Capítulo 1

Prométeme esto,

que si me pierdo a mí mismo,

no me vas a llorar ni un solo día

Neon Gravestones — Twenty One Pilots

Era una mañana de miércoles lluvioso cuando el último miembro del equipo de voleibol masculino de Inarizaki fue dado de alta del hospital.

Atsumu apenas era capaz de recordar su nombre y retener unas cuantas palabras durante meros segundos. Una retahíla de extraños nombres, del cual solo reconoció al famoso paracetamol —y entre los otros, estaba la quetiapina, nefersil, clonazepam para el dolor emocional, tramadol en gotas, omeprazol para proteger... algo que no era capaz de escuchar— desfilaban a través de su oído y salían por el otro; no se quedaban en su mente por mucho tiempo.

Escuchaba voces lejanas hablando. Una de ellas era su madre, y la otra era la de un hombre. No estaba muy seguro de quién podría tratarse, pero creía tener el recuerdo de que alguien más, tal vez una mujer de uniforme blanco, le llamaba doctor.

¿Un doctor? ¿Estaba acaso en un hospital?

¿Qué les había ocurrido?

Atsumu buscaba señales a su alrededor que le indicaran qué diablos ocurría. Todo era muy blanco, tétrico y borroso. Olía como al tipo de desinfectante que siempre les hacía picar la nariz y estornudar como locos.

Arrugó el entrecejo, pensando. ¿Les?

¿A él y a quién más?

Intentó moverse, pero sus miembros no respondían. Quiso levantarse, y en el intento sintió que la silla se mecía ligeramente sobre sí misma.

Era una silla de ruedas.

—¡Atsumu! —gruñó su madre mientras se lanzaba hacia él para detenerlo de intentar levantarse—. ¡Ya te dije que te quedes quieto!

¿Lo había hecho? Atsumu no podía recordarlo. De hecho, ya se había olvidado de las palabras raras que su madre y ese hombre estuvieron discutiendo solo segundos atrás.

—Por favor, téngale paciencia —dijo el hombre que se suponía era el doctor; Atsumu ni siquiera podía detectar el color de su cabello, o si acaso lo tenía—. Trae demasiada medicación encima, y si se la quitamos estará gritando del dolor.

—M-... hhh-... —Atsumu se removió en la incómoda silla para zafar del agarre de su madre. Solo era capaz de ver su oscura y corta caballera demasiado cerca de su borrosa visión—. Y-...

Su madre resopló otra vez. Puede que Atsumu tuviera la cabeza como una licuadora en ese momento, y que no pudiera pensar con claridad o siquiera recordar por qué pensaba en plural todo el tiempo, pero ese sonido le despertó cientos de chispazos en su memoria.

Era el sonido que hacía su madre cuando realizaban una travesura.

Pero a su madre, la gran y temeraria Hana Miya, la dueña de una importante firma de abogados, no parecía interesarle lo que un doctor tuviera para decir.

Mucho menos parecían hacerle algún efecto los balbuceos llenos de baba de su hijo en una silla de ruedas. Atsumu quería luchar contra su propio cuerpo, que no se sentía en absoluto como si le perteneciera, y ser capaz de levantarse para que pudieran salir de allí cuanto antes.

¿Quiénes tenían que salir de allí?

Un único nombre atravesó su adormecida mente. El corazón le latió más rápido —como si supiera que no podía vivir sin escucharlo todos los días. Como una prueba de que ese nombre encajaba en sus labios, así como el suyo pertenecía en la boca de alguien más.

Osamu.

—S-... Samu —balbuceó Atsumu; su cabeza era demasiado pesada para mantenerla en su lugar, y había empezado a temblar de frío—. ¿Osamu?

Esperó escuchar una tercera voz. No estaba muy seguro de qué esperaba escuchar, pero su cuerpo entero sabía que alguien respondería siempre a ese llamado.

Vio a través de su neblina mental a la figura de su madre. Hana había dejado de intentar forcejear con él, pero ahora sentía más presión sobre sus muslos. Uñas de acrílico clavándose sobre las vendas que ardían contra su piel.

—Atsumu —dijo ella con voz de ultratumba—. No me hagas esto. Ya lo discutimos ayer. Y anteayer. ¡Y el maldito día anterior a ese! ¡Ya deja de jugar!

El doctor salió disparado hacia ellos dos. Trató de sujetar a su madre por el hombro, pero ella perdió los estribos por completo y le asestó un manotazo que asustó a todas las enfermeras atravesando el pasillo.

—Señora, le pido por favor que se calme... —prosiguió el doctor ya mucho más desesperado—. Ha recibido una contusión tan fuerte que puede tener micro-episodios de amnesia...

—¡Ya cállate, Atsumu! —vociferó Hana; y su voz ya no se oía decepcionada por una travesura doble, sino que era un volcán haciendo erupción en medio del océano—. ¡Deja de decir su nombre! ¡Cállate de una vez!

Su madre trató de agarrarle del cabello; y lo habría conseguido si no fuera por el doctor gritando a unas enfermeras que le ayudaran a sujetarla. Atsumu, que rara vez tenía miedo en su vida, sintió un fogonazo de terror —como aquella única vez que vieron a Hana alterada luego de que rompieran un viejo adorno de su bisabuela, y les abofeteó a cada uno en la mejilla tan fuerte que, luego del llanto desconsolado, compitieron para ver a quién le duraba más tiempo la marca.

Samu, ¿habías ganado tú?

Atsumu no podía recordar quién tuvo la marca de la bofetada más fuerte. Ni siquiera podía recordar cómo se veía el rostro de Samu con la marca roja de la mano de su madre.

O cómo lucía el rostro de Osamu en absoluto.

Pero no necesitaba de todas esas memorias para que pudiera comprenderlo.

Osamu ya no estaba. No había respondido a su llamado. No lo respondería.

Y la única razón de que Osamu no le respondiera en un momento donde Atsumu se sentía tan débil... solo podía significar que su gemelo ya no era capaz de escucharlo.

Atsumu comenzó a recuperar el raciocinio con el correr de las horas. Pero antes, pasó por varias situaciones que hubiera deseado ahorrarse.

Su madre, ya más calmada, pidió un taxi que les llevara hasta el apartamento donde vivían los tres. Nadie dijo nada en el camino. El conductor trató de hacer algunas bromas para aligerar el ambiente, pero Hana, siempre tan directa y sin pelos en la lengua, le pidió que se limitara a hacer su trabajo.

El hombre les ayudó a bajar con un pequeño bolso que Atsumu ni siquiera recordaba tener, y también a que se sentara sobre la silla de ruedas. Hubiera deseado tener las fuerzas para negarse, pero el mismo viaje en coche le mareó tanto que deseó haber podido vomitar si tuviera algo en el estómago.

