Algunos se limpiaban la sangre mientras corrían, gritando. Creo que yo mismo estaba manchado, ya no recuerdo. Corrí hasta que los restos de Abdullah cayeron al fin, y la carnicería terminó. Nadie se acercó al lugar por unos minutos, había un círculo en torno al profeta. ¿Estaba ahí el monstruo? ¿Nos esperaba... para aniquilarnos también? Creí que mi fin había llegado. Pero no, aún no era nuestra hora.

Alguien se atrevió a dar un par de pasos tímidos al frente, y dos lo siguieron. Se acercó a la masa irreconocible del torso, y miró los trozos de brazos y piernas tirados alrededor. Lo tocó. Otros se acercaron también para tocarlo, para asegurarse de que sus sentidos no los habían engañado.

Acababa de morir y yo ni siquiera le dije nada en su última hora... Yo había escondido el libro entre mis ropas. Debí dejarlo tirado junto al cadáver, pero... ¡era de Abdullah! Era lo último que me quedaba de él. Era un desastre, supe que mi vida no volvería a ser la misma. Con su sola presencia logró convertirme en un desgraciado.

Sólo vi la portada del libro. Estaba encuadernado en una piel... que parecía humana. Tenía un símbolo extraño en la portada, debajo del título, el mil veces horroroso título: "Kitab Al-Azif". Aquello, que hacía referencia al sonido de los insectos, no podía sino anunciar la presencia de las aterradoras y demoníacas fuerzas cósmicas de las cuales yo había intentado huir hace ya tantos años. Oh, los más oscuros conocimientos, por desgracia, estaban plasmados en el papel.

Pero, ¿por qué aquellos atroces e indescriptibles seres provenientes del Caos primigenio eliminarían a Abdullah, su fiel seguidor e impulsador de sus malvados designios? No me fue difícil llegar a la conclusión de que la muerte del loco Alha Zred no se debía al actuar de las perversas bestias que adoraba. Se trataba de los "otros", aquellos que se oponían a los Exteriores... los Arquetípicos.

Muchos dicen que el conocimiento es una de las mayores fuentes de poder, así como la principal causa de las más inhumanas desgracias. Corroboré esto personalmente cuando, tras acabar por completo con Abdullah, el hombre barbudo y sus sorprendentes bestias dirigieron su atención hacia mí. ¡Sus ojos horribles...! Habiendo tantas personas corriendo despavoridas sin destinos claros, otros curiosos mirando el cadáver y rezando, los monstruos caóticos se fijaron en mi minúscula existencia. Solo yo podía verlos, y ellos lo sabían.

Me desesperé, supe que sería imposible intentar entablar un diálogo con aquello que estaba por encima de mi ínfima comprensión. Se me heló la sangre aún bajo el sol ardiente; creí que enloquecería de horror. Según las investigaciones que había realizado con Abdullah durante mi pasado oscuro, tenía entendido que los Arquetípicos no eran entidades benévolas ni mucho menos. Sólo actuaban como la oposición a los Exteriores, algo necesario para establecer el equilibrio en el universo caótico. Por eso, si aquella desconocida deidad me consideraba aliado de las criaturas a las que combatía, ¡que el destino tuviese piedad! Mi destino sería sufrir el mismo martirio de Abdullah.

Por eso, sin perder más tiempo, hui consternado, intentando perderme entre los cúmulos de tiendas y casa destartaladas. La multitud aterrada también me servía como ventaja para mi fútil intento de escape. Pero, a pesar de no distinguir ni rastro del Arquetípico ni de sus alimañas, cada vez que volteaba para ver al firmamento, sabía que correr no me llevaría a ninguna parte. Al fin y al cabo, ¿qué podía hacer un simple ser humano para evitar la voluntad de algo que había existido desde el principio de los tiempos?

Aun así, mi instinto irracional me obligó a seguir corriendo con vehemencia, ignorando por completo el ardor de mis pulmones y el inclemente dolor de mis piernas. Corrí y corrí incansable hasta salir de la ciudad y perderme en las arenas del desierto. Seguí corriendo aún al anochecer, y ni siquiera los animales salvajes y los perversos gules que asomaban sus deformes rostros por entre sus refugios en las dunas se atrevían a detenerme. Sentían la colosal esencia de aquello que me perseguía.

Finalmente, cuando alcancé el límite físico más alto del que un humano puede hacerse acreedor, caí a la arena mientras el sol matutino bañaba mi cuerpo agonizante con sus débiles luces doradas. Al voltearme boca arriba, mis ojos distinguieron algo de manera borrosa. Era un intento de mi mente para engañarme, escapar de la realidad horrible. ¡El Arquetípico se acercaba, y yo estaba impotente! Cuando estuvo a tan solo palmos de distancia, con sus bestias perturbadoras haciendo guardia a sus lados... extendió una mano sin decir palabra. Aún con el silencio, mi cerebro procesó información que no pude comprender, sino hasta que utilicé mis últimas fuerzas para entenderla.

Supe entonces que Nodens, Señor del Gran Abismo, había llegado al planeta proveniente de los niveles más bajos de las Tierras del Sueño, para eliminar cualquier vestigio que permitiera a la humanidad volver a entablar un contacto directo con los heraldos y prole de Azathoth, el sultán de los demonios, la lobotomizada masa cósmica que producía y regulaba el Caos Primigenio desde el centro del Universo. El libro "Al-Azif", que a pesar de mi infructuosa huida no había soltado en ningún momento, era uno de los objetos malditos que se debía destruir. Pero el que yo tenía no era sino una copia del ejemplar original, que Abdullah seguramente había escrito en un trance de locura absoluta.

Tras ello, sentí que mis párpados se cerraron contra mi voluntad y mis sentidos se desconectaron por completo. Incluso ahora, después de cientos de años, no estoy seguro de lo que sucedió después de aquello. Nunca volví a ver a mi esposa, ni a mi patrón, ni a mi pequeño... ignoro qué fue de ellos. Tampoco sé qué hizo el Arquetípico, si fueron él y sus bestias quienes acabaron conmigo, o cuál fue el destino del libro blasfemo de Abdullah.

Pero no creo que haya razón para querer averiguarlo. El pasado no es más que un remanente que nos ata a nuestras propias debilidades y nos impide proyectarnos al futuro.

¿Qué soy ahora? No podría siquiera emitir una teoría viable para responder. Tal vez es imposible escapar del conocimiento funesto que se obtiene al indagar sobre los aterradores cultos y sus deidades caóticas. Creo que saber todo aquello fue lo que condenó mi alma a deambular eternamente, y ni siquiera apartarme de Abdullah Alha Zred y sus fatídicas investigaciones fue suficiente para purificar mis pecados. He visto tantas cosas a lo largo de mi existencia, he presenciado cómo hombres ingenuos han intentado plasmar en la literatura los secretos del cosmos y del Caos, y no puedo sino afligirme por el final absoluto que le espera a la humanidad, al mundo, y a todo el universo.

Y todos, ya sea humanos, bestias, deidades, Exteriores o Arquetípicos, serán incapaces de detenerlo.


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