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CAPÍTULO ONCE
i don't know what to say.
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loc. DRAGONSTONE
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AQUEL LIBRO LLEVABA SIRVIENDO DE COMPAÑÍA a la princesa desde... bueno, vale, ya era hora de admitir que no había sido capaz de leer un sólo párrafo completo desde que lo llevaba aferrado al pecho y de eso hacía al menos tres días. ¿O tal vez más? Era de sus favoritos y estaba segura que en cualquier otra ocasión, ya se lo hubiese leído entero. Sin embargo, para como iban las cosas, ¿qué más daba si se rendía o soltaba el maldito libro de una buena vez? No, no podía. Necesitaba, por todos los dioses que necesitaba, sujetarse a algo o moriría. Iba a morir si no llevaba algo encima.
Estaba aterrada por el viaje y ya no había nada que pudiera hacer para conservar la calma o, por lo menos, actuar como una persona civilizada, que era lo que hacían todos a su alrededor. En cambio, ella se sentía al borde de un colapso. O se moría intentando contar sus respiraciones y el mar se la tragaba de una buena vez.
No existía ningún motivo, de veras, para actuar como una demente. Era el viaje, la boda, la leche de burra y los ritos de fertilidad a los que estaba siendo sometida por sus doncellas. Iba a casarse con un buen hombre, que además de amarla, lo conocía desde que eran unos niños. ¿Por qué no podía asumir los hechos de una vez por todas y disfrutar de las atenciones que estaba recibiendo? ¿Era tan difícil? A ver, ¿qué tan difícil puede resultar hacer a un lado tus sentimientos y enfocarte en tus obligaciones como futura reina consorte?
Eran esos malditos rizos, esos indecorosos ojos marrones que la empujaban al mismísimo pecado y esa, buen dios, sonrisa con hoyuelos. Era él, montando su dragón con inhumana agilidad, empuñando con firmeza y ferocidad su espada y sonriendo en su dirección. Mirándola a ella. Lucerys.
Ya estaba todo listo para el viaje a Desembarco del Rey. Sabía, en el fondo de su inquieto corazón, que aquel viaje no era más que parte de la ceremonia que la arrastraría a su nueva vida como futura reina consorte, junto a su esposo. No significaba demasiado, si tomaba en cuenta lo demás. No obstante, incluso si sabía que nada iba a cambiar del cielo a la tierra, su pecho se sentía apretado entre las telas. Ni todos los aceites de esencias o la tibia leche de burra, bastaban para aminorar el constante y doloroso latido de su corazón.
Tampoco había visto a su padre lo suficiente y solo el cielo sabía cuánto echaba en falta sus abrazos. ¿Estaría su madre orgullosa? Mientras las siervas le tallaban la piel con toda la hostilidad que cabía en sus rechonchos cuerpos, se preguntaba si su madre la hubiese apoyado. ¿Qué hubiera pasado si le confesaba a su madre que estaba enamorada del hermano de su prometido? No, sin duda, si su madre viviera, las cosas claro que pintarían diferente. Para comenzar, tal vez, ella ya tuviese años casada con su primo. Ser esposa de Aemond iba a ser, eventualmente, su camino y odiaba pensar en ello como lo que alguna vez fue una posibilidad. El cielo la libró de algo terrible para arrastrarla a lo que empezaba a ser casi tan malo como lo otro. A dónde fuera que mirase, no existía un final feliz para ella, ¿verdad? Sea con Aemond o con Jacaerys.
La verdad sea dicha, pues la princesa se sintió genuinamente feliz ante la llegada de Lord Corlys. ¿Cómo no alegrarse por su visita? Incluso si su llegada significaba tolerar a Hera. Corlys Velaryon, popularmente conocido como la Serpiente Marina, era un hombre de honor, repleto de sabiduría y valentía. Ciertamente, muchos se atrevían a decir en voz altanera que el aventurero de abundantes cabellos perlados y ojos malva, era alguien de carácter más bien intratable. Aquello no era más que una desfachatez sin medida. Sobraba decir, además, que amaba a sus nietos y sólo con eso, ella se daba por satisfecha.
— Princesa —el amo de los oceanos se inclinó cortés ante la presencia de la futura reina consorte.
— Bienvenido a nuestro hogar —ella también se inclinó, con una sonrisa genuina en el rostro. Claro que estaba feliz.