Una pareja les esperaba en la entrada. Eran los vecinos —una muchacha con los ojos llenos de lágrimas y que debía de tener poco más de treinta años, y un señor al menos diez años mayor que ella que la sujetaba por los hombros. Atsumu creía recordar algo que escuchó en otra ocasión; una vida pasada, tal vez.

—Feliz cumpleaños —le dijo a la mujer con la voz rasposa y seca, e intentó sonreír, pero su rostro estaba tan hinchado que empezaba a doler—. Feliz... cumpleaños.

La vecina, de la cual no podía recordar su nombre, sollozó de nuevo contra el pañuelo. Atsumu sintió una punzada en el pecho; no quería verla llorar. Nunca fue esa su intención, pero su madre no parecía creerle. Le tironeó de un mechón de cabello a la altura de la nuca.

Un cumpleaños. Recordaba a Osamu prometiendo cocinar algo por el cumpleaños de la vecina. No entendía por qué era malo recordarlo, o por qué su madre le estaba haciendo ese daño por mencionar algo inocente.

—Lamentamos mucho lo ocurrido, Miya-san —dijo el vecino hacia su madre; continuaba frotando los brazos de su sollozante esposa—. Estamos a disposición, tanto tuya como de Atsumu-kun, para lo que ustedes necesiten.

Hana dio un pequeño y cortés asentimiento. El vecino se ofreció a cargar con la silla de Atsumu, pero su madre se negó con vehemencia, y avanzó taconeando por el piso de mármol hacia el elevador.

Atsumu quería detenerla. Él deseaba hablar más tiempo con sus vecinos. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué nadie quería explicarle?

¿Por qué su madre no podía mirarle a los ojos, y solo se limitaba a agredirle como si fuera su culpa que el ambiente se sintiera tan sombrío y siniestro?

El viaje en elevador fue silencioso y molesto. No era algo a lo que estuviera acostumbrado. Por lo general, aquel camino solía venir acompañado de risotadas y golpes cariñosos —no de miradas gélidas a través del espejo y palabras ácidas.

—El homenaje será en dos días. La escuela no quería hacerlo sin ti —declaró Hana; se estaba acomodando su corto cabello mirándose al espejo—. Espero que no vayas a hacer una escena, Atsumu.

Una escena. Algo en el pecho de Atsumu comenzó a teñirse de negro, como una masa densa y espesa, como la brea, que se expandía y comenzaba a ahogar todos sus órganos vitales.

No era capaz de levantar la mirada de su mano magullada; llena de cortes, moretones que comenzaban a teñirse de amarillo, uñas rotas. La otra no podía verla ya que iba enyesada y sujetada por un cabestrillo que atravesaba todo su hombro izquierdo y el brazo.

La verdad era que Atsumu no podía mirarse al espejo ni siquiera por medio segundo. Viajar en elevador se volvía una tortura por ello. No era capaz de hacerlo. Su cerebro seguía sintiéndose como pulpa que no tenía la capacidad de pensar con claridad, no todavía. No tenía idea de si podría hacerlo otra vez.

Sabía que su pelo perdería pronto el color amarillo y se volvería un amasijo desprolijo de raíces negras, y también que tenía una enorme cicatriz sin sanar en medio de la mejilla izquierda.  No tenía dudas de que le acompañarían algunas ojeras.

Y eso era todo. Atsumu no tenía más interés en ver aquel rostro al otro lado de un espejo nunca más.

—Tendrás que acercarte a dar el pésame —continuó su madre; sus ojos todavía no buscaban los irises sin brillo de Atsumu—. A los padres de Suna, más que nada... y a la abuela de Kita Shinsuke. Tuvieron que internarla de urgencias porque se descompensó.

Atsumu fingía no estar prestándole atención.

Puede que estuviera en negación. No quería escucharlo. Si no lo escuchaba, podía seguir pensando que en realidad acababa de despertar de una pesadilla.

Los pensamientos flotaban a través de su machada mente, pero Atsumu no lograba hilarlos con claridad. Él no podía recordar lo que ocurrió; no tenía idea de qué pasó antes de despertarse esa mañana en el hospital.

¿Por qué todos actuaban como si aquella aberración fuera cierta?

¿Existían las posibilidades de que solo fuera una broma?

A su madre nunca le gustaron las bromas. Ese era su padre; y, por mucho que Atsumu tuviera todas sus memorias entrecruzadas en ese momento, recordaba que llevaba más de una década sin ver a aquel hombre que tanto les quería.

Es una pesadilla, se dijo a sí mismo. Por algo no puedes pensar coherentemente.

Por algo no era capaz de pensar en nada más que su nombre de forma desesperada. Como una que aumenta su velocidad con la marea para romper contra las rocas de la costa.

El elevador anunció que estaban ya en el piso número nueve. Su madre manipuló la silla de ruedas, sin mucho cuidado, y le condujo a través del oscuro pasillo hacia el apartamento del fondo. Atsumu escuchó el repiqueteo de llaves en su bolso antes de que se insertaran sobre la cerradura. Su mente giró todavía más junto con las llaves que abrían una puerta que ya nunca más sería capaz de cerrar.

El frío que recorrió sus huesos al atravesar el apartamento fue algo que Atsumu jamás había sentido.

—No vayas a tocar ninguna de sus cosas ni mover nada de lugar —gruñó Hana mientras se adentraban al solitario apartamento—. No tienes derecho.

El corazón de Atsumu se encogió. ¿Por qué no tenía derecho?

¿Por qué no podía ir en busca de la otra mitad que le faltaba? ¿Esa que le arrancaron de su carne todavía viva, de su corazón aun palpitante?

Su madre resopló ante su silencio. No debía estar acostumbrada a sentir la casa con tanta soledad merodeando entre sus paredes.

—Te traeré agua —dijo ella de mala gana—. Necesitas hidratarte. Quédate quieto.

Como, si acaso, Atsumu pudiera moverse. En aquel estado era prácticamente un vegetal.

Hana le dejó allí, en medio de la sala, mientras sus tacones de charol repiqueteaban sobre el parqué.

Atsumu no era capaz de oler nada en ese estado, pero sabía que algo no andaba bien. La casa nunca olía tan fría y solitaria; por lo general, algo siempre estaba horneándose en la cocina, y la música ochentera sonaba de manera tenue como si ya fuera parte del mismo ambiente.

Ahora, solo podía escuchar a su madre sollozando en soledad. Lejos de Atsumu. Lejos de todo.

Algo estaba de verdad muy mal. Esa no podía ser su casa.

Así como él mismo no podía ser Atsumu Miya. No lo era, ¿verdad? No podía concebir aquella realidad en la que parecía encontrarse atrapado.

Porque no podía existir un mundo en donde Atsumu existiera sin Osamu.

Osamu. Él debería estar horneando un pan de banana que Atsumu se robaría estando todavía caliente, y se reiría de él cuando le diera indigestión. Era él quien pondría esa música tan vieja y aburrida, y discutiría con Atsumu para ver quién se apoderaba antes del parlante portátil.

