Capítulo 2
❝Corre, niño, corre,
este mundo no está hecho para ti.
Corre, niño, corre,
que están intentando atraparte❞
Run Boy Run — Woodkid
Cuando las cosas no podrían haber ido peor de lo que iban —y Atsumu no podía pensar en ninguna clase de infierno más doloroso que el de su nuevo día a día—, su madre apareció en la cocina una mañana mientras desayunaba, con una noticia que pisoteó todos los pedazos rotos de su mundo ya aniquilado:
—Me voy a ir con tu tía a su casa en la playa durante un tiempo —comunicó la mujer de repente.
El corazón le dio un vuelco en el pecho. La tostada con queso que estaba engullendo —después de que el día de ayer tuviera unas horas tan dolorosas a causa de la fallida rehabilitación y su mente torturándolo, al punto de que no fue capaz de probar bocado.
No podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Me voy con tu tía. Nunca un nos vamos.
Ya no había plurales en la vida de Atsumu. Solo un triste y único tiempo en singular. Supuso que tendría que empezar a acostumbrarse a ese nuevo estilo de vida.
No miraba a Atsumu a los ojos, y no pareció importarle que la tostada de su hijo salpicara dentro del café por la sorpresa. Su hijo parpadeaba, confuso.
—Necesito estar a solas. Esta casa me está matando.
Atsumu se quedó en un incómodo silencio. Observó los restos de su tostada deshaciéndose dentro del espumoso café, y contuvo el aliento mientras contaba hasta diez para no estallar frente a su madre. ¿De qué le había servido las veces anteriores?
—No puedo caminar a través de estas paredes sin pensar en... —Las palabras murieron en la boca de su madre, y ella bajó la cabeza mientras se mordía la lengua y tragaba las lágrimas amargas—. Espero que puedas comprender mi decisión, Atsumu.
Si Osamu estuviera con él, le diría que era lo mejor. No tendría que soportar a nadie más tocándole las pelotas —exactamente como le gustaba a Atsumu, por mucho de que a él le encantara molestar a la gente.
Pero, claro, si Osamu estuviera allí, aquella conversación ni siquiera tendría lugar.
Si Osamu siguiera a su lado, la casa tendría algo más de ánimos y vida. Por muy silencioso que su hermano fuera, su presencia siempre pisaba fuerte; y el hogar se llenaba de los rastros que dejaba su paso allí por donde andaba.
El olor a una deliciosa comida casera, la ropa sucia que no se dignaba a levantar, las etiquetas para la comida, la música vieja que tanto le encantaba filtrándose por debajo de su puerta.
Era increíble pensar lo mucho que Osamu estaba presente cada segundo de su vida. Incluso cuando no estaba frente a sus ojos, él seguía allí. No había nada que no llevara su recuerdo.
Atsumu quería enojarse con su madre, pese a todo. Pero ya ni siquiera tenía la fuerza mental para hacerlo.
—Lo que sea —se encogió los hombros, y hundió la cucharilla en el café para sacar la tostada mojada—. Solo deja dinero cuando te vayas.
La nariz de su madre aleteó por la furia y el desinterés de Atsumu, que ya no podía verla a los ojos con nada más que un par de irises carentes de brillo o cualquier emoción humana. Él no sabía qué pretendía esa mujer de él, y tampoco quería saberlo.
—Está bien —contestó su madre; y su tono fue crudo y mordaz—. Supongo que no podía pretender que dijeras otra cosa.
—¿Quieres que te haga una fiesta de despedida? —Atsumu dejó escapar una amarga carcajada de su garganta, pero no estaba divertido en absoluto—. Deja que llamo a todos nuestros seres queridos para que vengan.
Sabía que jugaba con fuego, pero poca importancia tenía todo eso. Su madre lucía hecha una furia. Estaba seguro que podría haberlo abofeteado de nuevo, y quizá lo estaba esperando.
De esa forma podría sentir algún dolor que no fuera el de sus cicatrices, externas e internas, que no dejaban de sangrar y se negaban a cerrarse.
—No todos estamos hechos de piedra —agregó ella con amargura—. Yo también necesito un tiempo para hacer mi duelo, Atsumu.
—Te dije que está bien —gruñó Atsumu, y por fin se atrevió a dedicarle una mirada severa. La cucharilla se hubiera roto bajo su agarre si no fuera de metal—. Puedes hacer lo que quieras, mamá.
¿Era ella la que necesitaba un tiempo? ¿Dejaba a su único hijo, el único miembro de su familia que quedaba en pie, solo y a merced del derrumbe?
Si Osamu estuviera allí, seguramente tendría razón como siempre lo hacía.
Atsumu estaría mejor sin ella.
Cuando su madre ya no dijo nada y abandonó la cocina, Atsumu continuó revolviendo un café ya frío y cubierto de restos de una gomosa tostada que era ya insalvable. Osamu se la podría haber comido, tal vez.
Esa misma tarde, Hana Miya abandonó el apartamento con una pesada maleta que le daba a entender que no planeaba volver pronto. Cuando se acercó para saludar a Atsumu y este la ignoró, ella no insistió.
