𖥔 . . . 𝒊𝒊𝒊. i gotta remind myself that my mind is strong.
CAPÍTULO TRES
i gotta remind myself that my mind is strong so i won't lose my head.
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loc. DRAGONSTONE
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LA PRINCESA DESPERTÓ DESORIENTADA, con un amargo sabor a sangre en la boca. Sumida en una espesa turbidez mental, su cuerpo era incapaz de responderle. Quiso abrir los ojos, pero aquel simple acto le resultó imposible de concretar. Era como si su propio cuerpo, con el que nació y al que aprendió a reconocer como suyo, ahora no obedeciera a sus órdenes. No importaba cuánto esfuerzo aplicara, era incapaz de hacer nada más que ver en negro e intentar ignorar el fuego en sus pulmones. Tampoco estaba respirando. En nombre de todos los dioses y deidades existentes, ¿qué ser humano es capaz de olvidar el preciado acto de respirar?
No obstante, entre toda la extenuante confusión, había algo de aquello que se sentía familiar. Era como si lo hubiera vivido antes. Y no podía entenderlo. No era capaz de dar con un recuerdo similar. De hecho, era incapaz de dar con cualquier recuerdo. Como si su mente estuviera en blanco.
¿Cuál es mi nombre?
Sintió miedo.
¿Qué le estaba sucediendo?
Respirar.
Necesitaba respirar, pero, ¿cómo demonios se respiraba? ¿Qué pasos debes seguir para guiar el oxígeno hasta tus pulmones? No lo recordaba en absoluto.
Era como si su primer recuerdo, fuese el haber despertado en medio de la oscuridad siendo incapaz de conectar con su propio cuerpo.
Tal vez era una pesadilla.
¿Qué es una pesadilla?
Cuando ves a tu madre morir.
Entonces, aquel recuerdo llegó, bombardeándola sin esperarlo; se vió a sí misma llorando, encima de las cenizas de su madre y su hermano nonato. Era tan pequeña y ya, a esa corta edad, se sentía tan rota y derrotada.
El pecho volvió a dolerle, pero no se debía a su falta de oxígeno. Era dolor de verdad. Ese que te cala hasta los huesos y se queda allí, habitando dentro de tí. Por siempre.
Hubo un cambio. Reconoció el frío contra lo que debía ser su piel y un pinchazo en alguna zona que no logró identificar. ¿Era su brazo? Luego, sucedió algo más. Sonidos alcanzaron alguna zona específica de su cerebro. Eran gritos. Gritos y una voz que parecía ser la suya. Sí, era su voz. Eran sus gritos. ¿Cómo era posible gritar cuándo no era capaz de hacerlo? Estaba segura que no podía. Se suponía que estaba allí, en esa zona oscura, incapaz de hacer nada. Muerta.
Muerta.
— ¿Por qué permitieron que la princesa resultara herida, malditos inútiles? —para el príncipe era una situación inconcebible. Si no podía confiar la vida de sus hijos en los guardias que trabajaban para ellos, ¿qué seguía? Se suponía que para eso estaban allí, para bridarles seguridad y resguardo.
— Solo apartamos la vista un minuto, señor; ellas galopaban en sus caballos y segundos más tarde, escuchamos los gritos de la princesa —arrodillado ante el príncipe, el guardia intentó justificarse. Claro que había sido un error fatal y la muerte era su destino seguro, pero, no mentía; todo sucedió tan rápido que a penas y fueron capaces de procesar la escena.
— ¿No te han enseñado que un minuto basta para perder la vida en batalla? —no daría su brazo a torcer. Ya no era cuestión de orgullo. Se trataba de la vida de su hija. Su princesa fue herida y los culpables debían pagar—. Aunque, claro, justo ahora no es la guerra lo que pone en riesgo tu miserable existencia. Soy yo.
— Necesito saber dónde está la prometida de Lucerys —esta vez se trató de Rhaenyra. Ni siquiera se sentía capaz de pronunciar el nombre de la aludida. Era, en ese momento, como veneno en sus labios. Estaba encrespada de enojo y la imagen frente a ella no era de ayuda; ver a su hijastra, una vez más, ensangrentada mientras su brazo era suturado, de forma inconsciente la obligó a retroceder en el tiempo. A esa funesta noche.
Al no recibir una respuesta, la princesa volvió a tomar la palabra, elevando de forma considerable el tono de su voz. Perdería la paciencia en cualquier momento, eso sin duda. Y vaya que no estaba para malditas contemplaciones ni paciencia de ningún modo.