— Oh, sigo albergando la esperanza de que un día puedas dirigirte a este pobre viejo como «abuelo».
— Me atrevo a decir que la edad le sienta muy bien, señor.
— No es por alardear de mis dotes, pero en mi juventud fui conocido por mi pícara galantería.
— Nunca me atrevería a poner en duda sus palabras.
Ambos se rieron.
— ¿Está siendo mi nieto un caballero con mi anfitriona? —quiso saber el buen hombre.
— Solo en los momentos precisos, señor —respondió con un toque de picardía en su voz.
— Vaya que eres hija de Daemon —amplió una sonrisa animada.
— ¿Se ponían en duda mis orígenes?
Hubo risas.
— ¿Cómo se siente tu padre ahora que su princesa será tomada como esposa?
— Asumo que se sentirá agradecido por librarse de mí.
— Nada de eso —el aludido apareció, posándose junto a su heredera.
— Padre, ¿es que estoy equivocada?
— Nunca has significado una carga para mí, hija.
— ¿Jamás? —insistió la damita.
— En ningún momento. ¿Cuándo te hice sentir lo contrario? Todavía puedes acudir a mí si algo te angustia. Lo que sea —enfatizó cada sílaba en lengua muerta.
— Padre, estarás muy ocupado educando a mis traviesos hermanos menores.
— Siempre tendré un lugar especial para mi primogénita. Pase lo que pase.
— Eres un buen hombre, Daemon —dijo Corlys Velaryon.
— Prefiero ser conocido como un canalla —se encogió de hombros.
— Hera, no seas tan descortés con nuestros anfitriones —el amo de los océanos tiró del brazo de la muchacha—. ¿No vienes a saludar a la princesa?
— Princesa —la jovencita inclinó la cabeza con saludo, sin poner esfuerzo en ello. Nadie le pondría importancia, de todas formas.
— Bienvenida. ¿Ha estado tranquilo el viaje?
— Afortunadamente —ni siquiera se atrevía a mirarla.
— ¿Dónde están mis nietos y por qué no han venido a recibirme? —preguntó el hombre.
— Me temo que sus responsabilidades los rebasan, pero nada los hará más felices que...
— ¡Abuelo! —un chillido infantil llegó a los oídos de todos.
— Mi precioso nieto está aquí.
— Ah, sí viniste... —gañó el niño, mirando con fastidio a la que se supone iba a ser su cuñada.
— Supongo que no estás feliz, Joffrey —afirmó Hera.
— ¿Estás bromeando? Se me cae la cara de alegría —espetó el más joven con ironía.
Daemon oprimió una sonrisa, orgulloso de su muchacho.
— ¿Dónde está mi prometido? —preguntó Hera.
— Nuestros prometidos están entrenando —le explicó la princesa.
— Tampoco esperaba que Luke corriera a recibirme. Ni siquiera sé por qué estoy aquí, honestamente.
— ¡Abuelo! —transpirando como un loco, con los rizos pegados a la frente y las botas sucias, Lucerys corrió a los brazos de su abuelo—. Vine corriendo en cuanto notificaron tu llegada. Te he echado de menos.
— ¡El estirón que te has dado! —exclamó su abuelo, ensanchando los brazos para recibirlo.
— Luke —gruñó Joffrey.
— ¿Qué pasa, Joff? —se giró en dirección a su hermano menor.
— No entiendo, Luke.
— ¿Qué no entiendes, cabeza de nuez?
— A ver, si tú no la amas y ha sido cruel con todos nosotros, ¿por qué te casas con ella? Quiso hacerle daño a la princesa. O mejor dicho, lo logró. Además, ¿ustedes recuerdan cuando dijo que yo nunca sería capaz de montar a mi dragoncito? Sorpresa, Hera. Ya lo logré. Y con buenos resultados. ¿Tú cuántas veces has montado a un dragón, Hera? —de sorpresa le dió uso al Alto Valyrio, presumiendo sus altas capacidades para hablarlo a su corta edad.
— Joffrey, mi amor, sé humilde —la princesa heredera se acercó.
— Madre —suspiró el aludido igual de altanero que su padrastro, dramatizando—. Padre y tú nos han enseñado a defender nuestras convicciones y no pienso pedir perdón por hacer un comentario sin mentira de por medio.
— Vaya cuánto has madurado, hijo mío —siseó Daemon.
