𖥔 . . . 𝒗. we play our fantasies out in real life ways.

CAPÍTULO CINCO
we play our fantasies
out in real life ways.

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loc. DRAGONSTONE

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        — ÚLTIMAMENTE TE LA HAS PASADO OCULTÁNDOME COSAS —su padre no era un tonto y ella sabía que eso de haberse olvidado del sueño malo, no era una de sus mejores coartadas. Claro que, él no había insistido tanto en el tema, pero entre lo de la prometida de su hermanastro y el sueño, vaya que estaba liada. Tampoco se le ocurría gran cosa para decir. Lo único que podía hacer era repetir una y otra vez que no recordaba de qué iba el sueño. Nada que hacer al respecto.

Daemon era listo, pero su corazón débil siempre que se trataba de su hija. Quizás era el sentimiento de culpa que, al sol de hoy, continuaba arrastrando. Una parte de él seguía sintiéndose culpable por no haber sido capaz de protegerla de esos sueños premonitorios que la torturaron desde que era muy pequeña. Incluso si su reputación era la de un canalla desquiciado, su familia lo era todo para él.

— Debes estar tan decepcionado de mí, padre —hacía días que no compartía con su papá. Debía admitir que se la había pasado huyendo de él. Sí, como si de una vil cobarde se tratara. Tampoco entendía el motivo de su temor. No era como si hubiera asesinado a alguien o algo por el estilo. ¿Estaba actuando como una tonta? Sin duda alguna.

— En absoluto —por fortuna, su padre era el mejor.

Rhaedes lo amaba tanto que de ser necesario, daba la vida por él. Sin pensarlo, sin dudarlo ni un segundo. Entregaba todo de sí por su amado padre. Sacrificaba su propia alma si era necesario.

— Perdóname, papá —y lo decía de corazón. Odiaba ocultarle cosas importantes y últimamente lo estaba haciendo muy seguido. Se le estaba volviendo costumbre mentirle al hombre más importante en su vida. No era algo que le enorgullecía.

— Supongo que me cuesta entender que ya no necesitas de mi protección —tirando de una floja sonrisa, el príncipe se sirvió otra copa de vino y acabó recargado en la silla.

— Siempre necesitaré de tu protección, padre. Solo mírame. ¡Soy un genuino desastre! Quiero decir, nunca seré como mi madre o como tú.

— La parte positiva de ser un desastre es que todavía tienes tiempo de serlo —le dijo Daemon, pacífico—. Se te permite meter la pata cuantas veces lo requieras. Eres jóven, mi amor.

— El tiempo es limitado —reprochó, desviando la mirada al techo. De forma inconsciente, regresó al sueño; la tormenta, su vientre abultado, el miedo irracional.

Cálmate.

— Es parte de la vida, saber que un día todo acabará.

— Eso es lo que me preocupa —admitió la princesa.

— La muerte es inevitable, no existe nada que podamos hacer para evitarla, excepto vivir.

— ¿Y cómo sabemos si estamos viviendo de la forma correcta?

— No hay una forma correcta, hija. Todos improvisamos hasta nuestro último suspiro.

— Supongo que tienes razón.

Daemon le sonrió.

— Bebe un poco —le pasó la copa, medio llena.

— Nunca me has permitido beber.

— Hoy es el día. Cuando te cases, a penas tendré tiempo de verte y cuando menos me lo esperé, habrán un montón de mocosos llamándome abuelo. Si no disfruto de un buen vino con mi hija ahora mismo, ¿cuándo lo haré?

No ese día.

Para bien o para mal, una discusión por parte de los príncipes, los interrumpió.

— ¡Estoy cansado de decírtelo, maldita sea! —un gruñido de Jacaerys, atrajo la atención de los presentes. Estaba discutiendo con su hermano. No era algo que ocurría con frecuencia. Siempre que sucedía, era por algo importante. Y vaya que lo era.

— ¡No puedo evitarlo! —le respondió el menor, afectado—. Es algo que no sale de mi cabeza. Que se la pasen llamándome bastardo. ¡A todos nosotros! Solo porque no tenemos los ojos púrpuras o el cabello platinado. Supongo que sí somos hijos de Harwin Strong. Sería un idiota si pensara lo contrario.

