𖥔 . . . 𝒊𝒗. could you be my hero?

CAPÍTULO CUATRO
could you be my hero?

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loc. DRAGONSTONE

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       LA SENSACIÓN QUE ABRAZABA SU PECHO ERA AGRIDULCE. En sus pies, la arena se sentía crujiente y cálida. Frente a ella, el mar se batía al ritmo del viento; dócil y majestuoso. Le gustaba el mar. No porque casi toda su vida hubiera vivido junto a él. La serenidad que le generaba era única. No la conseguía en ningún otro lugar. Le gustaba pensar que el mar escondía un universo entero dentro de él. Ves la superficie, las olas, las algas y conoces de limitadas especies que habitan en su interior. Sin embargo, cuando te hundes en la infinita densidad de agua salada, allá abajo, donde la luz de sol no existe y nunca existió, ¿qué te espera? ¿El final? ¿Una muerte silenciosa y pacífica? ¿O es la misma necesidad de oxígeno lo que te arrastra a un agobiante y lacerante final? Incluso si es la desesperación lo que obliga a tu cerebro a ceder, el final siempre es el mismo. Aunque, si era que se lo preguntaban a ella, sin duda, elegiría tener una muerte indolora por encima de cualquier otra cosa.

En un pestañeo, la pacífica imágen frente a sus ojos, se transformó. Ahora era una inquietante tormenta. El cielo, que se reflejaba en el mar, cambió su color. Era negro. Tan negro como las furibundas olas que chocaban, impetuosas, contra la costa una tras otra. Contra ella. La brisa le empujó, tumbándola a la arena pastosa.

La caída de la lluvia formó un denso velo que le imposibilitó ver cualquier otra cosa más allá de sí misma. Pero, había algo que le inquietaba más que el mismo hecho de ser privada de su visión.

Era su cuerpo. No se sentía suyo. Era ella, sí que lo era, pero su cuerpo no se sentía de su propiedad. Tal y como si fuera de alguien más. ¿Era posible? De otro modo, ¿por qué estaría ella acunando su vientre con afán? Un vientre abultado, protegido entre sus temblorosos brazos. Estaba embarazada. De alguna manera que no lograba comprender, lo estaba. Llevaba en su vientre a una criatura que dependía de ella para sobrevivir. Por eso necesitaba abandonar la tormenta. Ya no era su vida la que estaba en peligro, era la vida de alguien más.

El miedo le golpeó, enterrándole con más fuerza en la arena. No se trataba para nada de ese miedo que te paraliza al punto de volver plomo cada una de tus extremidades. Era diferente, de alguna forma que no lograba entender. Y era la parte que más le asustaba, no entender lo que estaba sucediendo. Que estuviera embarazada, a mitad de una tormenta y que no fuese capaz de levantarse y buscar refugio. ¿Iba a morir? En retrospectiva, siempre quiso morir. Se vio obligaba a presenciar la muerte tantas veces que su propia desaparición ya no le resultaba extraña. En algún punto fue feliz, pero ya no era capaz de recordarlo. No cuando su vida y la de la criatura en su vientre corrían peligro.

Sabía que debía huir. Su instinto se supervivencia le pedía a gritos que luchara. Que se levantara y corriera lejos de la tormenta. Nunca lo hizo.

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Hacía mucho tiempo, quién sabe cuánto, que la princesa no volvió a experimentar otro de los llamados sueños malos. Sin embargo, incapaz de cantar victoria y sabiendo que los terrores nocturnos de su hija continuaron presentes con el paso de los años, el Príncipe Daemon ordenó a dos guardias resguardar las noches de su primogénita. Había sido de ese modo durante los últimos diez años, hasta la actualidad.

Volvió a suceder.

Cuando de forma inesperada, a mitad de la madrugada, casi al amanecer, los guardias escucharon la puerta abrirse y como un espanto bañado en sangre y porquería estomacal, vieron a la princesa arrastrarse por el pasillo.

Sabían lo que significaba. Habían sido preparados para aquello. No era el protocolo más elaborado. Sin embargo, lo cumplieron a cabalidad; mientras uno de los guardias se aseguró de mantener a salvo a la princesa, quien parecía más muerta en vida que cualquier otra cosa, sin nada de color en la piel y tan gélida como el mismísimo invierno, el otro informaba al príncipe que estaba volviendo a ocurrir. Daemon nunca permitió que su lecho de descanso, junto a su mujer y sus dos hijos más pequeños, fuese profanado. Excepto cuando se trataba de su princesa.