Joffrey sonrió.
— Así como acaban de escuchar, familia; Joffrey desde ya está demostrando tener grandes capacidades como jinete. Nunca lo puse en duda, está en su sangre —el esposo de la princesa heredera palmeó la espalda de su hijastro.
— El muchacho es inquieto, así como lo es la sangre de dragón —sentenció Corlys.
— Abuelo, ¿quieres verme montar a mi dragón? —le invitó Joffrey.
— No sería capaz de perderme tal espectáculo.
— ¿Puedo, madre? —miró a su mamá con ojos llenos de emoción.
— Solo si has acabado con tus deberes.
— ¡Lo hice!
— Vale, muestrale a tu abuelo cómo vuelas —los dejó ir.
— Ya que mi presencia no es plena, he de marcharme —era lo único que Hera quería, mantenerse alejada.
— No, Hera, por el contrario, quédate. Hablemos un poco—dijo Rhaenyra.
— ¿Disculpe, princesa?
— Luke, mi cielo, continúa con tu entrenamiento.
— Como ordene, madre.
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— Ya has mancillado mi honor, ¿no puedes respetar la distancia prematrimonial hasta después de la ceremonia? —murmuró Rhaedes a su prometido, un poco más tarde.
— Que yo sepa, no es algo que te haya incomodado durante todo este tiempo —le sonrió, tumbado en el cómodo asiento junto al ventanal.
— Nunca dije que significara un problema.
— Dilema resuelto, mi amor.
La princesa se obligó a sonreír. Tomó asiendo en la orilla de la cama, manteniendo una distancia prudente entre ambos. Temía bajar la guardia y si sucedía, él no dudaría en arrancarle la ropa y tomarla a plena luz del día.
— Agradezco a los dioses que madre y padre hayan accedido a llevar a cabo la ceremonia acá en casa y no en Desembarco del Rey.
—Viserys estaba decepcionado, me temo —admitió el príncipe.
— La boda de su nieto, el futuro rey y su sobrina, no es poca cosa.
— Nuestra ceremonia será perfecta.
— ¿Estás feliz, Jace?
— A tu lado soy feliz —se puso de pie, haciendo lo que ella más temía; se acercó y la besó.
Jacaerys se sentó a su lado, echando un vistazo rápido al libro que ella tenía sobre las piernas.
— ¿Qué estás leyendo?
— Sobre los sueños de nuestros ancestros —se encogió de hombros, restándole importancia.
— ¿Cuáles son los sueños de mi futura esposa?
— Tuve muchos sueños de pequeña; no dejaba de pensar en lo que me aguardaba, pese a conocer bien mi posición en el mundo.
— ¿Puedes contarme de ellos?
— Las cosas son diferentes ahora —dijo la damita en voz muy baja.
— Sí que lo son, pero como seré tu esposo y compañero de vida, considero importante compartirnos cada uno de nuestros sueños y metas.
— ¿Cuáles son los sueños de mi futuro esposo? —atacó de frente, para desviar la atención de ella hacia él.
— Todos mis sueños son a tu lado; una familia, verte embarazada de mis hijos, darles nietos preciosos a nuestros padres y vivir muchos años, los suficientes para ver a nuestra descendencia crecer. Esos, principalmente, son mis sueños. ¿Qué opinas al respecto, mi amor?
— Así que, tus sueños giran alrededor de mi útero y mi fertilidad —quiso reírse. ¿O quizá lo que quería era echarse a llorar?
— Serás mi esposa. Es normal que desee una familia con la mujer que amo. No hay pecado alguno en ello.
— Si me disculpas, me retiro a leer en la playa —no lo soportó más. Se puso de pie y caminó a la puerta.
— ¿Dije algo que te hiciera enojar? —confundido, el príncipe fue tras ella.
— No, Jacaerys; ese es el problema, no dijiste nada que no supiera ya.
— Entonces, ¿por qué el ceño fruncido y las mejillas encendidas? Te conozco lo suficiente como para saber que esos signos, al menos en tí, significan enojo.
— No insistas, por favor.
— Permíteme insistir.
— Déjame ir, Jacaerys.
— No hasta qué me digas qué te pasa, ¿de acuerdo?
— Me inquieta que tus sueños giren alrededor de mi útero.
-—¿Qué está mal en eso? —no lo entendía en absoluto.
— No quiero hablar de esto, Jace.