Atsumu sintió mucho frío de repente. Necesitaba un abrigo. ¿En dónde estaba su chaqueta del Inarizaki? Buscó desesperadamente por ese trozo viejo de tela roja. Tal vez la perdió por ahí... siempre lo hacía, y Osamu siempre la encontraba antes que él...

Pero, en el fondo de su machacada cabeza y de su roto corazón, Atsumu conocía la verdad. La chaqueta no estaba allí, y tampoco Osamu estaba a la vista para salir a buscarla.

Encontrar las cosas siempre era el trabajo de Osamu.

Atsumu se encargaría de perderlas, y eso estaba bien.

Esa era su manera de complementarse el uno al otro.

Intentó llorar, pero todas las drogas recorriendo sus venas se lo impedían. Trató de respirar con más fuerza para no sentir que se ahogaba, pero tampoco fue posible hacer eso.

No tuvo más opción que llorar en un débil silencio, débil y acurrucado en una silla de ruedas, con el cuerpo y el alma destruidos en tantos pedazos que no tenía idea de dónde comenzar a buscarlos por sí mismo.

Fatal accidente entre buses deja un saldo de cuarenta y tres muertos en la ruta de entrada hacia Hyogo.

Al menos eso decían las noticias.

Atsumu ya no tenía un teléfono móvil, así que no tuvo más remedio que esperar a que la tableta cargara unos minutos la batería para poder utilizarla. Ni siquiera necesitó buscar demasiado. Los periódicos no dejaban de hablar del trágico episodio que costó la vida de todo el equipo de voleibol masculino de la Academia Inarizaki.

La garganta se le cerró cuando leyó el nombre de su escuela. Si había esperanzas de que todo fuera una pesadilla, estas eran cada vez más aplastadas que la poca cordura que le quedaba a Atsumu.

No era capaz de reaccionar. Sus ojos zumbaban de artículo en artículo, pero no era capaz de leer ni una sola palabra de lo que decían. Solo veía letras que se mezclaban en su mente, y fotografías que parecían pertenecer a una vida paralela a aquella.

Atsumu estampó la tableta contra una pared de su habitación. Creyó que escuchar el cristal haciéndose añicos le traería un poco de satisfacción —tal vez si veía algo más roto que él, entonces se sentiría menos miserable—, pero lo único que consiguió fue que su madre llegara corriendo, agitada, hasta la puerta.

—¡Atsumu! —exclamó ella con la voz nerviosa—. ¿Qué ha pas-...?

No tardó en darse cuenta de lo que ocurría. Todo el nerviosismo se esfumó cuando descubrió que solo era Atsumu siendo Atsumu —un mocoso que no sabía controlar sus emociones y reaccionaba violentamente para canalizar toda la ira corroyéndole las venas.

Ella se irguió. Su mueca se endureció.

—¿Estás feliz con lo que haces? —preguntó Hana—. ¿Crees que él estaría feliz viéndote en ese estado?

—Da igual, ¿no? —Atsumu sintió que una risa brotaba desde su vacío pecho—. No está aquí para decirme nada.

El dolor atravesó los ojos de su madre, junto con una pizca de odio y rabia. Tal vez Atsumu fue demasiado lejos, pero se encontraba demasiado agotado mental, emocional y físicamente como para preocuparse por alguien más.

Las únicas personas que alguna vez le importaron ya no estaban.

La persona que más le importaba ya no se encontraba allí a su lado.

Su madre quiso obligarle a tomar otra dosis de píldoras, pero Atsumu se negó por completo. Posiblemente lo hacía para enviarlo a dormir, y hacerlo callarse de sus lamentos que no parecían tener fin, más no intentó convencerlo de nuevo.

Ella apagó la luz otra vez, pero sentía sus oscuros ojos observándole desde el marco.

—A ver si puedes dormir así, entonces.

El cuerpo entero de Atsumu ardió de dolor en cuanto los efectos de las primeras píldoras del día desaparecieron del todo.

Fractura de hombro y de brazo, con un nervio tocado. Tres puntos de sutura en la frente. Infinidad de magulladuras y cortes por todo el cuerpo. El labio inferior casi destruido. Cuatro costillas rotas, y debía agradecer que no le hubieran perforado un pulmón. Además, estaba el hecho de que la última vez que trató de verse al espejo acabó dándole al cristal con su brazo sano.

La última vez que intentó verse al espejo acabó dándole un puñetazo con su brazo sano al cristal que se encontraba en el baño. Su madre lo encontró con el puño ensangrentado y cubierto de las esquirlas del vidrio sobre la piel. Todavía llevaba una pequeña venda. Ya comenzaba a sanar, pero Atsumu nunca lo haría.

¿Agradecer? Quería reírse con amargura cuando lo escuchó de su madre.

Bien podría haber agradecido que lo hicieran. Que le perforasen ambos pulmones, y también el corazón; que le hubieran asesinado con la misma rapidez, en lugar de darle esa muerte en vida que no tenía idea de a dónde le llevaría.

Osamu estaba muerto. Suna estaba muerto. Kita estaba muerto. Aran estaba muerto. Omimi, Akagi, Rinseki, Ginjima estaban muertos.

Atsumu estaba muerto.

Así como así, todos ellos fueron borrados del mapa de un segundo para otro. En un instante reían a carcajadas como equipo, y ahora Atsumu debía lanzarlos a un hueco de tierra adentro de un ataúd.

Quería recrear los hechos de aquel fatídico día, pero no era capaz de recordar más allá del sudor recorriendo su cuerpo tras ganar contra esa escuela que practicaron el viernes —¿cómo era que se llamaba, por cierto?— y su alardeo de ser el mejor armador que Inarizaki podría tener.

A partir de ahí, su mente solo era una masa tan negra como lo que inundaba su pecho y le asfixiaba desde adentro.

Pensar en ello se sentía irreal. Atsumu todavía no podía asimilarlo; todavía esperaba que la puerta se abriera de par en par para revelar la desordenada cabellera gris de Osamu. Le preguntaría si quería salmón recién horneado, y cuando le respondiera que sí, su gemelo le diría que era una pena porque se lo comió todo él solo.

Los ojos de Atsumu querían llorar, pero no estaba seguro de que su cuerpo tuviera algún líquido que no fuera ese alquitrán negro que lo envenenaba. Ni siquiera estaba seguro de tener todavía sangre y un corazón bombeando oxígeno en el pecho.

Sin embargo, allí estaba. Sentía el tamborileo debajo del cabestrillo, debajo de su ropa, de su piel herida y de sus músculos endurecidos.

Todavía estaba vivo. Recordaba a una enfermera diciéndolo cuando le acercó el frío estetoscopio contra el pecho.

Atsumu no quería estar vivo.

No se suponía que estar vivo se sintiera de una manera tan agónica, y dolorosa, y surreal.

Además, no podía estar vivo. Los humanos no vivían mucho tiempo si les arrancaban un órgano por la fuerza con garras invisibles que lo destruyeron todo a su paso.