La distancia entre los aposentos de los príncipes hasta los de la princesa, no era demasiada. Lucerys y Jacaerys corrieron al escuchar los gritos de su hermanastra. Quien, al ser atrapada por los toscos brazos del guardia, quiso defenderse. Lo intentó. En medio de todo, forcejeó. Pero no había nada que hacer.

— ¡Suéltala! —ordenó Jacaerys, llegando al mismo tiempo que Daemon y su hermano. Quiso acercarse, pero fue apartado de un empujón por su padrastro.

— Ya estoy aquí, mi amor —el príncipe sujetó del rostro a su hija y le pasó un dedo por debajo de la nariz, limpiándole la sangre y los restos del vómito—. Soy yo. Vamos a limpiarte.

— Padre —sollozó la princesa, temblando. Sujetándose la parte baja del estómago, alcanzando su vientre. Tal y como si deseara protegerlo. Le dolía. Algo dentro de ella le dolía. Y del mismo modo que en el sueño, no era capaz de hacer nada al respecto. Proteger su vientre vacío o resguardarse. Ni siquiera era capaz de ver a su padre, que estaba frente a ella—. Volvió a suceder.

Lucerys, quien se mantuvo junto a su hermano, sosteniéndolo del brazo para evitar que interviniera, sintió un nudo formarse en la boca de su estómago al escucharla decir que había ocurrido una vez más. Y muy a su pesar, él sabía perfectamente lo que significaba. Como si encontrarla en ese estado no bastara. Como si los recuerdos de aquella noche no fueran suficientes para torturarle.

Había sucedido de nuevo.

Otro sueño.

Otra muerte.

Alguien iba a morir.

Lucerys no se enteró de cuándo llegó su madre. Al volver en sí, encontró a tres sirvientas, recién despertadas, limpiando la sangre y el vómito del suelo. Ni siquiera supo cuándo Jacaerys se marchó o cuándo se llevaron a su hermanastra de regreso a la habitación. Se quedó de pie, en medio del pasillo, sintiéndose el mismo niño que con las manos ensangrentadas y el corazón en la boca, corrió con todas sus fuerzas a pedir ayuda para la niña que estaba muriendo frente a sus ojos.

— ¿Luke? —en un dulce susurro, la buena de su madre lo obligó a pisar tierra. Ni siquiera estaba respirando y los dedos ya los tenía rojos de tanto picárselos a causa de la ansiedad.

No podía hablar.

Quería decirle que tenía miedo, pero tal vez, su madre ya lo sabía. Así que se limitó a mirarla. Sin decirle nada. Al menos, no con palabras.

— Dame tus manos —dijo su madre, sujetándole con cariño y besándole con devoción y evidente preocupación, cada dedo. Estaban tan irritados que la piel le empezaría a sangrar si era que continuaba rascándose—. Vuelve a la cama y descansa, por favor.

— No puedo —ni siquiera lo pensó. Se sorprendió al escuchar su propia voz siendo tan demandante e imperiosa. Casi como si se hubiese ofendido por la orden de su mamá. De algún modo, así fue—. Quiero ir con ella.

— Necesita descansar, mi cielo.

— Solo quiero verla una vez.

— Lo sé —incluso aunque su hijo ya era considerablemente más alto que ella, se le hizo fácil acunarle el rostro entre su mano. Así como cuando era muy pequeño, tanto que encajaba perfecto en sus brazos—. Jace estará con ella.

— ¡Yo también puedo, madre!

— Ve con Joffrey.

— Joffrey estará bien, ella no lo está.

— Entiendo que la situación con tu prometida te tiene preocupado. Lo que pasó nos mantiene a todos en alerta, especialmente cuando los chismes ya se ha propagado. Sin embargo, tan alterado como te encuentras ahora mismo, no puedo permitirte que la veas. Así que, ve con tu hermanito, descansa y en la mañana, estoy segura que ella se sentirá muy feliz y reconfortada al ver tu bonito rostro.

Su madre no exageraba. Y después del encuentro que tuvo con Hera antes de marcharse, posterior al misterioso accidente en la playa, nada quedó bien. En secreto, una gran parte de él lo agradecía. Era como si hubiese estado esperando aquel encuentro desde siempre. Y por fin había sucedido.

— Lucerys —aquel día, después del paseo a caballo en la playa, Hera se puso de pie al ver a su prometido acercarse a ella. Se alisó el vestido y aclaró su garganta, juntando sus manos por encima del estómago.