— Debemos hablarlo —insistió.
— No ahora, te lo imploro —estaba a dos segundos de llorar.
— De acuerdo, como quieras.
— Déjame ir.
— Ve.
No corrió porque no estaba segura a dónde ir. Una vez más, echa un manojo de ansiedad y lágrimas que luchaban por derramarse empapándole el rostro, se aferró al libro que apretaba sobre su pecho y caminó hasta donde nadie fuese capaz de encontrarle. Oculta en una zona bien recóndita, justo donde el susurro de las voces de diario y los pasos de los sirvientes no alcanzaban, allí se quedó. Refugiada en paredes altas y ventanales agrietados.
Respiró, dispuesta a no llorar y sin embargo, lo hizo. Acabó agachándose, sin atreverse a soltar el libro, hundiendo el rostro ya húmedo entre sus temblorosas rodillas. Estaba haciendo el ridículo, lo sabía. ¿Qué había dicho su futuro esposo de malo como para empujarla a tal angustia? Nada. O mejor dicho, todo lo que dijo, cada una de sus palabras, ¿no las conocía ya? Era, pues, su posición en el mundo, su deber como futura reina consorte. ¿Por qué, en nombre de los dioses, estaba actuando de esa manera tan cuestionable? Mientras Jacaerys estaba siendo correcto y razonable, ella lloraba como cría en una habitación desolada, escondida del mundo entero y sus expectativas hacia su persona. Hacia su útero.
— Llevo un buen rato buscándote —la voz de su futura cuñada la tomó por sorpresa. ¿Qué hacía Hera buscándola?
— La idea era desaparecer un poco.
— Te salió mal.
— Ya veo.
— ¿Podemos hablar?
— ¿Qué pasa, Hera? —se secó el rostro y se incorporó.
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Un alarido, similar al de un dragón enojado, ardiendo en cólera, corrió por todo el castillo. Daemon estaba enojado y cuando esto sucedía, hasta el mismísimo océano temblaba a su paso.
— ¿Dónde está mi hija? —era el príncipe, por supuesto, haciendo acto de presencia con zancadas largas y ruidosas. No daba con el paradero de su hija.
— La princesa y la... prometida del príncipe Lucerys —por fin se escuchó la voz de alguien—. Ellas salieron juntas, mi señor; la princesa llevaba su vestimenta de entrenamiento y ordenó preparar a su dragón.
— ¿Qué falacia me estás diciendo? —parecía una mala broma. Claro, no le resultaba extraño que su hija optara por saltarse sus obligaciones para irse a volar. Pero, ¿en compañía de la alimaña aquella?
— Sí, mi señor —el siervo bajó la cabeza, aterrado por la filosa mirada cargada en puro fuego, de su amo. No decía mentiras.
— Mi hija abandonó el castillo sin protección —el príncipe se detuvo, buscando con esfuerzo entender lo que escuchaba—. Ustedes, cabrones, permitieron que la princesa saliera con la fulana esa, quien la hirió de gravedad en el pasado. ¿Es eso?
— La princesa insistió, señor —de veras, no mentía. ¿Cómo podría mentir? La princesa había insistido tanto en que solo serían un par de vueltas. Que iban a volar un poco y regresar antes de la comida.
— ¡Vayan a buscar a mi hija! —no fue un grito. Lo que salió de su boca fue una amenaza en forma de orden.
— Debemos informar a Lord Corlys —era la princesa heredera quien hablaba.
— Nunca debí permitirlo. Que esa infame pisara nuestro hogar y se acercara a mi hija.
— Nuestra hija, Daemon —corrigió su mujer.
— ¿Qué pasa con mi hermana? —el príncipe Lucerys fue el primero de los hijos en hacer acto de presencia en el concurrido salón.
— Salió con tu prometida desde quién sabe cuándo —le informó su padrastro, haciendo un esfuerzo invaluable por no implosionar allí mismo—. Está por meterse el sol y como podrás notarlo, no han regresado.
— Mierda, ¿quién lo permitió? —el más jóven dió una vuelta, buscando respuestas en alguno de los sirvientes y guardias que los observaban como fenómenos.
— Fui yo, mi jóven señor —obtuvo como respuesta y eso fue todo.