La casa se sintió increíblemente grande cuando su madre destrabó el pestillo de la puerta y le dejó solo.
Pero Atsumu llevaba ya un tiempo sintiéndose tan solo e incompleto que ninguna soledad podía ser peor que la que había en el interior de su alma.
Le tomó casi cuarenta y ocho horas levantarse a comer y beber algo desde que su madre abandonó el apartamento. Antes, Atsumu podría haber sido acusado de morir de inanición por ser un flojo de mierda que no sabía cuidarse solo —la verdad era que, en su vida actual, poco le importaba si se alimentaba o no.
Ni siquiera recordaba tener hambre o sed o ganas de ir al baño. Se la pasaba durmiendo, y se levantaba tan abatido y somnoliento que solo podía volver a echarse a dormir en un intento de recuperarse. La única cosa que cargaba siempre en el bolsillo del pantalón de su pijama era el pañuelo que Sakusa Kiyoomi le entregó durante el homenaje en Inarizaki.
La verdad era que su mente regresaba cada a tanto a Sakusa y su extraño acto de caridad. O lo que fuera que eso fue. Cuando Atsumu se encontraba emocionalmente agotado de recordar a su hermano y sus compañeros, buscaba darle vueltas al asunto del pañuelo como un intento de distracción.
Cada tanto se encontraba apreciando la superficie blanca de la tela que no fue capaz de utilizar. Era delicado, traslúcido, casi etéreo. Tenía bordado en una esquina las letras S.K. en cursiva.
—Por supuesto —sonreía Atsumu de costado—, el señorito pomposo y perfecto tenía que ser dueño de un pañuelo bordado a mano.
Pero el pañuelo no era suficiente para distraerle todas las horas. De hecho, solo servía por escasos segundos hasta que la realidad golpeaba de nuevo.
El psiquiatra le había enviado una receta de algo llamado sertralina, lo cual Atsumu no sabía qué era —ni tampoco le interesaba—; solo sabía que lo alborotaba tan fuerte que se preguntaba si en realidad no tendría efectos totalmente opuestos a un antidepresivo.
—Qué día más largo —masculló de mala gana cuando descubrió en el reloj de pared que todavía eran las dos de la tarde—. ¿Por qué mierda no corren las horas?
Antes, Atsumu era un esclavo del futuro. Se la pasaba deseando con ansiedad que pasaran los días hasta que alcanzara la cima, pero ahora solo podía pensar en que quería que el tiempo transcurriera solo para ya no tener que estar ocupando aire en el mundo.
Trató de ver algunos videos en el ordenador sobre ejercicios para su brazo herido. Craso error, ya que acabó siseando cada vez que intentaba mover los músculos como antes.
¿Podría volver a levantar una pelota en ese estado? ¿Con músculos y huesos tan destrozados que le hacían chillar de dolor en lo más profundo de su garganta?
La realidad le golpeó entonces —no tenía sentido pensar en esas cosas.
Atsumu ya no tenía un equipo. ¿Con quién diablos pensaba que podría jugar?
Las cosas ya no se sentían tan divertidas si Osamu no formaba parte de ellas. ¿Cómo podían ser los imbatibles gemelos Miya si ahora quedaba uno solo de ellos?
Pensar en todo eso le daba ganas de abrir la ducha de agua congelada y meterse desnudo debajo de ella para que las gotas se clavaran como agujas sobre su piel. O de apoyar la palma desnuda de la mano sobre la estufa encendida en la cocina. Cualquier cosa que le provocara un agudo dolor que fuera capaz de apagar todo lo malo que sentía en su corazón.
No supo cómo, ni por qué, pero se encontró gravitando hacia el cuarto del fondo del apartamento: aquel que utilizaban como cuarto para los viejos trastes, los cuales eran muchos, considerando que su padre era un fanático empedernido de los libros y que tenían dos hijos que hacían berrinche por juguetes cada cinco minutos.
Atsumu tragó saliva mientras sus dedos rozaban la superficie metálica del pomo. Estaba fría, muy fría. Pero el tacto no estaba mal, ni tampoco se sentía incorrecto dentro del ambiente de toda la casa.
Llevaba tanto tiempo sintiéndose en soledad que el frío empezaba a sentirse como si ya fuera parte de él.
—Okay —Atsumu carraspeó para aclarar su cerrada garganta—, son solo viejos objetos y basura que a la que nadie le prestaba atención. No te puede hacerte daño...
Y tuvo razón. O eso pensó al principio —porque cuando abrió la puerta del lugar, Atsumu solo pudo toser y estornudar por culpa de las capas de polvo y mugre acumulada durante años. El olor a cosas viejas no estaba ayudando en absoluto.
Solo había una vieja bombilla de luz cálida que colgaba siniestramente de un techo más bajo que en el resto de habitaciones. Atsumu tiró de la palanca para encenderla.
El lugar no era muy nostálgico ni tampoco interesante —solo eran pilas de cajas rotuladas y llenas de suciedad, viejos electrodomésticos, y muchos estantes con libros de pasta dura que llevaban el nombre de viejos autores japoneses. Recordaba a Hana regañar a su marido bastante seguido por volver cada fin de semana con al menos tres libros nuevos bajo el brazo.