— Hola, ¿estás bien? —el príncipe se aproximó a ella, sintiendo cada paso que daba, pesar más que el anterior. No quería estar allí. Solo debía hacerlo. Maldito deber.

— Sí, solo estoy preocupada por la princesa —ella enterró su cabeza en el pecho, intentando tomarle de la mano. De verdad quería hacerlo.

— Oh, ¿lo estás? —él se zafó del agarre, cruzándose de brazos.

— ¿Tú también dirás cosas? —murmuró, rodando los ojos con irritación.

— ¿Decirte qué?

— Tú lo sabes, lo que están diciendo esas personas de mí. Se me hace tan injusto.

— ¿Qué están diciendo de ti, Hera?

— Puedo verlo en tu rostro, Lucerys. La princesa salió lastimada, es evidente que estás enojado. Cuando se trata de ella, te transformas por completo —nada más que veneno había en su voz. En su mirada.

— Volvió a casa con el brazo abierto hasta la puta mano. ¿No se supone que es una situación alarmante después de perder tanta sangre? Escúchate, Hera. La que se transforma eres tú cuando se trata de ella. Así que, puedes dejar tu teatro ahora mismo que ya no me lo trago. Ya no más.

— Pues, vamos, ¡sal y defiende a tu prometida! Se supone que eso es lo que deberías estar haciendo en este momento y no haciéndome una estúpida emboscada cuando justo ahora nadie puede escucharte babear por ella. Como siempre lo haces. Rhaedes es intocable para ti, ¿verdad? ¡Que nadie se atreva a mirarla de reojo! Pero, ¿en dónde queda tu futura esposa? No me dejas tocarte y nunca me has besado, ni una sola puta vez. Me corto una mano si cuando nos llegue el momento de procrear, lo haces pensando en ella y en vez de decir mi nombre, dices el suyo. Estoy segura que así será.

— ¿Podemos dejar de fingir que te importo como hombre? Más allá de mis títulos y demás privilegios reales, te importa una mierda mi bienestar. Si me aprecias y respetas tanto como pregonas a diestra y siniestra, te suplico que no vuelvas a ponerle un dedo encima a Rhaedes. Y no pierdas tu tiempo en negarlo, que ya me lo has dicho todo sin siquiera darte cuenta de ello.

— No me hagas esto, Lucerys.

— ¿Hacerte qué? —cuestionó el castaño—. Fuiste tú quien tocó lo que más amo. ¡Mi familia!

— ¿Tu familia o a ella? —espetó Hera, sacándose la careta de encima. Estaba cansada de fingir. Ya no daba más. Y si tenía que explotar de una vez por todas, sí que lo haría.

— ¿Cuál es tu problema con Rhaedes? Si lo sabes bien, que no te amo y nunca lo haré. Nunca te he dicho lo contrario. Te respeto y entiendo nuestra posición, pero más allá de eso no esperes nada de mí.

— ¿Cómo me pides no esperar nada de mi futuro esposo? Lo merezco, ¿o no?

— Yo merezco que respetes a mi familia.

— ¡El problema no es tu familia, Lucerys! —chilló, alterada.

— Honestamente, esta conversación no irá para ningún lado, Hera.

— Vale, entonces, corre a por ella. Quédate a su lado mientras se manosea con su prometido frente a ti —se rió, sarcástica hasta los tuétanos—. Sí que la envidio a montones. Por lo menos Jace no siente asco de besarla o de tocarla frente a quien sea.

— Rhaedes y Jacaerys se aman, ¡tú y yo no!

— ¡No debes amarme para hacerlo, Lucerys! Es que no te das cuenta de nada, ¡que llevo tiempo perdiendo mi dignidad suplicando por ser tocada por ti! Que mides casi dos metros y tienes la edad suficiente para procrear y no me has puesto ni un solo puto dedo encima. Sé un maldito hombre, carajo. Mis hermanas menores ya tienen hasta tres hijos y más en camino y yo debo suplicarte por un mínimo de atención. ¿No te resulto lo suficientemente atractiva como para desearme? Como para follarme. Nadie nos juzgaría.

Hera continuó.

— Si yo fuera más como ella, ¿me harías el amor del mismo modo que tu hermano y su prometida lo hacen? ¿No te sientes sexualmente atraído por mí? Seré tu esposa dentro de poco, así como ella lo será de tu hermano, el futuro rey. Tal vez, si yo fuera más como ella, no te importaría follarme. O tan siquiera tocarme o permitirme que te toque.