— ¿Lucerys continúa con los eruditos? —profirió, sin apartarse del lado de su hijastra, quien continuaba sin reaccionar.
— Sí, mi señora.
— Díganle a Lucerys que venga de inmediato, que es urgente —ordenó—. Y traigan a su prometida con él. O iré yo misma a buscarla.
— Sí, princesa.
— No quiero que mi hija despierte y encuentre la sala contaminada de la inmundicia de tu sangre —el príncipe exhaló, agotado de la situación. Necesitaba acabar con ello o se volvería loco—, salgamos de aquí.
— ¿Señor? —tembló.
— Dame tu espada —le ordenó el príncipe al guardia, antes de abandonar la sala.
Su destino ya había sido sellado.
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Transcurrieron al menos doce horas hasta que la princesa volvió a la vida, a mitad de una silenciosa madrugada. En su habitación, bien abrigada y con el brazo sobresaliendo de la cálida frazada, quiso incorporarse buscando entender lo que sucedía. Lo intentó, pero más allá del dolor punzante en su brazo recién suturado, el cuerpo lo sentía de plomo. Con la visión tan borrosa como su mente, que seguía adormilada, miró a su alrededor. Correcto, estaba en su dormitorio. No le fue complicado reconocerlo. Giró el rostro hacia la derecha y se encontró con una tenue iluminación que a penas alcanzaba la cama y, a la izquierda, justo a su lado, se encontró con una silueta. Ni siquiera fue necesario esforzarse para saber de quién se trataba y tampoco importaba cuán dopada estuviera, sabía que era él. Su presencia era única y tan cálida como ninguna otra. O tal vez era el dulce aroma a menta y frescura que siempre desprendía a su paso.
Lucerys.
Sentado en el suelo, recostado en la orilla de la cama, el príncipe se había escabullido horas atrás con la intención de velar el sueño de su hermanastra. En algún punto de la noche fue vencido por el agotamiento, pero ni eso bastó para apartarse de su lado. Incluso sabiendo que al amanecer sería amonestado por irrumpir en el dormitorio de la princesa, no le importaba nada más que saber que ella estaba bien. Ni siquiera el evidente enojo de su hermano.
— Mi futura reina fue herida y tú me pides que conserve la calma, ¿te estás escuchando, Lucerys? —horas atrás, ahogado en el más ferviente enojo, el hijo mayor de la princesa heredera explotó contra su hermano. O mejor dicho, contra el mundo entero. ¿Y cómo no hacerlo?
— Jace, entiendo tu enojo, pero necesitas tomarlo de otra manera. Debes pensar con cabeza fría, por favor —y no era el mejor para decirlo, no cuando él mismo se sentía igual de enojado que su hermano. No cuando verla de nuevo bañada en sangre le obligó a revolver el pasado al punto de querer vomitar por la ansiedad.
— No lo entiendes, ¿verdad? —soltando una risotada, el muchacho de cabellos marrones dió una vuelta en su propio eje y asentó las manos en su cadera, buscando no perder la cabeza. Tampoco fue fácil para él verla herida. Si bien era cierto que, en el pasado, cuando ella intentó quitarse la vida, él no lo supo hasta el día siguiente, había sido testigo de una inimaginable cantidad de ataques de pánico nocturno de su prometida.
— Sí que lo entiendo, hermano —no era mentira. Por todos los dragones existentes que así era.
— Vale, sí —el contrario asintió en dirección a su hermano menor, dando un paso hacia él—. Hera es tu prometida, pero tú no...
— No la amo como tú amas a tu futura reina —susurró el menor, bajando la cabeza. Fue un golpe bajo.
— Amo a Rhaedes —espetó Jacaerys, enfatizando su punto—. No pido que me entiendas. Sin embargo, por un momento, ¿te puedes imaginar lo importante que es ella para mí?
— De hecho, no es necesario imaginarlo.
— Luke, no puedo permitir que le hagan daño. Nunca me lo perdonaría.
— Ella es mi hermana, ¿lo has olvidado ya? —empezaba a cabrearse. Ya tenía los nervios de punta y los gritos de su hermano le estaban tocando los cojones del cielo a la tierra. No podía sentirse más indignado—. Sí, es tu prometida, pero para mí es igual de importante que para ti. Yo también la amo. Y, al igual que tú, también mataría a quien sea que se atreviera a ponerle un solo dedo encima. Sin importar nada. Y entiendo que en medio de tu enojo no puedas verlo, pero la amo y haré lo necesario para aclarar esta confusa situación con Hera.