No tenía nada más para ser destruido.

Atsumu, ilusamente, pensó que tenía en la vida muchas cosas. Que las merecía absolutamente todas, e incluso mucho más.

Se daba cuenta que la verdad era que no tenía mucho. Y lo poco que tenía, no volvería nunca más.

No tenía nada. No podía encontrar un reemplazo. No existía.

Osamu estaba muerto. Suna estaba muerto. Kita estaba muerto. Aran estaba muerto. Omimi, Akagi, Rinseki, Ginjima estaban muertos.

Atsumu estaba muerto.

Solo que no de la misma forma que los demás.

Y la muerte que él experimentaba era la más dolorosa de todas.

El acto conmemorativo en Inarizaki le trajo sin dormir desde la noche anterior. No era como si Atsumu estuviera conciliando mucho el sueño si no fuera por el abuso de su medicamento para dormir, pero estaba seguro que ni siquiera la medicina podría noquearle para lo que seguiría en la siguiente mañana.

Su madre prácticamente se hizo cargo de preparar su mejor traje, y también fue la que le ayudó a vestirse —de mala gana, pero lo hizo— por más de que insultara a Atsumu cuando apretó los dientes a causa del dolor en el brazo.

—Procura no quejarte demasiado, agradece que estás aquí —dijo ella; y casi podía sentir desdén en su voz al pronunciarlo—. Acércate que te voy a tapar esos moratones, Atsumu.

Él bufó al escucharla. No tenía idea de en qué lugares los tenía, ya que se negaba a mirarse en el espejo —pero podía deducirlo por el dolor. Además, ¿de qué diablos serviría ocultar las heridas por todo su cuerpo?

No es como si la gente estuviera esperando ver a un Atsumu Miya en perfectas condiciones. A esa altura, ya todos debían saber lo que ocurrió, y cómo era el único sobreviviente de un catastrófico accidente.

Accidente.

La sola palabra hacía que le subiera la bilis a través del esófago y le quemara la garganta. No era capaz de pensar en ella sin sentir que el mundo se venía abajo, pero eso era absurdo.

Todo su mundo ya estaba venido abajo. Roto a sus pies. Atsumu estaba demasiado herido y cansado como para arrodillarse a recoger los pedazos de un mundo que ya no le interesaba en absoluto.

El mundo sin Osamu no tenía ninguna clase de sentido. ¿Acaso reparar lo roto traería a su hermano de regreso?

La habitación vacía al lado de la suya todavía se sentía como un chiste de mal gusto. Atsumu se negaba a creérselo, y su madre también fingía como si nada ocurriera; con su vestido blanco elegante a juego con el moño en el que acomodaba su cabello. Todo en ella se veía pulcro, a diferencia del malherido Atsumu que parecía cada vez más abatido.

Tal vez esa era la forma en que su madre y él intentaban sobrevivir. Si fingían que Samu seguía allí... si olvidaban por un segundo su ausencia...

Atsumu aguantó la respiración un momento. Cuando su padre murió hacía todos esos años, en la casa hubo una especie de regla no escrita acerca de no hablar de él. Obviaron su existencia, y todos siguieron con sus vidas como si no acabaran de perder al hombre que unía a los gemelos con su progenitora.

Osamu y Atsumu solían esconderse en el ático de la casa para ver las viejas fotografías que su madre hizo guardar dentro de una caja mohosa. Los dos intentaban adivinar el contexto de la imagen en donde salía su padre, o su padre y su madre, muchísimo más jóvenes y felices de lo que ellos recordaban.

¿Era ese el destino que le esperaba a la memoria de su hermano? ¿Ser una fotografía en una vieja caja llena de polvo para ser apreciada a escondidas...?

Creyó que el camino hacia la Academia Inarizaki le rompería el corazón, pero ya nada podía lastimar a Atsumu. Eso era de lo que se convenció tras poner un pie de regreso entre esas cuatro paredes que le vieron crecer.

Que le vieron ser feliz. Ser felices.

—Cambia esa cara —masculló Hana entre dientes, una vez que los ojos de Atsumu empezaron a zumbar entre la marea de personas de luto que se arremolinaban en cada rincón—. Los Miya no andan dando lástima.

Atsumu tragó saliva, y también se tragó las amargas palabras y sentimientos que pensaba. Ni siquiera estaba seguro de qué sentía realmente.

Acompañó a su madre pisándole los telones hasta la cancha donde la ceremonia daría inicio. Sintió las curiosas y lastimeras miradas que sus compañeros le dedicaban al verle pasar cabizbajo.

«¿Ese es Atsumu Miya? ¡Pobrecito!» escuchó que decían en susurros. «Ni siquiera luce como él. Te estarás confundiendo de persona».

Mordió su propia mejilla hasta que el sabor de la sangre le inundó toda la boca. Quería callar a todos esos cerdos chismosos y chillones —quería escupir en sus caras que , seguía siendo Atsumu. Que lamentablemente todavía era Atsumu Miya, y no un pedazo de carne pudriéndose bajo tierra junto a los demás.

Atsumu debería estar bajo tierra junto a su equipo. Junto a su hermano.

Apretó el puño de su brazo sano, y contó hasta diez para calmar su respiración. Se enfocó en el taconeo de Hana mientras cruzaban las grandes puertas de roble de la cancha, y cuando Atsumu pensó que podría sentirse estable durante aquel día...

Su corazón se hundió más hondo en su pecho. Como si una mano invisible tirase de él hasta un pozo sin fondo, tan oscuro que ni siquiera podía dimensionar hacia dónde estaba cayendo.

Los fantasmas bailaron justo enfrente de sus ojos. El fogonazo de recuerdos que acontecieron no mucho tiempo atrás —maldita sea, ¿cuándo fue la última vez que jugaron todos juntos? ¿Hacía dos semanas? ¿Una semana? ¿Era eso lo que podía tomarle a la vida joderlo absolutamente todo?

Rememoró el fuerte latido de su corazón cada vez que corría en busca del balón, y la descarga de adrenalina cuando sus ojos divisaban a Osamu trotando en busca de la colocación de Atsumu. Casi automático. Casi innato.

Como si pudieran leer sus mentes, o como si acaso compartieran el mismo cerebro y corazón.

Sunarin solía rodar los ojos y mofarse de ellos diciendo que solo tenían una neurona. Era Osamu el que no prestaba mucha atención a los picotazos molestos de su amigo, pero Atsumu era el que no le dejaba en paz hasta que se retractaba de sus palabras.

¡Cuánto hubiera dado en ese momento por escuchar una vez más la voz de Sunarin diciendo que solo tenía una neurona compartida con Osamu!

Seguramente, ahora que Osamu no estaba, Suna intentaría consolarle diciendo que la neurona podía ser toda suya. Pero Suna tampoco estaba —ni siquiera para animarlo con sus chistes ácidos o su mirada aburrida.