Ni siquiera los leía todos. Atsumu estaba seguro que su padre no tuvo tiempo de leer ni la mitad de todas esas cosas. Pero a su padre le hacía feliz.
—Ya habrá momento para leerlos, Tsumu, Samu —reía su padre cada vez que los gemelos preguntaban por la historia de cada libro en particular, y luego les desordenaba los cabellos oscuros—. Algún día tendré más tiempo, y leeré todas las historias del mundo.
Bueno, se dijo en su interior, claramente no tuviste ese tiempo.
Osamu tampoco lo tuvo. Atsumu, por momentos, se encontraba deseando lo mismo.
Supuso que era lo justo. Continuar respirando se sentía como si tuviera algo que no le pertenecía —llegaron juntos al mundo, tomados de la mano, y ahora no le parecía correcto ser el único que no estaba pudriéndose en una tumba en el panteón familiar.
Inspiró fuerte por la boca para no perder los estribos. No sabía si era la ansiedad, la depresión, la medicina, o las costillas rotas, pero cada vez era más difícil respirar hondo y llenar los pulmones de aire. Aquello le desesperaba cada vez más.
Atsumu anduvo a través de las cajas, observando las rotulaciones con cuidado: «ropa de invierno de Hana», «ropa de verano de Hana», «pertenencias de la abuela», «álbumes de fotos» de cuando sus padres eran jóvenes, «medallas», «libros escolares», y muchas otras más que no le interesaban en absoluto.
Hasta que sus ojos se posaron sobre la que estaba buscando sin darse cuenta.
«Gemelos: 1 a 6 años».
Atsumu dudó un momento antes de acercarse arrastrando los pies. Sus dedos rozaron la superficie llena de polvo. Tuvo que soplarlo para quitársela, y una inmensa ola de motas de suciedad salió despedida mientras se arremolinaba con el resto de los ácaros de la habitación.
En cuanto abrió las dos tapas sintió el olor a humedad y a encierro. Tuvo que arrugar la nariz, pero se lo aguantó en cuanto su mirada comenzó a encontrar cosas que despertaron viejos recuerdos que no salía tener presentes.
Lo que se encontraba más arriba eran dos pequeños pijamas con colas y orejas de ositos color café. Atsumu recordaba detestar aquellos pijamas, a Osamu no le molestaban tanto; pero a su madre le encantaba enfundarlos en ellos cuando tenían cuatro años para obligarlos a tomarse fotos.
Cada uno de los pijamas tenía bordada una vocal en el costado izquierdo del pecho —una A para Atsumu, y una O para Osamu. No recordaba que su madre fuera tan dedicada en todos esos detalles, pero Hana había sido una persona diferente antes de que falleciera su marido.
Levantó los dos viejos pedazos de tela, con agujero en la entrepierna de tanto que correteaban y también con mugre pegada sobre la planta del pie. Apoyó uno sobre cada rodilla, y se encontró sintiendo queriéndose morir cuando su mano se apoyó sobre la parte que cubría el estómago del pijama de Osamu, un solo dedo amenazando con tocar la letra O.
Podía cubrir casi toda la extensión con una sola mano. ¿Alguna vez habían sido tan pequeños?
Intentaba recordar a un Osamu diminuto entrando en el hueco de su brazo actual. Siempre le había visto como a alguien enorme —su hermano tenía más espalda, y también mucha más fuerza bruta que Atsumu. Pero pensar que alguna vez también fue un pequeño que usaba pijamas con orejas de osito...
Atsumu tuvo que apartarlos antes de colapsar.
Siguió rebuscando adentro de las cajas. Encontró muchas fotografías estúpidas de los dos, y tuvo que reprimir una sonrisa al desactivar cada recuerdo correspondiente a las mismas. La más divertida de ellas era una de los dos encima de un pony a los seis años, con Osamu levantando dos dedos a la cámara y Atsumu con la lengua hacia fuera.
Fue tomada diez segundos antes de que Osamu lo empujara luego de que Atsumu le pasara la lengua por la oreja para molestarlo —debido a que se encontraba sentado detrás—, y su hermano no tuvo ningún reparo en apoyarle la mano sobre el pecho y tirarlo de la montura sobre el barro.
Osamu estuvo castigado sin postre durante dos semanas. Atsumu disfrutó de comerse todos los flanes en su cara.
—Siempre fue un hermano mayor de mierda, ¿eh, Samu? —preguntó Atsumu hacia la fotografía; sonreía nostálgicamente—. No es como si tú hubieras sido muy amable, tampoco...
Depositó el viejo portarretratos junto a los pijamas de ositos, en donde fue apilando poco a poco toda la chatarra que encontraba: el diario íntimo de Atsumu en donde hablaba sobre las chicas guapas del salón, su primera pelota de voleibol totalmente pinchada y desinflada, la vieja gorra negra y gastada de su abuelo de la que Osamu no se separaba...
Muchas, muchas fotografías... las cuales eran terriblemente dolorosas de observar...