— Daemon —en la habitación conjunta, la princesa hacía un enorme esfuerzo por no intervenir en aquella discusión de sus hijos—. Sé que en general permitimos que nuestros hijos resuelvan sus problemas bajo sus propias condiciones, pero ya los escuchas, ¿verdad?
Daemon asintió.
— ¿No deberíamos intervenir?
No cabía duda que para Lucerys aquello del accidente olía muy raro. Ni siquiera tenía sentido, cuando Rhaedes era la mejor jinete de caballos de la familia. Incluso mejor que Daemon. Tampoco sentía justo desconfiar de su prometida, pero de que había algo raro, lo había. Claro que los accidentes pasan. Sin embargo, no un accidente con tan pocas posibilidades de ocurrir. Por no decir que imposibles.
— ¿Luke? —de regreso a la habitación de la princesa, a mitad de la madrugada, el príncipe despertó al escuchar su nombre.
— Princesa —de un salto se incorporó, sacándose el polvo de los pantalones y enderezando la espalda. Feliz. Agitaría la cola como un cachorro de ser posible.
— Creo que... —quiso incorporarse, pero él no la dejó. Estaba mareada—. Creo que tendré otra cicatriz en el brazo.
— Debo notificar que has despertado —tuvo la intención de dirigirse a la puerta.
— No, por favor —le suplicó, intentando incorporarse—. Lucerys, espera.
Él se detuvo.
— Ayúdame —bastó pedirlo para que el príncipe le ayudara a sentarse, recargándola contra el espaldar acolchado de la cama. En silencio, ella observó el vendaje en su brazo. Le cubría el brazo y la mano completa. Quiso sacarse de encima el material que le cubría, como si fuese necesario para ella ver con sus propios ojos lo que había sucedido en la playa. Sin embargo, él se lo impidió, sujetando su mano sana.
— Tenemos que hablar de lo que sucedió —dijo Luke, bajito.
— Por favor, no —sollozó.
— Sé que debes estar aturdida y que estás pasando por mucho dolor, pero necesitamos hablarlo.
— Fue un accidente.
— ¿Te caíste del caballo por accidente? —espetó, enarcando una ceja.
— Sí, eso pasó —asintió.
— Has montado a caballo desde que eras muy pequeña y te conoces todos los caminos y trampillas de la isla. Si te cubren los ojos, continuarás reconociendo cada esquina, cada roca, alga, concha marina.
— No puedes inculpar a tu prometida, no sería justo.
— ¿Quieres que te diga lo que no es justo aquí?
— Lucerys, por favor, no.
— Volver a encontrarte, desmayada, bañada en sangre, siendo rodeada por un montón de personas que intentan detener el sangrado y mantenerte con vida.
— Fue un accidente.
— Tal vez madre o padre te crean, pero yo no.
— ¿Por qué no, Luke?
— Hemos recorrido ese mismo camino durante años enteros y nunca sucedió nada similar.
Ella no dijo nada.
— Si no me lo dices, está bien, yo mismo buscaré una respuesta. Hablaré con todos, les preguntaré y enfrentaré a Hera para conseguir una respuesta.
— No, tú no harás eso.
— Rhaedes, sabes que esta es la segunda vez que me pides que no haga algo ¿verdad? Y que, la última vez que sucedió, casi te cuesta la vida.
— De todos modos, esa vez no me escuchaste.
— Esta vez tampoco lo haré —sentenció él, encogiéngose de hombros.
— Por favor, no hagas nada.
— Solo dime la verdad —ahora fue el príncipe quien suplicó.
— Si padre se llega a enterar de lo que sucedió... —ni siquiera fue capaz de completar la frase.
— Basta con que yo lo sepa para tomar medidas.
— ¡Es tu prometida!
— Y tú eres mi... —la soltó, pasándose las manos por el rostro, en un pobre intento de ordenar sus ideas—. Tú eres más importante. Además, dudo que mi hermano se quede tranquilo con el tema. Estás temblando del dolor ahora mismo. Y no podrás hacer tus cosas durante días.
— Bueno, tú vas a ayudarme —acabó recargándose en el hombro del contrario.
Lucerys exhaló. ¿Por qué debía ser tan débil ante ella?
— Gracias, Luke.
— ¿Por qué? —confundido, preguntó.
— Por estar aquí.
— Creí que me odiabas —le confesó, avergonzado por sentirse de ese modo.
— ¿Por qué? —ahora la confundida era ella.
— Por no haberte obedecido aquella vez.
— Luke, ¿cómo podría odiar a la persona que no me dejó ir?
— Nunca voy a arrepentirme de mi decisión.
— Gracias por eso —trató de sonreír.