Atsumu se atrevió a levantar la vista, y enfrentar a las siluetas fantasmagóricas que su mente creaba de un grupo de muchachos adolescentes enfundados en camisetas oscuras y trotando al son de la banda de música.

Ahora, el himno de aliento al equipo de Inarizaki ya no sonaba con tanta potencia: la banda tocaba una melodía más nostálgica y serena, y Atsumu no pudo evitar notar que la detestaba.

Habían hecho quitar la red de voleibol, los palos de metal y también los arcos de basquetbol. Solo había un montón de sillas de plásticos en donde un montón de gente que no le interesaba aplastaba sus traseros para ahogarse en lágrimas de cocodrilo. Esa era otra cosa que Atsumu descubrió que aborrecía.

—Patético —susurró entre dientes y con amargura, mirada perdida en algún punto de toda esa marea de personas—. Sencillamente... patético.

—¿Qué dices, Atsumu? —preguntó su madre de mala gana—. No andes hablando solo, o la gente se hará ideas raras de... de...

Su madre suspiró. Atsumu le echó una mirada que no era amable —puede que luciera como un estúpido egocéntrico, pero no lo era en absoluto. Él comprendía exactamente todo lo que estaba ocurriendo, y eso era lo que llenaba de rabia cada vena en su cuerpo, llenando su sangre de una ponzoña letal que viajaba hasta su corazón.

Observó a todos esos ojos llorosos, y reconoció algunas caras entre el montón. La madre de Sunarin, los hermanitos pequeños de Akagi, la nueva novia de Aran...

Tuvo que desviar la vista cuando encontró los arrugados rasgos de la abuela de Kita. Estaba rodeada de otros padres de algunos compañeros, pero Atsumu tuvo que evitarla a tiempo porque no se sentía listo para enfrentar a aquella señora tan amable que crio a uno de los mejores hombres que jamás conoció.

Su madre tironeó de su brazo herido. Atsumu siseó cuando sintió la presión por encima del cabestrillo, pero a Hana no le importó. Lo arrastró hasta las sillas de adelante; aquellas reservadas para los familiares directos de aquellas almas perdidas en el accidente de bus que puso de luto a todo Inarizaki.

Se negaba a mirar a la gente, pero eso no significaba que no les espiara cuando creían no mirarle. Así fue como Atsumu descubrió algunas caras conocidas, pero también inesperadas: había viejos rivales y muchachos de otras escuelas a las que alguna vez se enfrentaron en las nacionales allí para brindar su pésame.

Al fondo encontró un rincón lleno de chucherías sin mucho sentido, acompañado de alumnos de todas las edades que se arremolinaban para poner algo de su parte: velas, inciensos humeantes, amuletos, flores, peluches de zorros, pelotas de voleibol, comida, carteles y muchas otras estupideces junto a una pared con una fotografía gigante de todo el equipo.

Pero lejos de sentirse conmovido, Atsumu chasqueó la lengua con molestia y asco. ¿Hasta dónde podía llegar la falsedad humana?

Sacó una lata de pastillas del bolsillo de su traje, y extrajo tres calmantes de la misma. Su madre intentó ofrecerle agua de una botellita que sacó de su bolso de diseñador, pero Atsumu la rechazó de un manotazo. Se metió las pastillas en la boca y las masticó sin importarle la textura pastosa o el gusto amargo de las mismas.

—Eres ridículo a veces, Atsumu —soltó Hana, guardando otra vez la botella—. Estás haciendo un circo de todo esto.

—Pues voy a ser el payaso estelar del show, madre —bufó Atsumu con sorna, y se dejó caer contra el respaldo de su silla plástica.

La gente siguió amontonándose como ratas desesperadas por encontrar un lugar en el inmenso gimnasio. Algunas personas se acercaron para darles su más sentido pésame, pero fue Hana la que habló todo el tiempo. Nadie se atrevía a acercarse a Atsumu viendo la expresión que portaba en ese instante.

Además, a la gente no le interesaba su bienestar. Solo tenían vergüenza de enfrentar a la persona que más había perdido aquella tarde. No existían palabras para dar consuelo a lo que realmente sentía.

—Por favor, les pedimos a los presentes que tomen asiento —habló una maestra, con los ojos llorosos, por el micrófono colocado en el escenario—. La ceremonia está a punto de empezar.

Como animalillos obedientes, la multitud comenzó a sentarse. Atsumu se contrajo sobre sí mismo cuando uno de los hermanitos pequeños de Akagi tomó asiento a su costado. El niño no podía tener más de cinco o seis años. No estaba llorando, pero sus ojitos pequeños volaron hacia las fotografías colgadas en un set de bastidores acomodados en una hilera.

Eran las fotografías de todos los que ya no estaban. Como si una simple foto, una memoria tan superflua, pudiera reemplazar todo lo que fueron.

Los ojos de Atsumu viajaron automáticamente a la fotografía escolar de su hermano. Era de principio de aquel año, por lo que su cabello iba ligeramente más corto y su tintura era más prolija. Seguía teniendo la misma mueca aburrida y cargaba con su chaqueta deportiva sobre los hombros. Podía decir, por la pose, que la fotografía estaba recortada a la mitad...

La fotografía en la que también estaba Atsumu. Se las habían tomado juntos a principio de las clases.

Atsumu sintió aquel recorte como si otra vez serrucharan su corazón, si es que acaso le quedaba algún fragmento en pie. Tuvo que desviar la mirada, y agradeció que el director de Inarizaki tomara la palabra para comenzar con su insulso discurso sobre compañerismo, recuerdo, tenacidad, amor fraternal.

—Nos reunimos aquí, queridos padres, hermanos, alumnos, amigos y compañeros... para honrar así...

Atsumu rodó los ojos, recostándose otra vez contra el respaldo de su silla de plástico que rechinó tan ruidosamente entre el silencio que le hizo ganar una mueca enrarecida de su madre.

Todo era una sarta de palabreríos sin sentido. Atsumu, que empezaba a sentir los efectos de esas tres pastillas que masticó, se perdió en la primera parte del discurso y se negó a obligar a su mente que se concentrara de nuevo.

Su madre lloriqueó durante el discurso. De hecho, estaba seguro que la mayoría de personas lo hizo —especialmente las niñatas de la clase que estaban enamoradas de todo el equipo de voleibol.

Atsumu fue de los pocos que no lo hizo. El hermanito pequeño de Akagi, a su lado, tampoco lloró. Miró al frente con mucha más valentía que la mayoría de los presentes; y esa fue la única cosa que dio ganas de llorar a Atsumu.

Poco a poco los efectos eran ya insoportables de combatir. Sus párpados, que comenzaban a caerse, desenfocaron lo suficiente su visión como para que no fuera capaz de prestar mucha atención al homenaje en donde colgaban las viejas camisetas de sus compañeros con los números estampados en el pecho sobre una pared que se convertiría en un viejo memorial. Era la misma donde todos dejaron sus tributos y ofrendas.