Lucerys era pacífico, estoico y tolerable; le gustaba analizar las situaciones y enfocar su energía en un resultado óptimo. Solo los dioses sabían cuánto odiaba las confrontaciones. No obstante, en ese momento, algo en su cabeza se apagó. En un segundo, sus piernas actuaron y se lanzó contra el guardía, sujetándolo por el cuello con una sola mano. Se aprovechó de su fuerte genética, cortándole la respiración. Deseó matarlo y sabía que era capaz de hacerlo. Sin armas. Sus manos bastaban.
— Si a la princesa le ocurre algo —murmuró el príncipe entre dientes—. No, si a mi hermana le falta un solo cabello, estás muerto y por mi propia espada.
— ¡Lucerys! —el grito de su hermano mayor lo volvió a tierra; soltó al guardia y giró en dirección a Jacaerys.
El guardia cayó sobre su rodillas sin recordar lo que era tener oxígeno en su sistema.
— ¿No deberías preocuparte por la salvaje de tu mujer? —profirió el mayor; llevaba las ropas sucias debido al arduo entrenamiento al que se sometió ese día—. De la mía me preocupo yo.
Aquellas palabras bastaron para enloquecer al dulce, obediente y apacible príncipe del mar. Era una broma de pésimo gusto lo que acababa de escuchar, ¿verdad? En nombre del mismísimo infierno, ¿desde cuándo se le prohibía preocuparse por Rhaedes?
— No debo pedirte permiso para preocuparme por la princesa. Por si tu memoria está fallando, antes de que fuera «tu propiedad», dado a que ese es el modo en que te refieres a ella, como si de una cosa burda y mundana se tratara. Antes de que se volviera tu mujer, ella era mi familia. Así que, no esperes que te pida permiso para declarar mi muy fundamentada preocupación y angustia hacia una persona que me vió crecer y me acompañó en tantos momentos de gran relevancia en mi vida. ¿Te quedó claro o preparo un pergamino en diversas lenguas para que lo leas en la comodidad de tus apodentos y te permitas tomar apuntes de lo insulso, patético, despreciable y poco honrado que te ves hablando de la princesa como si fueras el único en esta maldita sala al que se le tiene permitido sentir angustia por ella.
Jacaerys lo escuchó en silencio. Por supuesto que lo escuchó. Todos en el salón lo hicieron, incluyendo las doncellas y criadas que asomaron sus cabezas ante la inesperada confrontación de los hermanos.
— ¿Quién te crees que eres para dirigirte a mí de ese modo, Lucerys? —le preguntó su hermano mayor—. ¿Se te ha olvidado quién soy yo?
— Eres mi hermano, nacimos de la misma madre —no, no iba a pedirle perdón. ¿Por qué habría de hacerlo?—. Por supuesto que no he olvidado quién eres y a quién tengo al frente justo en este momento.
— ¿Estás queriendo decir que no vas a retractarte por tu insolencia? —soltó con ponzoña, llevándose las manos malheridas a causa del entrenamiento, a las caderas.
— Insolencia referirse a la princesa como de tu propiedad —deseó molerlo a puños; el cielo sabía cuánto hubiese disfrutado molerlo a golpes hasta la mañana siguiente.
— ¡Lucerys!
La voz de la princesa hizo eco en el salón. Tal y como había sido informado su padre, la jovencita apareció por la puerta con su indumentaria de entrenamiento y el cabello recogido en una coleta floja mal hecha.
La sala temblaba y los ánimos hervían.
— Estoy en casa —les dijo a todos con la respiración agitada, deteniéndose de forma estratégica justo en medio de los hermanos.
— Princesa, estás a salvo —si hace un segundo deseaba moler a golpes a su hermano mayor, ahora sólo pensaba en meter a Rhaedes en sus brazos y besarla por siempre. No podía hacerlo, claro está. Así que no tuvo más remedio que quedarse de pie, sonriéndole y olvidando la disputa con su hermano.
— ¡Por supuesto que sí! —clamó ella, sabiendo que estaba en problemas. Miró a sus padres y por último, a su prometido. ¿Por qué de pronto todos parecían dispuestos a amarrarla con cadenas para no dejarla salir nunca más?
— Rhaedes, ¿cómo pudiste? —su prometido habló, con voz ronca, intentando no gritar. Claro que quería gritar y hacer un escándalo. Tenía todo el maldito derecho de hacerlo.
