𖥔 . . . 𝒗𝒊. no, i think we're fucking doomed. (EXPLICIT VERSION)
CAPÍTULO SEIS (II)
no, i think we're
fucking doomed.
EXPLICIT VERSION !
warnings !
adulterio . traición
narración descriptiva
detalles sexuales
lenguaje obsceno
lucerys v, +17
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EL CAPÍTULO SEIS!
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NINGUNO DE LOS DOS SINTIÓ LA NECESIDAD de hablar, al menos sin utilizar palabra alguna. Pues, por sí solas, sus miradas se habían encargado de todo. Era como si, de alguna forma, sus almas se hubieran conectado esa noche. O tal vez, siempre lo estuvieron. Porque si se lo preguntaban a los dos, era como si, durante toda su vida, se la hubieran pasado esperando por ese momento. No la excitación corriendo por las piernas temblorosas de la princesa o la dureza del hermano de su prometido, torturándolo dentro del pantalón de dormir. Eran sus manos juntas, las miradas de complicidad que compartían en aquel dormitorio y los corazones acelerados, latiendo anhelantes en unísono. Como uno solo. Sumidos en la más pura sincronía. Así como sus respiraciones.
Lucerys era la viva imágen de lo que más le torturaba, además de estar lejos de ella; nadie podía negar los genes que habían forjado su preciosa existencia. Porque además de ser terriblemente alto, midiendo casi los dos metros cerrados, el segundo hijo de la intrépida princesa heredera, era incluso más fuerte que su hermano mayor o su padrastro. No había una sola migaja del esposo primo fallecido de su madre, Laenor Velaryon en su ser. Era un dragón de nacimiento, pero esos fogozos y altivos ojos marrones sabían que era, tan solo, diferente.
Con gran devoción, el príncipe sujetó por la cintura a la damita y la depositó en la cama, encima de las almohadas. Se tomó un momento para premiarse, contemplando a la preciosa mujer que tenía frente a él; era tan hermosa que parecía ser sacada de un libro de fantasía. El impetuoso púrpura en sus ojos, que daba la sensación de tener vida propia, era de otro mundo. Sus ojos siempre le resultaron intimidantes y acusadores. No obstante, en ese momento, mientras se metía en sus piernas, buscando espacio entre ellas, no podía dejar de mirarlos; púrpuras inhumanos, protegidos por abundantes pestañas que se abrían y cerraban de vez en cuando, sin dejar de mirarlo a él. Solo a él.
Ella le sonrió, dirigiendo sus manos hasta el pecho del príncipe. Se sentía duro a causa del entrenamiento por años. Igual que su abdomen, donde repasó con sus uñas, suave. Él se estremeció, sonriéndole con picor. Sí, así lo tenía ella. A sus pies. Si era que se lo pedía, si ella utilizaba esa preciosa boca para pedirle que acabara con todos a su alrededor, lo hacía. ¿Quieres que arme una guerra civil? Te la doy. Todo lo que ella pudiera pedirle, quería dárselo. Desde aquella noche. Desde que corrió en busca de ayuda. Desde que atacó a Aemond Targaryen, sacándole el ojo, solo por ella. ¿Cuántas veces se contuvo de molerle los huesos a su hermano mayor por ser un idiota con ella? No podía recordarlo. No ahora cuando ella le acariciaba el abdomen con las uñas, enviándole descargas eléctricas por toda la columna, hasta el cerebro. ¿Era posible?
La quiso tanto, antes de ser capaz de comprender lo que era querer y antes de siquiera procesar que había tanto que era capaz de hacer por ella.
Sin embargo, durante años enteros se obligó a callar y asentir; no supo en qué momento se vió prometido a una mujer que desconocía por completo y, peor, cuándo su hermano clamó a los cuatro vientos estar enamorado de la mujer que él amó desde que era un niño. ¿Era justo? Ni siquiera sabía si lo era. Porque no bastaba estar a la sombra del bastardo que precedió su existencia desde que tenía memoria. Ahora debía ver a su hermano siendo feliz junto a la mujer que marcó su alma sin siquiera enterarse de ello.
Amaba a su hermano mayor, sin duda que lo hacía. Jacaerys era ese tipo de hermano que cualquiera muere por tener y, ciertamente, no existía nadie más paciente e inteligente que él, pero, ¿por qué enamorarse de ella?
Enojado por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos, destrozó el camisón que cubría la piel de su princesa; desnuda ante él, era presenciar la existencia de una diosa.
Era perfecta. Quería besarle las cicatrices y esconderla en su pecho hasta volverse uno. Con cuidado, tal y como si cualquier movimiento brusco ocasionara su desaparición, le tomó del brazo y aproximó sus labios, besándole cada marca. Las viejas, de aquella noche y la nueva, provocada por su prometida.