Su madre tiró fuerte de su brazo para obligarlo a ir, pero Atsumu se negó con un siseo. A Hana le encantaba obligarlo a hacer cosas contra su voluntad, pero más le gustaba mantener las apariencias de madre serena y dedicada. No le maltrataría con tantos ojos encima suyo ahora mismo.

Ella se alejó rápidamente, y se unió a la madre de Sunarin y la abuela de Kita para dejar también algo sobre ese altar improvisado hacia sus hijos caídos. Atsumu sintió que la bilis trepaba por su garganta. Ellos lo hubieran detestado.

Especialmente Osamu. O, sino lo detestaba, le hubiera parecido una estupidez tan insensata que su mueca habría hecho reír a Atsumu hasta el hartazgo.

—Atsumu-kun —Le llamó a sus espaldas una voz profunda que reconoció como el director; le acompañaba la maestra llorosa de hacía un rato—. Lamentamos con profundo dolor su pérdida, exactamente como expresamos en nuestro correo electrónico que enviamos tras el accidente.

Oh, ¿conque un correo electrónico? Por supuesto. Atsumu estaría totalmente pendiente de su casilla de correos luego de que su hermano y sus amigos murieran en el accidente.

Se obligó a sonreír con algo de malicia. Pero ellos no sabían lo que sentía en el fondo. Le bastaba con saberlo solo él.

Quería imaginarse a Osamu diciéndole que estaba siendo un estúpido inmaduro. Eso le daba algo de consuelo.

Como su sonrisa fue más tensa que el silencio que prosiguió, tanto la maestra como el director carraspearon con incomodidad. Fue la primera quien retomó la palabra.

—Las distintas escuelas de Tokio con prestigiosos equipos de voleibol han enviado dos delegados para dar su más sentido pésame a ti, Atsumu —comunicó ella—. Nos gustaría que pudieras recibirlo. Tenemos esperanza que tratar con ellos te hará bien.

No, gracias, respondió automáticamente en su mente. Estoy perfectamente bien sin tener que ver más miradas de lástima.

Pero sabía que negarse no era del todo una opción. Quería hacer un escándalo, un circo como diría su madre, pero tampoco tenía fuerzas —el efecto de los calmantes terminó por adormecer todos sus sentidos físicos y emocionales. Apenas tenía la capacidad para mantenerse despierto y no echarse a dormir una siesta tras juntar tres sillas de plástico.

¿Por qué estaba pensando todas esas cosas?

¿Por qué pensaba en estupideces cuando su gemelo y sus amigos estaban muertos?

La maestra le ayudó a ponerse de pie, y el director le condujo tras poner una mano sobre su espalda. Atsumu quería quitarlos de un manotazo, pero sus músculos adormeciéndose le hacían ver como un fracasado que ni siquiera podía caminar por su cuenta.

Le llevaron hasta un aula aparte, y Atsumu tuvo la mala suerte de reconocer que era el aula de la primera clase de segundo año.

La clase a la que Osamu y Suna asistieron hasta que ya no pudieron hacerlo.

Lo depositaron sobre el asiento más cercano a la puerta y le pidieron esperar sin ir a ninguna parte, pero, ¿a dónde más podría haber ido Atsumu?

Intentó que sus ojos no viajaran a través de los asientos, tristes y vacíos. Se preguntó cuál de todos aquellos habría sido el asiento de Osamu; ese donde su hermano estudió, es estresó, flojeó, y posiblemente dormitó la mayor parte del tiempo.

Podría ser el mismo escritorio en el que se encontraba en ese momento. De repente, Atsumu sintió que se le cerraba la garganta y como si la madera y el metal le estuvieran aprisionando como si fuera una cárcel.

Tenía que salir de allí. Necesitaba huir cuanto antes.

La puerta se abrió de par en par, y unos pasos siguieron a los de la maestra que no podía recordar su nombre. ¿Cuántas cosas había que Atsumu no lograba recordar?

Nadie dijo nada durante un momento, hasta que Atsumu levantó la mirada: eran dos muchachos que lucían grandes abrigos blancos con letras amarillas muy elegantes.

El más extravagante de ellos llevaba el pelo bicolor, peinado hacia arriba, y grandes ojos dorados que no parecían estar acostumbrados a sentir el tipo de pena que cargaban en ese momento. Atsumu se contuvo las ganas de bufar. ¡Si tan solo supieran...!

El otro muchacho era un poco más bajo, bonito y delicado: cabello negro y corto, ojos que oscilaban entre el azul y el gris como una marea tormentosa. Pensó que podría haberle coqueteado si no se sintiera tan miserable como lo hacía.

No, no Atsumu. A Osamu le hubiera parecido atractivo. Le gustaba ese tipo de belleza simple, pero singular a su modo. Al igual que Sunarin. Recordar ese tipo de detalles era cómo hacer estallar el big bang otra vez.

La maestra se escabulló rápidamente, como una rata que no quiere lidiar con tres hombres adolescentes que seguro no sabrían cómo lidiar con sus sentimientos.

—Miya-san, gracias por recibirnos —El muchacho bonito hizo una reverencia, usando un tono monótono—. Somos Akaashi Keiji y Bokuto Koutarou, y venimos de parte de la Academia Fukurodani a presentar nuestras condolencias por los hechos ocurridos. Esperamos que pueda encontrar paz en momentos como este, y nosotros y la escuela estamos a al servicio de Inarizaki.

Atsumu no dijo nada. Jugueteó con un pedazo de venda mugrienta que se desprendía de su mano, y se negó a mirar a los ojos a los dos muchachos. El otro no dijo nada, pero supuso que seguramente sería porque era un charlatán al que habrían prohibido decir algo en caso de embarrarla. Se limitaba a pisotear sus propias agujetas mal atadas; Atsumu apreció que le regalara su silencio en vez de palabras vacías recubiertas con azúcar.

Creyó que podría acostumbrarse a todo ese circo mediático y falso, pero Atsumu estaba equivocado. Para cuando los dos chicos de Fukurodani se fueron, entraron otros dos idiotas de la Preparatoria Kamomedai. Ignoró el palabrerío del enano de pelo blanco llamado Hoshiumi Kourai, y también las palabras condescendientes de su acompañante, Hirugami Sachiro.

Una retahíla de jugadores de voleibol de las diferentes escuelas del país desfilaron por enfrente de sus cansados ojos: Nekoma, Dateko, Nohebi, Aoba Josai, Johzenji.

Para cuando entró la octava escuela, una de abrigos negros y miradas intensas, Atsumu comenzó a cansarse. Era como si estuviera completamente abstraído en otra realidad.

De hecho, desde que despertó en aquella cama de hospital ni siquiera sentía como si viviera en su realidad original en absoluto: tal vez su alma fue absorbida por un portal multidimensional que lo dejó en un mundo horrible y que no debería existir.