La caja era tan grande y honda que Atsumu tuvo que arrodillarse para poder meter el brazo hasta el fondo, pero se sorprendió cuando sus dedos se cerraron alrededor de un objeto suave, esponjoso y hecho de tela.
El corazón se le desbocó cuando lo apretó con la mano y tiró de él hasta la superficie. Aunque estaba tan sucio que podría haber pasado por negro en vez de naranja, por supuesto que Atsumu podía reconocer aquellas orejas y nariz puntiaguda.
—Señor Murakami —se encontró diciendo hacia el zorro de peluche entre sus dedos—. Pensé que esta cosa ya no existía.
El viejo zorro de peluche le miró con sus ojos negros y de plástico. Atsumu lo apretó para comprobar que seguía siendo tan suave como recordaba, pero dejó de hacerlo cuando un pedazo de relleno amenazó con escaparse de un descosido a su costado.
El Señor Murakami —llamado así porque cuando se lo regalaron, su padre pasaba por una fase de comprar todos los libros del autor japonés del mismo nombre— era en realidad un zorro que se regaló en conjunto a otro igualito a los gemelos Miya durante un cumpleaños.
Su abuela se los dio cuando cumplieron los seis años. Uno para cada uno, porque ninguno de los gemelos conocía la palabra compartir. Eran peluches exactamente iguales, con los mismos ojos negros de plástico y pelaje naranja tan suave que deseabas frotar tu cara en él.
Cada gemelo amaba a su peluche y no los soltaban ni para dormir.
Por supuesto, al mes siguiente, durante un día que fueron al río a pescar cangrejos con una botella cortada y Atsumu hizo caso omiso de las advertencias de su madre: que no llevara al zorro o podría perderlo por ahí.
Osamu le hizo caso, pero Atsumu era conocido por ser el hijo que más dolores de cabeza traía. Y también porque siempre quería demostrar que tenía la razón.
Por supuesto no la tuvo.
Ni siquiera supo en qué momento el zorro de peluche se desprendió de su cinturón cuando estaban metidos en el río hasta las rodillas. Solo lo supo cuando notó una cosa naranja brillando bajo el sol entre las aguas y ya a varios metros de distancia.
Atsumu y Osamu intentaron atraparlo pese a que la corriente era muy fuerte. Su hermano incluso casi se ahogó, y Atsumu no dejó de lloriquear toda la tarde.
Por supuesto, Hana puso el grito en el cielo cuando llegaron empapados a la casa, cubiertos de barro y sin el condenado zorro. Pero Atsumu estaba tan indignado que se puso a discutir con ella, y la discusión se puso tan acalorada que su padre tuvo que intervenir en la contienda.
—¿Y si comparten el peluche de Samu? —propuso su padre con una sonrisa—. Pueden turnarse para dormir con él.
—¡No! —intervino Osamu, quien ya se había alterado ante la propuesta—. ¡Ni hablar! ¡Señor Murakami es mío! ¡Que Tsumu se vaya al diablo por descuidado!
—¡Osamu! —regañó su madre—. ¡Esa boca!
Al final, terminaron discutiendo entre los cuatro sobre qué hacer a continuación. Y fue una suerte para Atsumu que siempre se salía con la suya —su madre obligó a Osamu a compartir el condenado zorro de peluche con su hermano.
Atsumu todavía extrañaba al suyo, pero eso no quitaba que se sintiera feliz. Era divertido poder ganar a Osamu en algo, fuera lo que fuera.
Por supuesto, el zorro restante también trajo dolores de cabeza. Se peleaban tan a menudo por él que acabaron descosiendo algunos costados en varias ocasiones. Sin mencionar los manotazos que se daban al otro para ser el ganador.
Además, durante cada noche que le tocaba a Osamu dormir con el Señor Murakami, Atsumu se escabullía para robárselo y ser quien pudiera abrazarse al peluche. La mayoría de las veces se levantaba temprano para devolverlo a los brazos de Osamu antes de que despertara.
Los ojos de Atsumu se llenaron de lágrimas, pero nunca dejó de sonreír con labios temblorosos. Trataba de imaginarse a su hermano menor aferrándose a aquel peluche contra su pecho, sintiéndose seguro porque se encontraba a su lado.
—Perdóname, Samu —dijo con la voz ya rota—. Debí dejarte dormir más tiempo con él. Debí permitirte que lo tuvieras todas las noches.
Atsumu se encontró hiperventilando sin darse cuenta. Su corazón latía fuerte y pesado, y su visión se tornaba borrosa mientras más segundos miraba a los ojos oscuros del zorro que actuaban como un espejo de su alma.
Estaba mirando su propio reflejo. De forma casi imperceptible, pero ahí estaban sus rasgos y esa mirada que se negaba a enfrentar. No estaba listo.
Se encontró enloqueciendo al darse cuenta de su error. Atsumu apartó al zorro de su campo de visión en cuanto pudo, y dio un salto para levantarse mientras se alejaba con la mano libre tironeando de sus mechones hasta que sintió las uñas clavándose en su cuero cabelludo.
—No —habló Atsumu entre los hipidos y erráticas respiraciones que lo ponían más nervioso—. No, no, no.
