𖥔 . . . 𝒗𝒊𝒊. and i can't be without you. why can't i find no one like you?
CAPÍTULO SIETE
and i can't be without you
why can't i find no one like you?
𖥔
loc. DRAGONSTONE
𖥔
LA PREPARACIÓN DE LOS QUE PRONTO SE CONVERTIRÍAN EN LOS APOSENTOS de los futuros esposos, se llevó consigo dos meses y tanto. Por las exigencias de la novia y a último minuto, debido a un pequeño capricho de la misma; un hermoso jardín lleno de flores en el balcón privado. Flores que, de hecho, ella escogió con su propio índice sagrado.
No era, de ningún modo, que el tema de la ceremonia le llenara de la más pura dicha y felicidad, pero en su posición, no existía otra forma de manejar las cosas. Resignación. La historia de su vida, lo que le aguardaba una vez fuera tomada como esposa del heredero al trono y todo lo que implicaba el simple hecho de haber nacido con un útero y no con dos bolas y una polla entre las piernas, se reducía a la misma amarga resignación que estuvo masticando desde que tuvo uso de razón.
Era afortunada, sí que lo era. Todos los días se preguntaba qué hubiese sido de ella si su padre aceptaba la propuesta del rey. Si era que la oferta de su tío se llevaba a cabo y ella terminaba en King's Landing como esposa de Aemond, ¿hubiera vivido para contarlo? No, sin duda una daga en su tráquea era la solución. O quizás, de nuevo, la resignación se apoderaba de sus decisiones y le daba hasta un cuarto hijo y otros más a su primo. Sí, sin lugar a dudas, eso hubiera ocurrido. Casada con su primo, que la odiaba, a los catorce años y pariendo un cuarto heredero a los dieciocho.
Era evidente que ser desposada bajo la mano de su sobrino, era un poco mejor que lo otro. No porque su destino fuese diferente con él, pues a final de cuentas, su útero era lo único valioso para la sociedad, pero sí le resultaba menos incómodo y más llevadero. O eso quería creer con todas sus fuerzas.
Jacaerys era todo lo que podía pedir de un futuro esposo y compañero de vida. Se sentía agradecida por él. Cuando su padre anunció el compromiso, ella no supo cómo sentirse. Era muy jóven y fue fácil sonreír, asentir y dejarse llevar por el deseo de hacer feliz a su familia. Durante tanto tiempo, a causa de sus sueños premonitorios, le generó tanta infelicidad y angustia a su padre. Pensó que era lo único que podía hacer como forma de agradecimiento, y su prometido era, de verdad, muy bueno. Además, era mejor que morir con una daga enterrada en el cuello por un posible compromiso con Aemond. La sola idea de irse a la cama con él le hacía probar su propia hiel.
Rhaedes nunca se sintió sola. Aún después del traumático fallecimiento de su madre, hubo tantos momentos en los que pudo caer. Sin embargo, su familia estuvo presente en cada etapa de su desarrollo como persona. Sus padres y sus hermanos. Rhaenyra, su prima y madrastra, era muy valiosa e importante para ella. En primer lugar, porque jamás pretendió usurpar el papel de su madre biológica y, en segundo lugar, porque nunca la dejó sola. Su madrastra nunca la dejó caer. Además, le dió hermanos adorables, inteligentes y encantadores.
No era como si pudiera quejarse de algo en particular, no tenía voz para hacerlo. Tampoco quería. No necesitaba hacerlo.
La primogénita del Príncipe Canalla no era un dulce caramelo digno de gran mención. Al igual que su padre, no contaba con la mejor de las reputaciones y del mismo modo que las personas que le dieron la vida y su ahora madrastra, estaba bajo el ojo público de la peor de las formas. No mintió cuando le dijo a Hera que, incluso antes de pisar este plano terrenal, la famita de su padre ya le pasaba factura y en gran escala.
La Princesa Desobediente era su título entre filas, como un secreto a voces.