— ¿Desde cuándo te comportas como una mocosa insolente? —su padre caminó hacia ella, tirándole de los hombros con firmeza, sin hacerle daño.
— Padre, estoy tan saludable y fuerte como un roble —le aseguró, sintiendo las lágrimas escocerle los ojos.
— Saliste sin informarle a nadie de tu paradero —continuó el príncipe, negándose a soltarla. La examinó a detalle y todo en ella parecia orden.
— No creí que fuese a tardar tanto.
— Saliste con la puta de... —no pudo soportar aquello. Se atrevió a interrumpir a su padre. No lo pensó.
— Padre, no voy a permitir que hables de ella de ese modo. Es un ser humano y merece respeto.
— ¡Te hizo daño!
— Lo sé, padre. Tengo la cicatriz en mi brazo. No lo he olvidado.
— Estás en la obligación de notificar tus ausencias.
— Me disculpo, padre. Fue mi error.
— Debido a tu insolencia, ¿sabes qué sucederá? —le preguntó su padre.
— No, señor.
— Dos inocentes serán castigados.
La princesa bajó la cabeza.
Lord Corlys ya estaba presente y no iba a explicarle a nadie los verdaderos motivos de su ausencia. No iba a traicionar a Hera de un modo tan ruín. Si una sola persona en la familia se enteraba que Hera se había practicado un aborto, fruto de un hombre cuyo nombre o apellido no era capaz de recordar, estaba muerta. Claro que lamentaba el castigo de sus guardias, pero iba a lamentarlo más si Hera moría cuando podía evitarlo.
— Lo siento, padre —murmuró la princesa. No iba a llorar en público, pero moría por hacerlo—. No sabía que se me prohibía tener un poco de tiempo libre para mí junto a una persona que para variar, no se la pasa exclamando cuán fertil podría ser mi útero y cuántos hijos seré capaz de darle al futuro rey.
Alzó el rostro, mirándolo a los ojos con un valor escondido que no sabía que tenía hasta ese momento.
— No pido que me entiendas, padre. Sé que nunca podrás entender la presión que yace sobre mis hombros desde que las criadas corrieron gritando por todo el castillo que tu primogénita era una mujer sangrante.
— Estábamos preocupados por tí.
— No soy estúpida, padre —espetó la princesa, dando un paso hacia atrás—. Fuiste tú quien me crió y quien me enseñó a empuñar una espada con el doble de mi peso en primer lugar. Hera no iba a hacerme daño y como podrás notarlo, no lo hizo; salimos juntas y fuimos a dar un paseo lejos de todo lo que significa ser vistas como unas cerdas ponedoras a las que solo le ven valía por la cantidad de crías que de a luz. Una vez más te pido perdón. Les pido perdón a cada uno de ustedes, pero no pienso tolerar una sola falta de respeto hacia Hera. Fue mi error no anunciar nuestra salida, del mismo modo que fue mi error retrasar tanto nuestro regreso al castillo.
Jacaerys quiso acercarse, pero ella lo rechazó.
— Ahora, si me disculpan, me retiraré a mis aposentos... de soltera —miró a su prometido—. Quiero estar sola. ¿Se me permite estar sola, padre? ¿O lo tengo prohibido?
— Debí darte unas cuantas bofetadas cuando eras pequeña. Todavía puedo dartelas. Sigo siendo tu padre aún cuando estés por casarte.
— Adelante, padre. ¿Gustas usar el látigo también? Puedo tomar el castigo de los guardias en su lugar. No sería la primera vez que cargo encima una que otra cicatrices.
— Oh, suena maravilloso. Traigan el látigo de castigo.
— Daemon, no creo que sea propicio llegar a tales extremos —imploró Rhaenyra.
— No te preocupes por mí, madre —dijo la princesa, sacándose de encima la capa vinotinto que le cubría hasta por debajo de las rodillas.
— El látigo de castigo, señor —uno de los siervos le entregó el látigo; tiras y tiras unas más gruesas que otras de piel de dragón.
— Esto es ridículo.
Jacaerys se detuvo junto a su mujer.
— No vas a lastimarla, es tu hija.
— Una hija poco agradecida con su padre.
Daemon se aproximó a la princesa.
— Castigame a mí en su lugar —el príncipe de los océanos se posó frente a su hermana, protegiéndola en su espalda. Él no entendía la razón por la que la princesa había salido con Hera, pero no necesitaba entender nada. No iba a permitir que le hiciera daño.