A los trompicones salió del cuarto de los trastos con la cola del zorro apretada entre sus garras. Atsumu ni siquiera se molestó en fingir que iba a su dormitorio, sino que atravesó el pasillo como un relámpago hasta que alcanzó la puerta que perteneció alguna vez a Osamu.
Girar el pomo tan rápido y meterse de lleno, mientras el olor de la humedad en su nariz era reemplazado por el perfume que compraba su gemelo, le alteró todavía más los sentidos al punto que sintió que podría enloquecer.
La cama estaba todavía desordenada de la última vez que Osamu durmió en ella. Nunca la tendía, porque lo consideraba una pérdida de tiempo considerando que volvería a dormir en la noche.
La ropa todavía colgaba de la silla del escritorio. La chaqueta del Inarizaki caía lánguida con una manga tocando el suelo, y el uniforme se encontraba planchado para ser usado el lunes siguiente.
Un lunes en el que nunca regresó.
Atsumu se cayó de rodillas sobre el duro y frío piso de mármol. Sus huesos se quejaron al instante, pero su cuerpo entero ya no podía reaccionar de la misma forma al dolor. No cuando sentía otro que le devoraba cada sistema y cada célula como un parásito carnívoro.
Se arrastró hasta la cama, en donde arrojó el zorro cuando descubrió un trozo de tela negra arrugado a los pies de la misma.
Era el jersey negro con el número once en su espalda. El uniforme del equipo de voleibol masculino de Inarizaki.
Atsumu pegó la nariz y los ojos recubiertos en lágrimas mientras intentaba percibir el perfume de Osamu en la tela. Su corazón sintió una efímera paz cuando descubrió que todavía no se desvaneció por completo.
Nunca se había quitado tan rápido su propia camiseta para ponerse la que perteneció a Osamu en otro momento. Perteneció.
Porque su hermano ya no estaba allí para reclamarle que tomaba sus cosas sin permiso.
Más de una vez Atsumu se había metido en aquel dormitorio para robar ropa a su hermano. Las usaba generalmente en citas. Nunca sintió nada extraño al ponerse algo de Osamu —era casi como vestirse con sus propias pertenencias. Todo lo que era de Osamu era suyo, y todo lo suyo era de Osamu.
Ahora era distinto. Era la primera vez que Atsumu sentía como si de verdad se pusiera algo que no le pertenecía ni lo haría jamás —pero qué bien se sentía la forma en que la tela se pegaba contra su piel como si fuera un incómodo abrazo de gemelos después de una ridícula pelea.
Podía fingir que era Osamu pasando sus anchos brazos alrededor de Atsumu. Ellos no se abrazaban seguido —no de esa forma cariñosa y llena de afecto, sino más bien eran abrazos cortos, fraternales, con algún golpecito incluido.
¿De cuántas cosas podía arrepentirse Atsumu antes de volverse loco?
Sus pies se movieron por sí solos hasta la cama. Se acomodó sobre el viejo colchón que tenía un hueco ligeramente más hundido sobre el costado en que Osamu siempre descansaba. Recargó la cabeza en la suave almohada de plumas. Arropó su propio cuerpo con las frías sábanas, y sus brazos cerraron contra su pecho al zorro de peluche que ahora descansaba sobre la impresión del número once sobre la tela.
Pensó que conciliar el sueño sería imposible. No podría hacerlo cuando había tanto de Osamu en el ambiente, pensando que sus sentidos no querrían perderse ni un segundo de embeberse de todo lo que quedaba de él.
Pero fue absolutamente lo contrario.
Atsumu cerró los ojos mientras se agazapaba más entre las sábanas con el perfume de su hermano. Y, aunque no dejó de derramar gruesas lágrimas que parecían no tener un fin, cayó presa del sueño con una paz que no sentía hace lo que percibía como una eternidad.
Atsumu abrió los ojos otra vez después de su primera pesadilla desde que Osamu murió.
O, al menos, la primera pesadilla que podía recordar con tanta lucidez.
Su corazón martilleaba violentamente en su pecho, y le hacía doler las costillas todavía heridas. Despertó empapado en su propio sudor, pero todavía oliendo al fantasma del perfume de Osamu sobre las sábanas que durmió quién sabía cuántas horas.
—Maldita sea —masculló Atsumu entre dientes tras sentarse de un golpe. La cabeza le dio vueltas—, esto es una completa y puta mierda.
Trató de calmar sus latidos y también a la errática respiración que sus pulmones se sentían presas, pero no fue capaz de conseguirlo. Atrajo las rodillas contra el pecho para hundir la cabeza entre ellas. Abatido.
En su sueño —era una pesadilla, en realidad, pero cualquier cosa que le permitiera ver la cara de Osamu otra vez era un sueño; no importa lo horrible que pudiera ser—, Osamu le llamaba desde el otro lado de un inmenso muro de cristal que los separaba.
Atsumu estaba lejos, y corría hasta él. Corría y corría, incluso si había agua en lugar de piso y le inundaban primero los tobillos, las rodillas, la cintura, hasta que acababa a la altura de su cuello cuando al fin alcanzaba el cristal.