— ¿A quién le importa lo que piensen los demás, Luke? —insitió el príncipe, soltando la espada y tumbándose en el sofá más próximo. Venían de entrenar.

Ambos estaban agotados.

— Para ti es fácil decirlo, nadie replicará ni hablará mierdas cuando te sientes en el Trono de Hierro. Incluso si al momento de tomar el título de lord de los mares mi apellido pasa a ser Targaryen, nada importará. No cambiará nada.

Lucerys también se sentó.

Ninguno de los dos notó las presencias del otro lado de la enorme sala, cerca de la chimenea.

— Todo sería diferente —continuó el menor, bajando la cabeza, agotado—, si no fuera idéntico a Harwin Strong. Antes no podía notarlo. No veía las similitudes. Pero, mierda, nuestras características físicas son exageradamente obvias. Quiero decir, mira a nuestros familiares y míranos a nosotros. ¡Joffrey está tan alto que podría pasarnos en cualquier momento! No es algo que suceda con frecuencia. Nuestra complexión física, nuestro cabello...

— Luke —paciente, el mayor tomó una bocanada de aire y se sentó a su lado—. Entiendo tu punto. Créeme que es así. Sin embargo, por más que insistamos en el tema, nada cambiará. No nos levantaremos un día y tendremos el cabello platinado o los ojos púrpuras. Esto es lo que somos; altos, fornidos, con el cabello castaño, uno que otro rizo y los ojos marrones. Tan marrones que podrían pasar por una oscura noche.

Lucerys no dijo nada.

No había nada más que pudiera decir.

— Necesito que entiendas esto —el hermano mayor se puso de pie con la intención de marcharse—. Ya eres un hombre, no el niño miedoso que corría a mi cama a mitad de la noche porque había tenido una pesadilla.

— Tal vez sigo siendo el mismo niño miedoso —sin decir nada más, el príncipe más jóven abandonó la sala.

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— Hola, Luke —la princesa saludó a su hermanastro, mientras subía unos escalones.

— ¿Cómo supiste dónde estaba? —parecía sorprendido. No esperaba visita. No cuando se sentía tan enojado. No, no era enojo. Era más frustración que nada.

— Es tu escondite favorito —ella se encogió de hombros.

— Creí que nadie conocía de este lugar —dijo incrédulo.

— Una vez me trajiste aquí.

— Cierto —por fin sonrió.

— Lamento que el tema de tu orígen continúe dándote problemas —subió un par de escalones más, alcanzándole por fin. Se sentó, tomando aire.

El escondite era una torre abandonada ubicada en el extremo sur del castillo.

— Supongo que es inevitable —ahora fue él quien se encogió de hombros.

— A mí me gustan tus rizos —le alcanzó un mechón, de los rebeldes que solían caerles por la frente—. Son lindos y suaves. Así como tú; lindo, suave y en extremo abrazable. Desde mi perspectiva, yo opino que eres perfecto.

— Tú eres perfecta.

— ¡No lo soy!

— Yo tampoco lo soy.

— Mírame, Luke —le pidió ella.

Lucerys no se movió.

— Mírame, por favor —insistió, tomándole de la barbilla.

— En comparación a mi hermano... —la princesa no le permitió continuar. No porque no quisiera escucharle. Claro que escucharía todo lo que él tuviera para decirle. Fue más la emoción lo que le eliminó el habla.

— Luke —le dejó un besito corto en la base de su nariz—, no es necesario compararte con nadie.

Ahora lo besó en la mejilla. No una vez. Varias veces. Fueron besos cortos, suaves, dulces y sonoros. Casi como un caramelo.