Tampoco le importaba mucho lo que las personas dijeran de ella o de su familia. Tal vez por la costumbre de ser siempre vista como la hija del desastroso y poco respetado hermano del rey o porque nunca faltó un título extra cerca de ella o de los que amaba; puta, bastardos, canalla, zorra, impuros, indignos. El cabrón de su padre, la zorra de su madrastra y los bastardos de sus hermanastros.
Insertar suspiro.
Rhaedes se preguntaba qué dirían de ella si era que se enteraban que se veía a escondidas con el hermano menor de su futuro esposo.
Ella lo sabía. Una parte de ella, una parte de su alma vil y egoísta que se obligaba a callar por su propia salud, sabía que todo pintaría muy distinto, de pies a cabeza, si hubiera sido prometida a... No, era mejor no mencionarlo. Pero, vamos, era una de esas cosas que nunca iban a suceder y lo tuvo muy claro desde el principio, desde su primer sangrado. Cuando las sirvientas, emocionadas y festivas hasta los tuétanos, corrieron por todo el castillo con unas benditas sábanas blancas manchadas con sangre de mujer madura, anunciando que la princesa ya estaba preparada para recibir la semilla del futuro de la dinastía, en su interior.
Si su destino era perecer dando a luz a la descendencia del futuro rey, no tenía sentido luchar contra ello. El miedo no iba a protegerla de su inminente destino como cuna de los futuros herederos. Incluso si insistía en mantenerse alerta y ajena, nada iba a cambiar lo que ya estaba escrito. Y si era que debía morir de ese modo, entonces que así fuera. No porque no sintiera miedo. Miedo era, de hecho, lo que más sentía. Día y noche. Pero, de nuevo, no iba a cambiar nada por sentirlo. Lo mejor que podía hacer era asumir sus responsabilidades como próxima reina consorte y aceptar lo que viniera. Fuese morir dando a luz o lo que sea que el destino tuviera preparado para ella. Resignación.
Después de todo, para ella, nunca se abrieron demasiadas opciones. Ninguna opción. Era lo que era y punto. Y parir cuantas veces fuera necesario era eso que debía hacer. Hasta darle un varón fuerte y sano a su marido o hasta que él estuviese satisfecho.
De nuevo, insertar suspiro.
Sus aposentos de casada eran preciosos. Un sueño. Entraba mucha brisa fresca y luz natural por los gigantescos ventanales. La vista desde el balcón era bellísima. Tenía al mar y las espesas nubes solo para ella. Podía admirar la unión del cielo azúl y la densidad de agua salada, desde la cama que ahora compartiría con su esposo. Una cama enorme, mucho más grande que su cama de soltera. Pensó que era algo innecesario. No necesitaban algo tan grande para dormir y tampoco para coger. Así que ordenó cambiarla lo más pronto posible. Algo más pequeño estaría bien y sería suficiente. Quería sentir que dormía con su esposo y no sola.
Jacaerys no intervino para nada en la decoracion de su nuevo lecho. Todas las decisiones las dejó a manos de su princesa. No porque el tema le fuera indiferente. Prefería darle la libertad de escoger todo según mejor le pareciera y confiaba en que sería un lugar cómodo y calido para ambos. Así que, el príncipe optó por hacerse un lado y ella no objetó.
De la misma manera que él no puso más peros cuando ella le comunicó que lo había pensado y que no tenía sentido sucumbir ante el miedo con respecto al tema de un futuro embarazo. Jace respetó su decisión. Si ella quería intentarlo, entonces él también. Y si era que en algún punto ella se arrepentía por miedo al sueño, le entendería y respetaría sus límites. Jacaerys no mintió al decirle que no deseaba estar con nadie más. No necesitaba buscar en otras personas lo que ya tenía con ella, la mujer que amaba por encima de todo.