— ¿Por qué te arriesgarías a recibir un castigo que no te mereces? —le preguntó, jugueteando con el látigo que chillaba al rozar con el aire-. Tú no hiciste nada malo, Luke.
— No necesito motivos para hacerlo —le respondió con firmeza. No iba a echarse para atrás.
— Dado a que soy responsable de Hera —la voz de Lord Corlys retumbó—, soy yo quien merece ser castigo.
El hombre se colocó frente a su nieto y heredero.
— Sabes, Nyra —con una sonrisa ladina en el rostro, Daemon se dirigió a su esposa. ¿Estaba riéndose?—. Creo que, después de todo, sí que tomé la decisión equivocada.
Rhaedes vió a su madrastra medio asintiendo y por alguna razón, tuvo la ligera sensación de que su padre no se refería al tema del castigo y su desaparición junto a Hera.
— Nadie será castigado esta noche —informó Daemon, regresando el látigo al sirviente junto a él—. Devuelve esta cosa a su lugar. Se acabó el espectáculo.
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— Llevo un buen rato buscándote —la voz de su futura cuñada la tomó por sorpresa. ¿Qué hacía Hera buscándola?
— La idea era desaparecer un poco.
— Te salió mal.
— Ya veo.
— ¿Podemos hablar?
— ¿Qué pasa, Hera? —se secó el rostro y se incorporó.
— Necesito empezar diciendo esto.
— Soy toda oídos.
— Sé que me he comportado fatal contigo y que tienes todos los motivos del mundo para odiarme.
— Hera, no te odio, de veras.
— Quise hacerte daño y lo logré aquella vez, cuando andábamos a caballo.
— Lo recuerdo —claro que lo recordaba.
— No hay excusas, pero quisiera hablarlo.
— Por supuesto —la princesa miró a su alrededor—. No tenemos sitio donde sentarnos, pero si no te importa, me acomodaré acá mismo —hizo a un lado el libro, sentándose en el suelo—. Siéntate tú también, por favor.
Hera obedeció, pasándose el cabello detrás de las orejas adornadas con oro.
— Hera, entiendo tu posición; tú no elegiste ser prometida a mi hermano y deseas, como todas nosotras, cumplir con la tarea que te impusieron desde muy pequeña. Ya te lo dije antes, estamos en el mismo barco.
— Me sentía como una loca. La presión de mi familia, la ausencia emocional de Lucerys. Todo esto era demasiado. Sigue siéndolo.
— Lo lamento mucho —fue sincera.
— Supongo que tú mejor que nadie puedes entenderme. Ahora lo veo. No eres feliz por tu matrimonio -no era una pregunta.
Rhaedes bajó la mirada.
— No tienes que responderme.
— Te lo agradezco.
— Ahora puedo ver un poco la razón por la que mi prometido no puede apartar su atención de tí. Eres una buena persona, Rhaedes. Lo que no entiendo es por qué nunca lo hablaste con tu padre, que te bajaría la luna y las estrellas si es que se las pidieras.
— ¿Hablar sobre qué cosa, Hera?
— Lucerys y tú.
— ¿Mi hermano y yo?
— No, tonta. El hombre que amas.
— Hera, si tu idea de venir a buscarme fue atormentarme, pues lo estás haciendo bien.
— Solo trato de entender. Supongo que tú y yo no somos tan diferentes; al igual que yo, tú optaste por obedecer y cumplir con las obligaciones impuestas a mano firme.
— ¿Viniste hasta acá para hablar de mí?
— De acuerdo, ya voy a grano.
— Te lo imploro.
— Estoy en problemas y como te lo podrás imaginar, no tengo a nadie a mi lado con quien pueda contar.
—¿A quién mataste? —la princesa rió por lo bajo.
— Todavía a nadie.
— ¿Debemos desaparecer un cuerpo?
— Tal vez sí.
— Por los dioses, Hera, ¿qué locura hiciste?
— ¿Puedo confiar en tí, Rhaedes?
— Depende. ¿A quién mataste? ¿Se lo merecía? Tienes que darme los detalles. Si asesinaste a alguien inocente no creo poder ayudarte.
— Entenderé si eliges decírselo a los demás. A mi abuelo, por ejemplo. Especialmente a él. A veces pienso que sería lo mejor, pero me da miedo su reacción.