Él llegaba hasta Osamu, pero resultaba ser que no estaba solo —todo Inarizaki le acompañaban a sus espaldas, y le miraban con grandes ojos escrutadores y brillantes como los de un zorro cazador a medianoche.
Atsumu golpeaba contra el cristal. Lo azotaba con sus puños hasta que le sangraban como esa vez que reventó el espejo del baño, con la diferencia de que este no se rompía.
Pero el agua seguía subiendo y subiendo, y le tapaban poco a poco la boca y la nariz para comenzar a hundirlo. Se ahogaba. Atsumu sentía los pulmones colapsados de agua que se teñía de rojo de repente, y le imposibilitaban ver a esa pared de cristal que lo separaba de su gemelo y sus amigos.
Entonces, Atsumu despertó.
—Es un sueño —Atsumu tragó saliva, y sonrió para calmarse—. Una pesadilla. Ellos están muertos. No es como si pudieras volver a perderlos...
Decidió que se despejaría con un vaso de refresco. No quería pensar en agua en ese momento, y deseaba algo que relajara sus sentidos. Atsumu enganchó al machacado zorro de peluche contra su brazo para disponerse a levantarse de la cama...
Pero sus pies tocaron una extraña sustancia.
Sus calcetines se empaparon de repente y sus pies sintieron gelidez.
Para cuando Atsumu miró abajo, se encontró con que el piso estaba lleno de una fina capa de agua que entraba desde las rendijas de la puerta.
Sintió que el cuerpo entero le temblaba y sus sentidos de supervivencia se activaban. No. Aquello no podía estar pasando de verdad...
No podía haber agua exactamente como en su sueño.
Atsumu no sería tragado por el agua y la sangre. Tenía que ser todo un error.
Posiblemente fuera una fuga en alguna parte de la casa o una falla general del edificio. Atsumu intentó convencerse de que escuchaba el eco del agua correr en alguna parte para calmar a todos sus nervios —y tuvo razón cuando abrió la puerta.
Había agua corriendo en alguna parte. Pero era peor de lo que esperaba.
—Esto tiene que ser una maldita broma...
Tanteó con cuidado para encender alguna luz, pero al parecer no había electricidad aquella noche. Ni siquiera supo en qué momento se hizo tan tarde; el silencio del edificio y el mundo sumado a las penumbras de la noche le indicaban que serían altas horas de la madrugada.
Y su casa estaba completamente inundada.
No había una sola superficie del suelo que no tuviera agua pulcra que corría bajo sus pies, aumentando su cantidad a medida que se alejaba del dormitorio de Osamu. Ya le estaban rozando el dobladillo de su pantalón de pijama.
Intentó guiarse del ruido de agua corriendo. Se escuchaba lejos, pero no lo suficientemente lejos como para creer que no era en su casa. Comprobó en los baños, pero ninguno de los dos tenía una fuga y sus grifos estaban perfectamente cerrados.
Debía estar en la cocina.
—Tranquilo, Tsumu —se dijo para calmarse; se dio cuenta demasiado tarde que estaba usando el apodo que Osamu usaba para él—. Es solo una fuga. Cerraste mal el grifo de la cocina porque eres un idiota. O la garrafa de agua. No es nada anormal.
Pero por supuesto que tampoco era normal todo aquello. El agua en los edificios venía de un tanque, y si llevaba abierta desde la siesta en que Atsumu cayó dormido ya debería haberse agotado.
Su apartamento parecía un verdadero riachuelo.
Atsumu se movió en medio de la oscuridad. Las campanadas en la lejanía le indicaron que apenas estaría marcando la medianoche —aquello tampoco le hacía sentir muy tranquilo.
El agua en la sala le alcanzaba hasta los tobillos.
Su corazón podría haber explotado en ese momento.
—Dioses —masculló Atsumu entre dientes, indignado—. ¡Estoy harto de toda esta mierd-...!
En algún instante en medio de su furia, su pie trastabilló a causa del agua y el calcetín empapado. Atsumu iba a darse de bruces contra el agua, por lo que se sujetó de lo primero que encontró a mano para mantener el equilibrio.
Era un pedazo de tela. Tiró de ella y cayeron juntos hasta el inmenso charco de agua que había empezado a correr con más furia.
El dolor zumbó desde su coxis por el resto del cuerpo. Todavía no se encontraba en sus máximas capacidades, y es que sus huesos no acababan de sanar del golpe que provocó el accidente.
Masculló por el suplicio que pasaba su cuerpo en ese momento. Se arrojó directamente al agua para apoyar la espalda en el suelo; resignado, harto, sin importarle que empapó su cabello y el jersey de Osamu.
El zorro de peluche también estaba salpicado de agua. Pero con la mugre que cargaba encima —años de manos apelmazadas y sucias de los gemelos apretándolo contra sus cuerpos, jugando con él en la tierra, y también el paso del tiempo que añejó la tela— no le vendría nada malo.
Luego de un momento de derrota y tras volver a sentarse, ahora chorreando agua, Atsumu se preguntó de qué diablos se había sujetado. Tal vez fuera una cortina...
Pero el cristal al otro lado de la tela no había sido una ventana.