Lamió, saboreando el sudor seco. Era como ambrosía en su lengua, en sus labios. Sonrió, besándole una de las cicatrices y la miró, mordiéndose el labio inferior. Esta vez no por ansiedad, por angustia. No podían ser escuchados. Aun así, sabiendo que del otro lado de la puerta dos guardias custiodiaban el castillo, quería escucharla.
Le besó en las costillas, lamiéndole la piel del abdomen hasta llegar a su ombligo. Al llegar aquí, se detuvo. De nuevo, la miró y la sintió flexionar las piernas, tomándole del cabello y empujándolo hacia abajo.
Ella lo guiaría y por los dioses que la complacería, pero antes de hacer otra cosa, había algo que necesitaba como un sediento, hacer. O moriría. Estaba seguro que moriría.
El príncipe se incorporó, con los labios entreabiertos y aproximó sus rostros, chocando su frente con la de ella.
Hubo algo con lo que fantaseó durante años y esa noche, en sus aposentos, teniéndola desnuda ante él, solo para él, lo llevaría a cabo. Besarla.
Sin esperar por más, porque ya no tenía fuerzas para soportar la espera, lo hizo. Unió sus bocas en un dócil movimiento de cabeza que se fue profundizando conforme sus labios se iban acoplando.
La boca de la princesa era dulce, suave, caliente y demandante.
Se volvió un adicto a ella; probarla fue rozar el cielo con las manos. Sus labios dulces y su lengua caliente lo recibieron, llevándolo directo al paraíso.
Aquel primer beso se convirtió en otro sinfín de besos, cada uno más adictivo y delicioso que el otro; lentos, rápidos, suaves, duros, dóciles y frenéticos.
Lucerys se preguntaba, en nombre de todos los dioses existentes y los ya olvidados, ¿qué era la vida antes de esa noche? Peor todavía, ¿cómo era que habían logrado sobrevivir sin esos besos?
— ¿Lo amas? —gimió él, sobre esa boca que lo tenía como un adicto, incapaz de alejarse.
— ¿La amas? —preguntó ella, con los dedos enredados en los rizos marrones.
— Soy tuyo desde aquella noche, Rhaedes.
— Bueno —ella le sonrió, cerrando suavemente los ojos. Tiró la cabeza hacia atrás, descansándola en la almohada, buscando oxigeno—. Allí tienes mi respuesta.
— ¿Eres mía? —se acercó a su cuello, inhalando de su dulce aroma. Le pareció, por un momento, que ella ya olía a él. O tal vez fue la emoción que le rodeó y apretó deliciosamente, al pronunciar aquella bendita frase—. Dímelo, ¿eres mía?
La princesa volvió a mirarle, abriendo la boca para responderle, pero cualquiera que fuera su respuesta, él no la escuchó.
Lucerys regresó a besarla, pasándole la manos por la cintura, subiendo hasta sus costillas y atrapándole los senos. Eran perfectos y se sentían suaves y muy cálidos contra las palmas de sus manos.
Ahora sintió la inquietud de llevárselos a la boca y eso hizo. Se acomodó un poco y tomando el seno derecho entre su mano, metió el pezón colorado en su boca. No sabía a nada, por supuesto, pero le sabía a cielo. Lo suave que se sentía contra su lengua y los espasmos que causaba en ella, obligándola a arquear la espalda y gemir.
Le gustaba escucharla hablar, reír y quejarse de la vida, pero, ¿escucharla gemir por él? A causa de él y nadie más. Porque no se trataba de Jacaerys ni tampoco se trataba de Hera. Eran ellos dos y nadie más. Rhaedes y Lucerys.
Chupó, lamió y jugó con sus pezones hasta que se cansó. Regresó a su ombligo y retomó la posición anterior; le besó en el vientre, sintiendo sus dedos enredarse en su cabello desordenado. Ella lo guiaría y él la complacería, feliz de poder lograrlo.
Lucerys le tomó por los muslos, abriéndola más para él, conforme ella lo iba empujando, hasta alcanzar la altura ideal. Ya no era capaz de mirarla al rostro, pero podía sentirla. La tensión en su cuerpo y el calor que irradiaba contra su rostro.
— Te mostraré —lo obligó, en serio lo obligó, a apartarse un poco para enseñarle dónde tocarle y lamerle, tutorial que bastó con una sola muestra para retorcerla de locura y placer, provocado por los dedos y la lengua del príncipe.
Lucerys aprendió rápido; era inteligente, curioso y un estratega nato. Resultó que su lengua no solo era experta pronunciando las erres sostenidas del Alto Valyrio.