Un mundo donde Atsumu existiera y Osamu no, era definitivamente un mundo que nunca debió ser creado.

Un chico de rasgos delicados y cabello ceniciento se paró al lado de un muchacho bajito de cabello naranja. Se mostró un poco más interesado —tal vez por el hecho de que aquel color parecía como una pequeña señal de alegría y juventud en medio de los días grises.

—Buenas tardes, Miya-san —saludó el chico de cabello gris—. Mi nombre es Sugawara Koushi. Este es Hinata Shouyou. Venimos en nombre de Karasuno a presentar nuestras condolen-...

—Bien —interrumpió Atsumu con un chasquido de lengua—. Lo aprecio, bueno, no realmente, pero ya todos sabemos lo que van a decir y lo que esperan de mí. Ahorrémonos este momento, y pasemos a la siguiente escuela que ya quiero irme a mi cama. Al menos allí no tengo una panda de inútiles fingiendo saber lo que siento ahora mismo.

El llamado Sugawara dio un pequeño respingo. Atsumu quería sentirse culpable, pero no lo hacía. Supuso que los pobres chicos de Karasuno tuvieron la mala suerte de encontrarle ya harto de todo ese estúpido ritual sin sentido.

Además, ¿en dónde estaba su madre? ¿Acaso no tenía interés en buscar a su hijo convaleciente, el que apenas podía caminar por su propia cuenta? Tal vez ya se había ido a casa.

Casa. La casa de ella, ciertamente. Aquel lugar ya no era una casa para Atsumu.

Sugawara hizo una rápida e incómoda reverencia, moviendo sus manitas en un intento de buscar palabras que todos sabían que no existían para arreglar una situación que acababa de ser arruinada de esa forma por Atsumu.

Casi sentía placer por todo eso. Casi. Antaño hubiera disfrutado de todo eso —hasta que Osamu le dijera que era una rata insoportable y con el alma más negra que una araña.

La verdad era que Atsumu no podía sentir nada en absoluto. O nada positivo. Las drogas medicinales tenían su cerebro tan entumecido que ni siquiera podía hacer pasar las palabras por el filtro de educación y cordialidad.

O por el filtro de «voy a fingir que lo que dices no me vale menos que un pepinillo en aceite».

—M-Miya-san, le juro que...

—Entiendo que estés triste —intervino el muchachito de cabello naranja, y tanto Atsumu como Sugawara voltearon en shock a verle—; pero ese no es motivo para tratar a los demás.

—¡Hinata! —Sugawara masculló con horror entre dientes—. Ya cáll-...

—¿Cómo dices? —preguntó Atsumu con una risa nerviosa.

Más que una risa, era en realidad una manera de sobrellevar su confusión. Pensó que Hinata se sentiría intimidado tras haberle hablado de esa forma a alguien que acababa de perder a su hermano y compañeros, pero el mocoso de cabello naranja no flaqueó ni un solo minuto.

—Que entiendo que estés triste. Y Suga y yo de verdad lo lamentamos, al igual que todas las personas que vinieron a verte. No los conozco, pero no estarían aquí si no les importara. Aunque sea solo un poco —respondió el chico—. Pero no es manera de tratar a otros. No creo que a tu hermano le hubiera gustado eso.

Toda la sangre abandonó el rostro de Sugawara en cuanto Hinata dijo su última frase. Atsumu no iba a negar que no sintió como si su corazón diera un vuelco en su pecho, pero no iba a darle el gusto de mostrarle que le estaba afectando.

Le dio una de esas sonrisas altaneras que tantas veces hizo tiempo atrás. De esas de costado, que destilan un poco de egocentrismo, pero que también ocultan un montón de inseguridades por debajo del brillo de sus dientes.

—¿Y cómo sabes que a Samu no le hubiera gustado eso, pequeñito? —preguntó con serenidad y de forma cantarina—. No lo conociste.

Hinata tragó saliva. Casi esperaba haberlo visto flaquear, pero no lo hizo. Apretó los puños a su costado, y mantuvo una postura firme.

—Si lo extrañas tanto como me dicen tus ojos, significa que fue una buena persona. Y una buena persona querría lo mejor para su gemelo.

El corazón de Atsumu se sintió como si cayera otra vez por un acantilado. Y giraba, giraba, giraba, pero ni siquiera sabía por qué estaba girando.

Los fogonazos oscuros de un conjunto de recuerdos a los que no podía darle forma le hicieron sentir náuseas. Hubiera deseado ser capaz de vomitar, si tan solo tuviera algo en el estómago.

Tal vez fueran las medicinas. Cada vez se volvía más y más adicto, por lo que aumentaba las dosis cuando su madre no le veía.

—¡Hinata! —masculló Sugawara mientras le sujetaba con fuerza por el brazo y buscaba tironear de él—. Es suficiente. Miya-san, de verdad, lamento muchísimo todo esto...

Atsumu levantó una mano para mandar a callar a Sugawara. Sus ojos no se despegaban de la mirada color canela de Hinata, o de sus cabellos anaranjados como un vibrante verano.

—Tú cállate —dijo al otro. Su dedo índice entonces señaló al que le hablaba—. Y tú... eres un insolente.

—Lo sé —aceptó Hinata, y aquello le tomó más por sorpresa—. Pero yo también he perdido a alguien. Mi papá murió cuando yo era más pequeño. ¡Y estaba muy enojado con absolutamente todo el mundo! ¡Trataba mal hasta a mi mamá y mi hermanita, que era entonces una bebé! Hasta que tuve un sueño... en el que mi papá me decía que no debía enojarme con el mundo... que, si lo hacía, terminaría quedándome solo para seguir torturándome... y también me dijo que...

Atsumu exhaló todo el aire que se aguantó mientras Hinata daba su ridículo discurso. ¿De qué mierda estaba hablando? ¿Padres muertos que se aparecían en sueños para dar lecciones sobre cómo tratar a las personas?

¿Y por qué se sentía como si la cuerda que ataba su garganta amenazara con aflojarse solo un poco?

Aquello era estúpido, absurdo, infantil. Atsumu pestañó varias veces para alejar el líquido que amenazaba con salir de sus ojos.

Para cuando quiso darse cuenta, Sugawara ya había arrastrado a Hinata hasta la salida. Ni siquiera pudo preguntarle a Hinata qué era lo que su padre le había dicho también en sus sueños.

¿Por qué el padre muerto no se aparecía en sus sueños, también?

¿O por qué no se aparecía...?

No. Pensarlo incluso le hizo sentir que una serpiente volvía a asfixiarle la tráquea. Desde que ya no estaba en casa, Atsumu rara vez soñaba cosas —y cuando lo hacía, ni siquiera tenía la suerte de poder ver su rostro una vez más.

Sí, tenía las fotos. Sí, tenía su propio reflejo. Pero aquellos eran meros recordatorios de la realidad a la que estaba obligado a transitar por su cuenta.