— Eres preciosa, Hera. Estoy seguro que cualquier hombre o mujer daría lo que fuera para estar contigo, para tenerte. Pero no te veo de ese modo. No es mi caso.

Hizo una pausa.

Continuó.

— Volviendo al tema principal —exhaló profundo, sacándose de la mente la imágen de su hermano haciéndole el amor a Rhaedes—. Ya que es evidente que nos desviamos del punto.

— Luke, ¿qué más quieres hablar de eso? Dijiste que ya te lo había dicho todo.

— Hera, lo lamento —y lo decía en serio—. Quisiera que las cosas fueran distintas entre nosotros, te juro que sí.

— Podrías esforzarte —dijo ella entre dientes.

— Me estoy esforzando. El problema no eres tú, Hera. El problema soy yo. Eres grandiosa. Sé que juré cumplir con mi deber, lo entiendo, pero es algo que va más allá de mí.

— Si yo fuera ella, quizás, tú me darías un mínimo de amor. O por lo menos, hicieras tu trabajo como hombre y me ayudarías a cumplir mi deber.

Él la ignoró.

Si le seguía la corriente, si era que continuaba ese jueguito estúpido, perdería los estribos por completo. Y ya con tener a Rhaedes herida bastaba y sobraba para él. O mejor dicho, el tema del accidente Rhaedes abarcaba toda su atención como para agregar algo más. No necesitaba ni le importaba nada más.

— Hera, no vuelvas a acercarte con malas intenciones a Rhaedes. Porque, sí, tienes razón, ella es sagrada para mí. ¿Y también sabes qué? Agradece que regresarás a casa en una sola pieza, porque de ser por mí, esta historia sería diferente.

— Sé que le sacaste el ojo a tu tío, el hijo del rey, por ella. No tenías ni diez años cuando dejaste tuerto a Aemond Targaryen. Me preguntó qué serás capaz de hacer de adulto solo por protegerla.

Aegon y Aemond nunca fueron lo más agradables. Eran malcriados, ariscos y poco entrañables. Por supuesto, con su prima más pequeña no fue la excepción. Eran crueles, agresivos y burlones.

Especialmente, después de la muerte de su madre, Rhaedes fue un blanco fácil de sus primos mayores.

Lucerys no soportó las burlas y los sobrenombres que sus tíos le ponían a su prima.

¿Huerfanita de mierda? Incluso él, siendo muy pequeño, sabía que eso estaba mal.

Daban asco.

En este punto, a Lucerys ya no le importaba que sus tíos lo llamaran a su hermano o a él bastardo. Solo quería que detuvieran sus burlas hacia Rhaedes. No pedía nada más que eso. Cosa que, por supuesto, no sucedió.

Hasta que una tarde, la niña quiso defenderse y todo salió mal.

Muy mal.

Aemond era mucho más alto y mucho más fuerte que la princesa. Tiró a la niña del cabello y la pateó por el costado, sin parar de reírse y llamarla de esas formas asquerosas que acostumbraba.

Jace y Luke intervinieron, pero Aemond ya era muy fuerte y ágil, a diferencia de los más pequeños.

Al mismo tiempo, Aegon hizo acto de presencia, arrastrando a Rhaedes por el cabello con el único fin de permitir que su hermano menor la golperara a gusto. Como si de un juguete o un busto de entrenamiento se tratara.

En cuestión de segundos, Lucerys cogió del suelo una piedra con filo y se lanzó contra su tío Aemond.

Adiós ojo.

Lucerys nunca se arrepintió.

¿Como podría arrepentirse?

Lo haría de nuevo.

Una y otra vez.

Solo por ella.

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Los brazos de Jacaerys eran como un trocito de cielo. O tal vez eran sus mimos. Era casi que una ironía lo fuerte que el príncipe empuñaba su espada y lo dócil que eran sus caricias, como brisa fresca de verano. ¿O se trataba de sus besos? Hera no había mentido; no existía en el mundo nada que Jacaerys amara más que abrazar y besar a su prometida. A su futura reina. Sin importar el lugar o las personas que estuviesen presentes. Ni siquiera las tradiciones o las reglas ancestrales. Tampoco le importaba estar frente a su padrastro y futuro suegro. Si ella se lo permitía, la abrazaba y la besaba. Daemon y Rhaenyra no les exigían cumplir con algún estricto protocolo prematrimonial. No le veían sentido. Incluso con Hera y Lucerys iba igual la cosa, pero ya era una dinámica completamente distinta a la de los otros dos.