— Eres perfecto, Lucerys —repitió ella, hundiendo sus dedos en el cabello marrón, jugando con los mechones y bonitos rizos. De nuevo, lo besó. Esta vez, se permitió dar un recorrido. Cuidadosa, le premió con una cantidad de besos que empezaron por la frente y le alcanzaron la mandíbula. Prestándole atención a sus párpados, sus pómulos y suaves mejillas, hizo un camino de besos por toda la línea de la mandíbula. Ahora, subió un poco más, besándole muy cerca de la oreja. Depositó un beso pequeñito en el lobulo y tomando impulsó, alcanzó a mimarle el cuello. Sus labios lo acariciaron, recorriéndole toda la base del cuello. Beso tras beso, muy lento. Suave, cálido y húmedo.

El príncipe suspiró, sonoro, sin poderlo evitar. En algún punto, se permitió cerrar los ojos, concentrándose en ella.

Solo en ella.

Rhaedes deseaba consolarlo y llenarlo de mimos. Algo en su interior se lo pedía a gritos. Y, esta vez, no era ese ferviente deseo de protección. No, se trataba de algo más.

— Todo estará bien —susurró ella, a su lado, antes de volver a tomarle del rostro.

Algo inesperado sucedió.

Un gemido se ahogó en la garganta del príncipe.

La lengua de la princesa recorría su tráquea, torturándolo.

Sin poder evitarlo, Luke le dió más espacio, tirando de su cabeza hacia atrás.

¡Ella le estaba lamiendo el cuello! Su lengua estaba tan húmeda y muy caliente. Subía y bajaba por su tráquea, una y otra vez.

Otro gemido.

Esta vez no pudo oprimirlo y se sorprendió a sí mismo al escucharse. Intentó morderse los labios, quiso callarse, no emitir ningún sonido. Tarea difícil. Sobre todo cuando ahora su cuello era mimado por esa lengua húmeda y suavecita. Ya no era solo la tráquea o una pequeña parte. Era todo, en serio, todo su cuello.

Se detuvo.

¿Por qué?

Quiero más.

Abrió los ojos de golpe, confundido.

¿Por qué se había detenido?

— No me iré a ningún lado —se acomodó encima de él, dispuesta a hacerle olvidar todo lo que perturbase su mente en ese momento.

Volvió a su cuello, escuchándolo respirar con esfuerzo. Quiso sorprenderlo, dándole un poco más de atención a su oreja. Esta vez, lamió. No, chupó. Le atrapó el lóbulo izquierdo y lo chupó, repasándolo con la punta de la lengua.

Otro gruñido hizo eco en la torre.

Gimió más alto, empezando a sudar.

Ella comenzó de nuevo la dulce tortura.

Lucerys sentía tan inquieto que podía estar temblando. ¿O soñando? Tenía que serlo. Una mala jugada de su mente, burlándose de él. Pero se sentía tan bien que, de ser un sueño, no se atrevía a despertar.

No era capaz de quedarse callado.

Todo él latía, ardía, quemaba.

Su piel estaba tan sensible. Todo él lo estaba. De pies a cabeza. El simple roce del pantalón ya lo estaba torturando. Y, por los dioses, que empeoró cuando ella se apretó contra sus caderas, dejándolo en evidencia.

Oh.

Buscó consuelo, respondiendo a ese movimiento, flexionándose contra ella.

La miró.

Estaba fascinado con lo que veía.

Ni siquiera le importaba estar soñando o que al abandonar la torre, se viera obligado a hacer como si nada hubiera pasado entre ambos.

Estaba más que hipnotizado con ella.

Todo de ella.

Era ella.

Tan hermosa.

Con el cabello suelto y los labios rosa; humedos, cálidos y suaves.

Quiero.

Ella le sonrió y él le respondió con otra sonrisa, torpe. Precioso. Ruborizado.

— Estás sudando —murmuró ella, pasándole los dedos por el cabello que empezaba a humedecerse por el sudor acumulado.

— Tomaste vino —dijo él, con la voz más ronca de lo habitual.

— ¿A quién le importa? —se rió, regresando al punto débil del contrario. Le lamió el cuello, salado por el sudor. Adoraba ese cuello.

Tal vez sí estaba un poquito ebria.

Tal vez.

Lucerys quería tocarla.

Lloriqueó, buscando más atención cuando ella se apartó de su cuello.