Era el espejo de la sala.
Atsumu entró en pánico. Había tapado aquel espejo incluso cuando Hana todavía estaba en casa, y tuvo la decencia de no destaparlo —no quería enfrentarse a ninguna superficie que reflejara en lo que sea que Atsumu se estaba convirtiendo.
No quería conocer lo que sería después de Osamu.
Pero cuando sus ojos se ajustaron a la oscuridad, Atsumu no pudo evitar sentirse atraído por la silueta que le devolvía la mirada al otro lado del espejo. A medida que pudo observar mejor, fue notando más y más cosas que no sabía que estaban allí.
Sus ojos lucían fríos y agotados, inyectados en sangre y revestidos por bolsas violáceas de piel. Una punzante cicatriz, con la sutura ya extirpada, le cruzaba la mejilla izquierda a lo largo de, al menos, ocho centímetros.
Ya no había cabello rubio más que un par de puntas decoloradas que morían bajo cascadas de hebras azabaches. Atsumu no recordaba la última vez que llevó el pelo negro.
Hipnóticamente reptó hacia el espejo. Sus ojos no podían dejar de mirar embelesado a la figura demacrada al otro lado, pero no era por lamentarse en lo que se había convertido.
Era porque, cada vez que la miraba más de cerca, casi podía ver a Osamu en aquellos rasgos.
Él sabía que los dos eran iguales más que por unas leves diferencias. Eran gemelos. Obviamente.
Fueron gemelos.
Pero en la penumbra de la medianoche y con un corazón roto que se desesperaba por encontrar algún pegamento que lo dejara como antes —aunque nunca volvería a estar como antes; nada que se rompiera tan catastróficamente volvía a ser lo mismo, incluso si pegaba las partes—, le era casi imposible encontrar diferencias entre el chico que le miraba a través del espejo y el que ahora descansaba eternamente.
—¿Samu? —preguntó Atsumu poniéndose de pie—. Samu, ¿puedes verme? En donde sea que ahora estés... solo quiero saber que estás y no que dejaste de existir en todos los confines del universo...
No obtuvo respuesta. Por muy oscuro que estuviera y por mucho que pudiera confundirse, el que estaba al otro lado del espejo seguía siendo Atsumu; y no solo Atsumu.
Era el Atsumu roto, cansado, descuidado.
Osamu no estaba en ningún confín del universo. Por supuesto que no.
La única manera de que Osamu no viniera a dejarle una señal en su momento de mayor vulnerabilidad era que de verdad no existiera más. Ni en carne, ni en espíritu, ni en memoria, ni en polvo de estrellas o lo que sea en se convertían los muertos.
Samu de verdad ya no estaba.
Atsumu sintió que el nudo en la garganta de verdad ya no le dejaría respirar. Tembló sobre su propio eje, y ya no supo si el agua era de las gotas que escurrían por su ahora oscuro pelo o por las lágrimas salidas que ya no era capaz de contener como si fuera un niño pequeño, solitario y asustado.
—S-Samu, perdóname —Atsumu se tragó la amargura, pero el nudo se lo estaba imposibilitando—. Perdóname por todas las cosas que no hice. Perdóname por no poder recordar lo que ocurrió...
La mancha negra en su cabeza acerca del fatídico día comenzaba a desesperarle cada vez más. Atsumu necesitaba recordar lo que ocurrió.
¿Por qué mierda no podía recordar?
¿Por qué le habían arrancado la última imagen de su hermano estando vivo?
—Perdóname por ser el que está aquí, ahora —continuó—. Samu, te juro que... te juro que si pudiera... si yo pudiera decirte una última cosa... sería que...
Las palabras se atoraron en su garganta tras soltar un grito ahogado, pero no lo fueron por los nervios.
El espejo comenzó a centellear como si tuviera luz y vida propia.
Eso era todo. Atsumu estaba al borde de enloquecer. O esto era otra pesadilla.
Por muy real que pudiera sentirse. El frío del agua entre sus pies, su corazón palpitando, las lágrimas en sus mejillas...
Y también el nuevo reflejo que le devolvió la mirada al otro lado de la superficie del espejo.
Atsumu se quedó anonadado. Se frotó los ojos con la mano que no apretaba el zorro de peluche contra el pecho, pero nada cambió.
—¿Samu?
Eso fue todo lo que su ya rota voz le permitió murmurar. Porque, al otro lado del espejo, la imagen de Osamu le observaba: silencioso, impasible, fugaz.
Pero no podía estar equivocándose. ¡Era de verdad Osamu!
Los mismos ojos grises y cansados, el cabello plateado —del cual corría un hilillo de sangre desde la frente— que se partía en el lado opuesto del suyo. Como si siempre hubieran sido el espejo del otro.
Atsumu se acercó. Estaban vestidos iguales con el mismo jersey del número once —y aquello fue la primera pauta que solo podía estarse imaginando esa locura.
Solo existía un jersey con el número once de Inarizaki. Y lo estaba usando Atsumu. Y era el que estaba vivo de los dos, por mucho que esa afirmación podría pesarle.
—Samu —repitió con voz trémula—. Samu, ¿en serio eres tú?