— Jace, ¿y si tuviera el mismo destino que mi madre?

La pareja estaba recostada en la ventana acolchada. Ella recién despertaba, ocupando el pecho de su prometido como almohada. Él, mientras tanto, se mantuvo rodeándola con los brazos y llenándole de mimos, besos y cariños.

Volver a la calma no fue nada fácil. Jace no la dejó sola ni un minuto y lo mismo con su padre. Su prometido la acunó en los brazos y le peinó la maraña que ahora era su cabello platinado. Paciente, protector y abnegado.

— No entiendo —le respondió él, sincero, depositándole otro beso en el cabello ya peinado.

— ¿Y si existiera la posibilidad de morir como mi madre? —suspiró, jugueteando con el vendaje que aún le cubría el brazo.

— ¿Dando a luz? —murmuró él, intentando entenderla—. ¿Eso fue lo que soñaste?

El príncipe no esperó por una respuesta.

— ¿Morías dando a luz a nuestro hijo?

Sí quería tener hijos con ella. La idea lo llenaba de ilusión. No obstante, más allá de su deseo por formar una familia con la mujer que amaba, sabía que debía aguardar a que ella estuviera preparada. Que ella deseara ser madre tanto como él deseaba ser padre.

Ella no respondió.

Jace volvió a hablar.

— ¿Se sintió del mismo modo que cuando viste la muerte de tu madre?

— Incluso peor —recibió el príncipe como respuesta.

La princesa giró, haciéndose más ovillo contra él, escuchando ahora los latidos del corazón del príncipe.

— Todavía no nos casamos y ya debo prepararme para tu muerte —le besó en el cabello, hundiendo allí mismo su nariz. Sus brazos la rodearon con más ahínco, deseando no soltarla jamás.

— Puedes anular el compromiso.

— No puedo pedirle a mi corazón que deje de amarte, mi amor.

— Jace, no es... —se incorporó, volviendo el rostro para mirarle.

— Dime, ¿qué pasa?

— Es raro, Jace.

— Explícame.

— Era yo, la del sueño era yo y estaba embarazada, sí, pero no se sentía mi cuerpo.

— ¿Era como si tú estuvieras en el cuerpo de otra persona? —indagó.

Ella asintió, mordiéndose con fuerza el labio inferior. Ya lo tenía lastimado e inflamado.

— Era más fácil tener que lidiar con los chismes de Hera atentando contra la corona —riéndose bajito, la princesa se secó el rostro. Por alguna razón, no quería llorar. Sabía que lo necesitaba, pero no deseaba preocupar a nadie. Ni siquiera le había contado a su padre lo que soñó. ¿Cómo decírselo? Era más fácil decirle que, en efecto, su futura cuñada la había atacado. ¿Y ahora debía decirle que era probable que ella tuviera el mismo final que su madre y su hermano nonato?

— Vale, analicemos nuestra situación —dijo el príncipe, enderezando la espalda. Su ceño fruncido significaba seriedad y análisis.

— De acuerdo, comienza.

— En este sueño, te viste embarazada.

— Y me sentí. El deseo de protección. La necesidad de resguardar la vida que acunaba dentro de mí.

— También me dijiste que en esta ocasión, la sensación que te generan estos sueños fue peor que cuando viste la muerte de tu madre.

La princesa asintió.

— ¿Y si no se trata de tí?

— Era yo.

— Sí, pero, no te sentías en tu cuerpo.

— Sí, es la parte que no logro comprender.

— Tampoco hemos tenido sexo —continuó él, haciendo anotaciones mentales conforme iba hablando—. Al menos, no desde tus últimos días de gran fertilidad. Lo cual significa que no estás embarazada.

— Este mes sangré durante los días habituales, pero eso no significa que no vaya a suceder en el futuro. Que en algún momento de nuestras vidas mi sangrado desaparezca y ya sabemos lo que significa.

— Que ese sangrado mensual desaparezca es responsabilidad de los dos. Voy a ser más cuidadoso a partir de ahora, solo por precaución. Y, en el futuro... ya trabajaremos en ello, pero por ahora es lo único que podemos hacer. Evitar un embarazo.