Guiado por ella y sus propios instintos, la arrastró a un inminente, abrumador y explosivo éxtasis, empujándola a derramarse en la boca del principe, quien bebió de ella hasta la última gota. Escuchándola decirle, temblorosa y con lágrimas en los ojos debido al clímax, una sola frase que bastó para doparlo, llevándolo sin retorno a la locura.
— Soy tuya.
Delirante, el príncipe la observó sentarse. En un segundo, pareció otra. Ya no se le veía dócil y sumisa. Era como si, frente a sus ojos, se hubiese transformado en alguien más. Pero, no era alguien desagradable. Todo lo malditamente contrario. Y él supo, entonces, que ella tomaría el control de su ser. Por supuesto, él se lo permitiría.
— Estás tan duro —murmuró la princesa, empujándolo por los hombros con la intención de tumbarlo.
Él se dejó caer, observando su propia ansiedad por encima de la tela del pantalón. No era capaz de recordar haberse puesto, alguna vez, tan duro e inquieto como esa noche en la que, desde su posición, era capaz de notar una pequeña mancha de humedad justo donde más le apretaba la tela que le cubría. El roce le estaba enloqueciendo, pero no era algo particularmente malo. Le gustaba que fuera ella la causante, el motivo de su locura y su angustia latiendo, creciendo y humedeciendo a su paso.
La princesa se sentó encima de las piernas de él, quien quiso decirle algo, excusarse por estar tan excitado. ¿Su pene había sido de ese tamaño siempre? Lo recordaba más pequeño. ¿Estaba mal?
Tembló, cuando ella lo rozó usando los dedos, recorriendo toda la base hasta el glande, donde sintió humedecerse más ante el toque. Ahora, lo tomó entero, rodeándolo con la mano, subiendo y bajando, todavía por encima del pantalón. Sus deditos le apretaron, haciendo una pausa en su glande, apretando un poco más, arrancándole un gemido que fue incapaz de opacar. Tiró de sus caderas hacia adelante, enloquecido por la manito apretada a su alrededor.
La miró, lloroso, explotando de placer.
— ¿Te gusta? —le preguntó ella, soltándolo. Manteniéndose cuidadosa, pues no quería hacerle daño. No deseaba causarle dolor.
La princesa se miró la mano, húmeda de él.
— Sí —le respondió, sintiéndose cada vez más apretado dentro del pantalón.
— ¿Recuerdas la vez que mi padre te ofreció llevarte con unas prostitutas? —le recordó ella, por fin, bajándole el pantalón y la ropa interior hasta los muslos.
Incluso él se sorprendió de su tamaño, jadeando ante la imágen de su pene erecto frente a sus ojos.
Honestamente, desde que el príncipe descubrió lo bien que se sentía al frotarse el pene hasta correrse en sus dedos, nunca se detuvo. Aquello sucedió siendo el típico puberto caliente, incapaz de manterse sin una erección durante al menos unas horas al día. Si bien era cierto que, de grande, era imposible para él estar con otras personas, fueran hombres o mujeres —cosa que sí intentó, como lo fue en el caso de su prometida—, le gustaba sentir placer. Así como cualquier otra persona, despertaba con la ropa interior húmeda, se masturbaba en la tina o despertaba con la polla dura como una roca. Sin embargo, no recordaba haberse sentido tan duro, tan excitado y tan grande como esa noche frente a ella.
— Lo recuerdo —le respondió él, tragando saliva. ¿Cómo era que no podía quedarse quieto? Temblaba, quemaba, latía mucho y le costaba respirar. Casi que era capaz de escuchar su corazón latir.
— Estaba tan enojada —le confesó la princesa, mirándolo a los ojos—. No quería que nadie te tocara.
— ¿En serio? —jadeó el príncipe, cuando ella lo tomó, a carne viva, entre sus dedos. Volvió a temblar, contrando los movimientos involuntarios de sus caderas que morían por enloquecer hasta derramarse en esos pequeños y pálidos dedos.
— Yo quería ser la dueña de tu placer —bajó la mano, apretándole con suavidad por toda la longitud, empapádole con su propia humedad, que de forma involuntaria, él no dejaba de derramar.
— Lo... ¡Lo eres! —gruñó el príncipe, cuando ella volvió a subir por la tensa longitud, rodeándole la punta del pene y bajando, hasta regresar al punto inicial.
— No soportaba pensar que alguien más pudiera tocarte y ahora entiendo la razón —lo soltó, dejándolo a la intemperie.
— ¿Por qué? —casi que hizo un puchero, viendo sus manos alejarse de él.
— Porque eres mío —se acercó a besarlo, dejándolo hambriento de su boca cuando bajó a su cuello y siguió recorriéndolo con los labios hasta rozarle el abdomen con los dientes y la lengua.