Si era que lo pensaba con deteniendo, desde que tuvo uso de razón, con Lucerys nunca se vió en la necesidad de forzarse a asentir, sonreír y tomar el papel adecuado de una princesa. Con él, era más ella y menos la princesa cargada de deberes reales. Respiraba sin esfuerzo y su estómago no se sentía apretado. Vale, claro que se sentía cómoda y segura con su prometido, pero había una diferencia grandísima entre los dos hermanos. De alguna forma, siempre fue así; cuando era muy pequeña, le daba miedo meter la pata frente a su nuevo hermano mayor y su nueva mamá, pero con el más pequeño se iba a jugar y a correr por todo el castillo sin miedo a cagarla. Tal vez se trataba de su agradecimiento con el pequeño príncipe por haber detenido su muerte o quizá se debía al aura tranquila, cálida y atrayente que desprendía. No lo sabía. Lo único claro en su corazón era que no existía nadie con quien fuese capaz sentirse tan segura y resguardada como con el niñito de ricitos alocados y voz chillona que sostuvo su mano llena de sangre y lloró con ella, sin entender mínimamente lo que estaba sucediendo a la orilla de la playa. Esa noche, posterior al funeral de su madre, cuando deseó ir con ella.
Echaba de menos a su madre. Todos los días. En especial ahora cuando su matrimonio con Jacaerys estaba a un paso de ser oficial. Sus consejos serían de mucha utilidad y por lo poco que era capaz de recordar, vivió un matrimonio decente con su padre. O por lo menos, nunca presenció alguna discusión o peleas. Le gustaba pensar que su mamá fue feliz hasta el final, pero odiaba recordar el momento de su muerte. Porque pareció no bastar verla morir antes de que sucediera, tenía que presenciarlo y sentirlo en carne propia. Era, sin duda, un suceso que seguía muy presente para la princesa y quizás sería así por siempre. La culpa que albergaba en su corazón no era cosa fácil de soltar y las cicatrices en sus brazos eran la prueba de ello.
Si tenía el mismo destino de su madre, ¿su hijo o hija la odiarían por abandonarle? Estaba segura que Jace cumpliría a la perfección con su papel de padre, pero, ¿lo haría bien como viudo y padre de una criatura huérfana de madre? O tal vez eso se resolvería de inmediato con un nuevo matrimonio. Claro, el futuro rey no debe permanecer solo mucho tiempo. Era evidente que, en toda esa historia, quien sería un objeto completamente descartable, se trataba de ella y nadie más. Jace tomaría como esposa a otra mujer, su hijo o hija sería criado y educado con tutores y erúditos de altísima calidad y la vida continuaría para todos. Siendo entonces de ese modo, ¿qué era lo que le preocupaba?
¿Por qué sentía tanto miedo?
— Si son lágrimas, espero que sean de felicidad.
La princesa no pudo notar su llanto hasta que, torpe, se llevó, las manos al rostro. Lo encontró húmedo en su propia resignación y angustia. Sin más, volvió el rostro en dirección a la voz, viendo a Lucerys acercarse sin su sonrisa habitual.
— No estoy segura —prefirió ser sincera. Con él, los filtros y las máscaras no eran necesarias. Nunca lo habían sido.
En silencio, el jóven príncipe se aproximó, afanado por sanarle. Con cuidado, le tomó del rostro y le secó una que otra lágrima con los pulgares.
— Quisiera remediarlo —le dijo él, igual de sincero. Transparente.
— Estás aquí, eso basta para mí.
— Que tu dolor sea mío y no tuyo —le pasó una mano por la mejilla, acunándole el rostro.
— ¿De dónde saliste tan romántico? —colorada, desvió la mirada a la nada—. De mi padre, lo dudo mucho. ¿Laenor Velaryon, tal vez?
— O quizás, en mi sangre Strong hay un poco de romance implícito —si fue una broma suya o no, a la princesa no le importó.
— Me gusta —ahora sonrió, volviendo a fulminarle en un perfecto color púrpura.
Me gustas.
— ¿Que te recite poemas y canciones de amor? —en nombre de todos los dioses, ¿cuándo se volvió tan astuto y sagaz?
— ¿Por qué no? —ella amplió la sonrisa, mostrando sus dientes, ligeramente torcidos en el medio.
Las caricias del príncipe pasaron al cabello de la más bajita, el cual, como de costumbre, se mantenía suelto en toda su extensión y muy lacio.