Sin quitarle la mirada de encima, la princesa se apretó contra su inquietud, justo donde el pantalón le apretaba. Justo donde quemaba. No, todo su cuerpo quemaba. Pero, allí, justo allí, donde ardía su mayor desespero...

Oh.

Oh, mierda.

¿Cómo podía sentirse tan bien? Algo tan simple. Solo la tenía encima, frotándose contra su erección y él, parecía a pocos segundos de enloquecer.

Esta vez no cerraría los ojos.

Quería mirarla.

— ¿Puedo?

Ella asintió, entendiendo su petición.

Él la rodeó con los brazos por la cintura, apretándose firme contra ella. Acercándose más, sintiéndola más, buscándola más. Hundiendose en su cuello, disfrutando del calor que su cuerpo irradiaba contra él.

Más.

Más, por favor.

Besándole el cuello. ¿O se lo estaba lamiendo? ¿Mordiendo? Estaba tan hambriento de ella. Sabía tan bien. Era un puto adicto.

Mientras ella continuaba moviéndose encima de él.

Movimientos lentos, pesados, tortuosos y deliciosos.

Pero, quería...

Luke chocó sus frentes.

Quería besarla.

Quería esa boca para él.

Quería esa boca solo para él.

Quería que esos labios fueran suyos.

— Lucerys —le llamó.

Él asintió, prestándole atención.

— ¿Sí?

— Tú eres un Targaryen. La sangre de dragón corre dentro de ti. Quema y arde imperiosa en tus venas. Puedo verlo. Puedo sentirlo.

Le acarició las mejillas. Volviéndose, de pronto, protectora y adorable. ¿Cómo demonios era eso posible cuando le estaba frotando el pene por encima de la ropa?

— El orígen de tu nacimiento no puede ser cuestionado, eres un Targaryen. Incluso si las personas insisten, tu madre, la próxima reina, es una Targaryen. Somos Targaryen. Tú y yo.

Tú y yo.

El corazón le dolió al escuchar aquella pequeña frase.

Ella era la prometida de su hermano.

La mujer que tenía encima de su erección era la futura esposa de su hermano mayor.

— Tú y yo... —repitió él, bajito.

— Debemos regresar —fue como si, en cuestión de segundos, algo hubiera cambiado. El rostro se le transformó. Ya no había lujuria.

— No —suplicó el príncipe.

— Ya es tarde.

— Sí, pero, no puedo todavía —bajó la mirada a su pantalón, donde continuaba quemando, latiendo. Estaba muy duro.

Y con el corazón vuelto un caos.

¿Por qué quería llorar?

Iba a llorar.

Regresar era fácil. Entre el montón de pasadizos y puertas secretas, no era complicado regresar a los dormitorios. Luke esperó un poco más, solo por precaución. No iba a pasar nada si los veían aparecer juntos, pero prefirió aguardar a que la erección se le bajara un poco.

Rhaedes, en cambio, no regresó a su habitación.

Fue a la de su prometido, quien ya se preparaba para dormir.

Ella no lo había notado, pero era bastante tarde.

— Jace... —entró al dormitorio de su prometido sin tocar.

— ¿Algo va mal? —al verla tan agitada, se preocupó.

— No, sí, no... Yo... —estaba al borde del pánico.

— Mi amor, ¿qué pasa? —suavizó el tono de su voz, rodeándola con los brazos. ¿Y si había tenido otro sueño?

Pero, no podía estar más equivocado.

— Fóllame, por favor.

— ¿Qué? —aquella petición lo tomó por sorpresa.

— Te necesito, Jace —y lo besó, sin esperar una respuesta.

Él, desconcertado, no entendía lo qué pasaba. Sin embargo, optó por dejarse llevar. La echaba de menos y desde la conversación que tuvieron posterior al sueño malo, lo cierto era que a penas y habían hablado. Sí que la extrañaba y la necesitaba. Mucho.

Jace le arrancó la ropa que llevaba puesta y la acomodó en su cama, abriéndole las piernas y hundiendo su rostro entre ellas. Probarla era el cielo. Estaba tan sensible y húmeda.