— Jace, no quiero que te prives de nada estando conmigo. Es mi deber. Sí, me da miedo, pero no quiero que la pases mal solo por mí. Sería frustrante para ti y si no puedo complacerte de ese modo, ¿qué sentido tendría estar conmigo? ¿Qué sentido tendría ser tu reina consorte? Luego irás en busca de doncellas con las que sí puedas coger sin temor a eyacular dentro de ellas porque sabes que si las embarazas, no sucederá nada malo.

— No vuelvas a repetir esa tontería que acabas de decir.

— ¡Es la verdad, Jace!

— De acuerdo —haciéndose a un lado, acabó por ponerse de pie—. Supongo que no he sido lo suficientemente claro con respecto a mis sentimientos. Es doloroso que me veas de ese modo, Rhaedes. En especial cuando para mí, eres la única mujer con la que deseo estar toda la vida. No estoy contigo porque es mi deber y ya, estoy contigo porque me enamoré de ti. Cuando le pedí tu mano a Daemon, lo hice porque te amo. No porque necesitara una mujer para desahogarme y buscar herederos.

— Lo siento.

— Quiero creer que tú también me amas del mismo modo que yo te amo.

La princesa no pudo responder.

— ¿Qué pasa, Jace?

Lucerys ni siquiera perdió el tiempo tocando la puerta o esperando a que la pareja terminara de discutir. Se detuvo detrás de su hermanastra y miró a su hermano, cruzándose de brazos.

— Nada —fue lo último que dijo el príncipe heredero antes de marcharse a pasos largos y sonoros.

— ¿Qué va mal? —murmuró el menor, quedando frente a la más bajita. Cabizbaja, fue imposible saber si estaba llorando o no. Pero eso no importó. Antes de que él pudiera decir algo más, ella se acercó y lo abrazó, escondiéndose en su pecho. En un acto reflejo, el príncipe la rodeó con los brazos—. ¿Puedo hacer algo por ti? Si lo deseas, puedo hablar con mi hermano y...

— Luke, ¿por qué siempre llegas cuando más te necesito? —vaya que sonaba aliviada.

— Es por el sueño que tuviste, ¿verdad?

— No, quiero decir que tú siempre estás cerca de mí en el momento indicado. Cuando me siento vulnerable o cuando estoy en peligro, llegas y me salvas.

Hmm, no lo creo —le señaló el brazo vendado—. Continúo molesto por esto.

— Ya lo sé, pero no dejes de abrazarme —suplicó.

— No lo haré —de inmediato retomó el abrazo, apretándola suavemente contra su cuerpo.

— Luke —murmuró su nombre.

Él amaba cuando ella pronunciaba su nombre. Era como magia.

Luke.

— ¿Sí?

Por un momento tuvo la intención de decírselo, que era probable que el final de su vida estuviera más cerca de lo pensado, pero no se atrevió.

Algo dentro de ella se lo impidió.

No puedo.

— Te quiero, Lucerys —se apartó lo suficiente, quería mirarlo a los ojos. Necesitaba de su paz. Necesitaba de él; su calor, su olor, su luz, su todo—. Gracias por mantenerme con vida durante tanto tiempo.

— Si lo dices de ese modo, me haces pensar que... —no fue capaz de terminar la frase. Con cariño, le sujetó del mentón, reforzando el contacto visual—. Siempre te lastimas el labio cuando algo te preocupa.

Le acarició el labio inferior con su pulgar.

— Sea lo que sea que soñaste, lo que te tiene tan alterada, voy a estar contigo hasta el final.

— Tengo miedo.

— Yo también tengo miedo —confesó el príncipe.

— No te apartes de mi lado, por favor.

— Eso no tienes que pedirlo.

— ¿Incluso si tu prometida no es feliz con ello?

— Me vale un bledo mi prometida —le acunó el rostro con ambas manos, reposando su frente contra la de ella. Mierda, estaba loco por ella.

— ¿Incluso si soy una puta mimada? —ironizó, haciendo referencia a su futura cuñada y sus quejas.

— Entonces te mimaré más —le besó el entrecejo como respuesta.

— ¿Incluso si te he causado tantos problemas al punto de ser odiado por los hijos del rey y la mismísima reina?

— Con mucho gusto les arranco los ojos a mis tíos y a la reina si es que se atreven a molestarte de nuevo —le sonrió, tan sincero y ligero como siempre lo era con ella.

— ¿Incluso si te pido que me saques ahora mismo de aquí y me lleves lejos por unas horas, pues siento voy a enloquecer?

— Huyamos de toda esta mierda un rato, princesa.

Ese fue el comienzo de todo.

Ese día, posterior al primer mal sueño después de tanto tiempo.

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