— Sabes —el príncipe continuó, acercándose a ella—, podrías corregir mi Alto Valyrio mientras recito algunas líneas de amor para ti.
— Tu Alto Valyrio es perfecto, Luke —rodó los ojos, conteniendo la risa. Siempre había de ese modo; bastaba con que Lucerys apareciera, pronunciara no más de cinco palabras y entonces, ella olvidaba todo lo que perturbase su mente.
— Podría no serlo —se encogió se hombros, divertido. Allí estaba su sonrisa, apareciendo solo para él. Nada más que por ella.
Ella se rió, sin poder aguantarse. Una carcajada retumbó en el lugar. Por fin.
— Así que, ¿estamos felices? —vaya que había logrado, por lo menos, hacerla reír. Era su magia.
— Contigo me siento feliz, así que sí —una vez más, fue sincera. Y era la única verdad que podía defender hasta la muerte. La presencia de Lucerys era como magia. Como ese ungüento que se ponía sobre sus heridas, deteniendo el dolor en minutos.
— Debes estar muy presionada con el tema de la boda.
— Es complicado, pero madre ha sido de mucha ayuda. No entiendo cómo posee tanta paciencia y sabiduría. Sobre todo paciencia —señaló.
— Madre es perfecta —afirmó él.
— Sí que lo es —la damita de cabellos platinados, asintió muchas veces—. De otra forma, ¿cómo pudo traer al mundo a los niños más hermosos e igual de perfectos que ella?
— Hablamos de Aegon y Viserys, ¿verdad?
— Oh, claro.
Ambos rieron.
— Lamento todo esto, princesa.
— Es parte de lo inevitable —tomó las manos del príncipe, entrelazando sus dedos. Difícil, pues en comparación a las manos del muchacho, ella tenía dedos delgaditos y manos muy pequeñas.
— Los deberes apestan —coincidió el de ojos marrones.
— Por fortuna, existen momentos como este —y no podía estar más agradecida.
— Existes tú, princesa.
— Lamento ser un foco de problemas en tu compromiso.
— Supongo que desde siempre he sido yo el problema en mi propio compromiso, así que no veo que tengas algo de culpa en ello.
— Debo decir lo mismo por mí.
Él le permitió continuar.
— Durante tanto tiempo me limité a cumplir con este papel que la sociedad me impuso al nacer con útero, que ignoré otros aspectos de mí misma. No digo que todo sea particularmente malo, porque sería una blasfemia, pero por alguna razón, ahora las cosas se sienten distintas.
— ¿Te asusta? —indagó.
— Sí, porque es enfrentarme a eso que estuve luchando por ignorar desde, bueno, siempre.
— ¿Puedo preguntar qué es eso que estuviste luchando por ignorar durante tanto tiempo?
— Mis sentimientos, Lucerys.
De nuevo, él no interrumpió.
— La forma en cómo me siento de verdad y no cómo debería sentirme —hizo una mueca, soltándose y caminando hasta el balcón floreado.
— No tuvimos opción —fue detrás de ella, deteniéndose a su espalda.
— Cuando entendí que en todo este embrollo soy la pieza más reemplazable, me sentí un poquito menos abrumada y ya no me dolió tanto el pecho.
Se escuchó como el príncipe bufó, casi como si aquellas palabras hubieran significado una ofensa para él.
— Eres la única pieza que yo nunca podría reemplazar, Rhaedes.
— ¿Por qué cuando estoy contigo me siento de este modo?
Ella siguió hablando.
— Jace es muy bueno —dijo la princesa—, pero nunca podré corresponderle del modo que él desea que lo haga.
Si para Lucerys era terrible verla siendo dichosa con su hermano, ahora que sabía que ella, en realidad, no era feliz a su lado, sino que se trataba del deber, lo cambiaba todo. Lo hacía todo peor. Mucho peor. En el pasado, al menos, tenía la ligera sensación de paz al creer que ella estaba donde quería estar. Su felicidad era lo único importante para él. Que ella fuera feliz y estuviera en paz. Su desdicha, en cambio, lo rompía.