— Hera, ¿estás embarazada?
— Sí, princesa, lo estoy.
— Pero, ¿no estás feliz? —no supo cómo reaccionar.
— ¡No lo estoy! —chilló más alto de lo debido.
— Son buenas noticias, ¿por qué no lo estarías?
— Porque no estoy embarazada de mi prometido.
— Oh, eso cambia todo.
— ¿Se lo dirás a mi abuelo? Ya le preocupa mi reputación de ramera y un embarazo... Me mataría. Sin pensarlo me cortaría la cabeza y me lanzaría al fuego.
— No seas tonta, Hera; no voy a decirle a nadie y te prometo que nadie va a matarte —lo decía de verdad.
— Necesito sacarme esta cosa antes del viaje, pero no sé cómo... se hace.
Estaba temblando y tan pálida como la espuma del mar. Tenía la mirada pérdida en algún punto de la habitación. Rhaedes se sintió muy mal por ella, como si, de pronto, el pasado entre ambas hubiera dejado de existir y fueran grandes amigas.
— Puedes llorar, nadie además de mí te escuchará acá —la princesa le sujetó de las manos, con firmeza.
— No paro de vomitar, estoy desesperada. Lo he ocultado tanto como he podido, pero ya no puedo soportarlo. Ni siquiera sé de quién...
— Eso no importa ahora. ¿Puedo abrazarte?
Lo hizo. Estrechó el cuerpo tembloroso contra el suyo, brindándole calor y consuelo. De pronto, ella también se encontró llorando. Hera le devolvió el abrazo, aferrándose una a la otra.
— Vamos con una buena amiga que sabe del tema más que yo —la princesa le sujetó del codo, ayudándola a incorporarse.
— ¿Crees que podamos salir del castillo sin ser vistas?
— Dijiste que confías en mí.
Hera asintió.
— Iré a cambiarme. Verme con mi atuendo de entrenamiento los despistará.
— ¿Yo qué puedo hacer mientras tanto? —se mostraba más calmada, ya no temblaba.
— Aguardar por mí —caminó a la puerta.
— Rhaedes.
— ¿Sí?
— Gracias.
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— No debiste ofrecerte a recibir el castigo por mí, Lucerys.
Ya todos se habían dirigido ido a sus respectivos aposentos.
— ¿Creíste que iba a quedarme de brazos cruzados? —el príncipe del océano alcanzó llegar al dormitorio de su hermana sin ser visto.
— No era necesario —claro que se sentía feliz por su presencia, pero la cabeza le dolía y estaba muy cansada. Había sido un día raro y cargado de emociones.
— No me digas cuándo debo o no debo cuidar de tí, te lo suplico. Me volvería loco si alguien te lastimara en mi presencia.
— Lamento haberte angustiado, Luke —dijo sincera, sintiendo los párpados cada vez más pesados. Oprimió un bostezo, recargando la cabeza en el pecho del príncipe—. Me encantaría disfrutar de la noche a tu lado, pero me siento muy cansada. ¿Puedes perdonarme?
— No tengo nada que perdonarte, mi amor. ¿Puedo darte un beso de buenas noches antes de marcharme?
— Sí, por favor, te necesito.
— Aquí estoy para tí —y la besó tanto como pudo antes de verse obligado a retirarse.
Lo que no esperaba era encontrarse con su padrastro aguardando por él junto a los aposentos de su hermana. No, en ese momento no era su hermana y ya; se trataba de la mujer que amaba. Estaba enojado con Daemon, muchísimo. No iba a perdonarle lo del castigo, lo del látigo y las palabras crueles dirigidas a Rhaedes.
— Tu prometida rompió el trato —fue lo primero que dijo Daemon—. Ya no hay compromiso entre ustedes dos. Junto a Lord Corlys regresarán a casa mañana temprano.
— No tenía conocimiento de esto —no le sorprendió en absoluto, pero vaya que significó un gran alivio para él. Sin embargo, no podía decirse que estuviera feliz. ¿Qué hacía Daemon allí? Entre todos los sitios, ¿por qué aguardar por él frente a los aposentos de la princesa?
— Por supuesto que no. Voy por una bebida fuerte al salón, ¿me quieres acompañar?
— ¿Por qué? —le preguntó el jóven príncipe, lleno de cautela.
— ¿Debe existir un motivo para desear beber con mi hijo?
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