Ella intentó contenerse, no gemir, no temblar... Pero la lengua de Jace la obligó a hacerlo.

— Puedes gemir para mí, nadie más que yo va a escucharte.

Era mentira. Los guardias nocturnos los escucharían.

Gimió alto, tirándole del cabello y maldiciendo en voz alta. ¿Cómo su lengua podía hacerlo tan bien?

El príncipe no se detuvo hasta robarle un orgasmo.

— Túmbate —le ordenó ella, cuando fue capaz de pronunciar palabra.

Jace obedeció, observándola abrirle el pantalón. Ahora fue él quien maldijo y balbuceó incoherencias, enloqueciendo y convulsionando dentro de la boca de la princesa. Esa noche lo estaba disfrutando tanto. Había algo diferente. Se sentía tan intenso. La forma en la que lo chupaba, lo lamía y se lo metía en la boca de regreso, una y otra vez.

Mierda.

Iba a correrse en cualquier momento.

La apartó de su erección y la comió a besos, probando de su propio sabor. Ella, en serio, estaba tan excitada, tan entregada como nunca antes. Sí, hacer el amor con su prometida siempre había sido magnífico. Algo de otro mundo. Ambos aprendieron y experimentaron juntos. Pero esa noche ella era... diferente. Se estaba comportando diferente.

— Jace —gimió entre besos, llorosa, sudada. Desesperada.

— Mi amor —le respondió él, acomodándole el cabello en una coleta que sostuvo con el mismo cabello—. Dime qué deseas y te lo daré.

— A ti —sollozó, mirándole fijamente—. Dentro de mí.

— ¿Me echaste de menos?

— Sí, mi príncipe.

— ¿Mucho? —la acomodó encima de las cobijas, besándole otra vez y bajando a sus pechos. Lamiéndole los pezones y bajando un poco más, hasta alcanzarle el ombligo—. Porque debería castigarte.

— Muchísimo —desesperada, quiso tocarse a sí misma. Y lo hizo. Dirigió los dedos hasta su punto débil y le permitió a su prometido observarle masturbarse. Él no se lo impidió. Por el contrario, le comió los senos y la besó mientras ella se autocomplacía.

— Tal vez sí deba castigarte —juguetón, le apartó la mano y se metió los dedos empapados en ella, en su boca. Dulce.

— Hoy no —lloriqueó desde su posición, casi que juntando sus manos. De ser posible, se arrodillaba, pero no era para nada necesario. Era él quien estaba doblegado ante ella—. Por favor, Jace.

Jacaerys se acercó a besarle y se metió entre sus piernas, rozándole y mojándose la erección con su humedad. Disfrutando de verla colapsar con el simple roce de sus carnes. Pero él tampoco aguantaba más. También la necesitaba. Finalmente, se hundió en ella, perdiéndose en su interior. Lento, primero lento, esperando que su princesa le guiara, le pidiera, le dijera cómo lo quería esa noche.

Suaves estocadas. No tardó nada en adaptarse y ella tampoco.

Juntaron sus frentes, compartiendo besos, suaves gemidos y jadeos.

— Pídemelo —le ordenó el príncipe—. Dime cómo quieres que te folle esta noche, mi amor.

— Duro —pidió ella como respuesta, dándole un último beso.

Un último beso.

Rhaedes despertó de golpe, siendo recibida de vuelta a la vida con el danzar de las olas chocando contra la costa, de fondo.

Abrió los ojos, confundida.

Mareada.

Desorientada.

Estaba en la playa.

Se había quedado dormida.

Todo había sido un sueño.

Miró a su alrededor.

Ya estaba por anochecer.

Un cálido resoplido le alertó.

— ¿Arrax? —el dragón de su hermanastro reposaba a poco metros.

Entonces, escuchó su voz.

Lucerys estaba a su lado, adormilado, con el cabello revuelto y bostezando.

— No sé en qué momento me quedé dormido —avergonzado, se dió un estirón y le extendió la mano, para ayudarla a ponerse de pie—. Deberíamos irnos. Si no llegamos a cenar será un gran problema. 

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