Osamu no le respondió con palabras, pero sí parpadeó para demostrar que no era solo un espejismo. Levantó sus largos dedos y los apoyó del otro lado del cristal.
Casi invitando a Atsumu a que apoyara la mano contra la superficie. Era lo más cerca que estarían de tocarse...
No.
Atsumu detuvo la mano a medio camino. Aquello era una demencia. El espejo no estaba brillando, Osamu no estaba al otro lado, y seguramente cuando descubriera la verdad de que solo era su imaginación distorsionando la verdadera imagen acabaría destrozando el cristal con sus propios puños. Quizá ni siquiera toda el agua a sus pies era de verdad.
Pero se veía tan real...
Atsumu volvió a estirar los dedos con nudillos y moratones cicatrizando. Su mirada no podía enfocarse en nada más que la imagen de Osamu con sangre en su cabeza. Seguía siendo su hermano, por muy real o irreal que pudiera ser.
¿Qué importaba si era una fantasía?
A Atsumu no le hubiera importado trasladarse a otro mundo si eso significaba estar otra vez con él.
¿Significaba eso que quería, tal vez, morir a su lado? Podía ser una posibilidad.
Ya no le importaba la locura que alcanzara su cabeza. Tomaría cada fantasía mientras pudiera, y la guardaría en su corazón para sobrevivir un día más.
Levantó primero la yema de un dedo, luego la otra, y le siguieron las demás...
La superficie del cristal estaba ardiendo. Como si la misma luz la calentara o como si fuera el contenedor para una estrella que no dejaba de refulgir. Su mano encontró el camino que trazaba la de Osamu, y la depositó poco a poco para que sus dedos coincidieran con los del otro.
Atsumu sonrió. Sonrió de verdad. Por primera vez desde que despertó en el hospital. Sintió calor en medio de sus rincones fríos y deshabitados.
Pero no todo lo que brillaba podía ser oro, ¿cierto?
Los monstruos de los abismos marinos brillaban para atraer a sus presas en medio de la oscuridad. Y tal vez Atsumu acababa de pisar su propia trampa.
Porque cuando quiso encontrar otra vez los ojos grises de Osamu ya no tuvo la oportunidad.
Ya no podía ver a Osamu debido a que el brillo del cristal era demasiado enceguecedor.
Sintió como si todo su cuerpo comenzara a desintegrarse mientras el espejo aumentaba más y más su temperatura. Pero no podía despegar la piel de la superficie. La casa entera temblaba junto al rugido del agua que ya no parecía un riachuelo sino un océano enfurecido.
Atsumu no tuvo idea de qué diablos estaba pasando, pero poco a poco todo a su alrededor empezaba a girar hasta fundirse en completa oscuridad.
Quizás estaba realmente volviéndose loco, pero estaba seguro que el espejo dejó de ser sólido y se lo engulló entero para hacerlo caer a través de un túnel frío, muy frío y que parecía no tener ningún fin.
Y, así como así, Atsumu Miya desapareció a través de un viejo espejo de su casa.
Bueno, gente... ahora SÍ empieza oficialmente la aventura :'D
No es ninguna sorpresa de que Atsumu sería tragado por un espejo. Digo, está en la sinopsis (?) este fic tiene fantasía, obviamente (?) así que espero no les moleste este toque de magia, y aunque ahora parezca no tener sentido, tiene "algo" de lógica en mi cabeza, pero eso se explicará más adelante sfjbdsj
AHHHHHH qué pasará en cuanto Atsumu aterrice en la nueva realidad? Qué se va a encontrar allí? Va a ser exactamente igual a lo que debió ser su vida, o habrá cosas diferentes? Mmmmm
Abro espacio de teorías por acá --->
Pequeños detalles que quizá no se noten en la narración: en la mitología japonesa, los portales a "otros mundos" suelen estar rodeados de agua. Para ellos el agua es muy importante.
Además, Atsumu hace en alguna parte una pequeña referencia que tiene mucha relación con el título de la historia. Y dentro de un capítulo o dos, veremos de qué va la palabra Kintsugi ;u; pero pueden googlear para hacerse algunas ideas
Perdón por no haber actualizado ayer, pero tenía mucha cosa ;;; como digo, a veces serán los viernes, otras veces los sábados (? dependerá mucho del día
Otro fanart hermoso hecho por @DaiDrws en la multimedia ;; ♥️por favor, vayan a twitter a darle amor porque hace muchas cosas muy hermosas. Algún día le voy a comisionar más fanarts para este fic, porque es increíble lo bien que capta lo que quise transmitir. No pongo link de la canción por poner el fanart, pero pueden buscarla así en YouTube y Spotify
Muchísimas gracias a quienes se pasaron a leer este fic pese al angst T.T ♥️ les juro que no todo es tragedia... Y PRONTO VUELVE SAKUSAAAAA
El martes empieza la KuroYaku Week, y voy a participar ;;o;; deseenme suerte, porque tendré que actualizar eso, el fic BokuAka, y también este fic. Blues más muerta que todo Inarizaki (?)
Nos vemos la otra semana! Besitos ♥️
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