𖥔 . . . 𝒊. 'cause i'm about to break down, i'm searching for a way out.
CAPÍTULO UNO
‘cause i'm about to break down,
i'm searching for a way out.
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loc. DRAGONSTONE
(m.) hades:
dios griego
del inframundo
y la muerte.
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A DIFERENCIA DE LUCERYS, QUE CONTINUABA SIENDO el dulce niñito de mamá, incluso ahora cuando la familia había crecido por dos, Jacaerys, su hermano mayor, se llevaba toda la gloria. No porque él fuese malo, débil o menos que nadie, pero continuaba sintiéndose pequeño. No como si en serio lo fuera, porque al sol de hoy era, por mucho, más alto que su padrastro. La cosa iba más por el lado de la autoconfianza. Era fuerte, inteligente y muy ágil con las armas. También estaba aprendiendo a cómo ser un jinete excepcional, pero, no estaba conforme. No cuando todos a su alrededor rozaban tan grácil y naturalmente la perfección. Él no era perfecto como su madre o como Daemon, su padrastro.
Se suponía que ya estaba alcanzando la adultez y que en algún punto de su vida, más temprano que tarde, tomaría posesión de su título como Lord de la Casa Velaryon. Aún sabiendo esto y entendiendo todo lo que significaba, no se sentía capaz. Sabía lo qué debía hacer y cómo debía hacerlo. Fue educado, preparado y entrenado desde su llegada a este plano para cumplir sus funciones como príncipe y caballero, pero, ¿y si no era lo suficientemente bueno? Así como Jace o su padrastro. O tal vez como Harwin. Harwin Strong.
Suspiró. Echaba de menos su infancia. Envidiaba, en silencio, a sus hermanos menores. Ellos todavía podían acurrucarse en el pecho de su madre y jugar. Sin importar las sucesiones, los títulos o compromisos políticos.
— Mi príncipe —su prometida, en un apacible tono de voz, intentó atraer su atención. Avergonzada por la distracción del recién mencionado, la jovencita se aclaró la garganta y, de mala gana, alcanzó otra galleta, encogiéndose en el asiento.
— Aquí estoy —él parecía, de hecho, estar a kilómetros de la isla. Sin embargo, sus pensamientos no iban más allá de la frontera, ni más allá del castillo que era su hogar, justo en el jardín donde compartía galletas y bebía el té con la mujer que debía tomar como esposa. Hera.
Su atención estaba allí, entre las petunias y los geranios. Llevando un pulcro vestido azul cielo confeccionado nada más que con tejidos de oro, anillos en ambas manos y el cabello suelto, que se batía al compás de la salina brisa de mar.
Lucerys era todo un caballero; cortés, educado, amable y considerado. Respetó a su prometida desde el anuncio del compromiso y jamás faltó a su palabra. Comprendía cuáles eran sus obligaciones como príncipe y aceptaba cada una de ellas sin chistar.
Fue su padre, antes de morir, quien anunció el compromiso. Un contrato político cuidadosamente meditado. Estratégico. Su madre estuvo de acuerdo. No había nada que hacer al respecto.
Hera, quien también formaba parte de la emblemática Casa Velaryon, era agradable, pero más allá de eso, no había nada notable que resaltar. No se les dificultaba intercambiar palabras, sonrisas corteses y eso era todo. Aunque, aún sabiendo que no esperaba amar a su prometida, darles herederos a sus nobles casas era lo más propicio. Lo único importante después de las alianzas entre castas. Mantenerse en el poder.
— Luke —se sentía raro que ella se dirigiera a él de ese modo. Ni siquiera tenían la confianza suficiente, pero no había nada que pudiera hacer más que sonreírle y forzarse a sí mismo a asentir y soltar unos que otros monosílabos. No, no porque quisiera ser desagradable a propósito. Se trataba de las petunias, de los geranios y del vestido azul con tejidos de oro. Quería estar allí y no enterrado en esa incómoda silla.
Volvió a suspirar.
Rhaedes era un año mayor que Lucerys; se dió un estirón durante las últimas estaciones, pasando de ser una enclenque infante a una grácil y elegante mujer, digna de elogios y demás halagos. Era, sin duda, la debilidad y el más grande orgullo de su padre. Por fortuna, no le tomó demasiado adaptarse a su nueva familia, con sus nuevos hermanos —que no había tenido nunca— y su madrastra, la legítima heredera al trono. Rhaenyra la recibió y acogió como una más de sus hijos, con mucha paciencia y amor. Ese amor maternal, esos brazos cálidos y besos en la frente que le fueron arrebatados años atrás, sin piedad ni compasión.
A diferencia de su hermano menor, Jacaerys estaba feliz con su compromiso. El príncipe, estaba, de hecho, enamorado de su ahora hermanastra. Y, más que un compromiso político o una estrategia de unión diplomática, como lo era en el caso del más pequeño, Jace pidió a su padrastro la mano de la princesa. La cual, por supuesto, se le fue concedida.