— Por eso debes permitirme hacer algo con respecto a lo sucedido. No me entra en la cabeza que yo deba compartir mi vida entera con una mujer que te hizo daño.
— Te quiero, Luke —dijo de la nada, aferrándose al suave cuerpo masculino. Buscando de su calor, de su paz.
— Princesa...
— Tuve miedo esa noche y tuve medio esta vez.
— Lo sé —recargó su cabeza encima de la de ella, tomándole de nuevo de la mano sana. Brindándole mimos y calor.
— ¿Ella no te gusta? Tu prometida, quiero decir.
Lucerys negó con la cabeza.
— Yo no tuve la suerte de mi hermano.
Hizo silencio.
Continuó.
— No tengo la fortuna de estar enamorado.
— Puedes enamorarte —le dijo ella.
— ¿Cómo puedo enamorarme de la mujer que te hizo esto? —cuestionó, como si fuera la cosa más obvia e indignante del mundo.
— Lo siento —masculló sincera.
— Me pides que no haga nada y entiendo los motivos; lo menos que necesitamos en este momento es generar razones de tensión entre familias, pero tú no eres un efecto colateral. Eres la primogénita y la futura reina. Yo no tengo miedo de empuñar mi espada con el fin de protegerte. Rhaedes, quien se atreva a deshonrarte, despreciarte o dañarte mínimamente, está muerto para mí.
— Te confiaría mi vida, Lucerys —sus ojos púrpuras fulminaron al príncipe—. No, de hecho, ya es así. Desde aquella noche posterior al funeral de mi madre y mi hermano. De alguna manera yo quería ser salvada y tú lo hiciste. Me salvaste. Sujetaste mi mano del mismo modo que lo estás haciendo en este momento y me miraste tan asustado, compasivo. Corriste por ayuda, incluso cuando te supliqué que no lo hicieras.
— Esta vez también quiero hacerlo —le respondió, sin romper el contacto visual—. Correr y buscar ayuda, hacer todo lo posible por darle su merecido a quien te hizo esto. Déjame hacerlo, por favor.
— Luke —susurró su nombre, empujándose hacia él y besándole en la mandíbula sin previo aviso. No le alcanzó la mejilla. Se sintió bien—. Me basta con que te quedes a mi lado, así como ahora. Incluso si tu prometida me odia por la forma en la que me tratas. Ya que, desde su perspectiva, eres más atento y encantador con tu hermanastra que con tu prometida.
— ¡Obviamente!
— ¡Dije lo mismo!
Ambos rieron muy bajito.
El día comenzaba a levantarse.
— Tu prometida cree que soy una puta mimada. Aunque, pensándolo bien, ¿tiene algo de malo ser una puta mimada? Yo creo que no —se rió más alto, volviendo a recargarse del hombro del principe, quien también se rió—. Me gusta ser consentida.
— En efecto, después de Joff y los bebés, ¡eres la más consentida de casa! —coincidió, sonriendo. Se sentía menos tenso. No como si todo ya hubiese pasado, pero mejor. Ella tenía ese efecto sobre él. Paz.
— Lamento que no seas feliz con tu prometida.
— No seré feliz con nadie que te haga daño.
— Luke, prométeme que no harás nada.
— Estás pidiéndome demasiado —suspiró.
— Si mi padre se entera de que Hera me empujó del caballo, todo se irá muy a la mierda. Incluyendo los acuerdos políticos y demás diplomacia. Además, si mi padre se entera, el rey lo sabrá y esto será tomado como un atentado contra el mismo rey. No quiero que por mi culpa todo se vaya al demonio.
— Tú eres la víctima, no la culpable. Y la única culpable es la mujer que debo tomar como esposa y con la que debo tener hijos.
Rhaedes exhaló mucho aire, asintiendo. Se sentía terrible por pedirle aquello a Lucerys, pero tenía miedo. Mucho. Y lo menos que deseaba era una disputa entre familias. Especialmente cuando su padre podía llegar a ser tan agresivo e impulsivo en ciertas situaciones. Sobre todo cuando se trataba de ella. Tal vez si los convencía a todos, dejarían el tema a un lado y caso cerrado.
Una ilusión, por supuesto. Al amanecer, después de que Luke se marchara para evitar ser atrapado en los aposentos de la prometida de su hermano, Jacaerys apareció con el sol.
— Me alegra tanto que ya estés despierta —estaba tan aliviado.
— ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?
— Lo suficiente como para enloquecer de angustia.
— Perdóname por este mal rato, Jace.
— No fue tu culpa, mi amor.
— Quieres hablar de eso, ¿verdad?