Él no pudo decir nada.
Tampoco era capaz de relajarse, solo quería mirarla y, maldita sea, mirarla era nocivo para la poquita cordura que guardaba en su alma.
— No tienes nada que envidiarle a tu hermano —susurró la princesa, segundos antes de tomarlo entre sus manos y meterlo a su boca.
Lo lamió, chupó y masajeó una y otra vez, disfrutando de sentirlo temblar y enloquecer. Poniéndole especial cuidado al bonito glande, convirtiéndolo en su punto favorito de atención y mimos. Tan suave y calientito, que no podía evitar lamerlo y chuparlo sin parar. La carne rosa, húmeda, palida e hinchada, no ponía esfuerzo para entrar completa en su boca. Era más grande que el de su prometido, pero se sentía más cómodo y más adictivo. Le gustaba cómo se sentía contra su lengua, cómo la piel se le retraía ante sus mimos y la forma en la que latía fuertemente en sus labios.
El príncipe gemía alto, mordiéndose el brazo, haciendo un enorme esfuerzo por callarse, pero esa boca apretada y esa lengua caliente lo estaban matando. Ella sabía, en serio sabía, que lo estaba arrastrando a la locura y por los dioses que él no podía sentirse más agradecido.
Estaba tan sudado que el cabello se le pegaba en la frente, pero nada de eso importaba. Quería verla. Necesitaba verla meterse su pene a la boca.
Se sostuvo por los codos, inclinándose hacia ella. La imágen fue otra clase de locura. ¿Cómo podía verse tan malditamente hermosa con su polla entera en la boca? La manera tan entregada y deliciosa que lo chupaba; como si le gustara su sabor, como si ella también lo estuviera disfrutando tanto como él.
— Córrete para mí —le pidió ella, regresándolo a su boca. Esta vez, apretándolo más. Más duro, más placentero, más intento. Mierda, al paso que iba no dudaría más en acabar.
Pero, ¿y si le obedecía? ¿Y si se dejaba llevar y se derramaba en su boca? Porque quería hacerlo, ya no aguantaba más. Necesitaba correrse. Necesitaba liberarse, alcanzando el climax por ella. Para ella.
— Lucerys —le llamó, elevando solo un poquito el tono de su voz.
— ¿Rhaedes? —era un desatre, ya no lo aguantaba más, sentía que el pene se le iba a explotar. ¿Por qué se lo estaba pensando tanto? ¿Por qué no obedecía a su orden y a sus propios instintos carnales?
Ella se acercó, volviendo a chocar sus frente. Tal vez había visto la incertidumbre en su rostro, pero fuera cual fuera el caso, el príncipe se sintió agradecido.
— ¿No estás listo para acabar? —le preguntó la princesa, dándole un beso pequeño sobre los labios.
— ¿Puedo hacerte acabar una vez más? —le preguntó sin pensar, agradecido por aquel precioso y repentino golpe de seguridad que ni él mismo entendía de dónde carajos había salido.
La princesa le sonrió, quitándole el cabello sudado del rostro.
— Lo que tú desees.
Esta vez fue él quien la besó a ella, mientras la princesa se acostaba a su lado y lo dirigía, de regreso, entre sus piernas.
La princesa le sujetó la erección y lo dirigió a su entrada, humedeciéndolo con su lubricante natural. Él gimió, inquieto. Ella, en cambio, se apretó contra él y le indicó lo que iba a hacer; masturbarle con el pene, con la única condición de no penetrarla. Cosa que, en nombre de todos los dioses, parecía imposible de lograr. Porque aunque él sabía que su destino era estimularle el clítoris, su erección parecía tener vida propia y cuando perdía la concentración, buscaba enterrarse en ella sin contemplación.
No le preguntó la razón, el motivo por el que no le permitió enterrarse, metérsela, optó por respetar su decisión. Si esos eran sus límites, entonces que así fuera. Tomaría todo lo que ella tenía para darle y respetaría, del mismo modo, cada una de sus restricciones.
— Cuando estés cogiendo con mi hermano —jadeó el príncipe, al bendito borde del climax—, quiero que pienses en mí. Que te calientes por mí, que te mojes así de fácil por mí, que me desees a mí. Para que entienda que tú eres mía y no de él.
Poseyó la boca de la princesa una última vez, sintiéndola alcanzar el orgasmo contra su ser, liberándose, quebrándose y volviéndose a armar, pieza a pieza, solo para él.
— Tuya —gimoteó la princesa, fuera de sí, rozando el cielo y el mismo paraíso con cada fibra de su extasiado ser.
n/a
¿les gustó esta versión extendida? ¿les está gustando la historia?
me gustaría leer sus comentarios les quiere, r. <3
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