Aquellas declaraciones lo cambiaron todo.
— Fui informado sobre múltiples traiciones de Hera hacia nuestro compromiso —soltó el príncipe, de la nada—. Ella ha estado acostándose con una cantidad de hombres que ni siquiera soy capaz de mencionar.
— Lo lamento mucho.
Él negó con la cabeza.
— No me importa en lo más mínimo —le aseguró, encogiéngose de hombros—. Supongo que me hace un favor.
— Madre se niega a continuar con ese compromiso —dijo ella, siguiendo con el tema—. No necesitas de ningún compromiso para afianzar lazos con la Casa Velaryon. Eres el heredero de Laenor.
— No todos están de acuerdo —murmuró el jóven príncipe, jugueteando con el anillo que decoraba con elegancia su dedo índice; un diamante marino formado durante miles de años en lo más recondito del fondo del océano. Se decía que solo existían dos muestras en el mundo y se les conocían como Lágrimas de los Dioses del Mar.
— Lord Corlys sí —se apresuró en responder, volviendo el rostro con dureza hacia él.
Él no le respondió.
— Tú serás el Amo de Marcaderiva —espetó, elevando el tono de su voz, haciéndose escuchar con más fuerza—. El Señor de los Mares.
La princesa continuó.
— Es cierto que los acuerdos matrimoniales nos han mantenido en el poder, así como es cierto que nos urgía afianzar los lazos con la Casa Velaryon. No obstante, en tu caso, es diferente. Sir Laenor Velaryon era tu padre, llevas su apellido. No importa lo que tu color de cabello, de ojos o lo que tu exhuberante estatura digan, legalmente eres un Velaryon. Eres el heredero y el Rey Viserys te ha dado su bendición. Nadie se atreverá a llevarle la contraria a la corona y tampoco a Lord Corlys. Quien lo haga, me temo, está sentenciado a experimentar una muerte dolorosa y traumática.
— ¿Crees que lo haga bien? —le preguntó él, sacándose el anillo del dedo—. Quiero decir, ¿piensas que seré capaz de llenar los zapatos de mi padre y mi abuelo?
— Llevarás con dignidad el emblema de la Casa Velaryon —la princesa tomó el precioso anillo del exótico diamante marino y volvió a colocárselo. Luego, se puso de puntillas, lo besó en la mejilla y por último, en la frente—. Tu padre, tu abuelo y yo, confiamos en ti, Lucerys. Lucerys Velaryon Targaryen. Quien me contuvo de morir frente al mar y desde que tengo memoria, cuidó de mí, manchando sus sagradas manos de sangre ajena. ¿Cómo, en nombre de todos los dioses, no confiaría en tu honor como el futuro de nuestras casas?
— Mancharé mis manos de sangre las veces que sean necesarias, princesa. Y solo para que lo tengas presente, no pretendo olvidar el tema de Hera. Lo que te hizo nunca se lo voy a perdonar.
— Sin embargo —intervino ella, tirando una media sonrisa—. No está equivocada en absoluto.
— ¿No lo está? —imitó su sonrisa, deseando poder meterla entre sus brazos y comerla a besos en ese mismo momento.
— De hecho, resulta que tengo cierto interés en su prometido. Me gusta escaparme con él y fingir que no existe nadie más que nosotros en el mundo. También me gusta verlo entrenar y montar su dragón. Se transforma por completo. Es como si hiciera a un lado su papel de príncipe adorable y se convirtiera en un terriblemente apuesto caballero.
— ¿Terriblemente apuesto?
— Dolorosamente —se corrigió.
— Entonces —de pronto, pareció burlón. La brisa le revolvió los rizos en la frente—, te resulto atractivo mientras entreno.
— También cuando haces otras cosas.
— ¿Qué cosas? —dijo curioso.
La princesa se giró, evitando mirarle a los ojos.