Una lágrima cayó encima de su vendaje sobre el puño. Hinata estaba equivocado. Atsumu no alejaba a la gente para quedarse solo porque odiaba el mundo.

Atsumu estaba solo desde que todo ocurrió.

Escuchó a la maestra anunciar a lo lejos que entraría ya la última escuela a dar sus condolencias. No estaba prestándole atención, pero cuando dos muchachos con chaquetas amarillas entraron al aula, Atsumu tuvo una serie de recuerdos en su cabeza.

No necesitaba que ellos se presentaran. Por supuesto que les recordaba.

Eran el Instituto Itachiyama.

El que les ganó el año anterior. Aquel que se robó la única chance que Atsumu tuvo de ganar un torneo nacional junto a Osamu y todo el equipo.

Más que nada reconoció —y la bilis amarga le subió por la garganta, haciéndole todavía más insoportable respirar— al muchacho de rizos negros, de mirada aburrida, un cubrebocas bajado hasta el mentón y lunares en la frente.

Era Sakusa Kiyoomi.

La gran estrella de Itachiyama, y aquel que lo persiguió en sus sueños durante meses después de la dura derrota.

Ahora se paraba allí, frente a Atsumu, de la mano de un chico que lucía mucho más amigable y con cejas chistosas. Al menos aquel chico lucía consternado de que Atsumu estuviera lanzando cascadas a propulsión a través de los ojos.

Atsumu sostuvo la mirada de Sakusa. El muchacho permanecía serio, impoluto, como si nada pudiera dañar su pulcra imagen de chico perfecto. Ni siquiera el desastre envuelto en vendas, cicatrices y mocos que era ahora Atsumu.

Quería gritarle muchas cosas. Varias de las que no era culpable, pero se sentía incapaz de aplicar el sermón del enano anaranjado en momentos así.

Casi se dejó comprar por esa fantasía, pero ahora la rabia le hacía ver puntos de colores detrás de los párpados. Osamu tampoco estaba allí para decirle que estaba sintiendo un inmaduro, o Kita para regañarlo por comportarse con mezquinamente.

—Tú... —fue todo lo que Atsumu pudo decir mientras inflaba el pecho, de forma errática, para llenar de aire sus pulmones. Le costaba llenarlos—. ...

Sakusa no dijo nada. Ni siquiera sintió la amenaza en el tono. El otro chico —al que Atsumu recordaba que respondía al nombre de Komori— permaneció detrás del de cabello negro, esperando tal vez el momento idóneo para transmitir su mensaje de pésame y salir huyendo de esa habitación tan tensa cuanto antes.

Si Atsumu no hubiera estado molido por sus emociones, las heridas o las drogas médicas, podría haberse lanzado contra Sakusa y sus profundos ojos oscuros. Le rememoraban a dos charcos de alquitrán en el que, si pisaba en falso, podrían atraparlo y dejarlo sin salida.

Era estúpido pensar eso. Atsumu ya no tenía salida.

Pero antes de siquiera poder decir algo, Sakusa hizo algo que desarmó todas sus barreras por completo.

Metió una delicada y esbelta mano en el interior de su chaqueta. Atsumu le miró con ojos desorbitados mientras sacaba un pedazo de tela, blanca y con bordados de hilo a mano, para depositar sobre el escritorio.

Tanto Atsumu como Komori observaron atónitos aquel gesto. Sakusa no se quedó para esperar una respuesta. Komori observó desde su compañero hasta el anonadado Atsumu, y dio una rápida reverencia antes de salir corriendo:

—Desde Itachiyama lamentamos mucho su pérdida, Miya-san —dijo el chico—. Mi primo Sakusa también lo hace. Espero perdone sus modales.

Luego, Komori desapareció. Atsumu se quedó completamente solo.

Solo, con su alma y un pequeño pañuelo bordado y tan blanco como una nube. Sujetó la tela con dedos temblorosos; solo para descubrir que olía a un suave aceite esencial de lavanda.

El aroma tan cálido y la suavidad de los hilos le recordaron al cosquilleo que siempre sentía cuando Osamu y Kita se metían en la cocina para preparar una cena que alcanzara para todo el equipo, mientras el resto se lanzaba a una carrera mortal en Mario Kart sobre el sofá de la sala de la familia de Suna.

Le recordó el pequeño sentimiento de sentirse apreciado y validado, de alguna forma. Ni siquiera podía entenderlo por qué.

No supo si la maestra se olvidó de él, o si tan solo decidió darle su espacio. Pero allí, completamente solo con su alma y un pañuelo bordado, Atsumu enterró el rostro entre sus manos y la tela para ponerse a llorar silenciosa, pero desconsoladamente.

No puedo creer que la llevo agitando con publicar este fic desde agosto... ¡y recién aparezco después de meses!

Pero... doy oficialmente el comienzo a este nuevo (ni tan corto ni tan largo) camino que iniciamos junto a este fic :'D

Sí, sé que me pasé de verga. Sí, sé que me van a desear la muerte en veinte idiomas diferentes (?) PERO tengo fe en que les va a gustar todo lo que tengo planeado sdjfak hay muchas, MUCHAS sorpresas y misterios por develar en este fic... de hecho, ya dejé varias pistas y algunas cositas sobre qué va a pasar aaaaah

ABRO ESPACIO DE TEORÍAS POR AQUÍ --->

Y sí, Atsumu está completamente ido por las drogas y el shock emocional (?) quizás este capítulo no se centra tanto en el sufrimiento a fondo (...o sí?) peeeeero el capítulo dos es como una bomba. Ustedes espérenlo

Hablando de capítulo 2... mi plan es actualizar entre los viernes y sábados (con PREFERENCIA los viernes), así que eso fsdkfjd aviso ahora por si algún día ven que el viernes no está el capítulo, pues estará el sábado. Igual como digo, haré lo posible para que sea los viernes. Y trataré de que no queden taaaan largos como este (?)

También todos tendrán una musiquita y parte de la letra. Pa que se vayan armando la playlist. No sé, lo hice el año pasado en mi fic ShinKami y la verdad me gustó bastante la dinámica. Si a lo largo del fic (o ahora mismo) quieren dejar música para usarla acá, acepto sugerencias

Les gusta el arte de la portada? Lo hizo la maravilla de @DaiDrws en twitter AAAAAAAAAAAAAAAA ♥️ por favor vayan a su cuenta a darle amor, hace cosas muy hermosas. Además, también hizo un pequeño arte exclusivo que veremos en el próximo capítulo y subiré en multimedia... ese sí va a romper corazones jujujuju

Muchísimas gracias a todas las personitas que se pasen a leer este fic. Yo sé que está angst y se ve feo por eso, pERO (!) todo tiene un por qué. Espero les guste cómo avancemos durante estos 10-12 capítulos que planeo

Nos estaremos viendo el otro viernes (o en el fic BokuAka, el lunes jiji)! Besitos ♥️

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top