— De hecho —él tomó asiento a su lado, depositándole una dulce caricia en la mejilla para luego sujetarle del mentón—. Quiero decirte una cosa.
— ¿Qué cosa, Jace?
— Rhaedes —comenzó él, firme—. Tú serás mi esposa, mi amante, mi soporte y mi reina. Si no cuido de tí, ¿qué sentido tendría alardear de todo esto?
Ella asintió, cerrando los ojos. Quiso decirle algo, excusarse, pedirle que por favor se detuviera. Nada salió de su boca más que una pequeña exhalación.
— Te quiero tanto —continuó él—. Verte herida es el infierno para mí. Que sientas dolor, que estés lastimada, que alguien se haya atrevido a lastimar a mi futura reina es...
— Un accidente —sollozó ella, incapaz de manterse fuerte un minuto más.
— Buenos días —por fortuna, a la habitación entró Rhaenyra. Con uno de los bebés en brazos, todavía en ropa de dormir, fue por su hija—. Oh, Jace. No sabía que estabas aquí.
— Madre —dijeron los prometidos en unísono.
— ¿Cómo te sientes, mi cielo? —su madrastra se aproximó, besándole en el cabello y pasándole la mano por la espalda.
— Con el té que me trajo Jace me siento mucho más relajada —señaló el pocillo vacío, a un lado de la cama.
— Creo que también necesitaré uno de esos —masculló el príncipe.
— Todos estamos muy tensos —dijo madre, de forma conciliatoria—, pero lo importante es que Rhaedes ya despertó y se está recuperando. Lo demás son simples añadiduras.
— Madre, la integridad de mi prometida no son simples añadiduras.
Rhaedes bajó la cabeza.
De nuevo quería llorar.
— Eso no fue lo que quise decir, mi cielo —le explicó con cariño—. Pero considero innecesario exponer a Rhaedes a otro mal rato cuando ya la está pasando lo suficientemente mal.
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— ¿Dónde está mi padre? —un par de horas más tarde, la princesa se reunió con su familia para desayunar.
Si bien era cierto que la sutura en el brazo le generaba mucho dolor, prefirió no llevarle la contraria a las tradiciones. No por ella, sino porque ya las cosas estaban lo suficientemente tensas como para encerrarse a pensar tonterías.
— Con Hera —murmuró Jace, a su lado.
— ¿Ella sigue aquí? —profirió la princesa.
— Acaba de marcharse —a la mesa se unió Daemon, tomando asiento de inmediato.
— Padre... —el corazón le dio un vuelco de miedo. ¿Qué sucedería con Hera? Ni siquiera entendía por qué se preocupaba tanto por una mujer que había declarado cuánto la odiaba y lo que pensaba de ella.
O tal vez no se trataba directamente de Hera sino de Lucerys.
— Tranquila, no le sacaré los ojos —dijo el príncipe, dándole un sorbo a su bebida caliente.
— Gracias, padre —ella se relajó, jugueteando con un trozo de pan.
— Pero eso no significa que vaya a quedarme de brazos cruzados —por supuesto que debía ser de ese modo. Así era él.
— No es necesario hacer nada, papá.
— ¿Ya te viste el brazo?
— He dicho que fue un accidente —ella continuó repitiendo lo mismo.
Lucerys se revolvió en su asiento, desviando la mirada hacia un punto lejos de la reunión. Hubiese querido levantarse y explicarle a su padrastro paso a paso lo que pasó, pero le había dado su palabra a Rhaedes. Prometió no decirle nada a nadie.
— Un accidente tan improbable como que lluevan sandías —riñó Jace, con evidente enojo ante aquello.
— Sería genial que llovieran sandías —dijo Joffrey, ajeno a la conversación principal—. Amo las sandías.
— La han visto empujarte —sentenció Daemon.
— Ya no sé si me siento cómoda con el acuerdo matrimonial entre Hera y Luke —añadió la princesa heredera.
Lucerys mostró sorpresa en su mirada ante aquella declaración. ¿Sería posible anular el compromiso? Por favor, madre.
Rhaedes tomó la palabra.
— Todos a mi alrededor se la viven recordándome mi posición; que soy una princesa y que, además, soy la futura reina. Siendo de ese modo, ¿no debería mi palabra tener más peso que la de un par de guardias? Si he dicho que ha sido un accidente, entonces, que así sea. No hay nada que discutir al respecto. Como la futura reina, exijo respeto a mi maldita palabra y se acabó.
La princesa se puso de pie y sin decir nada más o, por lo menos, esperar una respuesta, se marchó.
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