Lucerys era capaz de percibirlo; la forma en la que su hermano la miraba con la más pura devoción, las sonrisas que se le escapaban de improviso al escucharla reír y la manera tan abnegada de protegerla, mimarla y hacerla feliz. Tal y como si, en serio, estuviese dispuesto a dar la vida por ella. Se suponía, entonces, ¿que así era como debían ser las cosas con su prometida? El príncipe envidiaba a su hermano, pero no estaba seguro de qué era exactamente lo que envidiaba: si el hecho de estar enamorado, disfrutando de su compromiso o que estuviera enamorado de ella. ¿Lo envidiaría del mismo modo si fuera otra mujer de la que estuviera enamorado? O por el contrario, ¿envidiaría al hombre que fuese el esposo de ella? No, sin duda lo envidiaría.
Las cicatrices en forma de medialunas, en los brazos de su hermastra, se las conocía cada una. Eran ocho en total. Cuatro en cada brazo. Las mismas heridas que se infligió, en vertical, con una filosa daga, con la intención de acabar con su vida. Claro que, en ese entonces, él no lo había entendido de ese modo. De hecho, no había entendido nada. Sabía que algo iba mal, reconocía la espesa sangre en sus pequeñas manos y el rostro angustiado de sus familiares, pero nada más. Poco después, su madre le explicó qué había sucedido y el motivo por el que todos decían que él era un héroe. Tú has salvado su vida, dulce niño.
Entonces, curioso, él le respondió:
— Madre, si la princesa deseó quitarse la vida y yo le impedí hacerlo, ¿no debería ella odiarme? No obedecí a las órdenes de la princesa; ella gritaba, con la poca fuerza que le quedaba, ordenándome que no llamara a nadie, pues deseaba ir con su madre. Debieron cortarme la lengua. Pero, incluso el abuelo, quiero decir, el rey, me felicitó y elogió mi valentía.
— Hijo, la tristeza es aterradora. Te arrastra a hacer cosas inimaginables. Prima no te odia. Nadie podría odiarte. Tú eres muy bueno, ¿cómo sería capaz de odiar a mi niño encantador con los ricitos más adorable del universo?
Lucerys Velaryon, hijo de Rhaenyra Targaryen e hijastro de Daemon Targaryen, futuro Lord de la Casa Velaryon, poseedor de excelentes habilidades con la espada y jinete en entrenamiento de su dragón, Arrax. Príncipe y prometido de Hera Velaryon. Sí, todos esos títulos eran suyos y otros más, que ni era capaz de mencionar en voz alta. Y, aunque, desde que tuvo consciencia de su existencia se la pasaron y todavía, cuestionando sus orígenes, llamándolos a sus primeros hermanos y a él bastardos, sangre de dragón corría por sus venas. Todo eso era cierto. Que era fuerte o que debía serlo. Pero, ¿y si ella me odia? ¿Y si su madre se había equivocado y Rhaedes lo odiaba por haber detenido su muerte?
— Mi príncipe —su prometida, una vez más, luchó por atraer su atención. Las galletas ya se habían acabado y lo mismo con el té. Ya no tenía forma de distraerse.
— ¿Hmm? —él volvió a aclararse la garganta como por quinta vez, sacudiendo la cabeza en un intento por dispersar sus pensamientos y enfocarse en la damita a su lado. Suspiró, de nuevo, sintiendo el sudor corriendo por la frente, empapádole el cabello. Hacía calor.
— Yo sé que no soy de su total agrado —comenzó ella, sin mostrar signos de enojo o desagrado. Su tono de voz era firme y cuidadoso. Respetuoso. Después de todo, era con el príncipe que hablaba—. Pero, considerando nuestra posición, creo necesario hacer un esfuerzo mutuo por acercarnos. Seremos marido y mujer, tendremos hijos algún día y estaremos juntos hasta la muerte. Por ello, sugiero, esforzarnos. Y si es que sus intereses son otros, no le prohibiré nada, pero permítame cumplir con mi deber.
Lucerys quiso responder a algo, lo que fuera, en serio que quería, pero unas risas muy familiares lo obligaron a girar el rostro en su dirección; Jacaerys y Rhaedes se correteaban en la orilla de la playa. Siendo felices. Amándose. Porque ella también lo amaba. Estaba seguro de eso. Su hermano era perfecto en toda la extensión de la palabra. ¿Cómo no amarlo? Ambos eran perfectos. Estaban hechos el uno para el otro.
Se suponía que debía ser feliz por ellos. Se suponía que tenía que compartir la felicidad de su preciado hermano mayor. Entonces, ¿por qué se sentía tan desgraciado? Como si, de pronto, el peso sobre sus hombros se hubiera vuelto más pesado durante los últimos años.
¿Y si Rhaedes lo odiaba? Necesitaba preguntárselo. Llevaba años cargando con aquella duda en su alma. ¿Ella era feliz? ¿Agradecía que él la hubiese salvado de la muerte? Un sinfín de dudas se apretujaban en su interior. Sin embargo, tal parecía, que nunca serían respondidas.
Jacaerys sujetó del rostro a su prometida y apartándole el cabello, la besó.
Lucerys cerró los ojos.
— Hera, voy a cumplir con mi deber.
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hades
rhaedes.
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