— Jacaerys se siente bien; me cuida, me procura y se preocupa por mi placer. Es verdad todo esto. Sin embargo, cuando tú me tocas y me besas, se siente como si todas las piezas encajaran. Como si todo en el mundo ocupara su lugar predilecto y no soy capaz de pensar en nada más que tu boca sobre la mía y tus manos en mi piel.
Ella siguió hablando.
— Nunca experimenté nada similar.
Tomó aire y continuó.
Era raro escucharse a sí misma, en voz alta, diciendo eso que realmente sentía.
— Merezco ser devorada por mi dragón, Lucerys.
— No, no lo mereces.
— Me gustas, Lucerys.
— Tú también me gustas, princesa.
— ¿Que el hermano de mi prometido agite mi sangre y mi corazón, no es suficiente razón para ser rebanada y engullida por mi dragón? Dímelo.
Lucerys no le respondió. Se llevó los dedos al puente de la nariz y exhaló con fuerza, buscando paz.
Ella quiso decir algo más, pero ni una sola palabra abandonó su garganta, más que un gritito de sorpresa. Cuando el príncipe la sacó del balcón y quedando ocultos en la privacidad de los aposentos en remodelación, la pegó a la pared y sujetándola del rostro, la besó.
La princesa le rodeó con los brazos, aferrándose con todas sus fuerzas al cuerpo masculino que se apretaba y empujaba incesante y delicioso, contra su hambriento ser.
— Feliz cumpleaños —jadeó ella, en busca de oxígeno, mientras su cuello era un manojo de lametones y besos fogosos—. Ya tienes dieciocho.
Ya era, legalmente, un hombre.
— Si no soy tuyo, nada de eso me importa —gimió él, cuando los dedos de la princesa le rozaron justo en su ansiedad, latiéndole duro debajo de su pantalón.
— Fóllame.
Ella volvió a juntar sus bocas, dándole fuerza a sus palabras.
Él no había escuchado mal.
La petición era precisa y clara.
— Fóllame ahora mismo, mi lord.
— Sus deseos son órdenes, mi lady —no se ocupó de pensar en el sitio que se encontraban o que las puertas del dormitorio estuvieran abiertas. Su mente y sus manos se concentraron en sacarle las telas necesarias de encima y no ser un desastre en el intento.
La princesa le rodeó la cintura con las piernas, usando la pared de soporte. Podían llegar a la cama, pero sería tiempo desperdiciado. Tiempo que, por razones evidentes, no tenían ni de chiste. En cualquier momento las doncellas regresarían y nada bueno saldría de ser atrapados en la cama que compartiría con su futuro esposo.
— ¿Están aquí? —pasos apresurados hicieron eco y una voz familiar, acercándose. Joffrey llevaba, por lo menos, diez minutos intentando localizar a sus hermanos mayores.
Mierda.
— ¿Qué pasa, Joff? —vestido, sin una sola arruga en sus ropas y como si no hubiera sido interrumpido en medio de nada importante, el príncipe intervino a su hermano menor antes de que ingresara a los aposentos y encontrara a la princesa casi desnuda.
Interrumpida, hambrienta y malhumorada, la princesa se vió en la obligación de soportar a los erúditos y sus malditas lecciones interminables.
¿Lo peor de llevar su ropa interior mojada en pura excitación y su corazón bombeando sangre a sitios desconocidos de su ser? Lucerys estaba a su lado, intentando responder a las preguntas de los erúditos, igual de excitado e inquieto que ella.
— Mi señor —inquirió uno de los letrados—. Me pregunto, ¿qué le perturba el día de hoy? Su mente parece estar a la deriva y no ha acertado ninguna de mis preguntas de un tema que ya domina a la perfección.
Claro, como si pudiera decir en voz alta que mientras los viejos frente a ellos parloteaban sin descanso, él no era capaz de hacer otra cosa que no fuera contener la respiración e ignorar la dolorosa erección escondida en su pantalón.
En un trozo de papel arrugado y con la tinta fresca y corrida por el afán, la princesa le pasó una nota.
Te espero en la torre.
Lucerys sonrió y rompió la nota, volviendo su atención a la lección.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top